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EL MEDIODÍA DEL BUFÓN
Ciertamente, esta vez he estado más que gracioso. Derroché ingenio. Y no sólo para asegurar mi posición, para hacerme necesario, sino por el simple placer de agradar desagradando, placer al que los nobles de este Imperio no terminan de acostumbrarse, tanto más cuanto que de él depende la satisfacción del rey y el equilibrio de la corte. Los novelistas lo han hecho demasiado fácil. Pero yo sé que contentar a un estómago lleno es más difícil que alimentar a uno vacío. Así, pues, corro un riesgo constante, riesgo al que sin embargo concedo el valor monumental e inapreciable de la vida.
Quienes no han hecho de la lástima un arte, viven aún en la precariedad y la vergüenza del deseo reprimido, sólo a medias saciado, y siempre bajo el temor de recibir una ofensa insuperable, cuando no un puntapié de esos peligrosos zapatos Luis XV. No hay treta que no ensayen ni lenguaje al que no recurran. Son unos necios. No ven que sólo pueden recoger las migajas de lo que un profesional como yo ha mondado a conciencia.
Mirad por un instante al señor Delacroix. Tiene una mujer hermosísima, dos amantes en extremos distintos de la ciudad y unos cuantos francos de renta. Sin embargo, el señor Delacroix imita penosamente a cuanto enano es favorito del rey, sin importarle el decoro de su familia ni el constante murmullo de los salones. ¿Qué decoro? El señor Delacroix considera necesario decir uno de sus aburridísimos chistes cada vez que la ocasión (por encima de la mirada fulminante de un edecán o la ira del mismo rey) le parece propicia. ¿Y esto para qué? Quisiera poder explicar este curioso mecanismo de insatisfacción, a causa del cual el hombre más elegante y seguro de sí se arrastra como un simple gusano. Y esto no es todo. He visto a no pocos sabios tocar el suelo hediondo de la cámara del rey con sus frentes venerables. ¿Y quién es el rey, después de todo? Un anciano quejoso que arruina las arcas del estado con su delirio de afeites, y al que cuatro edecanes sostienen una y otra vez entre la cámara real y el divino urinario.
Hay quienes suponen que los que son como yo dirigen más secretamente la política del Estado. No lo creo. Somos más bien los infaltables infusorios, el toque final que hace caer con estrépito el ruinoso edificio. Porque el edificio es ruinoso y seguirá siéndolo, al menos durante un tiempo. Nació como una ruina y como tal ha ido desarrollándose, creciendo monstruosamente entre las lianas de la destrucción dejadas por el antiguo Imperio. Pero yo hablaba de esa insatisfacción que hunde en el fango a tantas vidas admirables. Tal vez hablaba de los mismos.
Hoy, por ejemplo, he sido testigo de uno de esos casos sin solución cuya existencia transcurre en el más delicioso ridículo. El señor Maritain es un sabio. Y no un sabio cualquiera, sino el hombre que ha asombrado a la Academia con tres descubrimientos sucesivos de la mayor importancia. Lejos de contentarse con esto, el señor Maritain ha venido a implorar al rey (no hay otra palabra) que le permita trabajar en una de las alas más atestadas del castillo, pues a sus sombras, dijo, la ciencia se encuentra como en su medio natural, y hay ese olor de creación que no puede obtenerse en ningún laboratorio. Ante tal muestra de desprecio por sí mismo, el rey, sostenido por unos cojines de Persia que sólo pueden aliviar sus incurables almorranas, no tuvo más remedio que concedérselo. Al salir, el señor Maritain se encontró con el señor Delacroix, que estaba allí desde temprano, como siempre. Linda escena. Se hicieron un saludo cortés y cómplice --lo cual, por otra parte, era una simple formalidad, pues entre ambos extiende sus aguas un odio profundo--, y luego echaron a andar en direcciones distintas: uno a la Academia, a dar una noticia que le sumiría un poco más en el oprobio; el otro, hacia un largo peregrinaje por los salones del rey, en espera que éste quisiera escuchar uno de sus abominables mejunjes lingüísticos. El señor Delacroix es (o era) un escritor, y un escritor de excelente futuro. Pero tuvo tal vez la desgracia de escribir demasiado bien y demasiado pronto. Hubo un tiempo--cada vez más lejano, cosa de la prehistoria--en que esto era posible, y que, pese a la férrea censura que siempre se ha ejercido sobre esos seres extraños y mágicos que son los poetas, había por ellos un desprecio mezclado con la admiración que establecía una saludable distancia. Se les odiaba y se les quería a un tiempo, y dentro del caprichoso zigzag de los deseos imperiales, alguno de ellos no iba a parar inmediatamente a un oscuro foso de las afueras. Y aún cuando se les vigilaba estrechamente, sus estrofas cargadas de intención seguían constituyendo el núcleo--núcleo secreto, es verdad, escindido, perseguido, pero núcleo--en torno al cual se organizaba la existencia. ¿Qué es lo que ha cambiado aquí? No ha sido el poder, pues el poder no cambia. Sigue siendo tan semejante a sí mismo como la mirada de un esclavo o de una esfinge. No es la poesía, tampoco, pues ella, aunque censurada y perseguida, se ha retirado aún más al canto indefinido de los trovadores, y permanece como un anhelo en la mirada alegre (pero en realidad sombría) de los que, entregados al vicio por simple desvanecimiento de la voluntad, tiene aún en el fondo de los ojos un brillo perturbador, como si de ese fondo sin esperanzas pudiera emerger algún día la certeza de la luz, desenvolviéndose en ondas cada vez más amplias que otorgarían una nueva validez a la metáfora del mar y de los caballeros encerrados en la gruta. Esto son sólo sueños, y sueños extraños, puesto que no abarcan un futuro. No hay otra certeza que esta luz bajo la cual escribo, ni otra risa que esta con que respondo a las conminaciones del silencio. Así, pues, lo que ha cambiado en todo caso, es otra cosa. Desentrañar este misterio no es mi tarea. Yo sólo soy un bufón, una suerte de fracaso vivo, un extremo. Si bien es cierto que en mí se revela la faz sin pretextos de lo que los hombres llaman sociedad y progreso, no es esa la dirección en que se encaminan mis reflexiones. He de decirlo claro, pues entre los fantasmas que suelen acompañarme en esta hora, hay desde angelicales propósitos inconclusos hasta emanaciones que tratan de constituirse en representación muda y sucesiva del infierno. Unos y otros son apartados con cortesía o con brutalidad. No es que me abandonen, por cierto, pero ahora entre nosotros las cosas están mucho más claras. Yo puedo morder tranquilamente un trozo de carne, y ya pueden ellos gritar a su gusto en las oquedades de la piedra, pues no hay plegaria más ardiente que aquella que no tiene la esperanza de ser oída. Yo, por mi parte lo que quiero es estar completamente solo. Si hay algo sagrado para mí, que soy la burla suprema de todo y de todos, eso es la hora de almuerzo.
Desde siempre he permanecido en la sombra, apartado de los hombres y de sus gustos, cubierto con un caparazón amable, aunque resistente a los golpes. Soy célebre por una locuacidad que no le debe nada al quietismo morboso de las cortesanas. Pero mi existencia ha transcurrido entre olores de herrumbre, mis compañeros han sido el moho y el vaho de las grietas. He salido a la luz sólo para ser reflejo deforme, arma eficaz que convence a los incrédulos, que de antemano los vence. Pero mi reino es la oscuridad, y sé mucho más del claustro que de las canciones obscenas y del vino. Debieron arrojarme a un pozo en el momento de mi nacimiento, y por alguna razón he desandado la cuerda para recompensar a un horrorizado verdugo. He crecido entre sombras que se desplazan, entre grados de oscuridad que anunciaban un lejano mediodía. Tal convivencia con lo oscuro me ha hecho dado o la reflexión y al estudio de lo diferente y de lo semejante. Por lo demás, hay ciertas palabras que me gustan mucho. Exhibirme también me gusta, pero menos. Veo con irreprimible ironía cómo se adelantan los nuevos mártires de la destrucción, moviendo sus cabezas indolentes de muñecos bajo la luz solar, mientras tañen las pequeñas campanas que yo mismo hago doblar para regocijo de todos. ¿Qué es lo que ha cambiado aquí?, me preguntaba hace un momento. Ahora doy un nuevo mordisco a la carne que cruje entre mis dientes con un sonido semejante al de los cuerpos, y la grasa forma en mis labios el eco de un discurso, discurso que no pronunciaré, pues encuentro más interesante el fondo brumoso de las preguntas que nunca se formulan. Tal vez lo más terrible de todo (pero terrible no tiene otro significado aquí que el de ser una simple pauta de lo escrito)sea que hasta la angustia se ha hecho sistemática, y que ya no es posible transcurrir entre esos dos polos que son el dolor y la alegría, pues ahora todos los signos giran sin cesar en un aire vago, todos los signos y todas las cabezas, y en el centro hay una cuerda anudada que rompe y aclara el conjunto, como algo reluciente que no tiene ya nada que ver, y que sería la inocencia misma si no fuera por que en esta revisión de los libros anteriores la inocencia no tiene lugar. Yo mastico un nuevo pedazo de carne y me encojo de hombros con fruición. Este tocino montañés es una verdadera delicia.
Los nobles (¿pero quiénes son los nobles?) han comprendido una sola cosa: que todo se está acabando y que nada se puede guardar. Los infieles, por su parte, hace ya mucho que se cansaron de ser el término obstinado y complementario de un simulacro de lucha. Qué fue de ellos es un misterio cuyas consecuencias, sin embargo, son bien reales. Asaltaron el poder, ¿no lo asaltaron?. ¿0 bien en un minuto inaudito convencieron a los nobles de la inutilidad de esa farsa vergonzosa? Sea como fuere, no se les ve por ninguna parte. Ya casi no hay nobles. De la metamorfosis de unos y otros ha crecido un monstruo nuevo: la irrisión. A diferencia de todos los anteriores, éste tiene una omnipresencia frente a la cual el rey mismo ha empezado a diluirse, como si un potente rayo de sol en el viejo museo de cera, cambiando la locuacidad en mudez y el lecho nupcial en urinario silencioso. Las cortesanas cierran filas en torno al viejo para protegerlo, oscuramente convencidas, sin embargo, de que nada ni nadie lo salvará.Y es casi un pintoresco elemento del paisaje, con su alto gorro de comunión y sus pantuflas dobladas. Se va acercando progresivamente a su nunca desmentida aspiración, que es la de ser un payaso. De ahí que las cortesanas agiten frenéticamente los brazos como abanicos chicos que erigieran una escenografía instantánea frente a los barcos detenidos por unas horas en el puerto. Sólo que aquí, como he dicho antes, no hay puerto. El rey muestra a cada tanto su rostro entre ese despilfarro de vestido, y me hace un paño cómplice, pues soy el único entre los que le rodean que comprende a fondo su locura. Mientras voy hacia él, tengo la sensación absurda de ser Catulo frente a César, pero un Catulo que ha probado el misterio de las catacumbas, y un César que prefirió perder una batalla antes que quemar la biblioteca de Alejandría. Como se ve, avanzo entre lo posible y lo ilusorio. Lo único que no puedo dejar de hacer es dejar de reflexionar con esta pluma en la mano.
Esta mañana me han pedido que hable a nombre de todos los que permanecen callados, por ignorancia o por juramento. ¿He de mostrar unos hechos para convencer a alguien de la lucidez de mis propósitos, de la calidad de mis fuerzas? Sea. Me subí sobre el viejo tambor y largué un discurso sobre las cosas visibles. Sobre las invisibles no hablé, pero aquello estaba, por así decirlo, en el aire. (Cada vez me siento mejor: para decidir esta frase me ha bastado un segundo). Dije que el cielo era negro y que el mismo sol no era más que una estafa. Afirmé que la única solución era cerrar el mundo como se cierra un libro, pues el mundo no era otra cosa que un libro, aunque con las páginas cambiadas. Pero que como nunca sería posible conocer el verdadero orden, lo mejor sería echar a un lado ese absurdo fardo de cuentas y empezar uno nuevo. Hablé como un hombre profundamente perturbado por la incertidumbre de la civilización. Mostré el camino recorrido por esa misma civilización durante los últimos sesenta mil años. No olvidé la tortura ni los grados de lo servidumbre, al fin y al cabo, algo sabía yo de eso. Tuve un instante de agradecimiento para los héroes y ofrecí el perdón absoluto para los asesinos. Fui alternativamente cruel y bondadoso. Mostré la cara verdadera del poder y las huellas de la irrisión humana en mi cuerpo desnudo. Terminé con una arenga que si no era ella misma el apocalipsis final, era por lo menos una caricatura estruendosa del imperio. Fue un discurso pesimista, pero sincero. Cuando bajé del tambor hubo aplausos clamorosos y manos insistentes que reclamaban autógrafos. Mi éxito no habría sido tan completo si hubiera hablado en el tono aquiescente y plautocómico de los antiguos bufones. El viejo zorro era quien más reía apartando los cuerpos de las cortesanas para mover los pies en el aire como un molinete, No solo había mostrado una vez más la solidez de mi posición sino que acababa de descubrir el placer inmenso de hablar con seriedad y la tremenda burla que se esconde en la historia. Más que un signo de agotamiento,el baño que pedí permiso para tomar era un intermedio necesario para tomar a solas esa noticia, que me produjo a un tiempo asombro y cierta ubicuidad mágica indecible. Sin quererlo, sin proponérmelo, yo había tocado el centro mismo de la ignominia. Era hora de reflexionar.
Descendí a las aguas del sueño como quien sabe de antemano lo que le espera. Pero que ahora espera algo más, como si el sueño se hubiera profundizado. Era un simple deseo de precisión, pero cuán importante. Como siempre aparecieron en primer lugar los rostros familiares de la sombra. Y como siempre, yo estaba sentado en un insomnio que tenía la característica adicional de ser voluntario. Al amanecer volvería a encontrar la piedra roída por las alimañas, me despertaría el sonido de los murciélagos y de los pájaros, empezaría otra vez el sueño donde yo era el rey que soñaba ser un bufón en un imperio de utilería. A veces había ido más lejos que el sueño del rey y el bufón, hasta ese punto sensible en que la historia se inmovilizaba para dar paso a otra cosa, pero siempre despertaba en el momento de oir los aplausos lejanos mientras el cuerpo se desvanecía en mis manos y sólo quedaban los estremecimientos, como un eco. ¿Qué es lo que había cambiado aquí? Un loco que no era sino yo mismo pasó frente a mí gritando en medio del día que era también la noche. Cerré los ojos para seguir la ruta iniciática del loco y entreví un lugar en lo oscuro y mi cuerpo doblado en unas manos que no eran sino las mías. Al final sólo quedarían las manos colgadas en las ramas como colas de caballos inútiles.
El loco era yo mismo visto a través del mismo espejo deforme. Llevaba el pelo con descuido y tenía los ojos húmedos. Caminaba recto como un mástil y su traje era tan impecable que me pregunté quien habría tenido tiempo para vestirlo. El loco no tenía ojos. Su boca era una línea sencilla. La cara misma era como un resplandor donde yo leía la incertidumbre y repetía mi pregunta sobre el destino. Más importante sería señalar el brillo profundo de esa escena, y como llegamos a confundimos en una poesía trágica que se balanceaba en el aire como los cuerpos de los asesinados. El loco no aceptó que le ofreciera un cigarrillo. De pronto se apartaban las ondas y yo veía por un momento la cara del rey inclinado sobre el estanque. Luego volvía a caer la pluma y se estremecían los cimientos del imperio. O bien hilaba como una vieja tejedora, sin dejar de comentar las noticias del día con las tejedoras más jóvenes.
Los pescadores ocupados en sus redes, el viejo rey con una bacinilla en la cabeza, y las cortesanas abriendo la boca para gritar, el olor de la ropa recién planchada, el bufón y los señores de levita verde, peluca empolvada y zapatilla de charol, todo estaba allí para esfumarse al instante siguiente. Había algo más, pero ¿qué era? Yo podría ahora desentumecerme los dedos y volverme de lado en la tina para que la cortesana mayor me frotara a conciencia. Prefiero morder una vez más la carne jugosa, y escuchar el susurro del loco que se ha ido desmoronando en su árbol sin un sólo quejido. Luego vino lo negro. No sé, habían pasado muchas horas. Yo no cuento más que lo que está sucediendo, aunque mis palabras se abran unas tras otras como cántaros rotos. De modo que escuché la maldición de ese espíritu solitario y comprendí la esencia del juego, que era al mismo tiempo monstruoso y una entrevisión de la gracia. Me oí llamar por el peor de los nombres, y el escarnio descendió sobre mi y yo ascendí hasta la cima del escarnio. Sin embargo, la felicidad no me hizo mejor, pues en ese momento comprendí que debía abandonar al loco en el árbol, y que él colgaría allí como el adiós que yo mismo no me había atrevido a ofrecerme. Bufón o no, yo debía entrar en la lucidez como quien conquista un imperio, bordeando ese río de palabras en el que estaba sumergido y que evocaba algo más terrible que la propia historia con todos sus héroes y sus asesinos.
Frío, mojado de la cabeza a los pies, húmedo por dentro, he cruzado las piernas sobre el zócalo en una rojez que se filtraba por las grietas y me envolvía. He vuelto al reino donde agoniza un rey y al decadente imperio de las horas, pero ellos se debe únicamente a la explicación, a esa misma explicación a través de la cual todo esto alcanzaría su fin como un ejercicio higiénico e irónico. Ahora soy el guardián de un secreto. No reconozco otra guía que esa última imagen de mi sueño, ese adiós húmedo en un paraje de selva, con los pies de loco flotando en la oscuridad como dos triángulos blancos. Si he mencionado los casos del señor Delacroix y del señor Maritain, es porque ellos constituyen la perfecta representación de una tendencia que se afirma cada vez más en esta parodia de imperio. Creo que el rey terminará por convertir a todos los súbditos en bufones, pues los bufones no profesionales como Delacroix y Maritain, cuestan mucho dinero y reportan mucho beneficio. Sé que parezco desdeñoso, pero si estoy aquí será para ofrecer una explicación, para no revelar un secreto. De todos modos, creo haber estado masticando un trozo de carne cuando decidí tomar la pluma para mostrarle al anverso de una hoja que su reverso no tenía por qué permanecer inmaculado. Me molesta la virginidad en todas sus formas. Pero está visto que nada es simplemente lo que parece ser. El marco cómodo de la escritura de pronto deja de ser marco y de ser cómodo. No ocurre nada especial, pero sin que se sepa porque ya no está en el espacio luminoso de las palabras, sino en el corredor tenebroso donde un grito no es una queja sino la señal convenida para el asalto, y porque hay, sin duda, una especie de mala conciencia en la voluntad de escribir "a toda costa", como si fuera necesario dejar sentado de una vez y para siempre que ningún gesto es posible dentro de esa ausencia, ya que lo que se creía pura retórica momentánea se abre insensiblemente al riesgo y a la provocación de una muerte inconclusa, haciendo no solamente imposible el retorno, sino ejerciendo una suerte de parálisis hipnótica sobre la escritura, parálisis que es el continuo disolverse de lo inventado, que, puesto que no se dirige al fin a una entrevisión de la realidad ni reclama un gesto (ello no tiene dirección ni retorno, tampoco futuro) termina por arrollarse sobre si mismo como los surcos de un disco, movimiento que es doble y que produce esa curiosa impresión de ilimitariedad y de permanencia, esa cuasidimensionalidad de la escritura. Movimiento que es también el del ojo y el de torbellino. Lo que se quería divertimiento verbal acaba en vertiginosa radiografía. La sombra del señor Delacroix abraza a la del señor Maritain con una voluntad de niebla que no es ya la de los moribundos. El bufón mismo ha dejado de sonar y ha doblado las rodillas, pues ahora le interesa ese centro de indiferencia en que el desánimo no necesita de ninguna exhortación, de ningún apoyo. Las manos del escribiente ejecutan aquella danza de despedida que subraya la inmovilidad de los brazos, quietos a ambos lados del cuerpo, del cual son a la vez partes y compañeras de sufrimiento, pero parte sobrecogida por el olvido, danza del abandono.
Quiénes hayan seguido pacientemente esta narración fluida (paciencia que no podría apartarse de la intranquilidad) habrán notado el hecho de que ella no sólo no concluye donde, en buena ley debería concluir, sino que ni siquiera comienza, pues para que algo pueda comenzar se precisa de un caos previo, de una informidad anterior en la cual la palabra resonaría como una orden, bien que una orden en última instancia sólo es responsable ante sí misma. Orden al fin, la palabra no puede renunciar a esta inminencia de status que es su aparición, o dicho de otro modo: la aparición de las palabras es su coherencia. Pero yo, bufón del rey y guardián vitalicio de un secreto observo sin dolor como las palabras se resuelven en ese gesto fantasmal de unas manos que se han desplazado algunos centímetros de su cuerpo, y que flotan frente a él como una pura invocación, como el reclamo de un rito. Es como si el que escribe hubiera sufrido una invisible metamorfosis en el ínterin, o como si, ya antes, hubiera ocurrido un hecho fundamental que hubiera anulado, sutil, pero irrevocablemente, toda noción de orden, sin que pueda saberse nunca otra cosa sobre el particular. Así, una profunda e indiscernible soledad parece planear sobre lo escrito, pese al cuidado con que el autor ha incluido aquí y allá datos más o menos precisos que aluden a costumbres y usos de la época, cuando no una transcripción fiel de ciertos hechos demasiado conocidos. Es como si el que hablara en estas páginas estuviera rodeado por un aire impenetrable, aire que comenzaría a extenderse a partir de ese centro menos oscuro que es la evidencia del lenguaje, y que iría evaporando los significados en oleadas sucesivas, del mismo modo que el mar, dando una y otra vez sobre la derruida costa de nuestros antepasados, ha terminado por erigir un desolado promontorio sobre la choza de un pescador y voces joviales. Dentro de los límites en los que una explicación puede descender sobre la evidencia sin provocar una sensación demasiado segura de raison d'etre, y en el seno mismo de esa evasión que constituye lo que "puede ser dicho y puede ser entendido", yo me encuentro ahora ante el gesto inminente de saludar a esas manos, gesto que ya no puedo rechazar más y que no es una reverencia, pues en su símbolo (símbolo indiferente y noble) está el llamado profundo de la sombra; no la promesa del retorno sino el significado verdadero de esta masticación que debe sostenerse hasta el final como ciertas músicas que viven en la piedra, como cierto paisaje de monos que sólo puede moldear el grito de la ausencia, el centro caído en la inmemoria, y luego el vuelo ruidoso de los murciélagos y el reinicio jadeante de la marcha.
¿Entonces? ¿Recojo las velas que había desplegado al viento tan presurosamente? ¿Dejó al rey en su cámara, bajo los dedos oleosos y hábiles de las cortesanas, que tratan amorosamente de asfixiarlo? ¿Preparo otro discurso, una nueva insolencia que haga palidecer a la anterior y que me eleve hasta donde ni en sueños he podido elevarme yo mismo? ¿No habrá un asidero en lo justo, una respuesta que reintegre, así sea por exclusión, la semejanza al torbellino de esta resonancia vacía? ¿No habrá un espejo final donde se defina el desaliento? Debo decir que sí y que esto es lo único que puede consolarme todavía, aún cuando yo no quiera ni necesite ser consolado, como si ese gesto, desvaneciéndose, se prolongara, como si el moribundo que fue pudiera por un instante volver a levantar la cabeza, la cabeza de extraño, de recién venido. Porque yo he renunciado a la nada. Estoy excluido hasta de lo inconcluso. Subido sobre el zócalo, reaparezco en la luz del mediodía, frente a los ventanales abiertos y a todo lo que grita con furor, a los follajes y a las bestias del campo. Recobro mi sonrisa ambivalente, el gorro se posa en mi cabeza. Para ser un auténtico bufón se precisa no ser un enano. Tal vez estoy enfermo, pero muerdo esta dádiva montañesa como en mis mejores días, mientras un ruido de faldas entra en esta resurrección de los sonidos como el de un tren lejano. Cae la pluma sostenida y se arrastra por el suelo espejeante. Veo mi cara que sonríe y mis dientes que mastican. Son dientes sanos, dientes de campesino o de verdugo. Son los dientes irrecuperables del que puede jugar con un peso durante un tiempo determinado, dientes de la precisíón y límite poderoso para la esperanza. La grasa ha empezado a formar un charco del que vendrán a beber interminables filas de hormigas. Mis dientes chasquean en el silencio y yo hago un gesto invisible de aprobación. Al fin y al cabo, no siempre se tiene la carne de un dios para el almuerzo.
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