Reina María Rodríguez
El rasguño en la azotea
(fragmento)

Inventamos una azotea para resguardarnos,
pues nos creíamos las piedras sagradas de la ciudad
                                    --y tal vez lo éramos--
mientras los gatos enfermaban de transparencia,
iluminando en las noches sin ardor

los platos vacíos.
 

                                             Francisco Morán.

 
 
Ésta página está dedicada a la poesía cubana. En la azotea de Reina María Rodríguez (en Ánimas no.455 esq. San Nicolás, en Centro Habana) nos reuníamos frecuentemente sus amigos. Lo mismo si había o no había té, o si algún invitado extranjero nos llevaba ron y algunas galleticas, allí, casi como atraídos por el centro gravitacional de la poesía, comenzábamos las tertulias habituales. Lecturas de poesía, la discusión de algún proyecto como lo fue durante un tiempo el de la Casa de poesía, o el del homenaje a Julián del Casal por el centenario de su muerte, constituían la razón de ser de aquellos encuentros. La azotea de Reina, como pronto comenzamos a llamarla, nos acogía a todos. 

reunión en la azotea

     Vivíamos en catacumbas individuales que la azotea conectaba con la catacumba mayor: la ciudad. Como quiera que la azotea no pudo recibir--como hubiésemos querido--a amigos como Gastón Baquero o Juan Clemente Zenea, y puesto que algunos de nosotros ya hemos dejado de subir aquellas escaleras y de animar ese espacio que--sin dudas--habría fascinado a Casal, hemos querido crear esta azotea otra, fuera de las murallas, pero dentro de la ciudad, y al que libremente podrán concurrir todos los poetas cubanos. La sombra de los gatos de Reina seguirá rondando peligrosamente la cocina. Mientras, los que van a leer esta noche han comenzado a repartir sus textos, finamente impresos por Ánimas Ediciones
     Esta noche la azotea está de fiesta.  Vamos a escuchar a nuestras poetisas (no a todas, desde luego, porque ello sería imposible).  Se hacen, pues, visibles los bucles de la Avellaneda, su frente despejada.  Y el ceño atormentado de Juana, que habría espantado a los origenistas.  Y el sosiego de Fina, que pasa escurridizo por entre las vigas más pobres de la ciudad. Se hacen visibles ausencias y destierros, presencias y, --desde luego-- los afanes de la "chusma diligente".  Una vez más, la azotea se anima con el ajetreo de los que llegan y de los que se van.  Se anima, incluso, con algún que otro dedo que, sobre el labio, avisa, aconseja, ordena silencio.  Y con la orden desesperada de Tula: "pronto, remero, bate la espuma..." 
 



La azotea se suma al homenaje que el presente número de La Habana Elegante tributa a Antón Arrufat.  Al mismo han sido convocados dos de sus amigos: Virgilio Piñera y Antonio José Ponte.  Los poemas que siguen figuran -sin dudas- entre los mejores y más representativos de la poética de Arrufat. 
 

ANTÓN EN SU CUMPLEAÑOS

 Dispersos a lo largo 
 de una playa imaginaria, 
 el día que naciste 
 y los que vas viviendo, 
 son monumentos funerarios. 
 Si los miras atento verás 
 la verdadera imagen de tu imagen terrenal 
 Escapada del Tiempo 
 -- hazaña portentosa -- 
 eternizándote, te salva del fluir. 
 No vives, pero duras, 
 no hablas, pero escuchas la duración 
 -que vuela como un pájaro sin alas. 
 un pájaro al que ninguna flecha puede herir. 
 Eres más que la Esfinge: 
 no necesitas compartir 
 el paisaje con el viajero, 
 ni escuchar sus preguntas. 
 Rescatado de la otra ribera, 
 intocable 
 -- moneda sin valor, objeto depreciado --, 
 aquello terminaste para comenzar esto. 

Virgilio Piñera, 1972
 

POEMAS DE ANTÓN ARRUFAT

tomados de: La huella en la arena (Letras Cubanas, La Habana, 1986) 
 

                   LA CASA DEL PORVENIR

 No pienses en una casa de estatuas 
 y jardín al mar, con libros y acuarelas, 
 silenciosa, lenta, sin peligros. 
 Esa casa ha perdido sus puertas, 
 las ventanas. Un viento yerto la recorre. 
 Tus ojos no perciben ya su sombra. 

 No pienses en el encanto de la infancia, 
 en el paraíso aromado, en las glorietas. 
 Tu madre no te acoge ya en sus brazos. 
 No besará tu frente antes del sueño, 
 cuando el tren va gastando su cuerda, 
 apagadas las luces, en mitad de tu cuarto. 

 Si miras, hallarás el suelo vacío. Nadie 
 vendrá a despedirte con un «hasta mañana», 
 hablando de tus juegos, bajo un cielo 
 apacible, luminoso, sin miedo. Nadie 
 te espera para llevarte al campo, 
 cesta y mantel, una sombrilla blanca. 

 Lo sabes. Ya no es posible, tal vez 
 no lo fue nunca, aunque tú lo ignoraras, 
 decir «hasta mañana». Mañana ¿no saltará 
 en pedazos? ¿No resuenan noticias 
 violentas en tu almohada y se quiebra 
 sin remedio el cielo de tu cuarto? 

 Sería tan grato levantarse y contemplar 
 un álbum de grabados con volantas 
 y mujeres airosas, el pelo negro 
 en crenchas, y ese caballo ágil, Casa del porvenir
 con su repique tierno, domesticado... 
 Sus hojas se deshacen en hilachas 
 de horror, la sonrisa de esas mujeres 
 es una mueca helada, como la sonrisa 
 de la belleza sorprendida en su tumba. 

 Tus horas, tan inciertas, no te conducen 
 a la tierra de voluptuosidad y calma, 
 donde cuanto se ama digno es de ser amado,
 y se envejece con cierta dignidad, 
 sin sombra de patíbulo o napalm. 
 Para ti terminaron el viaje imaginario 
 y la tierra cordial. No quedan islas 
 por descubrir. Los mapas son exactos. 

 Recuerda tu temblor ante los noticieros. 
 Sentado en el más oscuro rincón 
 del cine, apretadas las piernas 
 para no huir, veías al hombre 
 de voluntad tremenda darse fuego 
 y arder, consumirse sin llanto, 
 ni carne débil. Y a tu lado 
 sentías el temblor de los otros. 

 Se abren ahora puertas, alambradas. 
 Armas recientes, acabadas de diseñar 
 golpean la espalda, hunden 
 sutiles el pecho del hambriento, 
 que salta hacia atrás en estupor 
 y pierde los hilos de su vida, 
 la preciosa hebra. Ya no retorna 
 a su casa: queda el lecho vacío. 

 Hay silencio. Después, un rumor 
 repentino. Una mano que busca 
 en lo oscuro la compañía, el auxilio 
 de otra. Y de pronto gritos 
 anónimos se pegan a tu cuerpo, 
 en otro tiempo tan distante 
 Ya no quieres huir. Aprendes 
 el modo de ceñirte a tu prójimo. 

 Al fin diestros los ojos, el oído, 
 abandonas tus ropas solitarias. Entra 
 la tierra con todo, dicha y sangre. 
 Al regresar, como los desterrados antiguos, 
 reverente te inclinas a besarla. 
 Qué largo aprendizaje: iniciar 
 el desembarco en el mismo puerto. 
 

      EL RÍO DE HERÁCLITO

                        La Habana, noviembre, 1969

 Meditaba estas cosas en el ómnibus: 
 se ama una ciudad, se vive en ella 
 con la certeza de que nosotros nos vamos 
 un día cualquiera, pero esa casa, la reja 
 de esta puerta, el patio descubierto 
 en medio de la conversación, sé 
 que recibirán a otro y otros los verán. 
 Es el amor de quien se despide, sin darse 
 mucha cuenta mientras graba su nombre 
 en las paredes, o con el silencio que 
 coteja en la boca la sabiduría, contempla la ciudad. 

 Sé que amamos a una persona como mortal. 
 Besamos el labio que va a ser tierra, 
 se promete y se jura. Pero la sábana 
 del amor es una mortaja entre las manos 
 agitadas, y el velador encendido, 
 abriendo la negrura para tener su cuerpo, 
 chisporrotea imperioso como un cirio. 
 Y no obstante en ciertos momentos 
 tenemos la ilusión de enredarla 
 en los brazos y hacerla inmortal. 

 Mas tú, Habana, eres segura, edificada Mas tú, Habana, eres segura, edificada como la eternidad
 como la eternidad para que nos recibas, 
 nos miras pasar, y creces con nuestro adiós. 
 Miré tranquilo. El ómnibus corría. Era 
 hermoso saber que todo perduraba. 
 Donde habías estado despidiéndote, 
 perduraba, piedra o hierro. Pensé 
 que el hombre, con su pequeña muerte 
 diaria en el costado, en el bolsillo 
 de su camisa de fiesta, hacía perenne 
 la ciudad, sacándosela de su costilla. 

 Pasó el horno llameante de la panadería, 
 las mesas largas de mármol, y regresó el sabor 
 de la madrugada en que los descubriste: 
 el panadero atizó el fuego con la vara. 
 Y viste al final del patio la cochera, 
 el coche sin caballo, con sus cueros azules, 
 lugares donde una vez alcanzaste el amor, 
 un poco aturdido y un poco cobarde, 
 pero con una dicha que todo avasallaba. 
 Te alegró que duraran el patio, el coche, 
 como si estuvieras amando todavía. 

 El ómnibus seguía. Estabas rodeado 
 de jardines, en aquel banco, al pie 
 de aquella estatua de encanto cursi: 
 un rizo en el cuello, un dedo tocando 
 leve el pezón de su seno de piedra. 
 Nada se había movido. Las cosas, el 
 recuerdo, dejaban su rastro invulnerable. 

 Volví a mirar. Se movieron de pronto. 
 Pasó la estatua. El acero crujió. 
 Los viajeros anónimos, desconocidos, 
 también se movían. Quise recordar, 
 detener el momento. Entonces me di cuenta: 
 el banco donde estabas era una larga nave 
 en la tierra de los jardines: parte 
 mientras la estatua cae, y los cueros 
 azules ennegrecen como una reliquia. 
 ¿En qué museo estás y qué puertas se cierran? 

 Cruzamos una calle. Dos hombres repentinos 
 se ponen la mano en el hombro, y se van. 
 Nada, ni esa mano, se detendrá. Ellos, 
 lo sé, lo experimento, se ocultan su suerte: 
 «Mira, los árboles, la casa, perduran. Sólo 
 nosotros... » Y esa casa y los árboles floridos 
 entran al río de Heráclito, y el río los cambia 
 en otros, y han aprendido a despedirse. 
 ¿Por qué no se lo dicen? ¿Acaso esperan que 
 saliendo del sueño recordarán para verse otra 
     vez? 
 De un tajo certero el ómnibus corta la mentira. 
 ¿Por qué no se lo dicen? ¿Nada que no 
     permanezca 
 nos interesa ni podremos amar? 

                                    Busqué 
 unos ojos entre los pasajeros, el modo de 
     nombrar 
 cuanto ocurría, de compartirlo, y vi que 
 también me buscaban y me hacían una seña. 
 Pero entonces: ¿lo saben? Estamos sentados 
 diciendo adiós, recogiendo adioses, ¿y lo 
     sabemos? 
 Al instante aquellos ojos fueron agua, 
 y mis ojos fueron agua para los suyos. 
 Un pájaro apareció en los cristales 
 y sin detenerse cantó, y se fue, se fue cantando. 
 Ahora las cosas eran iguales a nosotros: 
 se acercaban a los cristales, se perdían después, 
 después no estaban. Estar fue una palabra 
 y se deshizo en mi garganta, rodó al pasillo, 
 unos pies la aplastaron. 

                              ¿A quién se parecían 
 esos pies, estas caras? Traté de recordar. 
 Los cuerpos fluyeron. Entraron al río 
 transfigurados en la amante o la hermana. 
 Una cara era otra, esta mujer aquella 
 que lenta llegaba y abría la sábana limpia 
 para hacer el amor. Un chasquido 
 fue el broche de la cartera de tu madre muerta. 
 otra vez despidiéndose en mitad de la sala. 
 Dije adiós, adiós, sin darme cuenta. Toqué 
 abanicos, hebras, un amuleto en los asientos. 
 Todos los labios se movían, y había monedas 
 en las manos y pañuelos. 

                                El ómnibus seguía. 
 Me sentí al fin pasajero. Miré mis manos: 
 había entregado la última moneda del viaje. 
 Comprendí, casi sin entender, que mi cuerpo 
 fuera otro, otro y el mismo sin embargo. 
 Recordé la huella del cangrejo en la arena, 

 y luego el mar, que sonando en una de sus 
     formas, 
 se tragaba la huella con su lengua variable. 
 Quise pensar otro recuerdo, y nada supe. 
 Se apagaba el rumor de la eternidad en mi 
     pecho. 

 Busco la ciudad en el agua de los cristales, 
 y la contemplo humana, fluyente. Nada 
 distingue a mis huesos del arado, a tu espalda 
 de la ciudad. Y cuánta ternura por las cosas que 
     fluyen. 
 Quisiera acariciarte, otra y la misma, con la 
     mano 
 con que se tiene un cuerpo, una llave, y 
     levantamos 
 pacientes tus puertas, tus castillos, sabiendo, 
 como los hombres armoniosos, que somos 
     mortales 
 y todo lo hacemos como inmortales, sin gusta 
     de ceniza. 

 Vuelve el pájaro a cantar y salen las estrellas. 
 Te amo al fin con el amor de quienes se abrazan 
 antes de regresar al viento, a la selva, al astro. 
 

  MI FAMILIA MUERTA ESTÁ SENTADA EN LA SALA

                   1

   La Habana, 1963

Mi familia muesta está sentada en la sala

 Mi familia muerta está sentada en la sala 
 y conversa de las cosas del día. 

 Por esta calle arrastran muertos 
 -- dice mi madre donde está ahora -- 
 viendo pasar los muertos y las coronas. 

 Mi familia muerta está sentada en la sala. 

 Mi tía con sus largos brazos 
 y el pelo teñido, recordando, 
 Juan dijo que vendría a buscarla 
 y nunca volvió. Ella lo vio 
 con otra mujer y con el niño. 
 Juan dijo que vendría a buscarla 
 -- repitió la familia. 

 La  mesa  con el  búcaro y  las flores 
 de papel, el radio viejo y  el bastón. 

 Dios de la vida, exclama mi padre, 
 y recoge los restos del día. 
 Quisimos hacer nuestra vida 

 a golpes, mientras sonaba 
 el reloj del comedor. 

 Mi familia muerta está sentada en la sala. 

 ¿No irás al cine esta tarde 
 antes de la comida? 
 Al cine, mirando sus vidas, 
 sin que puedan cambiarlas, 
 con los ojos vacíos, 
 en la vigilia, cuando 
 crecen las uñas y el pelo de mi madre 
 es una cabellera sobre los huesos apagados. 

 Yo pienso en ella y no sé si llorar. 
 Si las imágenes alcanzaran la resurrección. 

 Sombras mías, ruinas que no podré rescatar, 
 manos sin huesos, pies que no caminan 
 y dejan olvidados los zapatos. 

 Sombras que no necesitan la oscuridad 
 y aparecen bajo el sol, en las tardes, 
 sin que las invoque, cuando me levanto 
 despierto en medio de las luces. 

 Escucha, mi familia: 
 estoy aquí donde no hay nadie, viviendo 
 por ustedes, arrastrando los muertos, 
 y los miro entrar con las puertas cerradas. 

 a golpes, mientras sonaba 
 el reloj del comedor. 

 Mi familia muerta está sentada en la sala. 

 ¿No irás al cine esta tarde 
 antes de la comida? 
 Al cine, mirando sus vidas, 
 sin que puedan cambiarlas, 
 con los ojos vacíos, 
 en la vigilia, cuando 
 crecen las uñas y el pelo de mi madre 
 es una cabellera sobre los huesos apagados. 

 Yo pienso en ella y no sé si llorar. 
 Si las imágenes alcanzaran la resurrección. 

 Sombras mías, ruinas que no podré rescatar, 
 manos sin huesos, pies que no caminan 
 y dejan olvidados los zapatos. 

 Sombras que no necesitan la oscuridad 
 y aparecen bajo el sol, en las tardes, 
 sin que las invoque, cuando me levanto 
 despierto en medio de las luces. 

 Escucha, mi familia: 
 estoy aquí donde no hay nadie, viviendo 
 por ustedes, arrastrando los muertos, 
 y los miro entrar con las puertas cerradas. 

 Escuchen, sombras mías: en los sillones 
 que no encuentro, la noche viene 
 para apagar los trajes y las begonias. 
 

                      2

 Y dijeron: 
 «Vamos a pasear al Caney, Vamos a pasear al Caney, a ver la quinta...
 a ver la quinta.» 
 En ella quisimos vivir, 
 pero era de otro. Sólo 
 pasábamos, y luego 
 su imagen nos acompañaba. 
 La quinta, la quinta del Caney. 
 Vivir por imagen, anhelantes, 
 es extender los dedos en el vacío, 
 jugar con cartas invisibles, 
 y tan resplandecientes sin embargo. 
 Es humo, el humo más verdadero: 
 siempre va con nosotros. 
 El nombre es un conjuro: 
 la quinta, la quinta del Caney. 
 Todo lo que uno quiere, ya es de otro. 
 Anhelantes, por imagen. Pasar. 
 En ella quisimos vivir, 
 con el árbol sagrado en el centro. 
 junto a esta puerta que se abre, 
 y entramos. Voy hasta el río 
 del fondo. En los traspatios 
 las flores permanecen encendidas. 
 Esperan las cosas que no tuvimos. 

 Siempre están, a veces nos saludan, 
 otras, suelen poner un ceño adusto. 
 O lanzar violentas carcajadas. 
 Siempre están, y nosotros pasamos. 
 Déjenme aquí. No quiero volver a casa. 
 Déjenme mirar esta dicha. 
 Confórmate con llevar una flor, 
 dice mi madre y me arrastra. 

 Pasa mi padre en una barca 
 por el río, con su maleta en la mano: 
 «¡Vendo telas baratas!» 
 Pasa mi padre otra vez 
 con la cabeza cortada en las manos. 

 «Vámonos, muchacho. Va a comenzar 
 la iniciación.» 

 El árbol cruje. Se oyen 
 las plegarias cerca de la potencia. 
 Recojo los pedazos de mi padre 
 dispersos en la tierra, 
 al pie de las escaleras remotas. 

 Entomiñán afomá sere ebión endafión
 umbrillo atrogo boco macaire...

 Entra desnudo, descalzo, con los ojos 
 vendados, entra en el tiempo del rito. 
 Escupe el mayordomo el aguardiente 
 de rodillas, invoca a los astros, 
 pide permiso al viento y golpea 
 el tronco y mi cara con el gajo de albahaca. 
 Traza en el árbol los signos simbólicos. 
 Oigo cantar el gallo. Lo cuelgan 
 a mi cintura. De pie dibujan en mi frente 
 una cruz amarilla. Frotan mi cuerpo 
 con el yeso blanco de la muerte. 

 ¿Quiénes marchan a mi lado? 
 Escucho pasos que crecen a mi espalda. 
 Brillan en esta luz los huesos 
 que no han podido enterrar. 
 ¿Quiénes marchan a mi lado? 
 ¿Quiénes, que no he visto al volverme, 
 empujan ese carro en la sombra? 
 Alguien al pasar me entrega la llave. 

                       3

 Él vio otra Isla en el destierro 
 cuando todas las cosas se han perdido. 

 Muertos sin nombre, cubiertos de cal, 
 que sus familias no pudieron velar. 
 Entierran los féretros vacíos. 
 No vieron más sus caras, no 
 les pusieron el último vestido. 

 Esclavos en los blancos portales 
 llevan las luces, empujan los carros, 
 edifican sus cárceles y torturas. 

 Ellos también habían perdido su país natal. 
 (Los desterrados se entienden con un gesto.) 
 Con él soñaron un país los desterrados se entienden con un gesto
 que no existe. Lo vieron 
 en sueños distintos, en camas 
 de hojas, en la tierra, en la nieve, 
 en el monte que es nuestro. 

 ¿Dónde, oh sombra enemiga, dónde el ara
 digna por fin de recibir mi frente?

 El látigo flagela, el verdugo prepara el patíbulo. 
 Ya es hora de empezar a morir

                                     No olvidaremos 
 el ronco sonido que devuelven sus pechos, 
 temblantes bajo el peso del verdugo. 

 El vio otra Isla en el destierro. 
 Ellos la vieron empuñando las armas, 
 tocando las campanas, a caballo, 
 para hacerla en el tiempo real. 

                                 4

 Eras tú el niño que golpeaban 
 en el parque. Llevas el pan 
 con mantequilla, el medio en el bolsillo. 

                        ¿Hasta cuándo? 
                        ¿Cuándo es el tiempo tuyo? 

 Sube esas escaleras y recuerda 
 altares encendidos, incienso. 
 Muy pálido y blanco, siempre 
 un poco alejado, avanzas por la senda. 
 El órgano a tus espaldas, a tus espaldas 
 la mirada febril y conmovida de tu madre. 

 Los párpados bajos, siempre un poco alejado. 
 Escupe sobre esa piedad. Han dicho 
 que nunca podrás ganar la confianza. 

         ¿No fueron para ti las cosas? 
         A tus espaldas, siempre a tus espaldas. 

 Mi familia muerta está sentada en la sala. 
 No hablamos de nada cruel. Quizá no 
     comprenden. 
 Quizá no te han mirado a los ojos turbios. 
 No han visto tu boca de disimulo, irritada. 
 No hablamos de nada cruel, ¿recuerdas? 

 Tú, a quien el cura señala, el de las manos 
 inútiles, el que su padre oculta. 
 Yo, el muñeco de trapo en el fondo 
 de la casa, profanando con la mirada. 

     ¿No te dijeron? 
               ¿Cuándo es el tiempo tuyo? 

 He llenado todos los expedientes, 
 esperé en todas las salas de consulta. 
 Esas manos, que nunca 
 de veras estrecharán las mías, 
 marcaron mi cuna 
 con una señal de ceniza. 
 Sus bocas rompieron a reír. 

 Todo el que quiera puede detenerme 
 y dejarme en la cárcel. 

        ¿No profanaste las cosas? 

 El cura abre tu estómago, hunde 
 sus dedos puros y pregunta: ¿dónde está tu 
  alma? 
 Qué infiernos presentiste en las sábanas. 
 Toda una noche: ¿dónde está tu alma? 
 Te obligaron a disfrazarte de impuro. 
 Desnudo, te arrastran en un coche de clavos. 
 Vestido, conocerás la vida a sus espaldas. 

        ¿Cuándo es el tiempo tuyo? 

 Tienes sin embargo los ojos 
 para la vida, 
 tienes sin embargo la boca 
 para el beso, 
 y tienes la palabra. 

 Ese ciego que pasa, ¿no es más feliz? 
 Toquen las maracas y los tambores 
 que para mí no hay fiesta. 

                5

 El gallo que canta en el patio, 
 el otro que responde, es el mismo 
 que oyó Martí cuando vino a la Isla. 
 Anuncia, ave solar, 
 el día distinto, el amanecer del monte. 
 Están en él los dioses esperando 
 que el hombre cumpla.

 El gallo rojo, plumas mojadas en alcohol, 
 la sangre sobre mis espaldas opacas. 

 Él regresa, y se golpea 
 el pecho con los puños, y canta 
 y besa la tierra. 

 El monte se ilumina a lo lejos 
 como si guardias invisibles 
 se pasaran las luces. 

 La Isla arde en virtud de la sangre. 

 Volvemos a decir piña, 
 majagua, cedros, 
 yagrumas de la melancolía. 

 Tantos muertos 
 hablan por nuestras bocas. 
 ¿Cómo no siento horror 
 ante la mancha de sangre en el camino? 
 Oh, cabeza enterrada con pañuelos. 

 Aquí en el polvo presiento 
 los huesos del castigado, 
 el jarrito y la yunta. 
 Noche, sol del triste, que nos recibes 
 cuando el bote se aleja, 
 líbrame, eterna noche, del verdugo.
 Aquí en el polvo tropiezo 
 con la fusta, con el grillo de hierro. 
 Los huesos, apenas enterrados, 
 lanzan clamores. Que mis labios 
 hereden las palabras perdidas, 
 las órdenes proféticas. 

 A lo largo de los rieles 
 desfilan los entierros. 
 Despídelos, hijo. Estos muertos 
 son nuestros muertos y el monte los aguarda. 
 Sobre los árboles estarán sus cabezas, 
 los párpados abiertos, 
 porque nada es efímero. 
 Despídelos, hijo. El día se acerca. 
 Cada muerto bajo la tierra 
 prepara la primavera. 

                Nuestra sangre 
 dejará llegar el bien a la casa. 

                             6

 Hermana, también tú recuerdas... 
 En este cuarto, con esta llave... 
 Llegaron para ti los quince años. 
 La madre cose hasta el alba. La luz 
 avisa que debe hacer el desayuno. 
 «Llama a tu padre.» La vida 
 a veces nos recuerda. 

 Si pudieras ponerte tu vestido 
 y él, por un instante sólo, 
 nos trajera el pasado. 

 ¿Dónde ahora recibes el tiempo? 
 Lavaron las cortinas, sacaron el mantel. 
 ¿Qué pasa con tus manos? 

 Hicimos la fiesta con trajes prestados. 
 El fúnebre olor de las rosas en tu pecho. 

 Mira, los vecinos ocupan sus propias 
 sillas, comen en sus platos, con sus tenedores, 
 (Ellos, para no estar de pie, 
 para poder brindar, los trajeron.) 
 Salud, por tus quince, hermana. 
 Bailemos un bolero, o un vals. 
 No alcanzan los vasos, las servilletas. 

 Un invitado se limpia los labios con su pañuelo. 
 (Rápidos fregamos vasos, una cucharita, 
 escondidos en la cocina.) 

 ¿Cómo nos quitaron sus manos 
 que sabían defendernos? 
 Generosas cosían hasta el alba, 
 eran alivio de la fiebre, 
 cultivo de la begonia, ternura. 
 Tan frágiles, y tan fuertes. 
 El amor las hacía invulnerables 
 y temerarias. Sólo sus manos 
 esparcían el orden par la casa. 

                 ¿Qué pasa ahora con ellas? 

 Mira y recuerda el fin de la fiesta. 
 Se van tus amigas, en el suelo 
 los vasos, las botellas vacías. 
 Tu vestido de tul rosa 
 fulgura mustio en el sillón inmóvil. 
 Hay tanto espacio ahora, 
 y ese olor final de las fiestas. 

 Vamos a cerrar la puerta, 
 a recoger la casa. 
 Mañana será otro día. 

                       7

 Sólo te pertenecen, hijo, los escombros. 
 Clausuradas las puertas, ya no podrás abrirlas. 
 En los cuartos no queda nadie. 
 Nadie se sienta. Todos han salido. 
 Oh, hijo, no podrás encontrarnos. 
 Somos aquellos que han pasado 
 y dejaron sombra en los escombros. 
 Aquí está todo, y no hay nada, tanto horror, hijo...
 Voy a enseñarte las paredes desnudas. 
 No guardaron la sombra las ventanas. 
 Ya no silba el miedo con su lengua 
 fría, los dientes del hambre, quietos, 
 perdieron su brillo terrible, de relámpagos. 
 Tanto horror, hijo, que hizo el insomnio 
 de mis noches, y ya se ha ido con nosotros. 
 Pienso a veces que no era nada, 
 una molestia pequeña, sólo el viento. 
 La lámpara se apaga sobre tu frente. 
 Cierra las maletas, mi libro de cuentas. 
 ¿Has vuelto al Caney? Era linda la quinta. 
 Despídenos, hijo, después de tanto horror. 

                       8

 No dije nada. Mis labios se cerraron. 
 No me encuentro en lado alguno. Miro tan sólo. 
 Mi familia muerta está sentada en la sala. 
 Veo silenciosas las lágrimas de mi madre. 
 No puedo darte el pañuelo, secar tus ojos. 
 Nunca creí que también desearas sin descanso. 
 ¿Qué aguardas? ¿Qué reclamas de las cosas? 
 ¿O es de mí, madre? Reclamas, y no sé qué darte. 
 Tengo las cartas e ignoro cuál debo tirar. 
 Oigo los caracoles. Sé que voy a perder. 
 Si pudiera estar despierto, oír el gallo. 

                        9

 Pasa la muerte del brazo del malvado. 
 Los ojos desvelados, la boca fruncida. 
 Abandonan los bohíos, los patios 
 florecidos, el agua del pozo. 

 Mira esas fotos arder en  tu memoria, 
 ¿En qué cuarto estás? Lleva la llave. 

 No hay nadie. Los guerreros se han ido. 
 El árbol sagrado inicia su rumor. 
 Se abren las ramas al nuevo instante 
 que recibe la sangre. 
 Alzan sus párpados las cabezas. 
 Cada cuerpo incorpora el árbol 
 y hay hojas en su pecho. 

  Pasa la muerte del brazo del malvado. 

 Oh patrimonio de huesos, 
 gargantas derruidas, lenguas 
 apagadas, en la tierra. 
 Oh patrimonio. 
 ¿Dónde la vida, la indestructible, 
 la imperecedera? 

 Esa sangre es nuestra herencia 
 y nos abre las puertas. 
 Su cuerpo enterrado y desenterrado 
 no conoce el sosiego. 

 Suena la campana. Vuelven 
 los hambrientos a montar sus caballos. 
 Van desnudos al monte. 
 Han vendido sus cosas, 
 las olvidan quemándolas. 
 Ya nada los separa. 
 En sus brazos irradia la pobreza. 
 Todo es posible ahora. 

                      10

 Se inclinan los ojos abiertos en silencio. 
 En el piso de la sala, los caracoles regados. 
 Si pudiéramos encontrar el modo, descifrar. 
 Ella extiende los brazos: 
 «¡Que se vaya lo malo!» 
 Tu sombra está en la sala. 

 Escucha, mi familia: 
 inventamos las trampas. 
 El error está en lo que no hicimos. 
 ¿Qué podrá rescatamos después? 

 Un hombre ha muerto y otro ha perdido su fin. 

 Haber golpeado la hora viva, 
 heredar la llama invicta de su mirada. 

 Déjame un rato siquiera. No hablemos. 

 Cruza los nombres con alfileres. 
 Un caballo blanco es la muerte. 
 Animal funerario, saliendo del mar, 
 sobre tus grupas vuelven los desterrados 
 -- uno: cabeza, tres: caballero -- 
 y a tus ojos asoma la antigua energía. 

 Deja una luz para los muertos: 
 nos encontrarán al volver 
 con otras caras. 

 Yo busco una salida. 

 En la ventana se hallaba el candil. 

                      11

 Puerto, contempla al desangrado, en la espera. 
 Aprenderemos los nombres, cansados 
 de empujar las mamparas. 

 No hago con hojas mi cama nocturna. 

  Ya el disco gira en la victrola, ya entras. 
  Mira al desangrado, junto al chino de los 
     ostiones, 
  las mujeres pintadas y sin dientes. 

 Si alguien viniera, 
 si saliera del mar. 
 Si alguien viniera. 

 Aquí todos, tenemos un modo de esperar. 
 ¿Por qué he recordado tan a menudo tus ojos? 
 No entres. Ellas aguardan detrás de las persianas. 
 ¿Es el amor esperar algo que ignoras? 

 Sexos apagados, bocas perplejas, 
 manos cuarteadas por la duda. 

 Oh desangrado, si alguien viniera. 

 Viejas putas, un día 
 vendré a oír vuestras vidas. 
 Quiero el dolor en los brazos. 
 No tengo billete para el viaje. 
 Soy el que niega. 
 Sé que no es tiempo todavía, 
 pero desprecio 
 la lágrima en los párpados. 

 Una patana, el práctico del puerto, 
 embiste ese pasado entre los ecos. 

 Y en este puerto, Habana mía, he navegado 
 en tierra, sobre paletadas de vacío. 
 Aquí las manos sueltan horror. 
 Tú, cuyo esplendor futuro me destruye. 

                       12

 Horror que miro en dos espejos. 
 Vivimos de los mensajeros, 
 de las manos ajenas, 
 de otras memorias y otras bocas. 

 Moriremos en cuartos distintos, 
 jadeantes, viendo el triste desfile. 
 Nos separan todas las paredes. 
 Si nos volviéramos de frente para burlar la 
     muerte. 
 Oye al mensajero que llama. 
 El agua del día no se detiene con horror. 
 Contempla arder los huesos insepultos. 
 El vio otra Isla en el destierro. 
 Oye al mensajero que llama. 
 No permitas pisotear las cenizas. 
 No traiciones las órdenes proféticas. 

                     13

 Entro en el cuarto final, 
 el gallo sagrado sobre la cabeza, 
 la llave entre los dedos. 

 De rodillas ante la puerta traza tu nombre. 

 ¿Quien piensa en mí? ¿Quién habla por mis
    labios?

 Ojos que me abarcan, armas, sombreros. 
 Nuestro destino es andar a caballo. 
 La memoria me regala esa imagen 
 que define la Isla. 

 Él va hacia el patíbulo y su sangre nos une. 

 ¿Ese nombre? ¿No te acuerdas de nada? 
 ¡Qué me importa todo lo que muere 
 y ustedes, a quienes he abandonado, qué me 
     importan! 
 Mi oscuridad, no me escuches. 
 Nadie sin embargo nos reprochará la ternura 
 por lo que tiene que perecer. 

 Vierte la sangre en el tambor. 
 Que no vuelvan las horas en que nadie despierta. 
 Él avanza. Tres golpes en el tambor. 
 ¿Estaremos  callados  después  de  este  momento? 

 En la sabana los fusiles disparan. 
 Nada tan triste, 
 pero nada tan firme en su necesidad. 
 Alguien moja el pañuelo en la sangre del muerto. 
 ¿Quién piensa en mí? ¿Quién habla por nazis
     labios?
 El viento cruza la sabana silenciosamente, 
 y sólo el árbol sagrado lo recibe. 
 La escolta invisible acude marchándose. 

 Escribe tu nombre ante la puerta última. 
 Tus manos se purificaron en el agua 
 con huesos, y cenizas, y albahacas. 
 Que no vuelvan las horas en que nadie despierta. 

 Retornan los ausentes, pálidos 
 por tan largas esperas. 
 En sus frentes alienta una Isla distinta. 
 ¿No ves nada? ¿No te acuerdas de nada? 
 Estalla la pólvora del cuerno. 

 Cae en mis manos la sangre de los otros. 
 Estoy despierto, después de tanto horror 
 y sueños de dicha, despierto en esta Isla. 
 Oigo el galope incesante de la caballería. 
 Veo en lo alto del aire pasar el pañuelo. 
 

Los poemas que siguen fueron tomados del libro: Lirios sobre fondo de espadas (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1995).  De esta obra, nos dice Antonio José Ponte: 

Qué raro título sacado de la heráldica.  Qué extraño, un libro contemporáneo de poemas medievales.  Y qué inusual la pasión puesta en estos poemas, la vehemencia con que tornean dentro de ellos vida y muerte. 
........................................... 
Eremitas, monjes, caballeros, trovadores, amantes, las voces de este libro están emparentadas con las voces del «Gaspar de la Nuit», del Libro de Horas de Rainer María Rilke..... 
.......................................... 
Qué raro el hecho de que hayan sido oídas, imaginadas en La Habana de estos días... Lirios sobre un fondo de espadas resulta a la vez continuación y excepción del trabajo poético de Antón Arrufat. 
 

       PARA UN ESMALTE

 Traza sobre un azul 
 la nave de la iglesia. 
 Que por ella avance, inmóvil 
 mágicamente en el esmalte, 
 el señor medieval: 
 gorguera, cabello 
 en ondas tras la oreja. 
 En uno de sus dedos 
 ponle un rubí esplendente: 
 recordará una gota de sangre. 

 Pinta en torno del señor 
 purulentos mendigos, 
 maniáticos errantes, 
 que llevarán de las puntas 
 su manto purpúreo. 
 Con la mano libre 
 han de sonar sus matracas mudas 
 mágicamente en el esmalte. 

 Luego, según conviene 
 al contraste medieval, 
 junto a la cara tersa 
 del señor, deberá asomar 
 la carroña de un leproso. 

 Ya  puedes dar  el acabado, 
 el metal entregar al fuego. 
 

                  EL NOVICIO
Arrodíllate y reza
 Pedí al prior del convento 
 me enseñara el sentido de la existencia 
 y en qué consiste la felicidad. 
 Me dijo el prior, el rosario entre los dedos, 
 «arrodillate y reza». 
 

               TORNEO FIEL

Éramos tan amantes que a veces éramos amigos

         Éramos tan amantes que a veces éramos amigos. O 
 éramos tan amigos que a veces nos amábamos. 
   Para añadir un nuevo anillo a nuestra unión, decidimos 
 batirnos. Fuimos a escoger las armas: dos espadas iguales 
 en tamaño y temple. 
   Nos preparamos desde el alba.  Ajustados lorigas y 
 yelmos, montamos a caballo y nos pusimos frente a frente. 
   Así estamos todavía. 
   Sin  tiempo, encarnizados, inexorables, tratando de 
 vencer de un tajo y para siempre al otro. 
 

       LA ESPERMA SAGRADA

 Vestida la cama, 
 descubro la huella de su carne: Barthélemy L´Anglais: Corps humain en Les livres des Propriétés des choses
 una gota amarilla. 
 Luz palpable. 
 Apagado cirio. 
 La cama fue un altar. 
 En la penumbra, 
 un cirio iluminaba el paño. 
 Labrado recuerdo, 
 tocarlo como si latiera. 
 Alzo la sábana, 
 envuelto en ella avanzo. 
 Solemne a la ciudad 
 me asomo, 
 la rosa amarilla en el pecho.