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La más verbosa ofrece en
esta entrega tres colaboraciones de Rafael Rojas, Pedro L. Marques de
Armas, Duanel Díaz y de Cristóbal Díaz de Ayala.
Rojas reflexiona sobre el vínculo poesía-historia en la
obra poética de Eliseo Diego. Por su parte Marques de Armas
entrevista a Duanel Díaz con motivo de la publicación
de
su libro Límites del Origenismo
(Colibrí, 2005). Concluye este regalo triangular el ensayo de
Díaz de Ayala Puntos de
encuentro entre literatura y música en lo cubano. La Habana Elegante agradece a sus colegas y amigos la deferencia mostrada al permitirnos enriquecer nuestra revista con sus valiosas colaboraciones. Los distinguidos lectores habaneros excusarán, con su acostumbrada gentileza, la larga espera por el presente número. Estamos convencidos de que la excelencia de estos trabajos nos servirán de pasaporte al perdón de nuestros fieles amigos. Desde la Casa de Hierro, La redacción Tan callado el maestro: Eliseo Diego, la poesía y la historia Rafael Rojas* Todos los poetas asociados a las revistas Espuela de plata y Orígenes poseían una visión de la historia de Cuba, generalmente referida a la pertenencia de la isla a su entorno americano. Algunos de ellos, como José Lezama Lima, Cintio Vitier, Fina García Marruz y Gastón Baquero, desarrollaron poéticas de la historia en ensayos como La expresión americana (1957), Lo cubano en la poesía (1958), Hablar de la poesía (1986) o Indios, blancos y negros en el caldero de América (1991). Otros, como Virgilio Piñera, Lorenzo García Vega y Justo Rodríguez Santos, involucraron visiones históricas en libros de poesía y prosa como La isla en peso (1943), Los años de Orígenes (1979) o La epopeya del Moncada. Poesía de la historia (1964), uno de los primeros textos que insinúa la simbiosis entre Orígenes y la Revolución, desarrollada luego por Cintio Vitier. Otros más, como Ángel Gaztelu y Eliseo Diego, hicieron de la historia una presencia vaga, distante, casi imperceptible de sus poemas: el primero, desde una concepción religiosa del tiempo; el segundo, por medio de una lírica memoriosa en la que el pasado se manifestaba de un modo evanescente. El caso de Eliseo Diego es, en este sentido, bastante singular, dentro de las poéticas históricas de Orígenes. Aunque fue un criollo católico, Diego no escribió ensayos cívicos, como los que abundan en la obra de Cintio Vitier, ni poemas religiosos, como los que distinguen la lírica de Ángel Gaztelu. Sin embargo, en algunos poemas de los cuadernos En la Calzada de Jesús del Monte, Por los extraños pueblos, Versiones, Los días de tu vida y en ciertas prosas incidentales, Eliseo Diego se asomó a la historia cubana y americana. Dicha aproximación, a diferencia de los ensayos de Lezama, Baquero, Vitier o García Marruz, rehuía las fuertes inscripciones del gran relato mítico de la nación cubana o de la identidad latinoamericana y demostraba un especial interés por pequeños detalles y atributos, casi gráficos, que permitían distinguir a los héroes y epopeyas del pasado. Cuando en un libro de poesía infantil, Soñar despierto (1988), ilustrado por su hijo Rapi, Eliseo Diego fijaba la atención en el corneta de Maceo –“¿cómo se las compondría/ cuando se acababa el día/ para el toque de retreta”-, en los fusiles y machetes enfrentados en la “manigua luminosa” o en el viejo Torreón de San Lázaro, que “aguarda tenso el grito aquel de ¡alerta!”, no sólo traducía pasajes de la historia al idioma llano de la pedagogía cívica, sino que desglosaba, alegóricamente, el discurso épico del nacionalismo cubano. En su clásico estudio Poetry of This Age (1908-1958), vertido al español por Augusto Monterroso para el Fondo de Cultura Económica, J. M. Cohen observó que a mediados del siglo pasado emergía en Occidente una generación de “poetas solos” (José Hierro, Philip Larkin, R. S. Thomas, Theodore Roethke…), quienes, a diferencia de muchos de sus predecesores y contemporáneos (Eliot, Pound, Auden, Neruda, Paz y, aunque no los cita Cohen, Lezama, Baquero, Vitier…), estaban fascinados por una “nueva sencillez” que les permitiera “no inventar mitos, no discutir nada más allá de sus alcances… y abandonar toda pretensión de poseer una visión profética y de ocupar un lugar fuera de la sociedad o sobre ésta”. Sin llegar a desentenderse del todo de la profecía, como forma de la imaginación cristiana, Eliseo Diego fue, dentro de Orígenes, uno de los que más se acercó a esa idea moderna de una literatura sin promesa. (J. M. Cohen, Poesía de nuestro tiempo, México, FCE, 1963, pp. 335-356) Heroísmo y ornato Ya desde los primeros poemas de En la Calzada de Jesús del Monte (1949) era perceptible, en Eliseo Diego, un imaginario criollo, abastecido en buena medida por las figuras filiales del tío abuelo, el líder autonomista Eliseo Giberga, y de un tío materno, Félix Fernández de Castro, oficial del Ejército Libertador durante la última guerra de independencia de Cuba. En aquellos poemas, la nostalgia del esplendor criollo del siglo XIX y el desazón de la política republicana, igualmente compartidos por autonomistas y separatistas, aparecían por medio del reconocimiento de una suerte de caída sentimental o maldición cívica que imposibilitaba al sujeto postcolonial cubano una verdadera experiencia democrática y liberal. Los versos "yo, que no sé decirlo/, la República", de "El sitio en que tan bien se está", querían afirmar, nostálgicamente, esa caída republicana, esa maldición democrática que impedía al hijo, Eliseo, nombrar el nuevo orden histórico con la misma enjundia y orgullo con que lo pronunciaba su padre, Constante de Diego. Desde aquel primer poemario, el tiempo y la memoria de Eliseo Diego se presentaron como dimensiones más ligadas a la experiencia familiar y religiosa que al devenir histórico y político de la nación cubana. La familia, la iglesia, el barrio, los vecinos, los portales, las columnas eran presencias que le otorgan sentido al tiempo y a su posible evocación desde los versos de un poema. Esto no significa, sin embargo, que el entorno privado y vecinal, esa domesticidad reminiscente que se plasma en la nostalgia del tranvía, la tienda o la esquina, hiciera de la historia una ausencia. Lo distintivo de la poesía de Eliseo Diego no es la anulación de lo estatal por lo familiar sino la domesticación lírica de la historia nacional: la transformación de los grandes hitos y héroes de una epopeya histórica en ecos o resonancias de un estertor lejano. Así se plasma, por ejemplo, en el poema "El retrato de Carlos Manuel de Céspedes" de En la calzada de Jesús del Monte. El tema de esta composición, lejos de lo que podría insinuar el título, no es Carlos Manuel de Céspedes, el padre de la patria, ni siquiera su retrato: es el aula de cualquier escuela republicana, donde colgaban retratos de Céspedes, Martí, Maceo, Gómez y otros próceres de la independencia. Eliseo reconstruye en el poema una escena virtual: el maestro se ha ausentado y los alumnos deben hacer su tarea en silencio, bajo la mirada callada de Céspedes, quien en el último año de su vida, luego de la destitución como Presidente de la Cámara de Representantes, fue maestro de niños campesinos en la Sierra Maestra. En su poema, Eliseo Diego logra trasmitir la atmósfera de solemnidad que invade el aula cuando el "maestro de siempre" se ausenta y lo sustituye el otro, Céspedes, el mítico héroe de la independencia nacional, el silencioso padre de la patria, rechazado, como Bolívar, por sus propios compañeros de armas, y que ahora gobierna el aula desde un cuadro colgado en la pared: "Tan callado el maestro, y tan derechos/ estos muchachos. El oscuro paño/ de su traje gastado por los años/ qué les enseña, fiel. Y tan derechos!/ Sueño y silencio de sus ojos parcos/ (su frente sola ilustra la pureza)/ qué austero juego amable han señalado/ Su perilla nocturna, el recio arco/ del bigote. Y en tanto que regresa/ el maestro de siempre, tan callados!". (Obra poética, La Habana, Ediciones Unión/ Letras Cubanas, 2001, p. 77) Es tal el silencio que la mirada de Céspedes impone en aquel recinto que el "aroma vasto de la tinta nueva", según Eliseo, asciende desde los pupitres e impregna el techo del aula como un "tamarindo cruzado por el rastro de un hurón" o como el rumor de un río que se aprieta contra el pecho. La tinta, por cierto, para un poeta y prosista que siempre escribió a mano, como Diego, fue siempre un líquido milagroso, portador del misterio de la escritura. En una rara carta a José Antonio Portuondo, de 1964, el poeta católico agradecía al crítico marxista el envío de un pomo de tinta con estas palabras: "estaba usando una tinta cuyo color oscila entre la borra arqueológica, el papelillo de carcomel desleído y el calamar rancio: ¿quién que ame y respete las palabras podría resignarse a dejarlas ir por el mundo en semejantes y harapos? Aún no me he decidido a mecanizar mi escritura..." Y concluía un modesto y agradecido Eliseo: "el tamaño de la botella ha sido una delicadeza enorme: parece como si hubieras adivinado que un pomo corriente me habría sumido en infinitas perplejidades, paralizándome casi. En fin, si no puedo prometerte otra calzada, porque no figura en el plan de obras, al menos puedo asegurarte que cuanto salga de esta pluma se deberá en grandísima medida a tu regalo: me has devuelto el gusto por la manualidad del oficio, que es donde residen sus tres quintas partes". (Cuestiones privadas. Correspondencia a José Antonio Portuondo, Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2002, pp. 376-377) Otro poema donde leer esta domesticación de la historia es "El general a veces nos decía" de Por los extraños pueblos (1958). Aquí vuelve a reconstruirse un pequeño drama histórico, pero esta vez, no es la mirada callada del mártir, sino la voz de un héroe vivo el hilo conductor de la escena. Un general de la guerra de independencia habla de algún héroe caído a un grupo de republicanos. El general, convertido ahora en testigo de la epopeya pasada, dice: "así fue que lo vimos aquel día/ en la tranquila lluvia indiferente/ sobre el negro caballo memorable". Pero al poeta le interesa más el testigo que el mártir y por eso consagra sus versos a ciertos atributos del general: "las manos transparentes", "su camisa de nieve irreprochable", "el arco duro del perfil severo". Sólo en el último verso del poema, Diego retoma el testimonio, reuniendo en una misma condición divina a ambos héroes, el muerto y el vivo: "más allá de las palmas y el camino,/ limpiamente ceñida su pobreza/ pasaban en silencio nuestros dioses". (Obra poética, p. 77) Otros dos poemas de Por los extraños pueblos, un cuaderno escrito durante los años de la insurrección contra la dictadura de Fulgencio Batista, aluden someramente al drama histórico de la isla. En el poema "La guerra", un veterano de las luchas separatistas del siglo XIX "repasa sus memorias". Guarecido en su casa de la "vasta lluvia" que sucede afuera, el anciano rememora las guerras pasadas. Eliseo Diego hace del aguacero una metáfora de la guerra que le recuerda al viejo memorioso que una nueva contienda ha estallado en Cuba: "... va entrando el agua, y no cierra/ el postigo. Y un instante/ nos da en la cara, fragante,/ la intemperie de la guerra". (Obra poética, p. 85) El otro poema de aquel cuaderno, donde se insinúa una poética de la historia, es "El monumento", inspirado en la estatua ecuestre de Antonio Maceo, que se levanta frente al malecón habanero. El poema recurre otra vez a la metáfora de la lluvia para trasmitir un estado de discordia nacional: "entre las avenidas/ de la lluvia, perdidas/ las razones más bellas/ del aire, las querellas/ tardías de las palmas/ y las siniestras calmas/ del vasto pecho gris,/ abruman al país/ de los canteros tristes". Frente a la doble inclemencia del tiempo y la historia, de la lluvia y la política, se levanta Maceo, la estatua del héroe más que el héroe de la estatua, como antes el retrato del padre de la patria más que el mito de Céspedes. (Obra poética, p. 90) El Maceo del que habla Eliseo Diego es literalmente el de la estatua de bronce habanera que se enfrenta al vendaval y no el que protestó en Baraguá y cayó en Punta Brava: "un raro pobre insiste/ contra las aguas. Pardo/ es su traje; gallardo/ aguanta las temibles/ ráfagas impasibles. Él es, en el ruinoso/ parque final, curioso/ de siempre, vigilante/ del polvo y paseante./ Oh maestro, del año./ Nos alivia los daños/ del tedio, del canoso/ tedio, el misterioso/ traje pardo. El frío/ extranjero, sombrío/ azuza su furor./ Y el extraño señor/ no se mueve, sincero/ de bronce, verdadero". La tensión política que muy tenuemente trasmiten algunos poemas de Por los extraños pueblos nunca llega, sin embargo, a desplazar el tono nostálgico que reconcilia al poeta con la criollez de la política republicana. Justo en el poema anterior a "El monumento", titulado "La fiesta", se habla de los "viejos liberales", que "han traído sus sombreros de paja pobre y dura,/ los trajes escarchados y la oscura/ señal de algunos rostros conmovidos". Y se habla también de "aquel negro de bíblica estatura", probable veterano de la guerra de independencia, que "conversa con un viejo decidido,/ mientras las breves rosas y sonidos/ de la fiesta despliegan su ternura". (Obra poética, p. 90) La relación con la historia de Cuba, a través de su codificación monumental y no de la carnalidad de sus héroes, implica una lectura alegórica del devenir nacional. Este vislumbro alegórico del tiempo es perceptible en poemas del cuaderno Versiones (1967) como "Conoces tú mi país", "Grandes esperanzas" y "Razón de Estado". La imaginación monárquica de Eliseo Diego, abastecida por sus entrañables referencias de la literatura española e inglesa, se despliega aquí, filtrando significaciones sobre la realidad política de la isla en un momento de máxima tensión, asociado al cambio revolucionario de los años 60. Es interesante observar, en este poemario, la mediación simbólica que el juego de cartas y las viñetas alegóricas otorgan al predicamento sobre el presente político y a la elusiva documentación del drama nacional. Justo en aquella primera década de la Revolución, cuando eran tan frecuentes las demandas de compromiso político a través de una literatura realista, Diego no ocultaba su obsesión con la crueldad del tiempo e intentaba descifrar la historia a través de alegorías. No es extraño, pues, que a mediados de los 70, cuando la obra de Diego comienza a ganar reconocimiento en los círculos oficiales de la cultura cubana, varios de sus poemas se distanciarán de aquella idea redentora de la memoria, asumida desde En la Calzada de Jesús del Monte, y reformularán de un modo desolador la pregunta por el “quién soy”, que él mismo había rechazado en el Piñera de La isla en peso. Versos de “En esta extraña calle” (1974), “El lugar donde vivo” (1974), “Despedida” (1974), “Y qué va a ser de tus recuerdos” (1975) y “Déjenme en paz” (1976), como “quién habita esa casa que es la mía/ y entrando por la puerta grande y ocre/ me deja fuera a mí, que soy el mismo…”; “el lugar donde vivo no es el mío./ Quizás haya en Asturias una aldea/ que se ajuste a mi bien, o quizás sea/ un pueblito de Rusia, blanco y frío…”; “a despedirme voy poquito a poco de mí mismo…”; ¿y qué va a ser de tus recuerdos cuando/ no tengan ya donde encontrar abrigo…”. En esta “despedida de sí mismo”, en este “déjenme en paz”, dirigido a sus recuerdos, puede leerse una rebelión metafísica contra la identidad y la memoria que transformó el estilo y la poética de Eliseo Diego en los años 70, haciéndolos, paradójicamente, más funcionales para el poder. (Eliseo Diego, Poemas manuscritos, La Habana, Letras Cubanas, 2005, pp. 23-45) Aquella visión alegórica del pasado contrasta, ahora, con la narrativa histórica transparente que emprenderá en Los días de tu vida (1977), un cuaderno escrito en diálogo con el coloquialismo lírico de las nuevas generaciones de poetas cubanos y en el momento de mayor reconocimiento oficial del poeta. En este poemario, de inspiración cervantina, se insertaron dos poemas históricos fácilmente legibles: "Cristóbal Colón inventa el Nuevo Mundo" y "Pequeña historia de Cuba". El primero de estos poemas, escrito en algún momento de los 70, además de deberle su idea central a La invención de América, el memorable ensayo del historiador mexicano Edmundo O'Gorman, reafirmaba aquella fascinación por la figura del Almirante que compartieron todos los poetas de Orígenes. A diferencia de la literatura mexicana, donde la personalidad de Hernán Cortés, despierta la mayor curiosidad del discurso criollo, en la cubana, Colón es una presencia constante y hospitalaria. Lezama y Vitier encontraron los orígenes de la poesía cubana en el Diario de navegación y Lorenzo García Vega, quien escribió el prólogo a la edición habanera de este texto, inició su conocida antología de la narrativa de la isla con la primera descripción física de Cuba, debida a la pluma del “genovés de los ojos obstinados". El Colón de Eliseo Diego, temblando de vértigo frente a la página en blanco de su diario, es una cifra de esa imaginación colombina que entendía el descubrimiento del Nuevo Mundo como un acto de creación, realizado por medio de la escritura: "Cristóbal Colón siente el vértigo con que lo llama el abismo de la página/ pero, prudente, se resiste y sólo con la pluma de los dedos toca el blanco mágico./ Escribir la primera palabra será como empezar a no ser, como engendrar o como morir, los dos extremos/ que son una y la misma embriaguez, pavorosos principios,/ triunfos, catástrofes, glorias.../ Cimbrado como una caña,/ vibrante de terror y júbilo, por fin Cristóbal Colón hunde su/ pluma en la página./ Comienza entonces la invención de América". (Obra poética, pp. 327-329) En el segundo de aquellos poemas, "Pequeña Historia de Cuba" (1971), Cristóbal Colón vuelve a aparecer como un personaje central. Es en esta composición donde más cómodamente se lee el imaginario católico de Eliseo Diego y, más específicamente, la idea cristiana del devenir histórico como profecía, revelación y fe. El poema está concebido como una epopeya de ambición y despojo, protagonizada por indios, españoles y negros y movilizada en torno a una representación inasible de la riqueza nacional. El hecho de que los españoles no encontraran oro en Cuba era, según Eliseo Diego, una señal originaria de la frustración política que cifraría la historia insular. El azúcar de la colonia y el dinero de la república vendrían a ser restituciones de aquella ausencia de oro que, una vez agotados, devolverían a los cubanos la imagen primigenia de la isla adánica, paradisíaca. El futuro no era más que la revelación de esa imagen vislumbrada por los ojos de Colón y que los poetas católicos de Orígenes asociaron al ideal de la "pobreza irradiante": "mañana será la isla/ como la vio Cristóbal Colón, el Almirante, el genovés de los duros ojos abiertos,/ en amistad la tierra con el mar, tierra naciente/ de transparencia en transparencia, iluminada". Al parecer, Eliseo intentaba trasmitir que ese mañana y ese futuro eran el hoy y el presente de la Revolución. Sin embargo, el mensaje, dada su carga profética o utópica, nunca alcanza una discursividad nítida, como la que predomina en las actualizaciones teleológicas de Lezama o Vitier. Leído hoy, treinta años después de su escritura, el poema nos persuade de que esa "trémula belleza del origen", ese "regreso soñando a casa", permanece ubicado en algún atisbo del porvenir. (Obra poética, pp. 308-310) Cómo no ser un hombre de letras Duanel Díaz dedica las últimas páginas de su importante libro Los límites del origenismo (2005) -desde el punto de vista de las ideas, a mi juicio, las páginas decisivas- a comentar este poema de Diego. Díaz inscribe, con razón, los versos de "Pequeña historia de Cuba" en la resistencia a la modernidad y, en especial, al dinero, el mercado y la usura, que ejercieron las poéticas católicas y antiliberales de algunos miembros de Orígenes, y, con el fin de destacar su papel legitimante, enmarca el poema, aparecido en Casa de las Américas en el verano de 1971, en la coyuntura histórica en que fue escrito: la estalinización de la cultura cubana y el proceso contra Heberto Padilla. Comparto el centro de esta interpretación, por la cual se describe la confluencia simbólica, hábilmente capitalizada por el poder, que se produjo entre los antiliberalismos católico y comunista a fines de los 60 en Cuba y no sólo en Cuba, ya que casi todos los países latinoamericanos vivieron, por aquellos años, la fugaz simbiosis entre marxismo y catolicismo que postulaba la "teología de la liberación". Sin embargo, en el caso de Diego, creo importante matizar ciertos atributos de su poética y, sobre todo, cierta naturaleza elusiva, frente al rol ideológico del escritor, que lo diferencian de Cintio Vitier, a quien, incorrectamente, se le asimila por la indudable cercanía familiar, afectiva e intelectual que hubo entre ambos. (Duanel Díaz, Los límites del origenismo, Madrid, Editorial Colibrí, 2005, pp. 396-399) Desde una perspectiva amplia de la historia cultural, me parece conveniente, de entrada, advertir que los discursos anticrematísticos, lo mismo contra el comercio que contra la moneda, no son exclusivos del catolicismo o el comunismo antiliberal del siglo XX, sino que tienen, como ha documentado Marc Shell en Money, Language, and Thought (1982) y Art and Money (1995), un origen diverso y remoto en la mentalidad medieval. Maquiavelo, Montesquieu, Rousseau, Harrington y otros republicanos de los siglos XVIII y XIX, estudiados por Pocock y Skinner, también contrapusieron la lógica hedonista del "comercio" al principio cívico de la "virtud", sin que por ello llegaran a negar las formas contractuales y representativas de la economía y la política modernas. En cuanto a la compleja relación de la cultura católica hispana con la modernidad occidental, estudios como los de Richard Morse, Glen Dealy, Claudio Véliz y Howard J. Wiarda, han cuestionado el viejo tópico weberiano de la predisposición del imaginario católico contra el capitalismo. Volviendo a los poetas de Orígenes, creo importante recordar que intelectuales como Gastón Baquero y Julián Orbón, que compartían con Lezama, Vitier, Diego y García Marruz aquella idea profética de la literatura, terminaron sus vidas como exiliados anticomunistas y anticastristas. En dos ensayos de Orbón, "Tarsis, Isaías y Colón" (1958) y "José Martí: poesía y realidad" (1969), reaparecen varios motivos del catolicismo origenista en un lenguaje muy parecido al de "Pequeña historia de Cuba" de Diego: arcadismo insular, culto colombino, mesianismo martiano. Baquero, por su parte, dedicó varias de sus mejores prosas en el exilio - "En un lugar de América, el 11 de octubre de 1492" (1962), "Amado Nervo creía que Colón era gallego" (1976), "El misterio de Colón" (1983), "El descubrimiento español de América" (1986), "¿Tendremos descubierto a Colón para 1992?" (1986), "Si Colón no hubiera llegado a América" (1989) - a la llegada del Almirante al Nuevo Mundo como evento providencial de la cristiandad. Al igual que Lezama, Vitier, Diego, y hasta el escéptico Lorenzo García Vega, Baquero creía que la literatura cubana comenzaba con el Diario de Navegación de Colón, "quien fuese que haya sido su verdadero autor", y como los tres primeros, el poeta de Saúl sobre su espada (1942) pensaba que la poesía era un lenguaje para "la reconstrucción del mundo de los dioses" y que América y Cuba eran tierras de promisión, lugares mágicos, escenarios de utopías cristianas, como las de Vasco de Quiroga y el franciscano Motilinía en México o Fray Junípero en Las Californias (Julián Orbón, En la esencia de los estilos y otros ensayos, Madrid, Editorial Colibrí, pp. 81- 99 y 107-147; Gastón Baquero, Indios, negros y blancos en el caldero de América, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1991, pp. 19-40, 243-246, 251-252 y 275-276; Gastón Baquero, Ensayo, Salamanca, Fundación Central Hispano, 1995, pp. 247-272) Las utopías, lo mismo que los discursos anticrematísticos, también tienen un origen diverso y remoto y, por su esplendor renacentista, ilustrado y romántico, no siempre se han incorporado, cómodamente, a los repertorios simbólicos antimodernos del catolicismo y el comunismo del siglo XX. En su clásico libro Ideología y utopía (1929), que tanto influyó sobre Benjamin, Adorno y Horkheimer) el sociólogo húngaro Karl Mannheim describió cuatro tipos de mentalidad utópica: el "quiliasmo orgiástico de los anabaptistas", la "idea liberal humanitaria", la "idea conservadora" y la "socialista-comunista". Con esta referencia, a propósito de la heterogeneidad ideológica y política del pensamiento utópico, quisiera llamar la atención sobre el hecho -bastante evidente, por cierto, para la historia cultural contemporánea- de que las utopías e, incluso, los cristianismos son múltiples y que no es precisamente en una sus variantes más pedestres, el nacionalismo católico antimoderno de algunos poetas cubanos, donde habría que encontrar la clave de la apropiación del legado plural de Orígenes por el gobierno de Fidel Castro, sino en los desplazamientos de la ideología legitimante y, por tanto, de la política cultural del castrismo. En la necesaria crítica de su instrumentación simbólica, es muy fácil caer en una homogeneización refractaria de aquel grupo intelectual, por naturaleza, diverso y cambiante. (Karl Mannheim, Ideología y utopía. Introducción a la sociología del conocimiento, México, FCE, 1941, pp. 248-285) Es indudable que entre fines de los 60 y la primera mitad de los años 80 Eliseo Diego fue el poeta de Orígenes más reconocido por las instituciones culturales del gobierno cubano – mientras que a Lezama se le publicó por última vez en 1970, a Diego se le editó durante toda aquella década y en 1983 Letras Cubanas lo homenajeó con su Poesía y sus Prosas escogidas - y que todo reconocimiento, en un régimen totalitario como el cubano, cumple una función legitimadora del orden político. Sin embargo, la asimilación de Diego, en aquellos años, fue muy distinta a la de Lezama y, sobre todo, a la de Vitier, desde fines de los 80 y durante los 90, entre otras muchas razones porque la de éste último, concebida como parte del desplazamiento simbólico hacia el nacionalismo revolucionario que demandaba el momento postcomunista, fue la de un ideólogo que ganaba el régimen, mientras que la de Diego, producida en la época todavía triunfalista del socialismo real, correspondió más al reconocimiento de un escritor católico, pero "no problemático", dentro del espacio literario de la isla. Esta diferencia podría desarrollarse aún más si se toma en cuenta que el reconocimiento de Diego, más que a una demanda de la razón de Estado, respondió al reclamo de poetas y críticos de varias generaciones, como Raúl Rivero, Luis Rogelio Nogueras, Raúl Hernández Novás, Aramís Quintero, Enrique Saínz, Emilio de Armas o Emilio García Montiel, que, entre los años 60 y 80, no ocultaron su cuantiosa deuda con el autor de Conversación con los difuntos (1991). La amistad con el poeta Nicolás Guillén, Presidente de la UNEAC, y con funcionarios menores de la cultura cubana, en los años 70 y 80, permitió a Diego negociar su lugar bajo el poder a partir de la rentable paradoja que implicaba el reconocimiento de un poeta católico por un Estado comunista. Son legibles algunos rastros de esa negociación en su poesía y en su prosa: los poemas motivados por viajes a la Unión Soviética y Hungría, que casi siempre, como en “Una visita a Iván Serguevich” y “A Fedor Mijailovich, en su aniversario”, remiten a clásicos de aquellas culturas como Turgueniev y Dostoievski, las versiones al castellano del romántico húngaro Sandor Petöfi, que hiciera con David Chericián, o esa nota al pie en el prólogo a Noticias de la quimera (1975), en que, luego de reconocer el parecido de su tratamiento del tema de la “rebelión de las máquinas” con un poema del norteamericano Stephen Vincent Benét, suelta, sin que venga al caso, una frase revolucionaria y prosoviética: “¡qué distintos resultan los siniestros insectos de guerra norteamericanos, devastando la tierra de Viet Nam, de las pacíficas grúas y candorosos tractores que hoy vemos en Cuba, y ví hace poco en Uzbekistán, trabajando, no en provecho de un solo vientre de Moloch, sino para el bien de todos!”. Además de tratarse de una nota al pie, el carácter exterior o impostado de la frase podría ilustrarse con el hecho de que Diego se remonta al Popol Vuh para sostener que el “tema de la rebelión de objetos y herramientas contra el hombre forma parte del repertorio ancestral de la humanidad y duerme en lo profundo de nuestra común tiniebla”, en vez de mencionar el movimiento luddita o los tejedores de Silecia, en tanto “precursores del comunismo científico”, como era de rigor entre aparatchiks de la cultura cubana. (Prosas escogidas, p. 199) En su enjundioso estudio Duanel Díaz sólo lee el poema "Pequeña historia de Cuba", que reproduce casi íntegramente, y un par de prosas de El libro de quizás y de quién sabe (1989) en las que cree encontrar el mismo utopismo católico y la misma suscripción de la teleología de los "cien años de lucha", esbozada por Fidel Castro y sus ideólogos en 1968 y traducida al lenguaje de la historia intelectual por Cintio Vitier en Ese sol del mundo moral (1975). Aunque coincido parcialmente con esa tesis, me gustaría insistir en que ese discurso es marginal en la obra de Diego y que no controla la matriz simbólica de su escritura en poesía y prosa, en las que, como hemos visto aquí, muchas veces el metarrelato nacionalista es deliberadamente aligerado o eludido. Para Eliseo Diego, a diferencia de Vitier, la historia era memoria, la nación familia y la ideología religión. No hay dudas de que un criollismo blanco y católico informa buena parte de sus alegorías históricas, pero casi nunca los motivos de su representación de los dramas del pasado provienen de la narrativa teleológica del nacionalismo revolucionario. En el poema de marras, "Pequeña historia de Cuba" (1971), no sería difícil encontrar, en vez de una narrativa “antimoderna”, una variación más del tema de la violencia y el despojo en la historia de Cuba, similar o paralela a la propuesta por dos escritores ubicados en las antípodas del conflicto cubano: Nicolás Guillén en El diario que a diario (1972) y Guillermo Cabrera Infante en Vista del amanecer en el trópico (1974). Es sabido que Guillén fue un afrancesado y que Diego y Cabrera Infante eran anglófilos. De las culturas francesa e inglesa, estos tres escritores cubanos heredaron, probablemente, una visión cercana a la "leyenda negra" de la colonización y evangelización de América por España, plasmada en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) de Bartolomé de las Casas, texto fundacional del protestantismo y la hispanofobia. Junto con lo que aportaba a esa visión la criollez patriótica de cada uno, las primeras viñetas de Vista del amanecer en el trópico - en las que se narran las matanzas de indios, el suplicio de Hatuey, la cacería de cimarrones, la sublevación de los vegueros...- y los primeros anuncios y carteles hemerográficos de El diario que a diario de Guillén -que reproducen el ambiente de corrupción, contrabando, trata negrera, mercado esclavista, toros y gallos de la Capitanía General - se inspiraron en aquella tradición antihispánica. El citado libro de Guillén, por cierto, comenzaba con una "Epístola al poeta Eliseo Diego", que arrancaba así: "Estos viejos papeles que te envío,/ esta tinta pretérita, Eliseo,/ ¿no moverán tu cólera o tu hastío?", y más adelante se lee: "¡Con qué lágrimas duras no lloraran!/ ¡Con qué voz tan sangrienta no pidieran!/ Con qué puños tan altos no se alzaran!/ ¡Cuántos miles y miles no cayeran!/ ¡Oh Reino de la Muerte, tiempo de España,/ charcos de sangre tus provincias eran!" (Guillermo Cabrera Infante, Vista del amanecer en el trópico, Madrid, Mondadori, pp. 13-39; Nicolás Guillén, Obra poética (1920-1972), Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1978, t. II, pp. 337-354). Es interesante contraponer esa visión lascasiana de la conquista y evangelización americana, una vez más, a la de otro poeta católico e hispánico de Orígenes: Gastón Baquero. En varias de sus prosas, Baquero se opuso al culto a Las Casas como "protector de los indios" por varias razones: porque dicha aclamación opacaba a otras figuras evangelizadoras que, a su juicio, eran más importantes como Fray Toribio Benavente (Motilinía) y Vasco de Quiroga, porque la admiración por Las Casas, en buena medida, estaba ligada a una disminución de la grandeza de Hernán Cortés, a quien Baquero, como José Vasconcelos, consideraba un civilizador o porque los defensores del padre dominico y obispo de Chiapas ocultaban que para aliviar la suerte de los indios había pedido a Carlos V que fomentara la trata de esclavos africanos. Baquero escribió horrores de La Casas: "era violento hasta lo convulsivo y epiléptico. Insoportable, impertinente, lioso hasta la paranoia, por dondequiera que pasaba levantaba controversias, pleitos y crispaciones inacabables, por su arbitrariedad y su sectarismo. Donde Las Casas ponía la mano, sembraba el avispero. Escribía sin cesar, y no mentía por ignorancia sino por estrategia". Pero lo que más molestaba a Baquero de la prédica lascasiana era la utilización de la misma, a lo largo de cuatro siglos, por protestantes, masones, jacobinos, liberales, comunistas, holandeses, franceses, ingleses y norteamericanos en contra de la civilización hispánica: "el veneno derramado por Las Casas fue aprovechado por los enemigos de España para una eterna difamación". (Gastón Baquero, Indios, negros y blancos en el caldero de América, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1991, pp. 243-246). No hay rastros de protestantismo en la obra de Eliseo Diego, pero sí de cierto catolicismo inglés, como el de Chesterton o el de Tolkien, acostumbrado a una relación de parentesco distante con lo hispánico y a cierta oscilación entre los polos del agnosticismo y el anglicanismo, como la que se describe en la novela La esfera y la cruz (1909) del primero y como la que atormentó en vida a poetas como Thomas Gray, José Blanco White, Robert Browning y Charles Algernon Swinburne, a quienes tradujo en Conversación con los difuntos. Tampoco quiere esto decir que Diego no admirara a poetas y narradores españoles: los "hombres de letras" a quienes, además de Swinburne, cita en las primeras páginas de su conferencia "Esta tarde nos hemos reunido" (Juan Ramón Jiménez, Francisco de Quevedo, Samuel Johnson, Garcilaso de la Vega y Hans Christian Andersen) podrían darnos una idea de las lecturas variopintas y, sobre todo, de los diversos talantes intelectuales que nutrieron no sólo la poesía, sino la prosa de libros, donde lo histórico se entrelaza con lo poético, como el temprano y nervioso En las oscuras manos del olvido (1942) y el sereno y espléndido Noticias de la quimera (1975). La imaginación histórica de Eliseo Diego estaba, pues, profundamente adherida a la religión católica, pero su catolicismo, a diferencia del de Ernesto Cardenal, por ejemplo, no fue reemplazado o traducido por el lenguaje religioso del siglo XX: la ideología comunista. No es raro, por ello, que uno de sus poemas más políticos, "Súplica desde Nicaragua", fuera, en realidad, una conversación con Dios. Pocas veces la poesía de Eliseo Diego alcanzó un tono místico tan concentrado y elocuente: "Cómo podría yo hablar con la vastedad de la noche estrellada,/ ni quién escucharía mi súplica en las profundidades/ del océano./ El coro infinito de los pájaros ni siquiera me ignora,/ y la majestad de los árboles susurra para sí en un lenguaje que no/ entiendo..../ Pero yo siento que debo implorar Tu ayuda, no sé cómo.../ Tú, vastedad de la noche, majestad del abismo, infinitud/ de los pájaros y los peces y las hojas, plenitud de los astros y sus / constelaciones, vértigo de las galaxias en las tinieblas de Ti mismo". (Obra poética, pp. 501-504) Junto a la religiosidad, el otro atributo de esta poética de la historia, que rebasa la definición de “poeta cortés” de Fina García Marruz, es una visión comunitaria del tiempo y la memoria, impulsada por el culto a la familia y el barrio. El devenir nacional, además de una revelación histórica, es una genealogía filial y una vecindad afectiva. De ahí que el rol del poeta, en la obra de Eliseo Diego, sea similar al del heredero que sopesa su legado. Un poema recogido por Josefina de Diego en el cuaderno "Otro reino frágil", y emblemáticamente titulado "Cuba", es, acaso, la mejor ponderación lírica de la herencia nacional que conoce la poesía cubana. Una ponderación, por cierto, que rehuye cualquier nacionalismo estrecho o maniqueo y que desplaza el discurso de la identidad hacia una zona inquietante, dominada por la interrogación y no por la afirmación o la negación, por la pregunta y no por la respuesta, por el tal vez, en lugar del sí o el no. Vale la pena leer este breve poema como un arte poética de la historia que, al mismo tiempo que asume todo el legado cultural de la isla, interroga su saldo de violencia y dolor: "el sufrimiento, ¿será fértil/ por fin el sufrimiento?/ A no haber sido/ por el horror del entrepuente/ -a no haber sido por la sombra hecha de olores como golpes-/ a no haber sido por los golpes,/ y la cólera, ¿sería/ la patria igual, a no haber sido/ por la sangre?" (Obra poética, p. 510) Eliseo Diego no fue un teólogo, un "clérigo" de la Revolución o, tan siquiera, un intelectual, un "letrado": fue sólo un buen escritor. Las palabras iniciales de aquella conferencia de 1959 no esbozaban una pose, sino un autorretrato: "la raíz del equívoco está en creer que todo el que escribe es por definición una criatura razonable; o mejor, que todo el que escribe es un hombre de letras... Vamos a repetirlo: quienquiera que escriba es un hombre de letras. Pues bien: yo lo niego, y me aporto como prueba. Este que ha venido aquí, cargado con sus letreros y escrituras, es un hombre ordinario de pies a cabeza". Ese magisterio callado, como el del retrato de Céspedes en la pared, hace que su aproximación a la historia e, incluso, al tiempo, no esté regida por la ansiedad de los mitos nacionales sino que responda a un universo mágico que no sufre incomodidad alguna por la lejanía o el desencuentro con la razón política. La fascinación que Eliseo Diego sintió por Orlando, el personaje de la novela de Virginia Woolf, es reveladora de una noción poética del tiempo, liberada, al fin, de las pulsiones semánticas de la ideología y la moral. A sus 22 años, en su primer libro En las oscuras manos del olvido (1942), Diego confesó que su mayor motivación literaria era rendir testimonio de un mundo perdido porque "la gran historia de todos los hombres se refleja en la insignificante historia de uno solo como un paisaje en una gota de agua". En Orlando, novela que releía por última vez la tarde de 1994 en que murió, en México, apreciaba esa “exquisita fantasía”, “esa graciosa mueca de burla a Lytton Strachey”, por la cual “una biografía que comienza en 1500 se prolonga hasta nuestros días y en un solo personaje se condensan cuatrocientos años de historia de Inglaterra” (Prosas escogidas, La Habana, Letras Cubanas, 1983, pp. 13-14 y 336-337) Eliseo Diego no nos dice, en su ejercicio contrafáctico, si la historia de Cuba habría sido mejor o peor sin tanta sangre: sólo insinúa que, tal vez, hubiera sido diferente. Esa gracia elusiva nos remite a una poética de la historia resguardada de ideologías y doctrinas, de grandes relatos y pequeñas maniobras. La suya es, en síntesis, una historia domesticada por la poesía, una nación apaciguada por la familia, una política adecentada por la piedad y un Estado invadido por la vecinería. Así, calladamente, discurre el maestro sobre el drama de su país. Ese resguardo poético de la escritura y esa visión alegórica del pasado hacen de la lírica de Eliseo Diego un testimonio resistente a los vaivenes del tiempo, un guiño de la eternidad al que siempre podremos corresponder con un leve gesto. Una estancia acogedora que siempre estará ahí, esperándonos a la vuelta de cada esquina peligrosa, ofreciéndonos cobijo, entre dos horrores, entre un estruendo y el otro. México D.F., verano, 2006. * Rafael Rojas (Santa Clara, 1965). Historiador y ensayista cubano exiliado en México. Doctor en Historia por El Colegio de México. Autor, entre otros títulos, de El arte de la espera (Madrid, Colibrí, 1998), José Martí: la invención de Cuba (Madrid, Colibrí, 2001), La política del adiós (Miami, Ediciones Universal, 2003) y Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, Premio Anagrama de Ensayo 2006.. |
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