Hablando
como los locos
Ena Lucía Portela
Estamos en una ciudad fría y neblinosa,
en el norte de Europa. Luego de algunas peripecias turísticas,
vinimos a carenar en este bar oscuro y llevamos un buen rato
descargándole al gin-fizz. Él es uruguayo,
cincuentón y nostálgico. Vive acá desde hace una
tonga de años, los suficientes como para apreciar mucho el haber
encontrado a alguien que le hable en español. Claro que yo poseo
otras virtudes. Por ejemplo, como latina y subdesarrollada que soy, no
me acompleja en absoluto que sea él quién lo pague todo,
que para eso es hombre. Ahora, entre copetín y copetín,
me pide que le cuente acerca de La Habana. ¿Qué quieres
que te cuente, por Dios?, le pregunto sin demasiado entusiasmo. No
sé, flaca –me dice–. Contame algo, lo que se te antoje… Nunca
estuvo por allá, lo cual
parece ocasionarle una profunda tristeza. La Habana: asignatura
pendiente. ¡Ay, coño!, pienso. Porque La Habana, para
mí, es la calurosa, húmeda, llena de bichos y de ruido, a
sus horas violenta, apagada, misérrima, loca, jodida, puerca,
enferma y definitivamente mierdera ciudad donde nací y donde
vivo desde hace treintitrés años. Para él, en
cambio, es una especie de símbolo, no sé muy bien de
qué. Del fracaso, tal vez. De las ilusiones perdidas. Él
pronuncia la palabreja “revolución” y su rostro se ilumina. Por
un momento se instala en el pasado. Recuerda algo que sucedió
cuando él aún era un niño, antes que yo ni pensara
en nacer, y que atravesó cual saeta de Cupido los corazoncitos
izquierdosos latinoamericanos. ¡Zas! ¡La Habana: capital de
los revolucionarios de todo el continente! En el fondo lo que el tipo
quiere es que yo le cuente cosas lindas acerca de La Habana en la
actualidad, de cuán libres y felices, cultos y sanos, deportivos
y triunfadores, nos sentimos sus casi tres millones de habitantes.
Quiere oír que no hay desigualdades, ni corrupción, ni
miseria, ni hambre, ni violencia, ni miedo, ni angustia, ni presos
políticos, ni brutalidad policial. Que todo eso que lee en los
periódicos y ve en los noticieros es puro embeleco, paparrucha,
propaganda imperialista. No está loco este uruguayo, ni es un
cretino. Sabe. Sólo quiere que lo engañe, que simule un
orgasmo. En cierto modo me gustaría complacerlo. ¿Por
qué no? Si en definitiva no es culpa suya… Ah, pero no puedo. Me
falta cinismo. Así que pido otro copetín de gin-fizz,
prendo un cigarrillo, fumo, sonrío… y me voy por la tangente. La
Habana –le digo– es una de las ciudades más antiguas del
hemisferio occidental. Oh, sí. Muy vetusta. Su fundación,
obra de un tal Diego Velázquez de Cuéllar, data de
inicios del siglo XVI. ¿No te parece estupendo? ¡Ja! Y
tiene un puerto magnífico, para que veas. Y además es muy
pintoresca. Sí, porque en ella se combinan los más
diversos estilos arquitec… ¡No, flaca, no!, me interrumpe. Mucho
habías demorado, pienso. Y me explica, no sin razón, que
todos esos datos bien podría encontrarlos en una guía de
ocio, en la Encarta o en la Wikipedia. No los necesita. Lo que me
está pidiendo, por si no lo he comprendido, es
información de primera mano. Que le cuente sobre La Habana algo
que sólo yo pudiera contarle. Cómo vivo, cómo
viven mis vecinos, esa clase de cuestiones. ¿Capto la idea?
Asiento con la cabeza. ¡Uff, qué aburrimiento!, pienso.
Ahora mismo no me muero de las ganas de contarle a este uruguayo “esa
clase de cuestiones” que podrían arrastrarnos a una bronca
política de las que siempre acaban como la fiesta del Guatao.
(Vete y dile a un “progre” que La Habana está en llamas, hecha
leña, lisa y llanamente descojonada en lo material y en lo
espiritual, que ya no es ni la sombra de lo que fue en los años
cincuenta, y verás cómo te acusa de agente de la CIA,
mercenario al servicio del Imperio y compinche de Posada Carriles,
entre otras lindezas.) Pero qué voy a hacer. El que paga, manda.
Igual este sujeto no parece de los más histéricos. Lo
suyo es la onda melancólica, depresiva, crepuscular. Ahí
viene mi copetín, qué delicia. Me lo empino,
¡glup!, como si en vez de gin-fizz contuviese tequila. Fumo,
sonrío. Verás, mi cielito – le digo al tipo –. Vivo en el
Vedado, y es una suerte. Porque mi barrio, en honor a la verdad, no es
tan horripilante como otros. El agua escasea, hay ciertos problemillas
con el suministro de gas y con la recogida de la basura, las calles
están cundidas de baches, hay derrumbes por los huracanes, por
las penetraciones del mar, por la carcoma, etc., pero casi nunca se va
la luz. Sólo cuando llueve, o cuando explotan los
transformadores, o cuando… ¡¿Explotan?! – me interrumpe –.
¿Y eso por qué? ¿Sabotaje o…? No, amor – lo
tranquilizo –. Los apagones por sabotaje son en Bagdad. En mi barrio
son por fallos en el sistema. En el sistema eléctrico,
¿eh?, que es una calamidad. Creo que si alguien perpetrara un
saboje, ni siquiera se notaría, pues… ¡Pero a Bagdad la
bombardearon y a La Habana no!, exclama de súbito. Claro que no
– le digo –. Allá jamás ha caído un misil. Ni
falta que hace. Porque hay devastaciones de diversa índole,
¿sabías? Bagdad: paisaje después de la batalla. La
Habana: paisaje después de cuarenta y siete puñeteros
años de… Sí, sí, flaca, ya está bien,
vuelve a interrumpirme el uruguayo. También él parece muy
devastado. Pero algo bueno habrá por ahí, ¿no?,
susurra lánguidamente. Supongo que sí – le digo –. Porque
la gente del campo, los guajiros, no paran con su emigración a
la capital. Se mudan en turba, a la burdajá, y eso que
está prohibido. Si los pescan fuera de base, ¡paf!, los
zumban de vuelta para sus respectivos guajirales. Pero no desisten.
¡Qué va! La
Habana para ellos es el progreso, el adelanto. Así que hay
muchísimos residentes ilegales. Se les llama “palestinos”… Si
quieres conocer las bondades de La Habana, mi chini, tendrás que
preguntarle a uno de ellos. O sintonizar esa emisora internacional,
Radio Habana Cuba. Allí seguro te endosan una fulgurante
apología de mi desvencijada ciudad. Y quizá algún
turista pudiera describirte las bellezas del casco histórico de
la Habana Vieja, que para ser un casco no luce tan mal, fíjate
que la Unesco lo declaró Patrimonio de la… Mi anfitrión
suspira hondo. Me mira con fatiga, con desánimo, como si
estuviera a punto de abrirse las venas. Por lo visto, no es uno de esos
que se dejan impresionar por la Unesco. Me entran deseos de contarle
algo alegre, algo que en verdad sólo yo pudiera contarle. Porque
la decadencia de La Habana, en rigor, no es noticia para nadie. O en
todo caso no debería serlo. Hay ensayos, artículos,
crónicas, reportajes y hasta literatura de ficción,
toneladas y más toneladas de papel impreso acerca del tema. A
partir de los noventa, sobre todo, ha devenido un lugar común.
Si no fuera por los embusteros oficiales y los progres cacatúas
que se empeñan en negarlo, pienso, a estas alturas ya ni se
hablaría del asunto. ¿Para qué llover sobre
mojado? Oye, bobo – le digo al tipo –, no te me acongojes tanto. Cambia
ese careto, anda, que se me parte el alma. A ver, ¿no
querías que te contara cómo viven mis vecinos…?
¡Pues atiende p’acá! Ni te figures que se pasan el
día llorando y sufriendo porque la ciudad está hecha una
mierda. Nanay. El Homo sapiens
es duro de pelar. Se acostumbra a todo, y cuando lleva mucho tiempo en
la mierda ya ni huele la peste. Créeme, te lo digo yo.
Ahí tienes a Yonaikys, el vecinito de al lado de mi casa, que es
un feliciano y… El uruguayo alza una ceja. Sí, oíste bien
– le digo –. Yo-nai-kys. Allá es como en Brasil, creo, que no
hay mucha tradición católica y la gente se llama de
cualquier manera. Pero mejor no tocamos esa tecla. Como te iba
diciendo, Yonaikys es muy joven, veintipiquitos cortos a todo tirar. Y
es noctámbulo, igual que yo. Hace años que duerme de
día y evoluciona, por decirlo así, de noche. Somos
vampiros en La Habana. Por eso es que lo conozco bien. No es que
andemos juntos, ni que seamos amigos, no. Yo me dedico a leer o a
escribir (porque soy escritora, ¡jejé!) y él,
entretanto, realiza otras actividades. Algunas noches le da por aullar
cual hombre-lobo, alebrestando a los demás perros de la cuadra.
O si no, canta. A grito pelado. Le descarga lo mismo a la Charanga
Habanera, a Ricky Martin o a La Internacional. Oh, yeah. Cuando la coge
con eso de “Arriba los pobres del mundo / de pie los esclavos sin
pan…”, no tiene para cuando acabar. ¡Cómo le gusta! A
veces sale a la calle y regresa con alguna piruja. Al poco rato, oyes
la gritería. Se entran a piñazos, rompen los muebles y se lanzan contra las paredes. A lo
mejor hacen otras cosas, no sé. El caso es que arman tremenda
bulla, y luego… Perplejo, el uruguayo me mira con los ojos cada vez
más abiertos. Verdad que no me parezco mucho al Hombre Nuevo, y
Yonaikys aún menos. Y eso no es nada, muchacho – prosigo,
tratando de no reírme –. Una vez se fabricó un
iglú de ladrillos en la azotea. Es decir, un semi-iglú,
pues nunca llegó a terminarlo. Te lo enseño cuando vayas
a La Habana, para que veas el gran desarrollo de la arquitectura
esquimal en el trópico. Y hablando de arquitectura, nuestro
Niemeyer también abrió un hueco en una de las paredes de
su casa. Dicho hueco le sirve para orinar de vez en cuando a
través de él. Eso trae conflictos, pues el orine cae en
el techo del garaje, salpica y se le cuela por la ventana al vecino de
los bajos, que duerme ahí mismito con su mujer… La cara del
uruguayo, ahora con la boca abierta, es todo un poema.
¡Jajá! Y bueno, ñañi, figúrate – le
digo –, el vecino de los bajos coge tremendo empingue con eso y grita
que va a descojonar a Yonaikys, todo en medio de la noche. Yo entiendo
que se engorile, no creas, porque él tiene hecho el Oggún
y es una falta de respeto que alguien venga a… ¡Válgame
Dios! – explota el uruguayo, como si fuera un transformador. –
¡Pero claro que es una falta de respeto! ¡Con el
Oggún o sin el Oggún! ¿Qué es el
Oggún? Pienso en cómo explicárselo de manera que
lo entienda, pero él sigue hablando. La conducta de Yonaikys lo
desconcierta. Porque cuando él era joven, allá en
Montevideo, vivía en un barrio de laburantes, y eran muy pobres,
y había una dictadura militar… ¡y a nadie se le
ocurría abrir huecos en las paredes! Bebe gin-fizz, para
calmarse los nervios, mientras me preparo psicológicamente para
encajar algún comentario racista. Algo en el estilo de: Claro,
allá en Montevideo todos éramos blancos. (Mucho se
equivoca quien imagine que los progres son ajenos al racismo.) Pero el
uruguayo no dice nada. Sólo me mira con gesto inquisitivo, como
exigiéndome una explicación. Ah, vamos, pienso, ¡ni
que yo fuera
la mamá de Yonaikys! Bueno, mira –le digo al tipo–, para
mí que ese chama siempre fue un poquito oligofrénico, y
luego la piedra tampoco le ha servido mucho para desarrollar su
inteligencia ni su… ¿La piedra? Mi anfitrión vuelve a
alzar una ceja. ¿Qué piedra, flaca? No estoy muy segura
–le advierto–, pero creo que en otros lugares le llaman “crack”. Es
como una especie de cocaína sintética de lo más…
¡¿Crack?! ¡¿En La Habana hay crack?! Mi
uruguayo predilecto me mira con cara de oficial de la DEA. Mierda,
pienso. Ahorita va a resultar que la culpa es mía. ¿Pero
tú qué te has creído, man? –le digo–. ¿Que
La Habana está en otro planeta, o qué? Por supuesto que
hay piedra, y también lo que no es piedra. Hay cualquier cosa.
Con un baro largo se consigue lo que sea. Claro que tienes que saber
adónde ir, porque no te lo despachan en la farmacia. Como
podrás imaginarte, nada de eso es legal. Pero a quién le
importa, si en un final allá casi todo está prohibido. Y
por si quieres saberlo, al ilustre Yonaikys no se lo llevan preso
porque su mamita, aparte de soltar los cucos a diestra y siniestra, es
informante de la policía, ¡la muy caimana!, y
compañera destacadísima en el comité, más
chivatona que nadie y… Ahora el uruguayo me mira con ojos de
sijú platanero. Me da lástima con él. Porque es un
manso, el pobre, de lo más buena gente, y en general nunca me ha
gustado apachurrarle las ilusiones a nadie. Pero qué voy a
hacer. Él mismitico se lo buscó. A ver quién
recoño lo habrá mandado a preguntarme sobre La Habana.
La Habana, 18 de abril de 2006 |