Ésta página está dedicada a la poesía cubana. En la azotea de Reina María Rodríguez (en Ánimas no.455 esq. San Nicolás, en Centro Habana) nos reuníamos frecuentemente sus amigos. Lo mismo si había o no había té, o si algún invitado extranjero nos llevaba ron y algunas galleticas, allí, casi como atraídos por el centro gravitacional de la poesía, comenzábamos las tertulias habituales. Lecturas de poesía, la discusión de algún proyecto como lo fue durante un tiempo el de la Casa de poesía, o el del homenaje a Julián del Casal por el centenario de su muerte, constituían la razón de ser de aquellos encuentros. La azotea de Reina, como pronto comenzamos a llamarla, nos acogía a todos.
Vivíamos en catacumbas individuales que la azotea conectaba con la catacumba mayor: la ciudad. Como quiera que la azotea no pudo recibir--como hubiésemos querido--a amigos como Gastón Baquero o Juan Clemente Zenea, y puesto que algunos de nosotros ya hemos dejado de subir aquellas escaleras y de animar ese espacio que--sin dudas--habría fascinado a Casal, hemos querido crear esta azotea otra, fuera de las murallas, pero dentro de la ciudad, y al que libremente podrán concurrir todos los poetas cubanos. La sombra de los gatos de Reina seguirá rondando peligrosamente la cocina. Mientras, los que van a leer esta noche han comenzado a repartir sus textos, finamente impresos por Ánimas Ediciones.
Esta noche la azotea está de fiesta. Vamos a escuchar a nuestras poetisas (no a todas, desde luego, porque ello sería imposible). Se hacen, pues, visibles los bucles de la Avellaneda, su frente despejada. Y el ceño atormentado de Juana, que habría espantado a los origenistas. Y el sosiego de Fina, que pasa escurridizo por entre las vigas más pobres de la ciudad. Se hacen visibles ausencias y destierros, presencias y, --desde luego-- los afanes de la "chusma diligente". Una vez más, la azotea se anima con el ajetreo de los que llegan y de los que se van. Se anima, incluso, con algún que otro dedo que, sobre el labio, avisa, aconseja, ordena silencio. Y con la orden desesperada de Tula: "pronto, remero, bate la espuma..."
La azotea se suma al homenaje que el presente número de La Habana Elegante tributa a Antón Arrufat. Al mismo han sido convocados dos de sus amigos: Virgilio Piñera y Antonio José Ponte. Los poemas que siguen figuran -sin dudas- entre los mejores y más representativos de la poética de Arrufat.
ANTÓN EN SU CUMPLEAÑOS
Dispersos a lo largo
de una playa imaginaria,
el día que naciste
y los que vas viviendo,
son monumentos funerarios.
Si los miras atento verás
la verdadera imagen de tu imagen terrenal
Escapada del Tiempo
-- hazaña portentosa --
eternizándote, te salva del fluir.
No vives, pero duras,
no hablas, pero escuchas la duración
-que vuela como un pájaro sin alas.
un pájaro al que ninguna flecha puede herir.
Eres más que la Esfinge:
no necesitas compartir
el paisaje con el viajero,
ni escuchar sus preguntas.
Rescatado de la otra ribera,
intocable
-- moneda sin valor, objeto depreciado --,
aquello terminaste para comenzar esto.
Virgilio Piñera, 1972
POEMAS DE ANTÓN ARRUFAT
tomados de: La huella en la arena (Letras Cubanas, La Habana, 1986)
LA CASA DEL PORVENIR
No pienses en una casa de estatuas
y jardín al mar, con libros y acuarelas,
silenciosa, lenta, sin peligros.
Esa casa ha perdido sus puertas,
las ventanas. Un viento yerto la recorre.
Tus ojos no perciben ya su sombra.
No pienses en el encanto de la infancia,
en el paraíso aromado, en las glorietas.
Tu madre no te acoge ya en sus brazos.
No besará tu frente antes del sueño,
cuando el tren va gastando su cuerda,
apagadas las luces, en mitad de tu cuarto.
Si miras, hallarás el suelo vacío. Nadie
vendrá a despedirte con un «hasta mañana»,
hablando de tus juegos, bajo un cielo
apacible, luminoso, sin miedo. Nadie
te espera para llevarte al campo,
cesta y mantel, una sombrilla blanca.
Lo sabes. Ya no es posible, tal vez
no lo fue nunca, aunque tú lo ignoraras,
decir «hasta mañana». Mañana ¿no saltará
en pedazos? ¿No resuenan noticias
violentas en tu almohada y se quiebra
sin remedio el cielo de tu cuarto?
Sería tan grato levantarse y contemplar
un álbum de grabados con volantas
y mujeres airosas, el pelo negro
en crenchas, y ese caballo ágil,
con su repique tierno, domesticado...
Sus hojas se deshacen en hilachas
de horror, la sonrisa de esas mujeres
es una mueca helada, como la sonrisa
de la belleza sorprendida en su tumba.
Tus horas, tan inciertas, no te conducen
a la tierra de voluptuosidad y calma,
donde cuanto se ama digno es de ser amado,
y se envejece con cierta dignidad,
sin sombra de patíbulo o napalm.
Para ti terminaron el viaje imaginario
y la tierra cordial. No quedan islas
por descubrir. Los mapas son exactos.
Recuerda tu temblor ante los noticieros.
Sentado en el más oscuro rincón
del cine, apretadas las piernas
para no huir, veías al hombre
de voluntad tremenda darse fuego
y arder, consumirse sin llanto,
ni carne débil. Y a tu lado
sentías el temblor de los otros.
Se abren ahora puertas, alambradas.
Armas recientes, acabadas de diseñar
golpean la espalda, hunden
sutiles el pecho del hambriento,
que salta hacia atrás en estupor
y pierde los hilos de su vida,
la preciosa hebra. Ya no retorna
a su casa: queda el lecho vacío.
Hay silencio. Después, un rumor
repentino. Una mano que busca
en lo oscuro la compañía, el auxilio
de otra. Y de pronto gritos
anónimos se pegan a tu cuerpo,
en otro tiempo tan distante
Ya no quieres huir. Aprendes
el modo de ceñirte a tu prójimo.
Al fin diestros los ojos, el oído,
abandonas tus ropas solitarias. Entra
la tierra con todo, dicha y sangre.
Al regresar, como los desterrados antiguos,
reverente te inclinas a besarla.
Qué largo aprendizaje: iniciar
el desembarco en el mismo puerto.
EL RÍO DE HERÁCLITO
La Habana, noviembre, 1969
Meditaba estas cosas en el ómnibus:
se ama una ciudad, se vive en ella
con la certeza de que nosotros nos vamos
un día cualquiera, pero esa casa, la reja
de esta puerta, el patio descubierto
en medio de la conversación, sé
que recibirán a otro y otros los verán.
Es el amor de quien se despide, sin darse
mucha cuenta mientras graba su nombre
en las paredes, o con el silencio que
coteja en la boca la sabiduría, contempla la ciudad.
Sé que amamos a una persona como mortal.
Besamos el labio que va a ser tierra,
se promete y se jura. Pero la sábana
del amor es una mortaja entre las manos
agitadas, y el velador encendido,
abriendo la negrura para tener su cuerpo,
chisporrotea imperioso como un cirio.
Y no obstante en ciertos momentos
tenemos la ilusión de enredarla
en los brazos y hacerla inmortal.
Mas tú, Habana, eres segura, edificada
como la eternidad para que nos recibas,
nos miras pasar, y creces con nuestro adiós.
Miré tranquilo. El ómnibus corría. Era
hermoso saber que todo perduraba.
Donde habías estado despidiéndote,
perduraba, piedra o hierro. Pensé
que el hombre, con su pequeña muerte
diaria en el costado, en el bolsillo
de su camisa de fiesta, hacía perenne
la ciudad, sacándosela de su costilla.
Pasó el horno llameante de la panadería,
las mesas largas de mármol, y regresó el sabor
de la madrugada en que los descubriste:
el panadero atizó el fuego con la vara.
Y viste al final del patio la cochera,
el coche sin caballo, con sus cueros azules,
lugares donde una vez alcanzaste el amor,
un poco aturdido y un poco cobarde,
pero con una dicha que todo avasallaba.
Te alegró que duraran el patio, el coche,
como si estuvieras amando todavía.
El ómnibus seguía. Estabas rodeado
de jardines, en aquel banco, al pie
de aquella estatua de encanto cursi:
un rizo en el cuello, un dedo tocando
leve el pezón de su seno de piedra.
Nada se había movido. Las cosas, el
recuerdo, dejaban su rastro invulnerable.
Volví a mirar. Se movieron de pronto.
Pasó la estatua. El acero crujió.
Los viajeros anónimos, desconocidos,
también se movían. Quise recordar,
detener el momento. Entonces me di cuenta:
el banco donde estabas era una larga nave
en la tierra de los jardines: parte
mientras la estatua cae, y los cueros
azules ennegrecen como una reliquia.
¿En qué museo estás y qué puertas se cierran?
Cruzamos una calle. Dos hombres repentinos
se ponen la mano en el hombro, y se van.
Nada, ni esa mano, se detendrá. Ellos,
lo sé, lo experimento, se ocultan su suerte:
«Mira, los árboles, la casa, perduran. Sólo
nosotros... » Y esa casa y los árboles floridos
entran al río de Heráclito, y el río los cambia
en otros, y han aprendido a despedirse.
¿Por qué no se lo dicen? ¿Acaso esperan que
saliendo del sueño recordarán para verse otra
vez?
De un tajo certero el ómnibus corta la mentira.
¿Por qué no se lo dicen? ¿Nada que no
permanezca
nos interesa ni podremos amar?
Busqué
unos ojos entre los pasajeros, el modo de
nombrar
cuanto ocurría, de compartirlo, y vi que
también me buscaban y me hacían una seña.
Pero entonces: ¿lo saben? Estamos sentados
diciendo adiós, recogiendo adioses, ¿y lo
sabemos?
Al instante aquellos ojos fueron agua,
y mis ojos fueron agua para los suyos.
Un pájaro apareció en los cristales
y sin detenerse cantó, y se fue, se fue cantando.
Ahora las cosas eran iguales a nosotros:
se acercaban a los cristales, se perdían después,
después no estaban. Estar fue una palabra
y se deshizo en mi garganta, rodó al pasillo,
unos pies la aplastaron.
¿A quién se parecían
esos pies, estas caras? Traté de recordar.
Los cuerpos fluyeron. Entraron al río
transfigurados en la amante o la hermana.
Una cara era otra, esta mujer aquella
que lenta llegaba y abría la sábana limpia
para hacer el amor. Un chasquido
fue el broche de la cartera de tu madre muerta.
otra vez despidiéndose en mitad de la sala.
Dije adiós, adiós, sin darme cuenta. Toqué
abanicos, hebras, un amuleto en los asientos.
Todos los labios se movían, y había monedas
en las manos y pañuelos.
El ómnibus seguía.
Me sentí al fin pasajero. Miré mis manos:
había entregado la última moneda del viaje.
Comprendí, casi sin entender, que mi cuerpo
fuera otro, otro y el mismo sin embargo.
Recordé la huella del cangrejo en la arena,
y luego el mar, que sonando en una de sus
formas,
se tragaba la huella con su lengua variable.
Quise pensar otro recuerdo, y nada supe.
Se apagaba el rumor de la eternidad en mi
pecho.
Busco la ciudad en el agua de los cristales,
y la contemplo humana, fluyente. Nada
distingue a mis huesos del arado, a tu espalda
de la ciudad. Y cuánta ternura por las cosas que
fluyen.
Quisiera acariciarte, otra y la misma, con la
mano
con que se tiene un cuerpo, una llave, y
levantamos
pacientes tus puertas, tus castillos, sabiendo,
como los hombres armoniosos, que somos
mortales
y todo lo hacemos como inmortales, sin gusta
de ceniza.
Vuelve el pájaro a cantar y salen las estrellas.
Te amo al fin con el amor de quienes se abrazan
antes de regresar al viento, a la selva, al astro.
MI FAMILIA MUERTA ESTÁ SENTADA EN LA SALA
1
La Habana, 1963
Mi familia muerta está sentada en la sala
y conversa de las cosas del día.
Por esta calle arrastran muertos
-- dice mi madre donde está ahora --
viendo pasar los muertos y las coronas.
Mi familia muerta está sentada en la sala.
Mi tía con sus largos brazos
y el pelo teñido, recordando,
Juan dijo que vendría a buscarla
y nunca volvió. Ella lo vio
con otra mujer y con el niño.
Juan dijo que vendría a buscarla
-- repitió la familia.
La mesa con el búcaro y las flores
de papel, el radio viejo y el bastón.
Dios de la vida, exclama mi padre,
y recoge los restos del día.
Quisimos hacer nuestra vida
a golpes, mientras sonaba
el reloj del comedor.
Mi familia muerta está sentada en la sala.
¿No irás al cine esta tarde
antes de la comida?
Al cine, mirando sus vidas,
sin que puedan cambiarlas,
con los ojos vacíos,
en la vigilia, cuando
crecen las uñas y el pelo de mi madre
es una cabellera sobre los huesos apagados.
Yo pienso en ella y no sé si llorar.
Si las imágenes alcanzaran la resurrección.
Sombras mías, ruinas que no podré rescatar,
manos sin huesos, pies que no caminan
y dejan olvidados los zapatos.
Sombras que no necesitan la oscuridad
y aparecen bajo el sol, en las tardes,
sin que las invoque, cuando me levanto
despierto en medio de las luces.
Escucha, mi familia:
estoy aquí donde no hay nadie, viviendo
por ustedes, arrastrando los muertos,
y los miro entrar con las puertas cerradas.
a golpes, mientras sonaba
el reloj del comedor.
Mi familia muerta está sentada en la sala.
¿No irás al cine esta tarde
antes de la comida?
Al cine, mirando sus vidas,
sin que puedan cambiarlas,
con los ojos vacíos,
en la vigilia, cuando
crecen las uñas y el pelo de mi madre
es una cabellera sobre los huesos apagados.
Yo pienso en ella y no sé si llorar.
Si las imágenes alcanzaran la resurrección.
Sombras mías, ruinas que no podré rescatar,
manos sin huesos, pies que no caminan
y dejan olvidados los zapatos.
Sombras que no necesitan la oscuridad
y aparecen bajo el sol, en las tardes,
sin que las invoque, cuando me levanto
despierto en medio de las luces.
Escucha, mi familia:
estoy aquí donde no hay nadie, viviendo
por ustedes, arrastrando los muertos,
y los miro entrar con las puertas cerradas.
Escuchen, sombras mías: en los sillones
que no encuentro, la noche viene
para apagar los trajes y las begonias.
2
Y dijeron:
«Vamos a pasear al Caney,
a ver la quinta.»
En ella quisimos vivir,
pero era de otro. Sólo
pasábamos, y luego
su imagen nos acompañaba.
La quinta, la quinta del Caney.
Vivir por imagen, anhelantes,
es extender los dedos en el vacío,
jugar con cartas invisibles,
y tan resplandecientes sin embargo.
Es humo, el humo más verdadero:
siempre va con nosotros.
El nombre es un conjuro:
la quinta, la quinta del Caney.
Todo lo que uno quiere, ya es de otro.
Anhelantes, por imagen. Pasar.
En ella quisimos vivir,
con el árbol sagrado en el centro.
junto a esta puerta que se abre,
y entramos. Voy hasta el río
del fondo. En los traspatios
las flores permanecen encendidas.
Esperan las cosas que no tuvimos.
Siempre están, a veces nos saludan,
otras, suelen poner un ceño adusto.
O lanzar violentas carcajadas.
Siempre están, y nosotros pasamos.
Déjenme aquí. No quiero volver a casa.
Déjenme mirar esta dicha.
Confórmate con llevar una flor,
dice mi madre y me arrastra.
Pasa mi padre en una barca
por el río, con su maleta en la mano:
«¡Vendo telas baratas!»
Pasa mi padre otra vez
con la cabeza cortada en las manos.
«Vámonos, muchacho. Va a comenzar
la iniciación.»
El árbol cruje. Se oyen
las plegarias cerca de la potencia.
Recojo los pedazos de mi padre
dispersos en la tierra,
al pie de las escaleras remotas.
Entomiñán afomá sere ebión endafión
umbrillo atrogo boco macaire...
Entra desnudo, descalzo, con los ojos
vendados, entra en el tiempo del rito.
Escupe el mayordomo el aguardiente
de rodillas, invoca a los astros,
pide permiso al viento y golpea
el tronco y mi cara con el gajo de albahaca.
Traza en el árbol los signos simbólicos.
Oigo cantar el gallo. Lo cuelgan
a mi cintura. De pie dibujan en mi frente
una cruz amarilla. Frotan mi cuerpo
con el yeso blanco de la muerte.
¿Quiénes marchan a mi lado?
Escucho pasos que crecen a mi espalda.
Brillan en esta luz los huesos
que no han podido enterrar.
¿Quiénes marchan a mi lado?
¿Quiénes, que no he visto al volverme,
empujan ese carro en la sombra?
Alguien al pasar me entrega la llave.
3
Él vio otra Isla en el destierro
cuando todas las cosas se han perdido.
Muertos sin nombre, cubiertos de cal,
que sus familias no pudieron velar.
Entierran los féretros vacíos.
No vieron más sus caras, no
les pusieron el último vestido.
Esclavos en los blancos portales
llevan las luces, empujan los carros,
edifican sus cárceles y torturas.
Ellos también habían perdido su país natal.
(Los desterrados se entienden con un gesto.)
Con él soñaron un país
que no existe. Lo vieron
en sueños distintos, en camas
de hojas, en la tierra, en la nieve,
en el monte que es nuestro.
¿Dónde, oh sombra enemiga, dónde el ara
digna por fin de recibir mi frente?
El látigo flagela, el verdugo prepara el patíbulo.
Ya es hora de empezar a morir.
No olvidaremos
el ronco sonido que devuelven sus pechos,
temblantes bajo el peso del verdugo.
El vio otra Isla en el destierro.
Ellos la vieron empuñando las armas,
tocando las campanas, a caballo,
para hacerla en el tiempo real.
4
Eras tú el niño que golpeaban
en el parque. Llevas el pan
con mantequilla, el medio en el bolsillo.
¿Hasta cuándo?
¿Cuándo es el tiempo tuyo?
Sube esas escaleras y recuerda
altares encendidos, incienso.
Muy pálido y blanco, siempre
un poco alejado, avanzas por la senda.
El órgano a tus espaldas, a tus espaldas
la mirada febril y conmovida de tu madre.
Los párpados bajos, siempre un poco alejado.
Escupe sobre esa piedad. Han dicho
que nunca podrás ganar la confianza.
¿No fueron para ti las cosas?
A tus espaldas, siempre a tus espaldas.
Mi familia muerta está sentada en la sala.
No hablamos de nada cruel. Quizá no
comprenden.
Quizá no te han mirado a los ojos turbios.
No han visto tu boca de disimulo, irritada.
No hablamos de nada cruel, ¿recuerdas?
Tú, a quien el cura señala, el de las manos
inútiles, el que su padre oculta.
Yo, el muñeco de trapo en el fondo
de la casa, profanando con la mirada.
¿No te dijeron?
¿Cuándo es el tiempo tuyo?
He llenado todos los expedientes,
esperé en todas las salas de consulta.
Esas manos, que nunca
de veras estrecharán las mías,
marcaron mi cuna
con una señal de ceniza.
Sus bocas rompieron a reír.
Todo el que quiera puede detenerme
y dejarme en la cárcel.
¿No profanaste las cosas?
El cura abre tu estómago, hunde
sus dedos puros y pregunta: ¿dónde está tu
alma?
Qué infiernos presentiste en las sábanas.
Toda una noche: ¿dónde está tu alma?
Te obligaron a disfrazarte de impuro.
Desnudo, te arrastran en un coche de clavos.
Vestido, conocerás la vida a sus espaldas.
¿Cuándo es el tiempo tuyo?
Tienes sin embargo los ojos
para la vida,
tienes sin embargo la boca
para el beso,
y tienes la palabra.
Ese ciego que pasa, ¿no es más feliz?
Toquen las maracas y los tambores
que para mí no hay fiesta.
5
El gallo que canta en el patio,
el otro que responde, es el mismo
que oyó Martí cuando vino a la Isla.
Anuncia, ave solar,
el día distinto, el amanecer del monte.
Están en él los dioses esperando
que el hombre cumpla.
El gallo rojo, plumas mojadas en alcohol,
la sangre sobre mis espaldas opacas.
Él regresa, y se golpea
el pecho con los puños, y canta
y besa la tierra.
El monte se ilumina a lo lejos
como si guardias invisibles
se pasaran las luces.
La Isla arde en virtud de la sangre.
Volvemos a decir piña,
majagua, cedros,
yagrumas de la melancolía.
Tantos muertos
hablan por nuestras bocas.
¿Cómo no siento horror
ante la mancha de sangre en el camino?
Oh, cabeza enterrada con pañuelos.
Aquí en el polvo presiento
los huesos del castigado,
el jarrito y la yunta.
Noche, sol del triste, que nos recibes
cuando el bote se aleja,
líbrame, eterna noche, del verdugo.
Aquí en el polvo tropiezo
con la fusta, con el grillo de hierro.
Los huesos, apenas enterrados,
lanzan clamores. Que mis labios
hereden las palabras perdidas,
las órdenes proféticas.
A lo largo de los rieles
desfilan los entierros.
Despídelos, hijo. Estos muertos
son nuestros muertos y el monte los aguarda.
Sobre los árboles estarán sus cabezas,
los párpados abiertos,
porque nada es efímero.
Despídelos, hijo. El día se acerca.
Cada muerto bajo la tierra
prepara la primavera.
Nuestra sangre
dejará llegar el bien a la casa.
6
Hermana, también tú recuerdas...
En este cuarto, con esta llave...
Llegaron para ti los quince años.
La madre cose hasta el alba. La luz
avisa que debe hacer el desayuno.
«Llama a tu padre.» La vida
a veces nos recuerda.
Si pudieras ponerte tu vestido
y él, por un instante sólo,
nos trajera el pasado.
¿Dónde ahora recibes el tiempo?
Lavaron las cortinas, sacaron el mantel.
¿Qué pasa con tus manos?
Hicimos la fiesta con trajes prestados.
El fúnebre olor de las rosas en tu pecho.
Mira, los vecinos ocupan sus propias
sillas, comen en sus platos, con sus tenedores,
(Ellos, para no estar de pie,
para poder brindar, los trajeron.)
Salud, por tus quince, hermana.
Bailemos un bolero, o un vals.
No alcanzan los vasos, las servilletas.
Un invitado se limpia los labios con su pañuelo.
(Rápidos fregamos vasos, una cucharita,
escondidos en la cocina.)
¿Cómo nos quitaron sus manos
que sabían defendernos?
Generosas cosían hasta el alba,
eran alivio de la fiebre,
cultivo de la begonia, ternura.
Tan frágiles, y tan fuertes.
El amor las hacía invulnerables
y temerarias. Sólo sus manos
esparcían el orden par la casa.
¿Qué pasa ahora con ellas?
Mira y recuerda el fin de la fiesta.
Se van tus amigas, en el suelo
los vasos, las botellas vacías.
Tu vestido de tul rosa
fulgura mustio en el sillón inmóvil.
Hay tanto espacio ahora,
y ese olor final de las fiestas.
Vamos a cerrar la puerta,
a recoger la casa.
Mañana será otro día.
7
Sólo te pertenecen, hijo, los escombros.
Clausuradas las puertas, ya no podrás abrirlas.
En los cuartos no queda nadie.
Nadie se sienta. Todos han salido.
Oh, hijo, no podrás encontrarnos.
Somos aquellos que han pasado
y dejaron sombra en los escombros.
Aquí está todo, y no hay nada,
Voy a enseñarte las paredes desnudas.
No guardaron la sombra las ventanas.
Ya no silba el miedo con su lengua
fría, los dientes del hambre, quietos,
perdieron su brillo terrible, de relámpagos.
Tanto horror, hijo, que hizo el insomnio
de mis noches, y ya se ha ido con nosotros.
Pienso a veces que no era nada,
una molestia pequeña, sólo el viento.
La lámpara se apaga sobre tu frente.
Cierra las maletas, mi libro de cuentas.
¿Has vuelto al Caney? Era linda la quinta.
Despídenos, hijo, después de tanto horror.
8
No dije nada. Mis labios se cerraron.
No me encuentro en lado alguno. Miro tan sólo.
Mi familia muerta está sentada en la sala.
Veo silenciosas las lágrimas de mi madre.
No puedo darte el pañuelo, secar tus ojos.
Nunca creí que también desearas sin descanso.
¿Qué aguardas? ¿Qué reclamas de las cosas?
¿O es de mí, madre? Reclamas, y no sé qué darte.
Tengo las cartas e ignoro cuál debo tirar.
Oigo los caracoles. Sé que voy a perder.
Si pudiera estar despierto, oír el gallo.
9
Pasa la muerte del brazo del malvado.
Los ojos desvelados, la boca fruncida.
Abandonan los bohíos, los patios
florecidos, el agua del pozo.
Mira esas fotos arder en tu memoria,
¿En qué cuarto estás? Lleva la llave.
No hay nadie. Los guerreros se han ido.
El árbol sagrado inicia su rumor.
Se abren las ramas al nuevo instante
que recibe la sangre.
Alzan sus párpados las cabezas.
Cada cuerpo incorpora el árbol
y hay hojas en su pecho.
Pasa la muerte del brazo del malvado.
Oh patrimonio de huesos,
gargantas derruidas, lenguas
apagadas, en la tierra.
Oh patrimonio.
¿Dónde la vida, la indestructible,
la imperecedera?
Esa sangre es nuestra herencia
y nos abre las puertas.
Su cuerpo enterrado y desenterrado
no conoce el sosiego.
Suena la campana. Vuelven
los hambrientos a montar sus caballos.
Van desnudos al monte.
Han vendido sus cosas,
las olvidan quemándolas.
Ya nada los separa.
En sus brazos irradia la pobreza.
Todo es posible ahora.
10
Se inclinan los ojos abiertos en silencio.
En el piso de la sala, los caracoles regados.
Si pudiéramos encontrar el modo, descifrar.
Ella extiende los brazos:
«¡Que se vaya lo malo!»
Tu sombra está en la sala.
Escucha, mi familia:
inventamos las trampas.
El error está en lo que no hicimos.
¿Qué podrá rescatamos después?
Un hombre ha muerto y otro ha perdido su fin.
Haber golpeado la hora viva,
heredar la llama invicta de su mirada.
Déjame un rato siquiera. No hablemos.
Cruza los nombres con alfileres.
Un caballo blanco es la muerte.
Animal funerario, saliendo del mar,
sobre tus grupas vuelven los desterrados
-- uno: cabeza, tres: caballero --
y a tus ojos asoma la antigua energía.
Deja una luz para los muertos:
nos encontrarán al volver
con otras caras.
Yo busco una salida.
En la ventana se hallaba el candil.
11
Puerto, contempla al desangrado, en la espera.
Aprenderemos los nombres, cansados
de empujar las mamparas.
No hago con hojas mi cama nocturna.
Ya el disco gira en la victrola, ya entras.
Mira al desangrado, junto al chino de los
ostiones,
las mujeres pintadas y sin dientes.
Si alguien viniera,
si saliera del mar.
Si alguien viniera.
Aquí todos, tenemos un modo de esperar.
¿Por qué he recordado tan a menudo tus ojos?
No entres. Ellas aguardan detrás de las persianas.
¿Es el amor esperar algo que ignoras?
Sexos apagados, bocas perplejas,
manos cuarteadas por la duda.
Oh desangrado, si alguien viniera.
Viejas putas, un día
vendré a oír vuestras vidas.
Quiero el dolor en los brazos.
No tengo billete para el viaje.
Soy el que niega.
Sé que no es tiempo todavía,
pero desprecio
la lágrima en los párpados.
Una patana, el práctico del puerto,
embiste ese pasado entre los ecos.
Y en este puerto, Habana mía, he navegado
en tierra, sobre paletadas de vacío.
Aquí las manos sueltan horror.
Tú, cuyo esplendor futuro me destruye.
12
Horror que miro en dos espejos.
Vivimos de los mensajeros,
de las manos ajenas,
de otras memorias y otras bocas.
Moriremos en cuartos distintos,
jadeantes, viendo el triste desfile.
Nos separan todas las paredes.
Si nos volviéramos de frente para burlar la
muerte.
Oye al mensajero que llama.
El agua del día no se detiene con horror.
Contempla arder los huesos insepultos.
El vio otra Isla en el destierro.
Oye al mensajero que llama.
No permitas pisotear las cenizas.
No traiciones las órdenes proféticas.
13
Entro en el cuarto final,
el gallo sagrado sobre la cabeza,
la llave entre los dedos.
De rodillas ante la puerta traza tu nombre.
¿Quien piensa en mí? ¿Quién habla por mis
labios?
Ojos que me abarcan, armas, sombreros.
Nuestro destino es andar a caballo.
La memoria me regala esa imagen
que define la Isla.
Él va hacia el patíbulo y su sangre nos une.
¿Ese nombre? ¿No te acuerdas de nada?
¡Qué me importa todo lo que muere
y ustedes, a quienes he abandonado, qué me
importan!
Mi oscuridad, no me escuches.
Nadie sin embargo nos reprochará la ternura
por lo que tiene que perecer.
Vierte la sangre en el tambor.
Que no vuelvan las horas en que nadie despierta.
Él avanza. Tres golpes en el tambor.
¿Estaremos callados después de este momento?
En la sabana los fusiles disparan.
Nada tan triste,
pero nada tan firme en su necesidad.
Alguien moja el pañuelo en la sangre del muerto.
¿Quién piensa en mí? ¿Quién habla por nazis
labios?
El viento cruza la sabana silenciosamente,
y sólo el árbol sagrado lo recibe.
La escolta invisible acude marchándose.
Escribe tu nombre ante la puerta última.
Tus manos se purificaron en el agua
con huesos, y cenizas, y albahacas.
Que no vuelvan las horas en que nadie despierta.
Retornan los ausentes, pálidos
por tan largas esperas.
En sus frentes alienta una Isla distinta.
¿No ves nada? ¿No te acuerdas de nada?
Estalla la pólvora del cuerno.
Cae en mis manos la sangre de los otros.
Estoy despierto, después de tanto horror
y sueños de dicha, despierto en esta Isla.
Oigo el galope incesante de la caballería.
Veo en lo alto del aire pasar el pañuelo.
Los poemas que siguen fueron tomados del libro: Lirios sobre fondo de espadas (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1995). De esta obra, nos dice Antonio José Ponte:
Qué raro título sacado de la heráldica. Qué extraño, un libro contemporáneo de poemas medievales. Y qué inusual la pasión puesta en estos poemas, la vehemencia con que tornean dentro de ellos vida y muerte.
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Eremitas, monjes, caballeros, trovadores, amantes, las voces de este libro están emparentadas con las voces del «Gaspar de la Nuit», del Libro de Horas de Rainer María Rilke.....
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Qué raro el hecho de que hayan sido oídas, imaginadas en La Habana de estos días... Lirios sobre un fondo de espadas resulta a la vez continuación y excepción del trabajo poético de Antón Arrufat.
PARA UN ESMALTE
Traza sobre un azul
la nave de la iglesia.
Que por ella avance, inmóvil
mágicamente en el esmalte,
el señor medieval:
gorguera, cabello
en ondas tras la oreja.
En uno de sus dedos
ponle un rubí esplendente:
recordará una gota de sangre.
Pinta en torno del señor
purulentos mendigos,
maniáticos errantes,
que llevarán de las puntas
su manto purpúreo.
Con la mano libre
han de sonar sus matracas mudas
mágicamente en el esmalte.
Luego, según conviene
al contraste medieval,
junto a la cara tersa
del señor, deberá asomar
la carroña de un leproso.
Ya puedes dar el acabado,
el metal entregar al fuego.
EL NOVICIO
Pedí al prior del convento
me enseñara el sentido de la existencia
y en qué consiste la felicidad.
Me dijo el prior, el rosario entre los dedos,
«arrodillate y reza».
TORNEO FIEL
Éramos tan amantes que a veces éramos amigos. O
éramos tan amigos que a veces nos amábamos.
Para añadir un nuevo anillo a nuestra unión, decidimos
batirnos. Fuimos a escoger las armas: dos espadas iguales
en tamaño y temple.
Nos preparamos desde el alba. Ajustados lorigas y
yelmos, montamos a caballo y nos pusimos frente a frente.
Así estamos todavía.
Sin tiempo, encarnizados, inexorables, tratando de
vencer de un tajo y para siempre al otro.
LA ESPERMA SAGRADA
Vestida la cama,
descubro la huella de su carne:
una gota amarilla.
Luz palpable.
Apagado cirio.
La cama fue un altar.
En la penumbra,
un cirio iluminaba el paño.
Labrado recuerdo,
tocarlo como si latiera.
Alzo la sábana,
envuelto en ella avanzo.
Solemne a la ciudad
me asomo,
la rosa amarilla en el pecho.
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