La
Azotea de Reina | El barco ebrio |
Café París | La dicha artificial
| Ecos
y murmullos |
||
Hojas al viento | Panóptico habanero | La más verbosa | ||
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal |
Recordando
a Juan Gualberto Gómez La Habana Elegante agradece a Mercedes Ibarra Ibáñez el envío de los materiales para el dossier que aquí le dedicamos al periodista y patriota Juan Gualberto Gómez, así como la introducción al mismo. Juan Gualberto Gómez Ferrer: el 24 de febrero de 1895 y su último 24 de febrero Mercedes Ibáñez Pese a que no conocí a mi bisabuelo en vida, su presencia se mantuvo viva en la casa en la persona de mi abuela Juana Gómez Benítez, de sus hijos Olga, Serafina y Agustina – mi mamá – y de mi tío Juan Gualberto Ibáñez Gómez, nacido éste sólo 12 días después del fallecimiento del abuelo y de quien me separan sólo cinco años de edad. Esta somera presentación de mi árbol genealógico tiene un propósito y es trazar el camino que ha seguido en los recuerdos la memoria de la familia a través de las generaciones. Los preparativos para el 24 de febrero, los sucesos que le precedieron, cómo aconteció el hecho y las causas de su desafortunado desenlace, es historia sabida, y como tal no me permito afrontar temas tan bien analizados por especialistas. Pero si voy a detenerme reproduciendo un fragmento de una de sus magistrales conferencias que dictara en el Ateneo de La Habana el 13 y 14 de Abril de 1913 donde abordó el tema que le solicitara el Dr. Max Henríquez Ureña: “Preliminares de la Guerra del 95”. “¿Por qué fui yo a Ibarra? ¡Ah, porque yo no tenía ninguna representación militar en el alzamiento, ni en lo que había de ser el ejército cubano. Yo había, por ministerio de mi cargo, y por los mandatos expresos y la autorización que había recibido de la Junta Revolucionaria, provisto de diplomas, con grados provisionales, a todos aquellos elementos que fue necesario proveer para dar una organización militar al alzamiento. Así hice un diploma de brigadier para el jefe de la Provincia de Matanzas; así hice diplomas de coroneles para los que habían de mandar regimientos, de comandantes, para los que habían de mandar regimientos los batallones, de capitanes, para los que habían de mandar compañías. Pero yo, y no me había dado ningún diploma a mí mismo. Yo no fui ni soldado, ni simple soldado; era un hombre civil que estaba en la Revolución y que a la Revolución iba con ese carácter, exclusivamente con ese carácter. Si los asuntos revolucionarios hubieran podido progresar más sin mí en la Isla en un momento dado, el plan que yo tenía concertado con Martí era reunirme con él en el extranjero y venir a Cuba para tomar parte en los trabajos de la gobernación de la Revolución. No pudiendo ser así, se convino en que yo habría de incorporarme a cualquiera de las partidas que se alzasen, de esa partida salir escoltado para ir a otra, y de partida en partida, llegar a Camagüey o a Oriente, para ponerme a disposición del gobierno que se constituyera o contribuir a la formación de ese gobierno. Ese era mi plan, y el general Betancourt me recomendó como mejor lugar, como más a propósito, Ibarra. Allí, además, vivía López Coloma (en Ibarra). El vino a La Habana a buscarnos para levantarnos allí; y algunos jóvenes de aquí, de La Habana que conmigo laboraban, como Latapier, como Casaus, como Regueira, como los Núñez que tenían el compromiso de irse conmigo, me acompañaron con López Coloma aquella tarde para ir allá, donde, oídlo bien, debía yo arrancar con las fuerzas organizadas por Coloma, pura y exclusivamente, a unirme con los otros y a encontrarme con el jefe de la provincia de Matanzas, que nosotros creíamos iba a levantar, por lo menos, una brigada de caballería, para lo cual se había mandado cuatrocientos o quinientos rifles a Matanzas, con su parque correspondiente. (…)” El desenlace del levantamiento en Ibarra y las causas de su fracaso son conocidas: fusilamiento de López Coloma y deportación de Juan Gualberto Gómez hasta su liberación en 1898 luego de la implantación del gobierno autonomista en la Isla por el Capitán General de Cuba, Ramón Blanco, que indultó a todos los presos políticos en la Isla y fuera de ella. Al recorrer las páginas de su larga vida de 79 años al servicio de la Patria y su lucha antes, durante y después de la Guerra de Independencia, se comprenderá mejor el papel que desempeñó – al margen de lo previsto – en aquel acto heroico de Ibarra; lugar donde al amanecer del 24 de febrero de 1895 ondeó primero la bandera de la estrella solitaria en manos del joven abanderado Luís Loret de Mola. … Y su último 24 de febrero No pensaban quienes con él convivían que aquel sería su último 24 de febrero en vida. Y podemos referirlo gracias a esa tradición familiar de guardar en la memoria hechos, situaciones, anécdotas, y en el baúl de los recuerdos todo un arsenal de documentos, papeles amarillentos, viejos recortes de prensa, notas escritas por los descendientes y mucho más. Pues fue el 24 de Febrero de 1933, cuando apenas nueve días lo separaban del deceso. Muy enfermo y debilitado por su grave afección cardiaca pero con espléndida lucidez y bríos de antaño, le pidió a María Antonia Funcasta, joven de 13 años hija del prestigioso fotógrafo Generoso Funcasta quienes eran visita frecuente de la casa, que le acercara un banquito al asta de la bandera situada en el jardín próxima al portal de entrada donde se izaba nuestra bandera en fechas patrióticas. Con dificultad – suponemos, y con ayuda de la joven – la fue izando y cuando lo logró, le dijo: “A esa tienes que defenderla con tu vida”. Bajó del escabel y se retiró. A los nueve días, el 5 de marzo de 1933, a las 6 y media de la mañana, falleció en su lecho. Y en su casa de Villa Manuela fue velado su cadáver, rechazándose la propuesta del presidente Machado de velarlo en acto solemne en el Capitolio Nacional. ¡Digna respuesta en nombre del antimachadista a ultranza! Y de su casa partió el cortejo fúnebre hacia la necrópolis de Colón donde yacen sus restos. Esa joven de trece años nunca olvidaría ese episodio, y cada 24 de febrero todos en casa esperábamos la llamada de María Antonia y se volvían a comentar hechos y detalles que se han ido sedimentando en la memoria. La Habana, 14 de febrero del 2009 Autobiografía Juan Gualberto Gómez Al alborear el día 12 de Julio del año de 1854 – pues cuento al presente setenta y nueve años de edad – nací en el ingenio ”Vellocino”, término de Sabanilla del Encomendador, provincia de Matanzas. De unos diez años de edad, ya en La Habana, empecé a estudiar en una Escuela privada hasta que ingresé en el Colegio “Nuestra Señora de los Desamparados” que dirigía el mejor maestro que durante el régimen colonial tuvieron los jóvenes de color: el inolvidable Antonio Medina, que bien puede considerarse el José de la Luz y Caballero de la raza negra en Cuba. Allí aprendí todo lo que se permitía entonces enseñar a los negros. En 1869, mis padres me enviaron a Francia para aprender el oficio de carruajero. En París ingresé en la fábrica del famoso carruajero Mr. Binder, al que fui recomendado y el que guardaba en depósito las cantidades que me giraban mis padres; abonaba con ellas mis gastos y ejercía – Mr. Binder – una especie de tutoría sobre mí. En 1870, habiendo ido a visitarme mis padres, monsieur Binder les indicó que dadas mis disposiciones, “era lástima que hicieran de mí un obrero”, cuando con lo que gastaban para sostenerme podían darme una carrera, ya que en la Academia nocturna a que acudía revelaba capacidad para estudios serios. Se decidió, pues, que ingresara en una Escuela Preparatoria para Ingenieros. Así se hizo. Bifurqué mi vida. Ingresé en la famosa “Escuela Mungo”, después de la guerra franco–prusiana y del sitio de París que presencié. Preparando mi examen, se reveló mi afición a las Matemáticas y a la Literatura. Desgraciadamente los recursos de mis padres disminuyeron notablemente, y en 1875, no queriendo regresar a Cuba dejé de estudiar y me quedé en París, viviendo mal del trabajo personal, ora como empleado en casas de comercio, ora como reporter de periódico, o auxiliar de corresponsalías de diarios de Bélgica y de Suiza. Durante mi estancia en París, y siendo aún estudiante, servía de traductor al gran patriota Francisco Vicente Aguilera y al general Manuel de Quesada, cuando fueron en comisión de los “Revolucionarios Cubanos” a recolectar fondos. El contacto de esos dos grandes patriotas y mi trato con otras personalidades cubanas residentes en París, me inculcaron el amor a la Independencia de Cuba, cuya causa abracé desde entonces para siempre. La “Paz del Zanjón” que puso fin a la guerra de los “Diez Años” me sorprendió en Méjico. Allí trabé amistad con el gran abolicionista doctor Nicolás de Azcárate, desterrado de Cuba, a pesar de no ser separatista, por su devoción a las reformas coloniales, su amor a los principios democráticos y su marcada aversión al despotismo. Con el Zanjón volvieron a Cuba muchos desterrados. En el Bufete del doctor Azcárate conocí a José Martí, que trabajó como Pasante en el bufete del gran abolicionista. Pronto intimamos. Todos los días nos reuníamos en ese bufete de Azcárate, primero, y en el de Miguel Viondi después. Tomamos parte principalísima en la conspiración que organizaba el patriota Antonio Aguilera, y que tuvo su efectividad en la llamada “Guerra Chiquita” que estalló en las postrimerías del año 1879. Con muy pocos días de distancia fuimos presos y deportados a España, Martí, Aguilera y yo. Hay la particularidad de que a Martí fueron a detenerlo a su propia casa, en la calle de la Amistad, hoy Miguel Aldama, cuando estaba almorzando con él y su señora, pues me habían invitado ese día. Al llegar a Cádiz en 1880 fui enviado a Ceuta. Me encerraron primero en el Castillo del Hacho y después por gestiones de don Rafael María de Labra, a quien aún no conocía, pero al que había sido recomendado por don Nicolás Azcárate, se me dio la ciudad por cárcel. Así estuve en Ceuta hasta 1882 en que se me dio España entera por cárcel, pudiendo fijar mi residencia donde quisiera con la obligación de presentarme semanalmente a las autoridades, bajo cuya vigilancia quedaba. Me trasladé entonces a Madrid, ronde residí hasta 1890, fecha en que regresé a Cuba. Desde mi regreso a Méjico, en 1878, hasta mi deportación en 1880, dediqué mis esfuerzos, no sólo a la conspiración revolucionaria, sino también principalmente, a las cuestiones que afectaban a la raza de color: la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos. Fundé un periódico titulado La Fraternidad. Hice intensas campañas para que se asociasen los elementos de color de toda la isla; dí conferencias en las sociedades que visitaba, y puede decirse que hice cuanto pude por llegar a ser vocero de miraza, en una hora en que ésta no tenía defensor. Fue por esta causa porque en mi torno se agruparon todos los que sufrían de la falta de libertad y por ende de los prejuicios raciales. Cuando me deportaron, – ya los que me habían acompañado en mis campañas quedaron agrupados; esto es, en disposición para seguir con el mismo calor y la misma tenacidad que un día nos reunieron para la realización del ideal de emancipación, tanto de la raza de color como al país cuyo suelo se hallaba hollado por plantas mantenedoras del despotismo y del vasallaje. Tras un breve eclipse reapareció el periódico La Fraternidad, para continuar su labor emprendidas que, desde Ceuta yn desde Madrid, alentaba y dirigía. Así surgió el famoso y memorable Directorio Central de las Sociedades de la raza de color. Hay que agregar, que fui redactor del rotativo “La Discusión”, que fundó después del Zanjón el famoso escritor y abogado Don Adolfo Márquez Sterling. Cuando me establecí en Madrid fui nombrado corresponsal extranjero del periódico La Lucha, hijuela de esa Discusión, como lo fue La Reforma del propio Márquez Sterling . Mis correspondencias desde el extranjero lograron interesar tanto a los lectores de Cuba, que se aumentó de una manera considerable el número de suscriptores del periódico La Lucha, porque la sección que escribía era la encargada de dar a conocer las palpitaciones políticas de los europeos ante el gran problema cubano, así como las relaciones en que se hallaban éstos con respecto al de la Metrópoli. Intimado con el señor Rafael María de Labra, éste me hizo primero Jefe de Redacción del periódico El Abolicionista, órgano de la sociedad del mismo nombre y después redactor-jefe y por último director de La Tribuna, el diario fundado para propagar y defender las doctrinas liberales y las reformas coloniales. También fui editorialista y cronista parlamentario en los periódicos El Progreso y El Pueblo, órganos de los republicanos que seguían al revolucionario Zorrilla. Durante seis o siete años asistí diariamente al Congreso de los Diputados trabando así relaciones de amistad con valiosísimos elementos de la política española, tales como Salmerón, Pí y Margall, el inmenso Castelar, Romero Robledo Moret, Maura y el eminente histólogo gloria de la medicina española don Santiago Ramón y Cajal, entre otros. Estos hombres respetaron mi separatismo, pues mi amor a dicha tendencia política jamás había sido ocultado. Los hombres más valiosos que dentro de la política española de aquellos tiempos, realizaban labor reaccionaria al Gobierno de la Metrópoli, tributaban reconocimiento a la tendencia libertaria que para Cuba preconizaban. Ya en 1890, se me permitió volver a Cuba pagándome – el Ministerio de Ultramar – el pasaje de regreso como deportado libre y que hasta esos momentos me tenían asignado para mi subsistencia como a los demás deportados, seis reales de vellón, o séanse treinta centavos diarios. Regresé a Cuba con mayor fortificación de mis ideales, resuelto a propagar las ideas separatistas por las vías legales, a fin de que se pudiesen agrupar los separatistas, que no daban señales de vida desde el fracaso de los intentos de una invasión de la Isla que habían preparado desde el exterior, los generales Máximo Gómez, Antonio Maceo y otros caudillos. En ese propósito estaba alentado por el general Calixto García y el también general y doctor Eusebio Hernández Pérez, que en Madrid, fueron buenos amigos, con quienes me identifiqué del todo, y que también notaban que el autonomismo no progresaba en España y el separatismo, sin embargo, retrocedía en Cuba. De regreso a Cuba en 1890, me consagré por entero a las dos causas que en la época colonial ocuparon por completo mi vida: los derechos de la clase de color y la Independencia patria. Volví a publicar La Fraternidad, cuyo programa que condensa todos sus propósitos en un artículo titulado “¿Por qué somos separatistas?”, planteó el problema. Denunciado por el General Camilo Polavieja, a los tribunales, se me encarceló y procesó. A los ocho meses de encarcelado, la Audiencia de La Habana, falló la causa condenándome. Apelé al Tribunal Supremo de España, ante el cual me defendió mi grande amigo don Rafael María de Labra. El Tribunal español casó la sentencia dictada por la Audiencia de La Habana, declarando legal la propaganda del separatismo. Fue esa una de las sentencias más memorables entre las dictadas por el Tribunal Supremo de España, para un hombre, cuya sed de libertad, se identificaba con la que ansiaba el país y su raza. Al amparo de esta sentencia famosísima, surgieron periódicos separatistas que, inspirados en el mismo calor, agitaron la propaganda y la acción en toda la Isla. A mí me costó ocho mese de cárcel obtener ese resultado, de inapreciables méritos y recuerdos en tales circunstancias. Empecé de nuevo a conspirar en La Habana, sin apresuramiento, sin plan fijo, cuando se me presentó en Matanzas un grupo de cubanos que también se reunían calladamente con la única finalidad de estar preparados, por si algún día surgía la revolución, acudir en su auxilio. De ese grupo eran elementos directores el Ingeniero señor Emilio Domínguez, de familia prominente de Matanzas y el doctor y general Pedro Betancourt. Puesto en contacto con ellos, se acentuó mi labor conspiradora, hasta que Martí, en 1892, fundó el Partido Revolucionario Cubano. Martí, que me conocía, que había seguido con simpatías mis artículos insertos en La Fraternidad, que discretamente me había felicitado, en seguida se puso en contacto conmigo para que cada uno, desde su campo de acción, trabajásemos por la misma finalidad. Se entabló entre los dos una correspondencia semanal que hizo que el hilo de la conspiración en la Isla de Cuba quedara en mis manos. Por mí, finalmente, pasaron las instrucciones, las órdenes necesarias y los manifiestos, para el levantamiento del 24 de febrero de 1895. La víspera de ese día famoso, salí de la Habana, guiado por López Coloma, que había recibido de los jefes de Matanzas el encargo de acompañarme, desembarqué por la tarde en Ibarra, lugar en que debía encontrarme con las fuerzas que se sublevarían en Matanzas. Circunstancias diversas, que aun no se han puesto bien en claro, hicieron que esa sublevación no se produjera como se pensó. A los pocos días, lo de Ibarra fue fracaso total. Faltando a su promesa y compromiso, el general Callejas, capitán general de la Isla, me encerró en el Morro y me formó varias causas; juzgada la primera, en Consejo de Guerra, éste me condenó a veinte años de reclusión por el delito de conspiración para la rebelión; entre tanto seguía instruyéndose otra causa más grave en la que había de pedirse la pena capital, cuando ante el empuje de la revolución en Oriente, el general Callejas fue relevado del mando, siendo sustituido por el general don Arsenio Martínez Campos. Este ordenó que se me enviase al Presidio de Ceuta, a cumplir la sentencia ya recaída y sobreseyó la otra causa. Gracias a eso, salí con vida de ese lance. Al establecerse, en 1898, el Gobierno autonomista en Cuba, los presos y desterrados cubanos fueron puestos en libertad. Así salí del presidio de Valencia. Me trasladé enseguida a Francia y de ahí a los Estados Unidos, estableciéndome en New York, donde me puse a la disposición del Delegado, don Tomás Estrada Palma, para que me enviase a Cuba. Pero Don Tomás me exigió que me quedase en los Estados Unidos, donde creyó necesarios mis servicios. En efecto, en un documento tan extenso como encomiástico – que conservo con verdadero orgullo –, me comisionó para que como Representante suyo recorriese todas las emigraciones de la Florida y gestionase de los emigrados que reanudaran el abonote las cotizaciones con que contribuyeran antes al fondo de la revolución y que desde hacía algún tiempo, a virtud de una malsana propaganda, se habían negado a abonar. Don Tomás me manifestó que ese era un gran servicio para la revolución y que como habían fracasado todos los demás enviados, y aún el mismo don Tomás, por encontrarse gastado, entendía que un hombre nuevo, popular y querido por las emigraciones, era el único que podía galvanizar aquellas voluntades reacias. Acepté, exigiendo que se me ordenase por escrito dicha gestión. Así se hizo; recorrí los principales centros de la Emigración, logrando que se restablecieran, en todas partes, las cotizaciones para la Delegación del Partido Revolucionario Cubano. Hecho esto, don Tomás me manifestó que en Cuba me llamaban por haber sido elegido Representante a la Asamblea de la Revolución por los cubanos en armas. Dos cuerpos de Ejército, en efecto, el de Pinar del Río y el de Las Villas, me habían designado. En una goleta expedicionaria que conducía envíos de la Delegación, embarqué desde Cayo Hueso y desembarqué en las cercanías del Ingenio del señor Perfecto Lacaste, Delegado de la Revolución que vino a esperar en ese lugar al barco expedicionario. Confiado a la custodia del coronel Pedro Delgado, jefe del “Regimiento Goicuría”, fui escoltado por fuerzas de éste hasta Pinar del Río, de donde salí con los otros revolucionarios del Sexto Cuerpo y los Representantes del mismo, para Santacruz del Sur, lugar donde tuvo efecto la Asamblea que lleva el nombre de dicho pueblo. Mi papel en ella fue importante; formé parte de sus dos comisiones ejecutivas, siendo, la segunda, que presidía el general Lacret Morlot y de la que formaba parte también el coronel Aurelio Hevia, la que recibió y cumplió el encargo de liquidar la revolución. Al cesar la soberanía española en la Isla, instaurado el Gobierno interventor, ..... se inició la actividad política. Amigo personal del general John R. Brooks, muy identificado desde Santa Cruz del Sur con el general y doctor Domingo Méndez Capote y con el también general Bartolomé Masó, contribuí a la formación del Partido Republicano. Fui uno de sus vicepresidentes; propagué con la palabra y con la pluma sus doctrinas. En Santa Cruz del Sur se había decidido fundar un periódico en La Habana para defender los ideales cubanos. Manuel María Coronado y Saturnino Lastra se dedicaron a realizar ese empeño, y La Discusión reapareció en una especie de sociedad que constituimos Coronado, Lastra, Manuel Sanguily y yo. El Partido Republicano decidió tener como órgano propio otro periódico: el Patria, que antes dirigiera el insigne filósofo Enrique José Varona. Así se hizo, fui nombrado Director. Elegido Delegado a la Convención Constituyente, en 1900. Me correspondió la tarea de Ponente para dictaminar la Enmienda Platt. Redacté primero su ponencia en sentido contrario y combatí, – en debate oral en la sala del teatro Irijoa, donde tuvo efecto la Asamblea Constituyente – dicha Enmienda, señalando los peligros inmensos que de manera amenazadora se cernirían sobre nuestra Patria. Me separé del Partido Republicano y de La Discusión, cuando aquel aceptó, por fin, la Enmienda Platt. Formé entonces el Partido Republicano Independiente, que presidí, teniendo como compañeros al general Asbert, Campos Marquetti, Zubizarreta, Barreras, Ramos Merlo, Iduate, Ezaquiel García Enseñat, Juan I. Travieso y otros republicanos que me siguieron, y a los que luego se unieron los republicanos de Oriente que presidía el general Castillo Duany, los liberales camagüeyanos que seguían a Loynaz del Castillo y a Juan Ramón Xiqués, los republicanos villareños que capitaneaba el doctor Figueroa y los de Matanzas que seguían a Garmendía, a García Pola y a Sobrado. Ese Partido Republicano Independiente, influyó grandemente en la suerte del país. Tenía en las cinco provincias adeptos valiosísimos. Eran “antiplattistas”. Esto hizo que simpatizasen con él las masas del Partido Nacional, también contrarias a la Enmienda Platt. El Partido Nacional, a pesar de su nombre, no tenía casi nada, fuera de la provincia de la Habana, donde predominaba. Uniéndose los nacionales y los republicanos independientes se completaban. Así se hizo, pero como los “nacionales”, ni los “republicanos independientes”, aceptaban ingresar los unos en el otro Partido, se acordó crear uno nuevo con su fusión; así nació el Partido Liberal Nacional, que resultó de la unión de las dos fuerzas políticas que presidíamos, respectivamente, el doctor Alfredo Zayas y yo. A esa unión yo fui siempre fiel. No así Zayas, que por la Vicepresidencia cedida a su favor en la candidatura para los comicios, aceptó a José Miguel Gómez, aún cuando éste no fuera fiel a ciertos compromisos. Cuando la revolución de agosto de 1906, fui preso en compañía del general Demetrio Duany, en Santiago de Cuba. Al salir de la prisión, y aún desde ella, figuré en la comisión de los revolucionarios que se entendía con los enviados de los Estados Unidos, Taft y Bacon. El Comité Revolucionario, tomó el acuerdo de que fuera su portavoz en todas las conferencias celebradas con los americanos: de este Comité formaban parte principal Zayas, José Miguel Gómez, Monteagudo, Castillo Duany, Morúa Delgado y otros: se acordó de que sólo hablase yo y tuve la dicha de que mis compañeros siempre me felicitasen por la manera cómo discutía con los norteamericanos. Estos, a su vez, me tomaron en gran aprecio y solicitaban de continuo mis opiniones. Ocurrió cierta vez que no fui a Palacio, un día que tenía Mr. Taft citados a varios comisionados. Cuando llegué, al día siguiente, a mi entrevista diaria con la Comisión Americana, Mr. Taft me interrogó:¿Ha estado usted enfermo? ¿Como es que no vino usted ayer? Le contesté: “No he estado enfermo; pero no vine ayer porque suponía que estaría muy ocupado”. Taft me replicó: “¿Y usted no sabe que mi principal ocupación en Cuba es la de hablar con usted?”. Al constituirse el Gobierno Provisional, se nombró Gobernador a Mr. Charles E. Magno, y se formó la Comisión Consultiva. La presidió el general doctor Enoch H. Crowder, y fui designado vocal- secretario. En esta Comisión trabajé mucho, siendo durante ese período la única vez que tuve secretario particular cuyo cargo, además del de Jefe de Despacho que a la sazón desempeñaba, ocupó eln doctor Juan Gualberto Gómez de Dios Romero. Mi intervención en los debates fue activa siempre. Traté de democratizar las leyes que en Cuba iban a regir. Magoon como Mr. Taft, me tomaron en gran estima. A mi vez, estimaba a Magoon y admiraba el genio de Mr. Taft que fue un gran jurisconsulto y catedrático. Cuando el general Gómez resultó el candidato del Partido Liberal, me retiré de la vida pública. Fui más “zayista” que Zayas, puesto que éste aceptó la vicepresidencia con su rival. Me mantuve en mi casa, sin actuar en ningún Partido, hasta que los “zayistas” acudieron a buscarme en víspera casi de la proclamación de los candidatos. Volví, pues, a la vida pública para apoyar a Zayas, que estimó necesario mi concurso. Representante a la Cámara Baja por la provincia de la Habana entonces, y – más tarde Senador de la República por la propia provincia –, fui un decisivo factor de la elección de Zayas para candidato presidencial. Una carta mía al entonces Presidente Menocal decidió que todo se anduviese, cuando todo estaba perdido para Zayas. Durante el período de gobierno de Menocal y siendo Representante a la Cámara, fui arrestado a la salida del hemiciclo congresional en unión del actual Presidente del Senado comandante Alberto Barreras. Campos Marquetti, esa misma tarde, lograba de Menocal una orden para liberarme en seguida. Mi situación fue tan desairada que en un momento dado renuncié la Presidencia del Partido Popular que más que nadie, con el auxilio del doctor Latapier, y del coronel Serafín Martínez, hice constituir en la República en poco menos de seis semanas. Mi renuncia la motivó la poca atención dispensada por el Presidente Zayas. Este dio satisfacciones, haciendo que retirara la renuncia… pero en seguida se puso a laborar con su yerno Celso Cuellar, surgiendo Carmelo Urquiaga, quedando desde ese momento eliminado de mis posiciones en el Partido que fundara. Lo demás ustedes lo saben… (1) (1) A las sugestiones insistentes de algunos familiares y amigos íntimos, el insigne repúblico redactó la presente autobiografía la que remata con las palabras: “Lo demás ustedes lo saben”. Pendiente la oportunidad de su continuación, le sorprendió la muerte. Archivo digital “JG su autobiografía”, tomada de JUAN GUALBERTO GÓMEZ su labor patriótica y sociológica, Homenaje a su memoria Club Atenas, 1934, pág. 14. Mercedes Ibarra Ibáñez junio 2008. Archivo digital Contestación aL Gobernador Militar 1900, que reproduce la alocución pronunciada por el Sr. Gobernador Militar de la Isla al inaugurarse las sesiones de esta Asamblea y la contestación de Juan Gualberto Gómez. Tomado del FOLLETO No. 4 RESULTADO FINAL. Folletos y entrevistas con el Presidente de las República – Intervención Americana – McKinley – La Convención – Proposiciones de Juan G. Gómez, Lacret y Cisneros – Ultima proposición de Cisneros (aún pendiente) – Conclusión. Páginas 7 a 9. HABANA. Imp. De J. Huguet, San Ignacio 61, 1901. También aparece en: Juan Gualberto Gómez su labor patriótica y sociológica, Homenaje a su memoria. Club Atenas, 1934, pág. 245-247. Discurso de apertura de la Convención Habana, 5 de Noviembre de 1900. Señores delegados a la Asamble Constituyente de Cuba: Como Gobernador Militar de la Isla, en representación del Presidente de los Estados Unidos, declaro constituida esta Asamblea. Será vuestro deber, en primer término, redactar y adoptar una Constitución para Cuba; y, una vez terminada ésta, formular cuáles deben ser á vuestro juicio, las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. Esta Constitución debe ser capaz de asegurar un gobierno estable, ordenado y libre. Cuando hayáis formulado las relaciones que, á vuestro juicio, deben existir entre Cuba y los Estados Unidos, el Gobierno de los Estados Unidos adoptará, sin duda alguna, las medidas que conduzcan, por su parte, á un acuerdo final y autorizado entre los pueblos de ambos países, á fin de promover el fomento de sus intereses comunes. Todos los amigos de Cuba seguirán con ahínco vuestras deliberaciones, deseando ardientemente que lleguéis á resolver con tino; y que, por la dignidad, compostura personal y cuerdo espíritu conservador que caractericen vuestros actos, se patentice la actitud del pueblo cubano para el gobierno representativo. La distinción fundamental entre un Gobierno verdaderamente representativo y uno despótico consiste, en que, en el primero, cada representante del pueblo, cualquiera que sea su cargo, se encierra estrictamente dentro de los límites definidos de su mandato. Sin esta restricción, no hay Gobierno que sea libre y constitucional. Conforme á la Orden, en cuya virtud habéis sido electos y os encontráis aquí reunidos, no tenéis deber de tomar parte en el Gobierno actual de la Isla y carecéis de autoridad para ello, Vuestros poderes están estrictamente por los términos de esta Orden. Leonard Wood. Maj. Gral. Military and Governor. Es copia. El Jefe de Despacho. Joaquín Alsina. III A la Convención Constituyente Moción (1) La apertura de la Convención se hizo con un mensaje ó discurso del Gobernador Militar de la Isla, en representación del Gobierno Interventor, de cuyo mensaje no se ha hecho mención por ningún acuerdo; y, como quiera que de sus términos tienen que surgir distintas proposiciones, los que suscriben proponen que inmediatamente que la Convención quede legalmente constituida, se de lectura á dicho mensaje para el objeto indicado. Habana, Noviembre 11 de 1900 – Lacret Morlot – Salvador Cisneros- Juan G. Gómez. Habana, Diciembre 7 de 1900. IV A la Asamblea Constiuyente El Delegado que suscribe ruega a la Convención que se sirva aprobar el siguiente proyecto de contestación á la alocución pronunciada por el Sr. Gobernador Militar de la Isla al inaugurarse las sesiones de esta Asamblea. (Firmado:) Juan Gualberto Gómez. Contestación propuesta por el Sr. Juan Gualberto Gómez y leída en la sesión de la Asamblea el día 28 de Noviembre de 1900 Sr. Gobernador Militar de la Isla de Cuba. Señor: La Asamblea Constituyente de Cuba se ha enterado con el interés debido, de la alocución que pronunciasteis cuando en representación del Presidente de los Estados Unidos y como Gobernador Militar de la Isla la habéis declarado constituida. Según vuestras palabras el deber de la Asamblea será, en primer término, redactar y adoptar una Constitución para Cuba, y una vez que esta Constitución esté redactada y adoptada por la Asamblea, formular cuáles deben ser, á juicio de los Delegados, las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. La Asamblea acepta, con gusto, esta racional ordenación de sus trabajos, y, ajustándose á ella, se dedicará inmediatamente á redactar y adoptar la Constitución que, con toda sinceridad, entienda mejor para Cuba en las actuales circunstancias. Esa Constitución, como acertadamente, lo indicáis, debe ser capáz de asegurar un Gobierno estable, ordenado y libre, condiciones que sólo reunen aquellos Gobiernos que descansan en el consentimiento de los gobernados. La Asamblea se complace en tomar nota de vuestra declaración de que tan pronto como formulen los Delegados las relaciones, que á su juicio deban existir entre Cuba y los Estados Unidos, el Gobierno de los Estados Unidos adoptará, sin duda alguna, las medidas que conduzcan, por su parte, á un acuerdo final y autorizado entre los pueblos de ambos países, á fin de promover el fomento de sus intereses comunes. La Asamblea está persuadida de que llegado ese momento cualquiera que sea el Gobierno de Cuba que su Constitución establezca, ese Gobierno adoptará también todas las medidas que conduzcan por su parte, á un acuerdo final y autorizado con el de los Estados Unidos, no sólo para promover el fomento de sus intereses comunes, sino para consolidar á la vez cuanto sea humanamente posible, los lazos de amistad entre los dos pueblos. Tiene plena conciencia la Asamblea Constituyente de que todos los amigos de Cuba siguen con interés sus deliberaciones, deseando ardientemente que llegue á resolver con tino, los asuntos encomendados á su estudio y decisión. Deseos tan nobilísimos no han de ser seguramente defraudados por la Asamblea, que por la dignidad, compostura personal y cuerdo espíritu de conservación que han de caracterizar sus actos, añadirá nuevos elementos, á los que ya patentizan la aptitud del pueblo cubano para el gobierno representativo. En ese extremo, como en los anteriores, la Asamblea Constituyente se congratula de que coincidan sus propósitos con vuestras recomendaciones. Del propio modo la Asamblea piensa como vos, que una de las distinciones fundamentales entre un gobierno verdaderamente representativo y uno despótico, consiste en que el primero, cada representante del pueblo, cualquiera que sea su cargo, se encierra estrictamente dentro de los límites definidos de su mandato. Como lo decís muy bien, sin esa restricción que no es más que la práctica del principio de la observancia de las leyes por todos, singularmente por los que desempeñen un cargo público, no hay Gobierno que sea libre y constitucional. De tal suerte se encuentra penetrada de ello la Asamblea Constituyente, que aún antes de escuchar vuestra importante alocución, todos los Delegados entendían que conforme á la Orden en cuya virtud fueron electos, y se encuentran reunidos, no sólo no tenían el deber de tomar parte en el Gobierno actual de la Isla, sino que carecían de autoridad para ello; y todos, además, admitían que sus poderes están estrictamente limitados por los términos de la Orden 301 del Gobierno Militar, que sigue siendo la reguladora de su mandato, salvo en lo que se refiere á las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, que ya no han de ser parte de la Constitución, sino que se han de formular después, y fuera de ella, como á su juicio lo entiendan los Delegados, convenientes á ambos países. Al consignar como lo acaba de hacer su aquiescencia á las autorizadas manifestaciones contenidas en vuestra alocución, la Asamblea esperimenta necesidad de acompañarla con la expresión de sus sentimientos de gratitud y de cariño al pueblo de los Estados Unidos, y de respeto á su ilustre Presidente por vos representado como Gobernador Militar de la Isla; alentándola la risueña esperanza de que cumpliendo todos honradamente nuestros deberes, llevaremos á cabo en breve tiempo y en la mayor harmonía la obra de constituir aquí un pueblo independiente, hermano atento y solícito, del que en día memorable, intervino en su favor para ayudarlo á alcanzar los beneficios de la libertad y los derechos de la soberanía. Noviembre 28 de 1900. Juan Gualberto Gómez. Para autorizar la lectura, Rafael Portuondo. Lacret Morlot. Es copia. El Jefe de Despacho, Joaquín Alsina. (1) Nota que aparece en la edición JUAN GUALBERTO GÓMEZ su labor patriótica y sociológica, Homenaje a su memoria Club Atenas, 1934, pág. 245 Desechado en la sesión del día 26 de Noviembre de 1900 Martí y yo La última visita – La última carta ( A José Manuel Carbonell) Juan Gualberto Gómez La Habana ha rendido a la memoria inmortal del egregio José Martí, un espléndido homenaje en este aniversario de su natalicio. Es seguro que en la Isla entera todos los corazones cubanos se habrán sentido igualmente emocionados al evocar el recuerdo del día feliz en que Cuba viera nacer al hijo que, con su laboriosa constancia y su esfuerzo genial, reunió los elementos valiosos y unificó las voluntades necesarias para que su país de nuevo se lanzara a la conquista de su libertad y de su independencia. Amigo y compañero de Martí en el trabajo revolucionario, viene en este día glorioso a mi mente el recuerdo de dos circunstancias que jamás olvidé, porque viven en mi espíritu como características emocionantes de mis relaciones con aquel glorioso compatriota. 1 Martí y yo nos conocimos hacia final de 1878. El Pacto del Zanjón nos había sorprendido a ambos en el extranjero: a él por unas de las Repúblicas de Centro América, y a mí en Méjico. Fue en el bufete del célebre jurisconsulto, elocuente orador y exquisitamente de las letras, don Nicolás de Azcárate, donde nos vimos por vez primera. Don Nicolás de Azcárate también había tenido que emigrar a Méjico, donde nos hicimos amigos, perseguidos por la intransigencia colonial. En su bufete encontró Martí su primera ocupación, y allí le fui presentado por don Nicolás, y allí nació entre los dos una relación íntima, que estrechó y fortaleció la identidad de nuestras opiniones respecto a los destinos de nuestra patria. Los dos estimábamos el Pacto del Zanjón, que no aprobábamos, no como el desenlace natural y definitivo de la Revolución de Yara, sino como una tregua, inesperadamente surgida, y que Cuba debía romper tan pronto como pudiera. Para llegar a esa finalidad, todos los que en la isla pensaban de ese modo empezaron a conspirar a fin de reunir recursos y voluntades para emprender de nuevo la guerra libertadora. Yo pertenecía como Secretario a un Club revolucionario secreto, desde luego. Martí pertenecía a otro. Del bufete de Azcárate pasó Martí al del licenciado Miguel Viondi, otro excelente cubano. Todas las tardes nos reuníamos Martí y yo en el despacho que tenía en la oficina de Viondi, quien se daba cuenta de lo que hacíamos, pero nos miraba con simpática benevolencia y caballerosa discreción. La labor de los que conspirábamos dio su fruto. En 1879 estalló la que se conoce en el vocabulario separatista con el nombre de la “Guerra Chiquita”, no porque careciera de empuje o de importancia, sino porque tuvo poca duración. En Oriente y en Las Villas, el movimiento armado logró impresionar fuertemente al gobierno español. Para ayudar a los alzados en armas, para provocar nuevos alzamientos, los clubs habaneros estimaron conveniente unificar su acción; y a ese efecto se convocó una junta de los presidentes y secretarios de esos clubs, que se celebró una noche, en la vecina población de Regla. En esta junta, se creó un Comité central, cuya presidencia asumió Martí. La idea pareció excelente, puesto que desde ese momento, el entusiasmo aumentó, y con él, el crecimiento d los recursos en armas, municiones y dinero, para ayudar a los alzados de Las Villas singularmente, y preparar un alzamiento en la misma provincia de la Habana. Pero, al cabo, la idea resultó funesta. Mientras los clubs trabajaban aisladamente, al gobierno le era difícil conocer la existencia de todos y medir la importancia de su labor. Desde la reunión de Regla, su espionaje se hizo intensivo y eficaz, por la sencilla razón de que a la reunión de Regla habían asistido dos o tres miembros del club, que eran espías del Gobierno, y ponían a éste al corriente de cuanto sabían. A las pocas semanas de estar actuando Martí como Presidente del Comité Central, fue preso. Y el recuerdo de esa circunstancia es el primero de los dos a que me refería al comienzo de este escrito. 2 Martí vivía en una casita, modesta, pero alegre y limpia, que aún existe: Amistad, número 42, entre Neptuno y Concordia. Una mañana en que habíamos trabajado mucho en su bufete, y debíamos seguir trabajando en el arreglo del asunto de interés para Las Villas, me llevó a almorzar a su casa. Estábamos aún en la mesa, él, su distinguida esposa y yo, cuando sonó la aldaba de la puerta de la calle. Su esposa se levantó y abrió. La saleta de comer estaba separada por una mampara de la sala de recibo, así es que yo no vi al visitante; pero la señora de Martí dijo a éste en voz alta: ”El señor que vino hace rato a buscarte, y al que dije la hora a que te podía ver, es el que ha vuelto. Dice que termines de almorzar, pues no tiene prisa y te esperará”. No obstante esto – lo recuerdo bien – Martí se levantó y, con la servilleta aún en la mano, pasó a la sala de recibo. Tras breves instantes, volvió a la mesa, y con calma absoluta, dijo a su esposa: “Que me traigan enseguida el café, pues tengo que salir inmediatamente”, y siguió para su cuarto. Yo le vi abrir su escaparate, que estaba frente a mí, pues yo estaba sentado de espaldas a la sala; buscar de una gaveta unas cuantas monedas, llamar a su esposa a la que dirigió unas palabras que no oí. Servido el café por la sirvienta en esos instantes, vino Martí a la mesa y de pie sorbió de su taza unos cuantos buches de café, y dirigiéndose a mí me dijo: “Tome su café con calma: usted se queda en su casa, y dispénseme, pero es urgente lo que tengo que hacer”. Me dió la mano, tomó su sombrero y se marchó con el visitante, para mí hasta ese momento incógnito. Desde ese día y esa hora, no volví a ver a Martí. En efecto, tan pronto como salió de su casa, su esposa, presa de una gran angustia, me dijo, con ojos llorosos: “Se llevan a Pepe; ese hombre que ha venido es un celador de policía. Yo lo ignoraba. Pepe me encarga que le diga a usted que corra y haga lo posible por ver a donde lo llevan y le avise a Don Nicolás de Azcárate”. Salí enseguida con toda la prisa que me era posible. Al entrar por la calle de Neptuno acerté a ver a Martí con su acompañante, a cierta distancia. Ya casi iba alcanzarlos, cuando vi que en la parada de coches que existía en la plazoletas de Neptuno y Consulado, entraban en un carruaje. Apresuré el paso, tomé otro coche yo, lo seguí, y los vi descender en la Jefatura de Policía, entonces instalada en el mismo edificio de Empedrado y Montserrate que ahora ocupa. Cumpliendo el encargo de Martí, avisé a Azcárate. Para éste, que tenía grande influencia en el gobierno, se levantó la incomunicación y se le permitió ver a Martí. Con Azcárate recibí unas llaves y el encargo de recoger en el bufete de Viondi, una pequeña maleta, para entregarla a don Antonio Aguilera, diputado provincial entonces, que quedó en lugar de Martí. A los tres días de su detención salía el vapor correo para España, llevándose a Martí para la metrópoli, pues tanto por los consejos de Azcárate, como por su propia inclinación a los procedimientos suaves, el general Blanco, Capitán General de la Isla, prefirió deportarlo, a intentarle un proceso. Lo repito: desde el día de su detención, no nos volvimos a ver más . 3 A las pocas semanas de la prisión de Martí fue preso D. Antonio Aguilera. Lo más singular del caso es que éste, la víspera de su prisión, vino a encontrarme, en una noche lluviosa, abrigado por un gran capote, y trayendo debajo de éste el famoso maletín que yo había recogido en el bufete de Viondi y que le había entregado a virtud del encargo que recibiera por conducto de Viondi. “Tengo informes fidedignos – me dijo Aguilera – de que de un momento a otro me han de prender. No sé cómo ha podido ser, puesto que me he estado moviendo con mucha cautela. Pero es lo cierto que no sólo se sabe mucho de lo que hago, sino que la policía está enterada de que en esta maletica poseo documentos de importancia, que pertenecieron a Martí. Pocos lo saben, y de esos pocos no me cabe sospechar. Se la traigo, pues, para que busque un lugar seguro en que ocultarla. Tome la llave. Si me prenden, ábrala, entérese de los documentos que contiene. Además, si me prenden, hay que mandar a Santa Clara con emisario seguro, estos otros documentos que le dejo”. ¡Qué tiempos aquellos! Sin vacila acepté el encargo. Aguilera y yo nos abrazamos fuertemente. Llevé la maleta a lugar seguro. Para mí, siempre ha habido, entre mis amigos, gentes en quienes he podido fiar, y que por su posición modesta y hasta pobre, como la mía, resultaban casi insospechables a las autoridades españolas. Como lo temía Aguilera, a los dos días de su entrevista, fue preso y enviado también a España, como Martí. Abrí la maleta y me encontré con una nota de encargos, que asumí el deber de cumplir. Envié a Las Villas el emisario que me pareció más seguro… ¡cuando a los pocos días fui preso, conducido a la fortaleza del Morro y deportado a Ceuta! La maleta fatal desgraciaba a todo el que la poseyera. En vísperas de mi salida para España, supe la causa del misterio: uno de los hombres más importantes de los clubs conspiradores, Teniente Coronel de la guerra de los diez años, se había puesto, por venganza de lo que él estimó un desaire, al servicio del Gobierno. De él no nos ocultábamos. El sabía a qué manos iba a parar la maleta dejada por Martí y sabía que con arreglo a los documentos que contenía se dirigían los trabajos revolucionarios. Mientras yo podía pasar como uno de tantos, no tenía importancia mi papel. Depositario de la maleta, ya resultaba eficaz y peligroso. De ahí mi deportación. Diez años permanecí en España: desde 1880 a 1890. Cuando a ella regresé, ya Martí había logrado escaparse y vuelto a América. Y cuando de ella salí, y regresé a Cuba, nuestros rumbos se habían distanciado tanto que no manteníamos siquiera correspondencia. 4 Al volver a Cuba, en 1890, yo traía un propósito deliberado: fundar un periódico para iniciar una propaganda franca y abierta de las ideas separatistas, que yo estimaba que no se podía impedir aquí por las leyes, como no se había podido impedir en España la propaganda republicana, declarada legal por el Tribunal Supremo de nuestra antigua metrópoli. Fundé el periódico La Fraternidad, netamente separatista. Denunciado por un artículo titulado “Por qué somos separatistas”, encarcelado durante ocho meses, condenado a una pena relativamente ligera por la Audiencia de La Habana, a pesar de la brillante defensa de González Lanuza, llevé el caso al Supremo de España, donde defendido por don Rafael María de Labra, obtuve, con la casación de la sentencia, el reconocimiento de que era lícita la propaganda del ideal de la independencia. Esto pasaba entre 1890 y 1891. Martí, al conocer mi campaña, me escribió desde New York, felicitándome. Cuando más tarde fundó el Partido Revolucionario Cubano, en los Estados Unidos, ya estábamos de nuevo en correspondencia, y, cosa más singular, ya había conspiradores en la Isla, que marchaban en inteligencia conmigo, como sucedía en Matanzas, donde el ingeniero Emilio Domínguez, el doctor Pedro Betancourt, los hermanos Acevedo, José D. Amieva y otros tenían constituido un club revolucionario. Al acentuarse la acción del Partido Revolucionario Cubano, resulté, sin buscarlo, el intermediario natural entre los conspiradores de por aquí y Martí. Poco a poco, mi correspondencia con él se hizo semanal, bisemanal, casi continua. Los hechos, y su confianza y la confianza de los que en Cuba laboraban, todo ello me dio el peligroso, pero honorabilísimo papel de llevar entre los nuestros la representación del que ostentaba el título de Delegado del Partido Revolucionario Cubano. De mi larga correspondencia con éste, algunas cartas se salvaron, sobre todo, algunas de las que recibí en los meses de noviembre, diciembre, enero y principios de febrero de 1895. Tengo, sobre todo, la última. Está escrita la víspera del día en que salió para Santo Domingo a reunirse con el general Máximo Gómez, para venir a morir a Cuba. Después de encargarme de que me dirigiera, en lo sucesivo, a Gonzalo de Quesada, de quien me decía “mi hijo espiritual”, terminaba su carta con estas frases nerviosas: “¿Lo veré...? ¿Volveré a escribirle...? Me siento tan ligado a usted, que callo ... Conquistaremos toda la justicia”. Tal es el recuerdo de la última vez que vi a Martí, en 1880, y tal es el párrafo, para mi inolvidable, de la última carta que me escribió en 1895. (De la Revista Bimestre, Febrero de 1933) Archivo digital “JG discurso homenaje a ANTONIO MACEO 1915” donde se reproduce el discurso que pronunciara en la Cámara de Representantes el 7 de diciembre de 1915. Diario de Sesiones del Congreso de la República de Cuba, Cámara de Representantes. La Habana, 8 de diciembre de 1915; y reproducido en Por Cuba Libre, pp.429 – 442. Discurso en homenaje al Mayor General Antonio Maceo Juan Gualberto Gómez Yo sé bien lo que quisiera, y, sobre todo, lo que debiera decir; pero tengo el doloroso convencimiento que no he de acertar a expresarlo, porque el asunto de que he de ocuparme esta noche, es de Por sí tan abrumador, y esta concurrencia, heterogénea, a la par que escogida, demuestra una expectación tan grande, que aun suponiéndola benévola y tolerante, no deja de imponerse de modo extraordinario. Pero así como ciertos honores no deben solicitarse, también entiendo que determinados deberes no pueden eludirse en su cumplimiento; y cuando la Presidencia de esta Cámara, se dignó señalarme para cumplir esta noche el acuerdo de la Cámara, consistente en solemnizar todos los años la fecha del 7 de diciembre, con una sesión solemne en honor de los mártires de la libertad y de la independencia cubana, y singularmente, de Antonio Maceo y su joven compañero Panchito Gómez, yo entendí, que, representante del pueblo cubano, por la voluntad de sus electores, tenía aquí derechos, pero también tenía obligaciones, y una de ellas, era la de cumplimentar todos los acuerdos de la Cámara. Por eso esto aquí; por eso tengo la resolución de ocupar lo más brevemente que me sea posible vuestra atención, tratando, no de delinear las grandes figuras de nuestra historia, no de hacer una reseña histórica de sus hechos memorables y extraordinarios, sino para procurar hacer ante vosotros la síntesis de lo que representa el esfuerzo de los que lucharon por la libertad y la independencia de Cuba: cuál fue el alto ideal que ellos persiguieron; y en definitiva cuál debe ser nuestro deber, como continuadores de su obra para que ella no caiga en el descrédito, primero, en el baldón, después, y en la ruina, definitivamente, para mengua nuestra y desgracia de la patria. Hizo bien, a mi juicio, el Congreso procurando circunscribir en torno de una personalidad el homenaje que había de tributarse a los mártires de la libertad y de la independencia cubana. ¿Sabéis por qué? Porque en este cielo inmenso y luminoso que ampara el esfuerzo de los cubanos para constituir su nacionalidad independiente, brillan infinidad de estrellas; y hubiera sido desde luego esfuerzo sobrehumano ir refiriendo los hechos gloriosos de los unos y los otros; y era necesario, por consiguiente, circunscribir en la persona de alguno que pudiera sintetizar con sus hechos todas las ideas grandiosas que representa el esfuerzo de la comunidad a que perteneciera. Y el 7 de diciembre hace hoy varios años, cayó en los campos de Punta Brava un hombre que simboliza de manera extraordinaria nuestra historia revolucionaria, como soldado, como patriota y como político. En esos tres aspectos, voy a examinar someramente ante vosotros lo que él significaba y lo que él representaba. Como soldado, aquí hay muchos de sus compañeros de los que lucharon a su lado, y no debo ante ellos abordar el pueril empeño de ir reseñando los hechos gloriosos de aquel gran soldado que se llamó Antonio Maceo. Prefiero invocar a estas horas muy pocos testimonios; uno de casa, otro de fuera. El de casa me lo representa un recuerdo personal. Hace muchos años, deportado en Madrid, departía yo, en su hogar hospitalario, con uno de los grandes caudillos de la independencia: el general Calixto García, que es uno de los mártires de nuestra libertad y de nuestra independencia, al que yo entiendo que todavía el pueblo cubano no le ha hecho toda la justicia que merece; y en aquel su hogar cariñoso, donde los cubanos encontrábamos siempre acogida y calor, yo solía pasar largas horas con él, oyéndole reseñar los grandes hechos de la Guerra de los Diez Años. Y recuerdo que una vez le pedí que me refiriera una de las acciones de guerra que había dado mayor importancia a la Revolución en aquellos días, y entonces él me interrumpió, modestamente, y me dijo: “Esa acción no es mía. Yo era el jefe que mandaba aquella fuerza, y por eso siempre se me ha atribuido, pero esa acción es de Antonio Maceo. Antonio Maceo mandaba la Brigada de Cuba, a mis órdenes; esa Brigada se componía de dos regimientos. Supe que una fuerte columna española estaba acampada en aquellos alrededores; me proponía batirla al día siguiente y di orden al jefe de uno de los regimientos de la Brigada de Cuba para que fuese a tirotear al enemigo y lo mantuviese en constante alarma y no le permitiese ir a las aguadas, ni descansar, ni dormir, para encontrarlo, al otro día, rendido y fácil de vencer. El jefe de aquel regimiento marchó a cumplimentar las órdenes; pero pasaban las horas y el general Calixto García me refirió que no oyó el tiroteo que esperaba, así casi un medio día, y ya él estaba impaciente; pero el Coronel, con su Regimiento, regresó y le dijo: General: no he creído prudente hacerme ver de ese enemigo, porque está en número considerable, muy bien acampado y en admirable posición; por lo que entendí conveniente venir a avisarlo a usted. El General Calixto García, carácter un poco violento, se volvió a la gente que lo rodeaba y profirió estas palabras de extraordinaria gravedad en aquella circunstancia: “Si la gente de Cuba tiene miedo, que vaya el Regimiento de Holguín a tirotear al enemigo”. El general Maceo se inmutó, se acercó al general García y le dijo: “General: usted no tiene el derecho de hacer una ofensa a la gente de Cuba; deje ir a mi brigada, que dentro de poco oirá el tiroteo””. Volvió a salir el Regimiento de Cuba con la Brigada de Maceo; éste a poco de dejar el campamento, arengó a sus soldados y les dijo: “Ya habéis oído lo que ha dicho el General, no se debe ser prudente, hay que ser siempre arrojado y valeroso; ninguno de nosotros debe volver hasta que se haya encontrado con el enemigo. Avanzó la columna del general Maceo, llegó al campamento enemigo, sorprendiólo haciendo en sus filas un destrozo horrible, y le obligó a retirarse, abandonando el campamento. El general García, de quien tengo el relato, me manifestó que oyendo aquel tiroteo le pareció que era una verdadera batalla la que se estaba librando, y creyendo que se había extralimitado de sus órdenes, se fue aproximando al lugar del combate; pero antes de llegar un ayudante del brigadier Antonio Maceo se le acercó y le dijo estas palabras: “Dice el Brigadier que ya ha derrotado a la columna enemiga; que le mande usted la caballería para perseguirla”. Y el general García me decía: “Esa batalla es del general Maceo y no mía”. La ganó luchando con tanta inteligencia como valentía. Este es un testimonio de casa; pero hay otro, a mi juicio, más expresivo. España mandó a Cuba a un gran soldado, un habilísimo político, y yo estoy autorizado y tengo hasta el derecho de decir: también, un noble corazón: el general Martínez Campos. Y éste jamás pronunciaba el nombre de Antonio Maceo sin decir que era un General en toda la extensión de la palabra; esto es, entendido y valiente, tenaz y porfiado, temible en todas las circunstancias. El elogio del enemigo supera, por grande que sea el de los propios, al de los amigos, al de los compatriotas. Tenemos, pues, que el general Maceo no necesita que yo trace ante vosotros su apología¸ prefiero dedicar algunos ratos más de esta desaliñada peroración a examinar ante vosotros otro de los rasgos característicos de su personalidad. Quiero referirme al patriota. Retrocedes un poco con el pensamiento y tomad a este hombre desde su origen; es un modesto arriero. Vosotros sabéis lo que era el campesino cubano antes de 1868. Arriero, campesino, tiene que significar hombre ignorante, desprovisto de los más elementales conocimientos, así literarios como científicos, pero es un arriero que pertenece a una porción social todavía más inferior que la otra porción social en que su país se divide: pertenece a la raza negra, raza en s inmensa mayoría todavía esclava, sojuzgada, obligada por todas las circunstancias del medio ambiente a ahogar todas las aspiraciones porque es esclavo con aspiraciones no se concibe; el esclavo tiene que sojuzgar todos sus ímpetus, todos sus anhelos, ya que ser esclavo es ser propiedad, y propiedad según la clásica definición, es ser cosa de la que el dueño puede usar y abusar. En ese medio nació, y sin embargo, llegan a sus oídos los ruidos producidos, los rumores nacidos de aquel día glorioso de Yara, el 10 de octubre de 1868; y toda la familia de los Maceo, todo ese grupo de campesinos, por instinto, por algo que había allá en su interior, grande, noble, levantado, elevadísimo, entiende que ahí está el camino del deber, que ese estado íntimo en que ella vive, no se puede modificar sino cuando en la Isla toda exista un ambiente de libertad, que borre los viejos prejuicios, que desmorone las instituciones caducas y que surja de sus ruinas el imperio de la democracia. Y allá van los Maceo; y entonces con el esfuerzo de sus brazos, con el vigor de su genio, con la luz de su inteligencia, aquel hombre nacido en los últimos peldaños de nuestra escala social, va ascendiendo hasta llegar a ser una de las grandes figuras del Ejército Libertador. Señores: eso es grande, eso es muy notable, pero eso no es sorprendente. Se encuentran en la Historia muchos hombres que han sabido ser grandes soldados, que han sabido esgrimir las armas y dirigir fuerzas y combatir con tesón y derrotar a otros hombres como ellos armados; pero lo notable es cómo este hombre que la Revolución encumbró toma desde el primer momento un puesto excepcional dentro de la Revolución. Las revoluciones tienen el inconveniente de que revuelven como el río cuando la tempestad lo hace salir de madre, las aguas; y muchas veces hacen subir el limo a la superficie. Pero Antonio Maceo en medio de la Revolución, ¡ah! resulta perla que surge de la concha desde el fondo del mar elevándose de manera lógica, natural y espontánea para brillar después en el grupo inmortal de los más grandes patriotas, como vais a verlo. ¿Qué es lo que Cuba revolucionaria necesitaba para triunfar? Necesitaba de un ejército numeroso, reclutado en todas las esferas, así es que al lado del patriota del alma pura, indefectiblemente debía hallarse el aventurero en busca de logro. En esas condiciones y con ejército así, ¿qué es lo que podía salvar a la Revolución? Pues la disciplina de sus soldados; pues la cohesión de su esfuerzo; pues la obediencia de todos a las lees que se dieran y el respeto a todas las jerarquías y, sobre todo, el establecimiento de la más completa armonía entre los diferentes factores que integraban aquel elemento revolucionario; y esa armonía no podía existir sinon dejando a cada cual en su esfera y acatando cada cuál las órdenes y las leyes de sus superiores. En la Revolución tenemos que señalar durante la Guerra de los Diez Años, algunas revueltas internas, algunos desórdenes, que los que ya han empezado a historiarla, señalan como productores de deplorables consecuencias para aquel gran movimiento. Y mientras hombres cultos, mientras hombres salidos de nuestra Universidad y de universidades extranjeras, hombres que habían estudiado la Ley, que tenían conciencia de su grandeza, se levantaban en Cuba revolucionaria contra la Ley, contra el Gobierno establecido, contra las instituciones revolucionarias, el patriotismo de Antonio Maceo resplandece y le hace decir: “NO, mi espada no está aquí para concurrir al atentado contra el derecho y contra la Ley; yo no estoy aquí más que para luchar por la independencia, a las órdenes y bajo la dirección del Gobierno constituido”. Es notable este contraste que acabo de señalar, entre la conducta de esos hombres muy cultos, que su pasado parecía preparar para hacerlos defensores de las instituciones revolucionarias y la del rudo soldado, el modesto arriero, nacido en las últimas capas de nuestra sociedad, el que viene a dar el gran ejemplo de patriotismo, representado por esa noción del deber que le mandaba a respetar siempre las leyes estatuidas y a acatar siempre el Gobierno establecido. Pero si el soldado y el patriota así se condujeron, yo quiero también señalar ante vosotros los riesgos del que pudiera llamarse el político, que en este caso se diluye en el patriota. El político, llamo yo al hombre que en su pensar, en su sentir y en su actuación, tiene siempre fija la vista en los intereses de la patria. Porque política se llama, cuando se quiere llenar de vituperio a los que se dedican a la cosa pública, a ese pugilato de ambiciones, de aspiraciones, de intereses más o menos legítimos, pero siempre secundarios, que suelen poner en las sociedades mejor constituidas, a unos elementos contra los otros. Y eso, no es realmente lo que se llama política. Política, es la ciencia que enseña los principios por los cuales esas grandes colectividades que se llaman pueblos o naciones, llevan al cumplimiento de sus fines a los elementos que las integran. Y política es también, el arte de aplicar esos principios, a las circunstancias determinadas de cada colectividad en particular. Y en ese noble y levantado concepto ¡ah!, político de gran altura tiene que resultar ante todos nosotros la figura colosal de Antonio Maceo. Porque él, indudablemente, no había estudiado a Aristóteles, tal vez ignorase a Blunchli y todo lo que otros grandes pensadores han escrito sobre ciencia política pero como le pasa siempre al genio, él tenía la intuición de principios que otros sólo logran conocer por el estudio y la observación, y procuraba aplicarlos a su país. Y aquí el gran problema, a su juicio, consistía en hacer un gran conglomerado con todos los elementos que constituían el pueblo cubano, procurando que todos los intereses conviviesen, que todas las aspiraciones encontrasen campo en donde esparcirse, que todos los antecedentes antagónicos se fuesen borrando, por la doble acción de la voluntad de los elementos que formamos una sociedad y del tiempo que es un gran factor para remediar los males, cuando al propio tiempo el médico aplica los medicamentos necesarios. Y de su significación dentro de la Revolución; muchos han dicho que fueron revolucionarios por aversión a España. Antonio Maceo no figuró entre esos: fue revolucionario por amor a Cuba, porque entendía que ya Cuba estaba en disposición de constituirse en nación libre e independiente. Otros no fueron revolucionarios por temor a la libertad que habría de traer a concurrir a la vida pública cubana a factores hasta entonces postergados: Antonio Maceo no temió la intervención de esos factores. Otros, dentro de la propia Revolución representaban radicalismo de tal naturaleza, que a juicio de muchos, ponían en peligro la integridad de nuestra nacionalidad y Antonio Maceo tampoco comulgó con esos radicalistas. Ved en esos ligeros aspectos de su política, en la hora de trabajar por la emancipación, el papel importantísimo y la situación trascendental en que este hombre se coloca. ¿Problema de nuestra convivencia con los españoles al día siguiente de la victoria? Pues a abrirles los brazos y decir: aquí, en esta tierra, seguiréis en vuestra casa; en la nueva soberanía, habréis de encontrar todos los apoyos, todos los amparos, toda la protección que la vieja soberanía os brindaba. ¿Problema de las razas cubanas? Pues no hablar nunca de ellas: a los blancos, les decía: “Ved lo que los hombres de la raza negra hacemos a vuestro lado: ayudaros en esa obra de abnegación y patriotismo, para la conquista de la libertad y de la independencia: y esto significa que nosotros somos dignos de compartir con vosotros las grandezas de la libertad y los beneficios de la democracia”. Y a los negros, a los de su propia raza, ¡ah! Yo puedo hablar aquí en su nombre, porque he sido confidente íntimo de todos sus pensamientos en este sentido; a sus congéneres de raza les decía: “Vais a crecer y os vais a desarrollar con la libertad, pero por vuestro esfuerzo y merecimiento: tenéis que conquistar la admiración, el cariño, y así es como se establecerá entre nosotros el imperio de la confraternidad”. Y esta política sabia, grande, generadora de bienestar para la patria, ésa, coloca a Antonio Maceo muy por encima de todos aquellos que creían que una nacionalidad nueva como la nuestra puede desenvolverse y prosperar, agitando problemas arduos, que atañen a la conciencia, al decoro y a la dignidad, como si fuera posible que el niño que abandona el seno maternal, pudiera, en el primer instante, alimentarse con los ingredientes que sólo convienen al hombre enteramente formado. No: él entendía que nosotros debíamos ir sorteando los problemas más difíciles, tratando de consolidar la patria por el amor del mayor número, haciendo, en fin, lo que un gran político francés quería que fuera la República francesa en los días de su nacimiento, y cuando estaba fuertemente combatida, esto es, “la República amable” que acogería a todo el mundo, donde cada cual se sentiría bien y satisfecho para que nadie pensase en derrocarla. Quiero decir, señores, que bajo ese triple aspecto en que nosotros podíamos considerar la gran personalidad de Antonio Maceo, está justificado que el Congreso de Cuba haya entendido que escogiéndolo de tal manera singular honraba, en la persona y en su representación a todos los mártires de la libertad y de la independencia. No significa eso que se olvidaba de nadie. De los caídos, la lista es grande. Hoy mismo, acaba la tierra cubana de abrirse, para acoger como madre cariñosa los restos de otro de los grandes libertadores, del glorioso general Jesús Rabí, compañero de los Maceo, digno de éstos a su lado, compartiendo su fama y su honor, dondequiera que la sombra de los grandes se encuentre, y ha hecho bien el Congreso, repito, en escoger esa noble figura para condensar la de todos, porque él era, como he dicho, algo más que un soldado, sin que esto signifique que se rebaje el mérito militar del guerrero. Yo entiendo que a esta generación importa, en la hora histórica que atravesamos y para el desenvolvimiento de la colectividad en que vivimos, más las virtudes cívicas que las guerreras, para darlas como ejemplo a la juventud que se levanta. Y que esos hombres de grandes virtudes cívicas que nos crearon la patria, son merecedores de nuestra admiración y de nuestro cariño, lo demuestra el espectáculo de la República cubana en el concierto de las naciones civilizadas: porque los esfuerzos humanos se aquilatan muchas veces, no sólo por las finalidades que persiguen, sino también por el resultado que alcanzan. Fue un gran soldado Tarmerlán; fue un gran soldado Gengis-Kan; fue un tremendo soldado Atila. Pero, ¿qué persiguen esos rudos combatientes? Llevar el terror a regiones que se consideran enemigas, devastándolas, extendiendo un poderío brutal sobre pueblos de razas distintas a las suyas y atravesar extensas comarcas como meteoros devastadores que no dejan a su paso más que desolación y muerte. En cambio, los Maceo, los Calixto García, los Céspedes, los Agramonte, los Máximo Gómez, los Martí, los Rabí, todos nuestros mártires y nuestros héroes se sacrificaron, expusieron la tranquilidad de sus hogares y derramaron su sangre por una obra distinta: por eso que está confiado ahora a nuestras manos, por la creación de una nacionalidad, por la constitución de una nueva República en el continente americano; y esta República ahí está, y ahí surge con brillo esplendente, con vigor extraordinario, porque nosotros continuando la obra de nuestros mayores, trabajamos cada día para embellecerla, para enaltecerla ante la conciencia universal. Y esa obra, entonces justifica el esfuerzo realizado, el heroísmo desplegado, la sangre derramada, los martirios experimentados. Vedlo: somos un grupo de dos millones de habitantes; revisad las estadísticas: no hay pueblo de población análoga a la nuestra que más produzca, lo que indica que somos laboriosos, que somos trabajadores. Nuestras rentas públicas, sin haberse aumentado el tipo de exacción, reciben tal crecimiento por años que ello indica que nos consagramos al fomento de nuestra riqueza, a sacar de nuestro suelo los productos que su feracidad debe proporcionar. Nuestras instituciones de beneficencia, de instrucción, de solidaridad social, se van desarrollando día tras día, y aunque en los tanteos naturales que nuestra inexperiencia nos obliga a dar, no siempre acertamos desde el primer momento con la solución más conveniente, es lo cierto desde los comienzos de su vida, ningún pueblo de nuestra estirpe ha hecho más, ni lo ha hecho mejor que lo estamos haciendo nosotros. Entonces, esto significa que no se equivocaron nuestros mayores cuando nos creyeron capacitados para el gobierno propio, que hicieron bien en darnos una patria y que nuestro deber consiste en conservarla para entregarla a nuestros hijos. Yo no he sido nunca un pesimista en la política del país; siempre he sido, por el contrario, un optimista; y es que así como en filosofía repudio el determinismo y sin negar que circunstancias extrañas al hombre pueden influir grandemente en el desarrollo de su existencia, afirmo que la voluntad y la perseverancia del hombre también influyen extraordinariamente en el giro de su destino; y de la propia manera, creo que es cierto que los pueblos no pueden desprenderse de circunstancias geográficas, de antecedentes históricos, para seguir su marcha en medio de la humanidad; pero también es indudable para mí que cuando tienen conciencia clara de sus conveniencias, cuando tienen la noción exacta de su deber, y al propio tiempo la firme voluntad y el tesón indispensable para la salvaguardia de sus intereses, ellos logran siempre cumplir su destino y realizarlo a despecho de las circunstancias contrarias, a despecho del medio desfavorable en que puedan desenvolverse. Por eso he sido siempre un optimista en la política de mi patria. Cuando algunas veces se producen en nuestra vida menuda ciertos actos de lucha pequeña, de intereses mezquinos, de concupiscencias, de olvido de los deberes, mi optimismo, es cierto se nubla por algunos instantes, pero nunca desaparece, porque en seguida, ocurre algo en nuestra vida colectiva que nos llama a todos a sentir hondamente nuestro deber de cubanos; el cadáver de un grande que la tierra reclama, el aniversario de un coloso caído en defensa del ideal y de la patria, una amenaza a los derechos a la independencia que disfrutamos, enseguida nos junta, y viene a nuestra mente el recuerdo y bullen en nuestros corazones los sentimientos de los grandes hechos de nuestra historia. En seguida nos decimos: “esos son nuestros padres, que nos dieron la patria que hoy disfrutamos, y tenemos que mostrarnos dignos de ellos” y en seguida nos juntamos en haz apretado y, entonces el alma del pueblo cubano se revela grande, hermosa, noble, y magnánima como ella es, desbordándose el ansia patriótica que rebosa en el alma de sus hijos. Hoy mismo hemos podido presenciar esto: una multitud inmensa ha ido en peregrinación piadosa al monumento levantado en Cacahual, una multitud extraordinaria ha asistido a la colocación de la primera piedra del monumento que se va a levantar a la gloria del Titán de Bronce. Aquella multitud, me lo decía el general Miró, el amado compañero del gran Maceo, nada veía, nada oía; aquella multitud no podía llegar al lugar en que la primera piedra se colocaba, no oía la lectura del acta que se levantaba en conmemoración de ese acontecimiento; pero había un fluido patriótico que se derramaba por todo el ambiente y eso bastaba para saturar de patriotismo el alma de los hombres, las mujeres y los niños que allí estaban saludando la banderas nacional y diciendo: “Ahí se está festejando algo que recuerda ideales patrióticos”; y todos se estremecían y todos bullían con calor y con entusiasmo, como si hubieran sido actores principales en la escena que allí se desarrollaba. Y esta noche, esta noche, señores, ¡qué espectáculo no presenta esta casa! Aquí está en compendio nuestro pueblo, representado por todos los factores que lo integran: desde el Primer Magistrado de la República, hasta el último hombre del pueblo, el modesto obrero, que ha estado horas enteras en el portal de este edificio, luchando por hallar un hueco que no se ha encontrado para todos los que querían ocuparlo; y ese pueblo viene aquí a escuchar las palabras torpes y desaliñadas mías, sólo porque tiene la seguridad de que habían de ser las palabras de un cubano que siente con los demás. Y está también la representación del Poder Judicial de la República, la del Senado, desde luego, que comparte con la Cámara la función legislativa, y la de muchos organismos de la Nación. Aquí están las representaciones de otros pueblos de la tierra, de pueblos del antiguo y del nuevo continente, de la Europa, del Asia, y de la América toda, pueblos a todos los cuales nos unen lazos de sincera amistad, yn que aún algunos de ellos, como la augusta España, creadora de esta colectividad, y las repúblicas de la América Latina, son pueblos parientes; y otros, como los Estados Unidos, que nos auxiliaron en nuestra hora de angustia, son pueblos deudos, pueblos que juntos con los demás, están contemplando nuestro esfuerzo y tienen que hacer justicia a nuestra labor, que consiste en crear en este lugar de la tierra una nacionalidad nueva, que no quiere sino lo suyo, todo lo suyo, es cierto, pero nada más que lo suyo, y no pretende un solo momento quitar a nadie lo que en derecho le pertenece; que anhela vivir en perfecta armonía con todas las colectividades de la tierra; emular con ellas en lucha por el progreso y por la civilización, en transformarse por la exclusiva labor de sus hijos en un foco luminoso que desde esta tierra hermosa, que el gran genovés descubrió, puede irradiar en la entrada del Golfo Mexicano, para señalar la nueva ruta a todos los emprendedores, a todos los que quieren llevar ciencia y producto de un extremo a otro del Universo, por las nuevas vías que el esfuerzo humano quiere dar al comercio, a la ciencia y a la civilización. Nosotros los tomamos como testigos de nuestro esfuerzo, les agradecemos que nos acompañen en esta obra hermosa de nuestra vida, porque es hora de recogimiento, de sinceridad y de nobleza, para que sean testigos abonados de la generosidad de nuestros esfuerzos y de la grandeza de nuestras aspiraciones. Y como ya he fatigado mucho tiempo vuestra atención, voy a dejar esta tribuna, mas no sin decir a nuestros compatriotas que yo entiendo que nosotros cuando suframos algún quebranto en nuestras creencias, alguna duda en nuestra vida; cuando no sepamos en esta lucha de opiniones que necesariamente tienen que existir y en esta lucha de intereses legítimos que se crean en torno de todas las grandes colectividades, y que se han creado con mayor gravedad aun en colectividades que se nos han adelantado en el camino de la libertad y el progreso, que cuando esa obra de incertidumbre asome para alguno de nosotros, bajemos a los sepulcros que guardan los restos de nuestros mártires; y puesto que está cerca el sepulcro del Cacahual, vayamos allí, pongamos el oído junto a la tierra e interroguemos al glorioso Titán que allí duerme, y me parece que no me equivoco al deciros, que oiremos salir de la tumba estas palabras tomadas de Cristo, del fundador de la nueva humanidad para que nos sirvan de guía y de aliento: “Cubanos, si queréis salvar todas vuestras dificultades no tenéis más que hacer más que una cosa: Amaros los unos a los otros”. (Grandes aplausos). Archivo digital ”La Revolución del 95” por Juan Gualberto Gómez, artículo que apareció en la edición del 20 de mayo de 1902 en El Fígaro, La Habana, reproducido en Antimperialismo y República, Juan Gualberto Gómez, Enrique José Varona, S. Cisneros Betancourt, Manuel Sanguily, pág. 51-58. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1970. La Revolución del 95 (Sus ideas directoras; sus métodos iniciales, y causas que la desviaron de su finalidad) Juan Gualberto Gómez La paz del Zanjón no fue considerada por la mayoría de los partidarios de la independencia cubana más que como una tregua. Por eso, a poco de haberse celebrado el famoso pacto, volvieron a iniciarse los trabajos de conspiración contra la soberanía española, revelándose los esfuerzos de los separatistas principalmente en el levantamiento de agosto de 1879, que dio lugar a la llamada guerra chiquita, en las expediciones de Bonachea y de Limbano Sánchez, y en las dos grandes tentativas invasoras que prepararon entre 1884 y 1886 los generales Máximo Gómez y Antonio Maceo. La guerra chiquita terminó desventajosamente para sus iniciadores, no sólo porque no llegó a tiempo para dirigirla su caudillo ilustre, el general Calixto García, sino también porque era prematura: la tierra cubana hacía poco que se había desangrado considerablemente; estaba cansada aún, y, como la heroína de Campoamor, necesitaba algún tiempo de reposo. Las expediciones de los malogrados Bonachea y Sánchez tuvieron trágico desenlace, y los intentos de los generales Gómez y Maceo culminaron en un fracaso, porque era equivocado el concepto bajo el cual se concibieron, concepto que consistía en importar la revolución a un país que disfrutaba de paz completa, y en el cual el espíritu público no se había preparado por nadie para recibir a los invasores. El movimiento revolucionario de 1895, puede decirse que se organizó aprovechando la experiencia de cuantos le precedieron. Por eso, tanto en sus ideas directoras como en sus métodos, hay originalidades, que revelan en José Martí, que los concibiera, las condiciones envidiables del estadista previsor y del genial conductor de pueblos, ideas directoras y métodos en que parecen haberse condensado las lecciones que se desprendían de las anteriores tentativas revolucionarias de Cuba, y que, de ser observados escrupulosa y tenazmente en todo el período en que media desde el 24 de febrero de 1895 al relevo de Weyler, quizás hubieran producido para este país resultados más ventajosos, más en consonancia con el heroísmo de sus hijos y con sus anhelos y derechos. Exponer las características de las ideas directoras impresas a la revolución del 95 por el ilustre Martí; explicar los métodos que recomendó y que observó hasta la funesta jornada de Dos Ríos; establecer la desviación que la muerte del Apóstol ocasionó en el plan general que se propusiera seguir, y encontrar en esa desviación la causa primera de que los resultados del movimiento iniciado en Ibarra y Baire no sean los que debieron ser, puede resultar tarea interesante en esta hora singularísima de nuestra historia. Lo primero que se nota, cuando se examinas el carácter de la propaganda de Martí, así cuando inició los trabajos para constituir el Partido Revolucionario como durante los tres años en que, a su frente, dirigió la conspiración por la independencia, es el cuidado exquisito que lo mismo en sus palabras que en sus actos pone el propagandista incansable en despojar a la obra revolucionaria de todo aspecto de enemiga irreconciliable hacia el español y de odio a España. “Cuba debe ser libre; Cuba tiene derecho a ser independiente; Cuba ha llegado a la mayoría de edad y necesita emanciparse; la dominación de una monarquía vetusta no puede subsistir ya en una joven tierra americana, digna de gobernarse a sí misma”; ésas son afirmaciones en que se basa la razón de ser del Partido Revolucionario Cubano, que se lanza a la pelea al grito de ¡Viva Cuba libre!; pero que se abstiene, por reflexiva voluntad, de gritar como en otras ocasiones, ¡Muera España! La diferencia es esencial. En la proscripción de este grito, va envuelto el sentido de toda una política nueva. Ya no se trata de expulsar para siempre a los españoles de la isla, ni de hacer de ella la eterna enemiga de España. Se trata de derrocar un régimen caduco, nada más, y para ello se procede de tal modo que sea posible hasta el concurso del propio español, al que se promete que la tierra redimida por el esfuerzo de sus hijos, será para todos los que habiten y quieran hacerla su patria. Esa es una de las ideas directoras del movimiento de 1895, idea cuyo alcance se comprende en el acto, cuando se descubre que está enlazada íntimamente con el propósito firme alentado por el gran Martí, y que compartía el gran Maceo, de procurar a todo trance que la república por la cual iban a luchar fuera eminentemente latina, naciera sin compromiso con nuestros vecinos sajones y afirmara su existencia principalmente en la solidaridad con la América española. Muchos otros planes revolucionarios se habían meditado, que descansaban exclusivamente en el concurso eventual de los Estados Unidos, y hasta que tenían como fin último la incorporación de Cuba a dichos estados; la revolución de 1895, al contrario, se organizó obedeciendo a principio del todo opuesto. Cuantos han podido penetrar en los secretos de su preparación, saben que Martí confiaba en que, al mostrarse potente el movimiento revolucionario – como se mostró, por ejemplo, a raíz de la maravillosa invasión – pudiera producirse una mediación amistosa de todas las repúblicas sudamericanas, que interponiéndose entre Cuba y España, invocando los grandes intereses de la raza, de la civilización y de la humanidad, pusiese término a la guerra, reconociéndose la independencia de Cuba con ventajosas concesiones hechas a España. Las dos grandes ideas directoras del movimiento de Ibarra y de Baire fueron, pues, la de despojar a la revolución de todo sentido de irreconciliable enemiga a España o a los españoles, y la de evitar en lo posible la intromisión de elementos de otra raza en una contienda que tenía por objeto crear una república latina más, y no acrecentar en América la influencia y el poderío de los sajones. Los métodos adoptados para realizar ese pensamiento, tenían, por fuerza, que ser distintos a los que se observaron en otras tentativas revolucionarias. Martí contaba principalmente con el pueblo cubano sólo, por lo que sintió la necesidad de contar con él. Únicamente a Cuba y a los cubanos confiaba la empresa; pero, por lo mismo, a todas las clases sociales, a todos sus elementos componentes había de dirigirse y se dirigió. La caja del Partido Revolucionario no se formó con capitales extraños, ni con donativos de unos pocos, sino con la patriótica contribución de ricos y pobres, de todos cuantos se dispusieron a ofrendar a la patria una parte de su haber. Esto era consecuencia lógica del propósito de que la revolución no fuera la obra de un grupo, sino un movimiento nacional, propósito del que nació también la firme resolución de que el Partido Revolucionario cubano no intentara importar la guerra a Cuba, quisiérala o no la Isla, sino que se dispusiese a cooperar a los esfuerzos que para su emancipación hicieran los que en Cuba vivían. “No imponemos a la isla nuestra voluntad; – escribía constantemente Martí a los conspiradores de la isla-; estamos para servirla, no para mandarla. Surja cuando quiera, e iremos en su auxilio con los medios que hemos preparado. Si quiere esperar nuestra conjunción, se la prometemos eficaz; si no quiere esperarla, surja sola, que correremos a secundarla en el más breve tiempo posible.” Señalados los matices que distinguen la revolución de 1895 de cuantas la precedieron, conviene explicar por qué sus resultados no han correspondido a las esperanzas que se pusieron en las ideas directoras y en los métodos propagados y recomendados por el fundador eximio del Partido Revolucionario cubano. La sinceridad obliga a consignar que la muerte de Martí dio al traste con la mayoría de sus proyectos, que descansaban, en gran parte, en sus condiciones y prestigios personales. Muerto él, ningún otro cubano pudo pensar seriamente en el concurso eficaz de la América latina, porque aunque algunos contaban con relaciones aisladas en ésta o aquella república hispanoamericana, ninguno alcanzaba la general influencia que en todas tenía el mártir de Dos Ríos. A más que esto, en la conciencia del Partido Revolucionario no se había infiltrado lo bastante – porque para ello no se había presentado ocasión ni tal vez fuera oportuno provocarla – la idea de que era preciso aquel concurso; así es que residiendo en los Estados Unidos el núcleo principal de los revolucionarios emigrados, y no cuidándose nadie de señalar el peligro de la ingerencia yanqui, el espíritu de la revolución se desvió de su cauce primitivo, y llegó un momento en que todos los elementos cubanos del exterior volvieron los ojos a la Unión americana. La delegación de New York, desde luego, en ella puso buena parte de sus esperanzas, y como el gobierno revolucionario no tuvo jamás lo que pudiera llamarse una política internacional, llegó la intervención de los Estados Unidos sin que ni la delegación ni el gobierno pudiesen obtener la menor garantía de que se hacía para cumplir los fines todos de la revolución. Cierto es que el acuerdo conjunto de 20 de abril de 1898 parecía explícito y franco, y podía ser tomado como un reconocimiento expreso de que esos fines serían cumplidos por la intervención; pero ese acuerdo conjunto no fue resultado de un pacto; así es que descansaba únicamente en la lealtad del pueblo que lo adoptó, descansaba tan sólo en el honor de la nación americana, y los hechos posteriores, sancionando las lecciones de la historia, han venido a demostrar que en sus relaciones con los pueblos pequeños, las naciones grandes no siempre se mantienen dentro de los principios del honor y de la lealtad. Tal vez sea prematuro formular un cargo a los directores de la revolución por su conducta frente a la intervención. Quizá cuando llegue la hora de depurar, ante el tribunal de la historia, las responsabilidades, demuestren aquellos directores la procedencia de esa conducta. Pero sea lo que fuere, resulta indudable que con ella se desvió el sentido del movimiento que Martí preparara y organizara, y que en esa desviación está la clave de la grave herida que sufre en este momento el ideal de la independencia absoluta de la patria cubana, por el cual se ha sacrificado lo mejor de nuestra generación. Ni la delegación de Nueva York ni el último gobierno revolucionario, parecieron ver el peligro de la intervención sin condiciones. Al contrario; cuando los amigos de Cuba presentaron al principio de 1898 en el Congreso de los Estados Unidos una proposición pidiendo el reconocimiento de los cubanos como beligerantes, el delegado señor Estrada Palma hizo saber, desde la Florida donde se encontraba, que la beligerancia no bastaba, y que lo que se necesitaba era la intervención. Y en cuanto al gobierno revolucionario, una vez que ésta se acordó por el Congreso americano, primero toleró, y después ordenó, en circular del Secretario de la Guerra, señor Méndez Capote, que las fuerzas cubanas se pusieran a las órdenes de las de los Estados Unidos, sin exigir garantías ni obtener siquiera explicaciones respecto a la acción ulterior del gobierno de la Unión. Posible es que todo ello resultara sin culpa de nadie; pero lo que parece indudable es que en todo el tiempo que durara, la revolución no confió nada a la acción política y diplomática, que por tanta parte entraba en los planes de Martí. Con la perfecta intuición del estadista, el primer delegado del Partido Revolucionario tenía el propósito de utilizar los triunfos de las armas cubanas para robustecer su gestión política, lo mismo cerca de España y de los españoles de la isla, que cerca de los gobiernos de América. Tal pensamiento murió con el Apóstol, ya sea por la fuerza de las circunstancias, ya sea porque no lo creyeran viable los que le sucedieron en la dirección del empeño revolucionario, lo mismo dentro que fuera de Cuba. Todo se consagró a la empresa de conquistar el apoyo de los Estados Unidos, sin ver que ese apoyo, falto de contrapeso de los demás pueblos americanos, podía transformarse en el más grave de los peligros que habría de correr el sagrado ideal de la independencia. Sería pueril traer estos hechos a la vista, si se hiciese con el ánimo de recriminar. Pero si se tiene en cuenta que el abandono de los propósitos y métodos que alentara el fundador glorioso del Partido Revolucionario cubano, nos ha traído a la situación intermedia en que nos encontramos, pudiera tener eficacia recomendar que a ellos se volviese para proseguir –en la senda de la paz, y con los medios políticos y diplomáticos – la obra que se iniciara el 24 de febrero de 1895 por medio de las armas, y que nadie puede creer de buena fe que termina con la instauración del régimen que ahora se inaugura. La era de las revoluciones sangrientas debe darse por terminada en Cuba. Nadie debe pensar entre nosotros en motines y revueltas. Sólo si se intentara por los extraños atentar a lo que nos queda de libertades y de derechos, y a la semidependencia que nos deja el malhadado apéndice constitucional, sería justificada la suprema y desesperada apelación a las armas, para defender los restos de nuestro patrimonio y de nuestro decoro. Pero más que nunca hay que persistir en la reclamación de nuestra soberanía mutilada; y para alcanzarla, es fuerza adoptar de nuevo en las evoluciones de nuestra vida pública las ideas directoras y los métodos que preconizara Martí, cuando su genio previsor dio forma al sublime pensamiento de la revolución. Hay que llevar otra vez las aguas revolucionarias al cauce de que la desviaran la impericia o la mala fortuna de los hombres, o el poder de acontecimientos fortuitos. Para ello, importa mantener vivo en el país el sentimiento de sus derechos y la conciencia de sus históricos deberes, poniendo, a la par, el oído atento a los ruidos del mundo, y las miradas fijas en los sucesos que se desarrollan más allá de nuestras costas, lo mismo en el viejo que en el nuevo continente, para aprovechar todas las oportunidades que se presenten a fin de gestionar y recabar el pleno goce de nuestra soberana independencia. Unidos cordialmente los habitantes de Cuba, sin distinción de origen, alrededor de ese programa eminentemente nacional; observando escrupulosamente las obligaciones que no supimos a tiempo resistir y que, aunque impuestas de hecho, legalmente parecen contraídas por nuestra voluntad; evitando todo pretexto a mayores demandas con la dignidad de nuestra vida interior; declarando nuestra confianza en la justicia, mejor informada, del propio pueblo americano que ahora nos despoja – podemos esperar la reivindicación de nuestros derechos totales, y realizar al cabo el ideal sagrado de que Cuba sea en verdad la patria independiente de sus hijos y de cuantos como patria la adopten –. Si no hacemos eso, si no volvemos a practicar lasa doctrinas y a observar los métodos del Apóstol, su obra quedará incumplida, y sobre los apáticos, los cobardes o los viles caerá la eterna maldición de la historia, suprema distribuidora de premios y castigos, y que a cada cual donará lo que le corresponda. |
La
Azotea de Reina | El barco ebrio |
Café París | La dicha artificial
| Ecos
y murmullos |
Hojas al viento | Panóptico habanero | La más verbosa |
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal |
Arriba |