Fuente de la India

Dedicaremos este espacio a La Habana. La recorreremos otra vez, muchas veces, siempre, todos los días, hasta el cansancio y la fatiga. 
 

NO LLORÉIS MÁS, 
DELFINES DE LA FUENTE...
 
 
 
 

 

 
 
    El PASEO DEL PRADO visto por Cirilo Villaverde

     Ocupaba éste, y ocupa en el día, el espacio de terreno que se dilata desde la calzada del Monte hasta el arrecife de la Punta al norte, al morir el glacis de los fosos de la ciudad por el lado del oeste. Cienfuegos extendió el paseo de la calzada del Monte hasta el Arsenal hacia el sur; pero jamás se ha usado como tal esa parte sino como calle Ancha, cuyo nombre lleva. Entre las obras de adorno que tuvieron origen en el gobierno de D. Luis de las Casas, se cuenta el nuevo Prado (el de que hablamos ahora). El Conde de Santa Clara concluyó la primera fuente que dejó en proyecto las Casas, y construyó otra más al norte: nos referimos a la de Neptuno en el promedio del Prado, y la de los Leones al extremo. Ambas se surtían de agua de la Zanja real, que atravesaba el paseo (y aún le atraviesa) por el frente del Jardín Botánico, hoy estación principal del ferrocarril de la Habana a Güines, y por la orilla del foso iba a verter sus turbias aguas en el fondo del puerto, al costado del Arsenal. Mucho después, al extremo meridional del Prado, donde estuvo originalmente la estatua en mármol de Carlos III, que D. Miguel Tacón trasladó en 1835 a su paseo Militar, hizo construir a su costa en 1837 el Conde de Villanueva la bella fuente de la India o de la Habana. 
     El nuevo Prado constaba de una milla de extensión, poco más o menos, formando un ángulo casi imperceptible de 80 grados, frente a la plazoleta donde se elevaba la fuente rústica de  Neptuno. Le constituían cuatro hileras de árboles comunes del bosque de Cuba, algunos con la edad muy corpulentos, e impropios todos de alamedas. Por la calle del centro, la más ancha, podían correr cuatro carruajes apareados; las dos laterales, más angostas, con unos pocos asientos de piedra, servían para la gente de a pie, hombres solamente, quienes en los días de gala o fiesta se formaban en filas interminables a lo largo del paseo. La mayor parte de éstos, especialmente los domingos, se componían de mozos españoles empleados en el comercio de pormenor de la ciudad, en las oficinas del gobierno, en la marina de guerra y en el ejército, pues por su calidad de solteros y por sus ocupaciones no podían usar carruaje y visitar el Prado en vehículo de alquiler; y si algún extranjero lo hacía por ignorancia de la regla o consentimiento del sargento del piquete de dragones que daba allí la guardia, llamaba la atención y excitaba la risa general del público.  La juventud cubana o criolla tenía a menos concurrir al Prado a pie; sobre todo el confundirse con los españoles en las filas de espectadores domingueros. De suerte que allí tomaba parte activa en el paseo sólo la gente principal: las mujeres invariablemente en quitrín, algunas personas de edad en volante y ciertos jóvenes de familias ricas, a caballo. Ninguna otra especie de carruaje se usaba entonces en la Habana, a excepción del Obispo y del Capitán General, que usaban coche. El recreo se reducía a girar en torno de la estatua de Carlos III y la fuente de Neptuno cuando la concurrencia era corta; que cuando era mucha se extendía hasta la de los Leones u otro cualquier punto intermedio, donde el sargento del piquete calculaba que debía plantar uno de sus dragones, a fin de mantener el orden y de que se  guardase la debida distancia entre carruaje y carruaje. Mientras mayor era la afluencia de éstos, menor era el paso a que se les permitía moverse; de que resultaba a menudo un ejercicio muy monótono, no desaprovechado en verdad por las señoritas, cuya diversión principal consistía en ir reconociendo a sus amigos y conocidos, entre los  espectadores de las calles laterales, y saludarlos con el abanico entreabierto, de la manera graciosa y elegante que es dado a las habaneras. volanta (dibujo de Samuel Hazard)
     Por fortuna, la monotonía y funérea gravedad de tan inocente recreo, a que las autoridades españolas daban el nombre arbitrario de orden, duraban lo que la presencia de los dragones del piquete en la avenida central del Prado, es decir, de las cinco a las seis de la tarde. Porque cosa sabida que, unas veces con la punta de la lanza, otras a varazos, hacían que los caleseros guardasen el paso y la fila. Pero después de saludar el pabellón español en las fortalezas del contorno, ceremonia previa para arriarlo,lo mismo que las señales del Morro, desfilaba el piquete por la orilla de la Zanja, en dirección de la calle y cuartel de su nombre, y al punto empezaban las carreras, el verdadero ejercicio, la belleza y novedad de la diversión. Espectáculo digno de contemplarse era, en efecto, entonces, el paseo en carruaje y a caballo, del nuevo Prado de la Habana, iluminado a medias por los últimos rayos de oro del sol poniente, que en las tardes de otoño o de invierno se degradan en manojos de plata, antes de confundirse con el azul purísimo  de la bóveda celeste. calesero (dibujo de Samuel Hazard)Los caleseros expertos se aprovechaban con ganas de la ocasión que se les presentaba para hacer alarde de su habilidad y destreza, no ya sólo en el regir de los caballos, en el girar violento y caprichoso de los quitrines, sino en el tino con que los metían por las estrechuras y la confusión y los sacaban sin choque ni roce siquiera de unas ruedas con otras. Aun las tímidas señoritas, en el colmo del entusiasmo por el torbellino de las carreras y giros, arrebatadas en sus conchas aéreas, con la acción y a veces con la palabra, animaban a los ginetes; con que unos y otros contribuían hasta donde más al peligro y grandeza del espectáculo. Poco a poco desaparecía la vaporosa luz crepuscular; una polvareda sutil y cenicienta se elevaba remolinando hasta las primeras ramas de los copudos árboles y cubría todo el paseo; de manera que, cuando uno tras los quitrines, con su carga de mujeres jóvenes y bellas, dejaban el estadio en vuelta de la ciudad o de los barrios extramuros, no creía menos el desapercibido espectador sino que salían de las nubes, cual otras Venus, de la espuma de la mar.  (tomado de Cecilia Valdés
 

    FUENTE COLONIAL 

     No lloréis más, delfines de  la fuente 
     sobre la taza gris de piedra vieja. 
     No  mojéis  más  del  musgo  la madeja 
     oscura, verdinegra y persistente. 

     Haced de cauda y cauda sonriente 
     la agraciada corola en que el sol deja 
     la última gota de su miel bermeja 
     cuando se acuesta herido en el poniente. 

     Dejad a los golosos pececillos 
     apresurar doradas cabriolas 
     o dibujar efímeros anillos. 

     Y a las estrellas reflejadas no las 
     borréis cuando traducen de los grillos 
     el coro en mudas, luminosas violas. 

     Emilio Ballagas 
 
 

    El PASEO DEL PRADO visto por Samuel Hazard 
 

     Now let us take a dash outside the walls, to the Paseo Isabel, that stretches outside the old city  walls in a wide, handsome street, extending down to the sea, being know as the "Prado" in that  part of it lying beyond the Tacon theatre, towards the ocean. 
     This Paseo is, in some respects, the finest in the city, being wide, well built on both sides, laid out with walks and carriage drives and long rows of trees, and having upon it some of the principal  places of amusement; nearly all the gates of the city, when the walls were standing, opened onto it, and it is the general thoroughfare between the old and new town. 
 In 1857, there were five rows of shady trees all the way down the Paseo, but they have been torn down, in part by a tornado and in part by the authorities, and others, yet small, put in their place; the street has also been lately beautified in several places by  the making of new improvements. Fountains are scattered at intervals along the street, some of which add a fine effect. There are other paseos on the bay side of the city, where it is pleasant to go and get the fresh air from the sea, morning and evening. quitrín (dibujo de Samuel Hazard)
     Beyond the Paseo Isabel is the fine "Calzada de Galiano," a handsome paved highway, with long rows of well-built, striking looking houses, most of them with pillared fronts. 
     (pág. 67-68) 
     . 
     But here we are strolling up the Paseo, and again we pass by the Fountain of India, even more beautiful by moonlight than in daytime. Now, as we reach the Paseo opposite the Tacon, look at the quiet beauty of that scene towards the sea: here, in the foreground, the Parque of Isabel, with  its velvety grass-plots surrounded by neat wire borders, dusky figures in contrast to the more  fairy-like ones beside them; the fine facade of white buildings to the left, over which the moon casts a beautiful, mild tint; the long perspective of  the colonnaded buildings, with the shadowy avenue of trees, broken here and there by silvery light; while in the distance is the calm sea, whose gentle murmurings against the rocks of La Punta we faintly catch. It seems like fairy-land, indeed, or something to dream of; and so, amigos, "buenas noches." 

     (tomado de Cuba with Pen and Pencil, by Samuel Hazard) 
 
 

    DEL  DIARIO DE VIAJE DE 
   EUGÈNE NEY

     De las cinco a las seis, todas las ventanas de las calles por donde la moda exige que se pase para  ir al Paseo están adornadas de mujeres que, debo decirlo, tienen un aire poco recatado, pero que  no dejan de ser muy lindas. El Paseo ", el Corso de La Habana, es una calle ancha, de mil quinientos metros de largo, rodeada de toda especie de árboles, con otras dos calles laterales para los peatones y bancos de piedra de tramo en tramo. En medio del Paseo hay una fuente y en uno de  los extremos una estatua de Carlos III.  Las volutas van en fila, pasan delante de esta estatua, pasan la Plaza de Toros, una parte de los suburbios, y vuelven al Paseo. La volanta es lo que más me ha impresionado al llegar a La Habana: el corte de este carruaje es el de una silla de posta colocada sobre muelles y con ruedas muy altas puestas ridículamente hacia atrás. Una cortina de paño, que se baja a voluntad, y que se puede abotonar por los lados, cierra la volanta como una caja, y protege del sol, del polvo o del fango. En las varas está enganchado un caballo o un mulo montado por un negro que llaman calessero. El traje del calessero merece ser descrito: se compone de un sombrero de fieltro con un ancho galón de oro o de plata, una chaqueta roja, blanca o verde, cubierta igualmente de galones y de botoncitos; un pantalón blanco y altas botas de postillón, bien lustradas, ceñidas a la pierna, ensanchándose mucho por encima de la rodilla, llegando hasta el empeine y recubiertas de grandes hebillas de plata, con largas espuelas dentro de un pesado estribo de plata, y al lado, su machetta o sable recto. 
     Para el paseo se sirven ordinariamente de quitrines, los cuales se diferencian de la volanta en que tienen un fuelle que se baja como el de un cabriolé. Éste es el mueble más cuidado en las casas: la primer cosa que se advierte bajo la puerta, al entrar, es la volante, que a menudo está en el zaguán o aún en la sala. Un día, almorzando en casa del señor Stouder, se pasó al caballo por el comedor para engancharlo en la sala. 
     Las mujeres van al Paseo vestidas tan elegantemente como irían al baile. Los domingos y los días de fiesta hay música militar situada a intervalos determinados, y un piquete de lanceros mantiene el orden entre los carruajes. Las volan1as de alquiler no son admitidas. Generalmente se vuelve de  este paseo a la Plaza de Armas, donde la música militar toca varias veces por semana, y el día se termina en la ópera. (tomado de Cuba en 1830/ Diario de viaje de un hijo del Mariscal Ney
 

         EL PASEO DE TACÓN 

     Desde las seis todos los quitrines esperan delante de las puertas, las damas peinadas, sin sombrero, con flores naturales en la cabeza, los hombres con trajes elegantes, chaleco y pantalones blancos. Todos en perfecta armonía y frescos suben al coche y se dirigen al paseo de Tacón. En esa bella avenida que la puesta del sol hace resplandecer nadie se pasea a pie; aquí no se camina, tanto por indolencia como por orgullo. Por todas partes se desliza la volante, digna de su nombre, con su capota baja para dejar ver a la voluptuosa y risueña habanera lánguidamente gozando del soplo de la brisa. Gran señora o pequeña burguesa, todas las mujeres tienen volantes. El primer dinero que economiza el industrial lo destina a la compra de un piano y de un quitrín para su mujer. Al regresar del paseo se oyen ya los sonidos de la música militar y todos los quitrines se dirigen a la Plaza de Armas donde el concierto tiene lugar. Los bellos palacios del General y del Intendente, la brillante iluminación de la plaza, un aire de elegancia y de limpieza se extiende por todas partes, estos coches tan bien barnizados y relucientes, todo, en fin, respira aristocracia y una distinción que no hallará en otras regiones del planeta. Aquí no hay chaquetas ni gorras, no hay andrajos... ni barbas mal peinadas y mucho menos esas espantosas parodias de la naturaleza humana que se ven en los barrios de Londres o de París, aquí no tenemos ni pueblo ni miseria.  
(Tomado de La Habana, por Mercedes Santa Cruz, Condesa de Merlin.)                                                              
 

     PASEO DEL PRADO, SIMPATÍA DE
    UN ÁRBOL 
 
 Es el primer árbol que está frente al mar. Prado me parece, sobre todo en invierno, una nave que enfila hacia el agua. 
            Debe ser un laurel, si son laureles los otros árboles del paseo. Un laurel retorcido por el viento. 
 Cuando los nortes entran a la ciudad es por Prado que entran, y el laurel se inclina ante la racha, igual a un cortesano sarmentoso, a un jorobado. 
 Los almendros indios de la Avenida del Puerto tienen en una época del año, durante un falso otoño, una belleza tremenda: verdes y rojos, filtran luz con la misma maña de un vitral y la carne puesta bajo ellos cobra un color esplendoroso... En el Parque Central unos árboles sin nombre florecen en cadenas de puchas amarillas y al atravesarlos el aire se encienden y estamos dentro de una fotografía coloreada... Pero el primer laurel de Prado, jorobado y todo, es mi árbol en la ciudad. Algo anterior al símbolo, al significado, algo confuso, nunca esclarecido, hace que lo visite a menudo. 
 -- ¿Qué hace --preguntaron a Empédocles de Agrigento-- que ese perro --señalaron a un perro griego-- venga a sentarse siempre sobre la misma losa? 
 -- Simpatía -- respondió Empédocles --, hay simpatía entre el perro y la losa. 

    Del libro Un seguidor de Montaigne mira a La Habana 
    pág. 27-28. Colección Paseo. Ediciones Vigía, Matanzas, 1985. 
    Antonio José Ponte 
 

     CAMINO DEL PRADO 

 Cirilo Villaverde reprochaba los árboles del Prado porque, decía, son "impropios todos de Alameda". Eran, al decir de Villaverde, "muy corpulentos" estos árboles del "nuevo Prado". Pasado el tiempo, uno de esos árboles impropios (el primero de ellos, el jorobado, el que mira al mar, aquel del que no se sabe a ciencia cierta si es un laurel o no) cautiva a Ponte. 
 Es casi imposible referirse al Prado sin hacer mención de sus árboles que, con el tiempo, han construído un arco de triunfo sobre las cabezas de los caminantes. Tienen la solemnidad de los arcos, pero al mismo tiempo la condescendiente amabilidad de los mediopuntos habaneros que se rinden a la luz. Y la luz en el Prado dibuja extrañas sombras chinescas en el suelo, sombras de ramas, o los brazos finísimos de ese amante que escapa siempre. 
 Imponente, como la nave central de una catedral gótica, el Prado ofrece en el extremo que sale al mar el recuerdo de uno de nuestros sacrificados: Juan Clemente Zenea. La imagen del poeta, símbolo del pathos habanero (no importa que Zenea no haya nacido en La Habana) contrasta con los leones que custodian al Prado en el extremo opuesto y que están hechos de una ferocidad falsa, como la bravuconería criolla. O será que están dormidos en el bronce que a veces la lluvia cubre de una pátina brillante. Iluminado por la moribunda luz de las farolas, el Prado adquiere en las tardes lluviosas, un aspecto melancólico. Era cuando más me gustaba. Entonces la blanquísima, hermosa cabeza de Manuel de la Cruz, ensimismada en la lluvia, despertaba. Y pasaban otra vez, en una interminable película silente, las volantas. 
Recuerdo la mañana de aquel 7 de noviembre de 1993 en que iba a ser develada una tarja conmemorativa en la casa de Prado 111 donde murió Julián del Casal el 21 de octubre de 1893. Antón Arrufat y yo nos habíamos dado cita en aquel lugar. Los vecinos, tocados al fin por el fuego de la poesía, aguardaban allí emocionados. Uno de ellos hasta había escrito "una composición" para leer en "el acto". Escondido detrás de uno de los árboles del paseo vi a Antón rodeado por los vecinos y sin saber qué hacer, pues nadie llegaba. Ni los amigos, ni los funcionarios, ni los enviados de la prensa y la televisión aparecieron. Una vez más, el chiste trágico. Yo no tuve valor para cercarme, y espero que Antón me lo haya perdonado. Con un sentimiento de indignación y de frustración recordé--y repetí para mí--la maldición del poeta: "¡Ojalá que el invierno se prolongara muchos meses, que el cielo permaneciera siempre nublado, que no hubiera más astro que la luna, que no se escuchara más voz que la del viento entre las hojas secas y que la nieve principiara a caer, colocando sus arandelas alrededor de los troncos de los árboles, poniendo sus caperuzas sobre las montañas eternamente verdes y empezando a extender los pliegues del sudario en que todos nos hemos de abrigar!". Y créanme, ese día, entre el extremo del Prado que se hunde en la severidad del mar y los naufragios, y el otro, el que muere en la resequedad de la Fuente de la India, cayó, muy fina, la nieve. Y vi el paseo y sus árboles completamente blancos, bajo el sol habanero. 

Francisco Morán  .