Fuente de la India Al ver estos gruesos muros, estas rejas con sus puntas agudas y mortíferas que se dibujan a lo lejos en cada uno de sus pisos, reconozco la cárcel de Tacón. La antigua prisión no tenía capacidad suficiente para satisfacer su inexorable severidad y Tacón hizo construir una que es inmensa en comparación a los otros edificios de la ciudad, con la aparente intención de alojar en ella algún día a todos sus habitantes. 
 Tomado de La Habana, por Mercedes Santa Cruz, Condesa de Merlin. 

NO LLORÉIS MÁS, 
DELFINES DE LA FUENTE...

 
 
La Ronda trae a nuestros lectores (siempre de ronda, como nuestro buen amigo el poeta Manuel de Zequeira y Arango) una aparentemente caótica selección.  Comenzamos con una preciosa página del Recreo Literario (Apolojia de los locos) que nos envía uno de nuestros gacetilleros en la siempre fiel Isla de Cuba: Armando Guerra. 
     Gracias a la gestión de otro colaborador (Jorge Gómez de Mello) y al apoyo del también amigo Orlando Hernández, incluimos la introducción que éste último realizó para un librito de añejas postales coloreadas: "100 viejas postales de Cuba".  Como seguramente nuestros lectores disfrutarían de esta muestra, decidimos incluir algunas de ellas.  Les reiteramos tanto a Armando como a Jorge y a Orlando nuestra más profunda gratitud por sus colaboraciones que nos permiten seguir poniendo a la disposición del distinguido lector y de la elegante dama habaneros los mil y uno rostros de la ciudad. 
 

APOLOJIA DE LOS LOCOS

La locura as un árbol mui corpulento, de cuyo tronco salen infinitas ramas de todas dimensiones i calibres, de modo que cada cual encuentra en él la que le corresponde, porque nos parece que podemos asegurar, sin temor de equivocarnos, que todo hombre, (i por supuesto en esta jenérica clasificacion entran las mujeres, los niños i los viejos) tienen su ramito, ó como se dice mas comumente, su vena de loco, siendo algunos críticos de opinion que no hai uno que sea totalmente cuerdo, i que á lo sumo podrá convenirse en que los que merecen tal dictado son aquellos que no poseen mas que una hojita en el citado árbol. 

Sin entrar en cuestiones metafisicas. i por lo regular poco agradables, sobre quien es mas ó ménos loco, diremos que la locura es la falta de la razon, Mas, se dirá que tiene poca gracia esta definicion, porque todo el mundo lo sabe. Pues bien, sobre esta proposicion, sabida por todo el mundo, haremos algunas reflecsiones. La locura parece á primera vista que debiera tener mas afinidad con el calor que con el frio, porque se supone que es las mas de las veces una efervescencia del espíritu, ó un esceso de irritacionen el cerebro. Se creerá, por lo tanto, una paradoja si nos atrevemos á emitir una opinion contraria. El frio es la privacion del calor; luego es un ente negativo como la locura; por este lado á lo ménos podrá tener alguna fuerza nuestro argumento. 

Para el que no guste sino de rázones positivas diremos, que la locura es el ingrediente universal, de que está formado el animal que se llama racional; pero se dirá que esta es una definicion mui vaga, i que se desearia otra mas concreta. Pues bien, recurriremos á repetir lo que dijimos anteriormente, á saber: que la locura es la carencia de la razon. No podemos dar otra esplicacion, porque, para definir bien una cosa, es preciso juzgarla imparcialmente; i como nadie es juez en su propia causa, he aquí nuevas dificultades para la ecsacta definicion de la citada palabra. 

¿Quien podrá negar, por ejemplo, que fué el mayor sabio aquel loco, que, escribiendo desde el hospital de locos, ponia en sus cartas la fecha en la capital del mundo? O aquel otro que decia que el hospital de locos era para el jénero humano lo mismo que el libro de muestras de un negociante, de modo que si algún habitante de otro globo hubiese hecho algun viaje al nuestro para conocer en estracto nuestra especie, bastaria haberlo conducido al hospital de locos, i por aquella muestra habria podido juzgar de todos los demas de la especie? 

La locura es una enfermedad incurable, segun aquel proverbio que dice: el que nace loco no sana jamas, i es así mismo contajiosa; como lo indica aquella otra sentencia de que: un loco hace ciento. Hai, sin embargo, quien sostiene que lo que distingue los locos amarrados de los libres, no es mas que la diversidad de opinion. Tanto el verdadero loco como el hombre cuerdo creen que obran segun los dictados de la sana razon. ¿Quién decidirá, pues, entre uno i otro? La historia de los hombres mas célebres no es, por lo regular, sino la historia de los mayores locos; i solo el hábito de vivir con los locos de tantas formas i colores, es la causa de que los veamos sin estrañeza. 

Algunas locuras son útiles, otras necesarias, i todas aquellas constituyen nuestra esencia en el órden social, que no es mas que la combinacion jeneral de todas las locuras humanas. I en verdad que si llegasemos nosotros por la primera vez á vivir entre una casta de hombres que no hubiera conocido nuestras debilidades i flaquezas, i si solo la sana razon, es bien seguro que se nos encerraria en seguida en un lugar de seguridad. Creen algunos que se necesita de un poco de locura, como de un estimulante para desterrar la monotonia i aspereza de que estaria llena nuestra vida, sino salieramos nunca de los angostos confines de la severa razon, i que algunos momentos de locura deben ser considerados tan necesarios como la sal que se derrama sobre los manjeres para quitarles la insipidez; pero nosotros, que nos preciamos de timoratos, no nos atrevemos á sentar una proposicion que puede admitir siniestras interpretaciones; i para salvarnos de todo compromiso, darémos por concluido este artículo con honores de charada, dejando á cada lector la libertad de discurrir sobre él i de definirlo segun la mayor ó menor dósis de razon que le haya cabido en suerte. 
 

Torrente, Don Mariano. Recreo Literario. La Habana: Imprenta literaria, Calle del Obispo, No. 78, 1838. Tomo 12, pp. 138-140. 
 

100  Viejas Postales de Cuba

No se sabe bien sino lo que se descubre –  José Martí 

A lo mejor resulta que Cuba no ha sido aún descubierta y hemos estadoportada del libro La Isla grande viviendo hasta ahora en un sitio ficticio, hipotético, en una de esas islas apenas entrevistas en la afiebrada imaginación de los primeros navegantes. Que todavía no somos Cuba, como aseguraron en su lengua los pícaros 
indígenas que se acercaron a Colón desnudos y risueños para obsequiarle multicolores papagayos mientras señalaban al sur para complacer su insólita pregunta "¿dónde se encuentra el oro"?  Que no somos aún Juana ni Fernandina, los nombres católicos de nuestros obligados y efímeros bautizos bajo el signo de la cruz y la espada, sino a lo sumo la equívoca Catay, la ilusoria Cipango, las olorosas tierras del Gran Khan sólo visibles en este lado del Atlántico gracias al ansia del caprichoso genovés, lector de Marco Polo. Que hemos permanecido --como él mismo creía, confiado en las pesquisas de los sacros teólogos, de los sabios filósofos-- ni más ni menos que en aquel "lugar temperadísimo" al final del Oriente llamado el Paraíso, y en el cual aún gozamos de la privilegiada condición de tierra virgen, inviolada, recién salida del impecable y primigenio Caos: felices habitantes del verdadero Nuevo (u Otro) Mundo. 

O a lo mejor  –porque no hay que dejarse atrapar por el anzuelo de las utopías-- ya fuimos descubiertos, o "encontrados", e incluso muchas veces, pero siempre de esa manera vaga y general con que descubrimos de niños el misterio del fuego, de nuestro propio sexo o de otras tantas cosas que todavía nos siguen sorprendiendo, asombrando, y necesitemos – como sucede con las cuestiones del amor— volver a comprobarlo todo nuevamente, guiarnos por nuestras propias brújulas y diseñar nuestros primeros mapas, en este caso nuestro primer mapa de Cuba. En dos palabras: olvidar que aquel 28 de octubre de 1492 el Gran Almirante anotó en su Giornale di bordo que ésta era "la isla más hermosa que ojos hayan visto" y volver sencillamente a descubrirla. O a inventarla si fuera necesario. 

¿Por qué confiar tan ciegamente en su palabra cuando podemos repetir nosotros mismos ese descubrimiento? Aunque ahora debamos atenernos a Arco de Belénimágenes muy diferentes de aquéllas que impresionaron sus pupilas, no tendríamos suficientes argumentos para otorgarle la razón, tildarlo de exagerado o desmentirlo si antes  no comprobamos cuánto hay de realidad o de exaltada fantasía en su remoto testimonio. Ya se trate de un Paraíso o de un Infierno –lo cual parece mucho menos probable— o de un país como cualquier otro, con sus bellezas y sus fealdades, Cuba siempre agradece estas nuevas y amistosas verificaciones. Porque sólo nuestra mirada  será capaz de alejarla de ese feo lodazal del olvido en el que a veces por distracción, por negligencia, dejamos abandonadas nuestras mejores cosas. Un breve recorrido por algunas de sus ciudades, por sus puertos de mar, por  sus calles, por sus monumentos,  por sus campos de cultivo, por sus paisajes, así sea mediante el viaje imaginario que proponen unas viejas postales, podrá mostrarnos  rumbos  inéditos para un mejor conocimiento de la Isla. 

Las cien imágenes de Cuba que reúne este libro, y cuya recopilación y selección se deben más a extrañas coyunturas del azar que a un propósito deliberado y sistemático, pueden constituir algo así como una especie de Diario de Navegación o guía pintoresca por algunas regiones más o menos cercanas y accesibles de la mayor de Las Antillas pero a donde no siempre pueden habernos llevado nuestros pasos, o que acaso hemos visto alguna vez, pero donde no nos hemos detenido lo bastante; una guía --por desgracia pequeña e incompleta-- destinada a dirigir nuestros itinerarios por lugares que el tiempo ha transformado y hecho irreconocibles, o que, por el 
contrario, permanecen idénticos pero cuya función original ha cambiado; y también, desde luego, por sitios que han desaparecido totalmente y que hoy existen sólo en la fragilidad de una postal. 

Además de ofrecerse como una invitación o una provocación a la curiosidad de los viajeros presentes y futuros –los cuales siempre pueden contar con el recurso de tomar nuevas fotos de algunos de estos sitios-- el libro se halla dirigido a aquéllos que han visitado a Cuba en  otros tiempos y ahora gustan de regresar por un momento a aquel pasado para comprobar la fidelidad o ingratitud de su memoria, para lo cual no requerirán esta vez de maletas ni hoteles. Y también para aquéllos que sin haber venido nunca a Cuba desean recorrerla por vez primera trasladándose  cómodamente a nuestras costas sin salir de la casa ni levantarse del sillón, viajando de una página a otra, de una a otra imagen, sin más riesgos que el de distraerse y olvidarse de alguna. Para estos últimos, sin embargo, existe el peligro adicional de que ese país de papel coloreado que sus ojos recorren no logre coincidir con el que, si así lo quisieran, podrían visitar ahora, debiendo realizar unos cuantos ajustes. Más de medio siglo han ido transformando y alejando entre sí, muchas veces de manera notable, estas dos realidades. Siendo la mayoría de estas postales de los años 30, y algunas quizás muy anteriores, una gran franja de tiempo ha permanecido intocada y fuera de la vista, sobre todo a medida que se avanza hacia el presente. Y como es natural, la Cuba de los 30  no sólo no es la Cuba de los años 90, sino que tampoco es la Cuba de los 40 y los 50, por más que algunas cosas hayan permanecido inalterables. 

De cualquier forma, hojear postales viejas de lugares lejanos (o cercanos, Iglesia de San Francisco de Asísda igual) pero que nunca hemos visitado, o que no pudimos visitar cuando eran "precisamente así", nos permite el placer de convertirnos en turistas retrospectivos, en viajeros del tiempo. Porque a veces no basta con recorrer, con disfrutar lo que se halla ante nosotros, el vasto mundo de lo inmediato, de lo posible, sino que puede resultar emocionante visitar lo que ha sido, lo que ya nunca más podremos ver tal como era, aunque esto pueda provocarnos una rara añoranza por lugares relativamente inexistentes pero de los cuales quisiéramos también tener vivencias y conservar recuerdos. Lo que amamos de una ciudad desconocida es su seductora condición de "más allá", de "terra incógnita", y la fotografía  –en esta caso la postal-- viene a anunciarnos, a demostrarnos irrebatiblemente que ese "más allá" desconocido, anhelado se hallaba en algún sitio, es real, aunque su existencia se halle situada sobre las coordenadas del tiempo más que en las del espacio. Y ésta sería una de las funciones secretas de estas viejas postales: la de crear nostalgias falsas, irreales, que a fin de cuentas resultan tan válidas y necesarias como las otras. ¿No nos sucede lo mismo frente a la realidad que crea el cine o la novela, y desde luego, frente a esos mundos legendarios que nos presentan los relatos de viajeros, de expedicionarios, de arqueólogos? Hasta la mismísima Historia provoca ese placer novelesco, ficticio, de sentirnos trasladados a lugares perdidos, a culturas extinguidas que nuestra imaginación vuelve a reconstruir mediante la lectura para hacer visitables. Sería en verdad muy lastimoso que sólo pudiéramos vivir en  el limitado  mundo que cotidianamente nos rodea, y que por desgracia no llega nunca a ser  –como creía Pangloss-- el mejor de los mundos posibles. 

Lo que llamamos  solemnemente la Historia de un país, de una nación, de un pueblo, no es sólo la más o menos larga secuencia de sus fundaciones y destrucciones, de sus gobiernos y sus leyes, de las hazañas de sus héroes y la injusticia de sus déspotas, sino también y quizás sobre todo la historia de su espacio vital, de su entorno, la variadísima historia de sus avenidas y callejuelas, de sus parques y  plazas, de sus iglesias y fortalezas, la perfumada historia de sus flores y frutos, de sus costumbres y sus fiestas, de sus poemas y sus músicas.  Nos interesa más, mucho más, la historia de la belleza que todos los datos y cifras. La historia no es cosa de papeles escritos, de palabras, de números.  La verdadera historia de un país se encuentra en el bullicio de sus calles, en la intimidad de sus casas, volando con sus pájaros, en el agradable frescor de sus fuentes, en la 
alegría de sus fiestas mucho más que en las sangrientas crónicas de las victorias y derrotas de sus ejércitos o en los episodios del fracaso o el éxito de sus industrias y comercios. Y está inscrita también, desde luego, en el múltiple rostro de sus habitantes, de cada uno de sus ilustres o anónimos habitantes. Aunque en nuestro caso –y la mayoría de las postales insistirán en eso— se haya abundado más aquí en la historia de lo inmóvil, de lo inanimado, quizás porque esos sólidos universos de piedra labrada, de mármol, de cemento que el hombre construye para albergar su fervor religioso o sus temores militares, sus placeres mundanos o sus deberes administrativos, resultan siempre menos mutables que nuestras transitorias vidas y  costumbres, y ofrecen por eso un rostro más seguro y confiable a los reclamos de la eternidad. 

Pero ¿es posible con un puñado de postales reconstruir la Historia de un país, o cuando menos la de su arquitectura, la de sus monumentos escultóricos, la de sus ejemplares botánicos, por poner sólo algunos ejemplos? Definitivamente no. O sólo de una manera muy parcial e imperfecta. Las postales son como los sueños: visiones incompletas, fragmentos más o menos inconexos de una realidad tan extensa y malecón habaneroabigarrada como inabarcable, y las que ahora mostramos recuerdan más los pasos deleitosos de un aventurero, el vagabundear errático de cualquier trotamundos que la ambición ordenadora y clasificadora de una empresa científica. Porque nunca es posible visitar todo un país, recorrer íntegramente sus ciudades, detenerse a contemplar todos sus sitios de interés, y es más usual guiarse por la arbitraria veleta del placer, por el azar, por la moneda al aire, que muy a menudo resultan ser mejores consejeros. Ni el más empedernido turista ha podido recorrer toda Cuba, y no por su extensión, que no es tanta (110, 920 kilómetros cuadrados) sino porque  nadie  en su sano juicio sería capaz de proponerse algo así. Tampoco hay que olvidar que Cuba es un archipiélago, y que además de la Isla grande y la Isla de Pinos (o de la Juventud) nuestro territorio cuenta con más de 4 mil isletas y cayos que harían  aún más animado y dificultoso el intento. En realidad ni siquiera los propios cubanos han podido hacerlo. ¿Por qué tendría que hacerlo entonces este álbum? 

En este punto me gustaría hacer un comentario justiciero. A veces he farola del Morropensado que no son precisamente los residentes de un país, de una ciudad, de un barrio, ni siquiera sus acuciosos historiadores, sus estudiosos, sus especialistas, los más capacitados para realizar descubrimientos o recibir gratas revelaciones en el territorio que habitan, sino, por el contrario, los viajeros, los turistas, esos curiosos seres venidos desde las cuatro esquinas del planeta y a quienes una injusta tradición  siempre ha acusado de superficiales, de frívolos, pero cuyas pupilas se hallan generalmente mucho más limpias y abiertas a los encantos de un país que las de aquellos otros más cercanos a quienes la cotidianeidad a veces ha enturbiado o adormecido la mirada. Me ha sucedido que al acompañar a un visitante extranjero por La Habana me he sentido deslumbrado ante lugares a los que por primera vez me acercaba para ver en detalle, para leer una inscripción al pie que antes no había notado, para comprobar el ángulo de una callejuela. Al parecer los había "mirado" cientos de veces pero jamás los había "visto", y mucho menos saboreado como lo hacía ahora, exactamente como si lo hiciera "por primera vez". Y es porque el hábito nos vuelve despreocupados, desatentos. En la propia confección de este álbum – y creo que es hora de decirlo-- he recibido grandes sorpresas que quizás de otra forma no hubiera llegado a disfrutar. Para escribir cada uno de los comentarios que acompañan a estas tarjetas –dirigidos a aquellos que se interesan  por  saber algo más sobre la  imagen que contemplan-- no sólo debí leerme innumerables libros y revistas, consultar viejos mapas, fotografías y grabados antiguos con el fin de evitar cualquier posible error, sino que en muchos casos tuve que hacer averiguaciones "in situ", recorrer intencionadamente muchas zonas de la ciudad que sólo me habían servido de pasaje, de vía. Me vi en la obligación –lo cual no excluye una enorme cuota de placer-- de investigar todo aquello que ya creía conocido, descifrado, y resultó que en ocasiones lo  "conocido" y familiar me reservaba algún misterio. Sentí entonces muy similar deslumbramiento al que debió sentir el forastero que una tarde descubrió entusiasmado estas postales e imaginó este álbum, el italiano Enrico Vergnano. Gracias a él y a la presencia de estas postales pude sentir de nuevo la seducción de mi propio país, lo cual es algo que debe agradecerse. Recordé entonces una 
vieja crónica escrita por Alejo Carpentier al regresar a Cuba después de muchos años y cuyo título reflejaba esa misma sensación de estar viendo lo propio con ojos  nuevos, extrañados: "La Habana... vista por un turista cubano". Sólo que en mi caso, el territorio visitado resultó ser algo  más extenso. 

Otro argumento que permite  reivindicar aún más la cuestionada figura del turista es el hecho de que entre los libros más utilizados en Cuba para saber malecón habanero frente al Morrocómo eran nuestras ciudades, nuestro paisaje, nuestras gentes, siempre han tenido un sitio preferente los diarios, cartas y crónicas escritas por viajeros, comenzando por el Diario de Navegación del propio Almirante. Al menos desde 1543, fecha en que la Corona española convirtió a Cuba en punto de escala y reunión de todos los buques procedentes de América antes de partir hacia la Península, puede hablarse de la existencia de turistas –o proto turistas-- en nuestro territorio, y aunque muchos de ellos fueron sólo simples parroquianos de tabernas, contrabandistas y revendedores, otros de condición más respetable dejaron interesantes testimonios  escritos de sus breves estancias. Algunos fueron incluso hombres muy célebres, como el sabio Alejandro von Humboldt, a quien se ha llamado con razón nuestro "segundo descubridor". 

Lo mismo sucede con respecto a la imagen visual  de nuestro entorno. Cualquiera que haya sido la razón, lo cierto es que la mayoría de los grabados que hoy poseemos de nuestra Isla durante los siglos coloniales fueron realizados por franceses, holandeses, ingleses o españoles, quienes sobre todo a partir del paseo del Pradosiglo XVIII se  ocuparon de documentar y hasta de fantasear con nuestra tropical imagen. Muchas de las vistas de la ciudad o el campo que ahora muestran estas "modernas" postales se hallan fuertemente influidas por la visión de dibujantes y grabadores como el inglés  James Gay Sawkins, o los franceses Eduardo Laplante, Hipólito Garneray y Federico Miahle. Si descontamos los seis aguafuertes realizados a partir de las ilustraciones del inglés Elías Durnford (Six views of the city, harbour and country of the Havana) editados en Londres entre 1764 y 1765, y la serie de doce aguafuertes sobre los dibujos del francés Dominique Serres sobre la toma y ocupación de La Habana por los ingleses, realizada también en Londres en 1763, un año después del acontecimiento, quizás el más notorio antecedente de este humilde álbum de postales fotográficas que ahora hojea el lector se halle precisamente en dos maravillosos libros de litografías titulados "Isla de Cuba pintoresca" y "Viaje pintoresco por la Isla de Cuba" , ambos realizados por Federico Miahle en la primera mitad del siglo XIX y hasta el momento aún no superados. 

Las 100 postales que forman este libro abarcan un período más o menos extenso en el tiempo, y  en cierta medida también en el espacio. El sitio más antiguo del que aquí se ofrece una imagen, el Castillo de la Real Fuerza, fuepaseo del Prado terminado en 1577, y el más reciente, el Hotel Nacional, fue inaugurado el 30 de diciembre de 1930: tres siglos y medio se extienden entre uno y otro.  Sin contar, desde luego, que en el caso de la Naturaleza esta cronología resulta más o menos ridícula e innecesaria: las palmas que aquí se muestran son idénticas a las que crecían en nuestros campos antes de la llegada de La Niña, La Pinta y la Santa María, las carabelas del Descubrimiento. Y lo mismo es posible decirlo del cielo o de las aguas que nos rodean, más o menos ajenas al sucederse de los almanaques.  Por el contrario, la extensión en el espacio resulta mucho más restringida y modesta: La Habana, la capital, se halla privilegiada con más de 60 postales, seguida por cifras mucho menores de Matanzas y de Santiago de Cuba, mientras que del resto del país sólo se muestran algunas vistas de Isla de Pinos, Cárdenas, Varadero, Cienfuegos y Camagüey. Por desgracia, hermosas ciudades y zonas enteras han quedado fuera del panorama simplemente porque el libro no se hizo con un criterio enciclopédico, sino a partir de una colección que nació de un hallazgo fortuito y a expensas de la casualidad. ¿No es también de esta forma como se comportan la mayoría de los viajeros ante la enormidad del mundo? Con seguridad otros libros, otros álbumes, y desde luego nuevas postales deberán ir completando esa imagen total de Cuba que aquí quedó inconclusa. Y acaso es mejor que así sea, porque de lo contrario ¿qué dejaríamos para futuros viajes? 

Orlando Hernández
La Habana, febrero de 1998
 
 

Antiguas fotos hablaran de La Habana

Luis Jesús González 

     A casi cinco siglos de su nacimiento, La Habana puede proporcionar nuevos descubrimientos a sus pobladores, especialmente a quienes la desandan cada día a través de la memoria, imágenes almacenadas durante más de una centuria en los más remotos rincones. 
foto antigua Mediante la magia de la fotografía, el pasado de esta ciudad, herida y amada por sus más de dos millones de habitantes, resurge en el proyecto Un siglo de vida en La Habana, empeño colombiano-cubano de rescatar la herencia gráfica de la urbe. 
     Pero no se trata sólo de acopiar las célebres instantáneas, patrimonio de museos, archivos y coleccionistas, sino también de guardar las estampas familiares de una Habana que pasó y ya no está, única alternativa para un reencuentro con la casa demolida o el traje de novia devorado por las polillas. 
     Atrapada en las redes de la tecnología, la vida de un siglo saldrá de los cajones olvidados a diseminarse ante nosotros como un tesoro inapreciable. La mulata presumida intentará arrebatarnos un piropo, mientras la elegancia tropical desfilará del brazo de apuestos caballeros. 
     La Habana de marquesinas luminosas y fastuosa propaganda comercial fue también la ciudad de carretones de carboneros y limpiabotas; de elegantes salones y desvencijadas fondas; de exitosos banqueros frente a mendigos y pordioseros. Así, de contrastes y luces, fue el pasado de esta urbe, jamás pintada en toda su dimensión. 
     Una ciudad cercada por el mar, donde la arrogancia de sus rascacielos quedó como una paradisíaca postal turística destinada a encubrir la insultante indigencia de Las Yaguas, Llega y Pon o la Cueva del Humo. 
El Prado con sus patinadores; Galiano con sus tiendas; Zanja de chinos aplatanados; o San Isidro, San Leopoldo y El Carmelo, con sus bodegas de asturianos amancebados con mulatas, quedan como escenas de un  tiempo que desfila por esa Habana nostálgica de los abuelos. 
     Un aguacero de fotos renacidas del olvido son trofeos de millones de victorias de artistas voluntarios y anónimos. Triunfo sobre el Cronos en el que emigrantes salvados de Triscornia posan sus ojos en el fogonazo de carburo para quedar con sus pechos erguidos y miradas de conquistadores. Meses después, en una fría y lluviosa aldea de Lugo u Orense, algunas lágrimas resbalarán por las mejillas de las madres o hermanos que allá quedaron. 
     Por esta ciudad por la que pasean turistas embriagados y cubanos empujados por la prisa, también pasó el tiempo al ritmo de los coches de caballos, los ruidosos fotingos, los tranvías pintorescos y los ómnibus de todas las marcas. 
     Sobre sus casas de múltiples estilos y sus barrios surgidos desde su embrión amurallado, queda suspendida la memoria multiplicada en este álbum de una familia cada vez más numerosa. Sonrisas y dolores adheridos a estas calles. Rostros de lo que fuimos y somos los habaneros desfilan por la ruta de un siglo, en un sueño que empieza a definir sus contornos. 

Arqueólogos de las imágenes 

     Oscar Botero, director general de la empresa colombiana VIZTAZ y Alaín, un ingeniero de la cubana PUBLICITUR andan contagiando a todos con su febril enfermedad de regalarle a La Habana su mayor historia familiar. La simbiosis de este dúo de artista antioqueño y computarizado habanero se presenta como la fórmula mágica para transformar la leyenda en memoria colectiva. 
-¿Cómo nace la idea de contar la vida cotidiana de La Habana durante un siglo? 
-Hace unos dos años en Medellín iniciamos un proyecto similar que en unos meses llegó a reunir alrededor de 200 000 fotografías prestadas por la población, algunas insólitas, que al exponerse generaron un interés mayor en la población local y de otras ciudades colombianas, afirma Botero. 
-¿Se trata de coleccionar la obra de profesionales? 
-Nuestro interés es histórico y la historia es también obra de personas comunes, esas que guardan en sus casas decenas de fotos de familia, las cuales, con el paso de los años, forman parte de una. No, los profesionales estarán como los demás, porque forman una época. 
-¿Cuáles pasos ya han dado para materializar este empeño? 
-Cuando planteamos el proyecto recibimos el apoyo de la Oficina del Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal, quien ha puesto a nuestra disposición todas las fotos existentes en sus archivos. Además, sabemos que varias publicaciones y la Biblioteca Nacional José Martí poseen un envidiable patrimonio gráfico de La Habana, aunque nuestro empeño sería insuficiente si nos restringiéramos a las colecciones institucionales. Creo que podemos procesar más de un millón de imágenes, aunque sólo incluyamos unas 3 000 en un CD-ROM, pero de todas maneras estamos convencidos de que contaremos con la exposición más grande que se haya conocido en Cuba, asegura Alain. 
-¿Cómo se organizaría esta exposición? 
-Pensamos en una exposición itinerante por un año, en la que los habaneros puedan apreciar cómo creció y cambió la ciudad a lo largo de más de cien años. 
-Según sus requerimientos, ¿cuáles son las imágenes aceptables?. 
-Todas sirven, porque no se trata de presentar sitios importantes, personajes famosos o hechos notables, esos siempre estarán en los archivos. Lo que solicitamos de los habaneros son las fotos comunes y corrientes en la vida cotidiana de La Habana. 
Juventud Rebelde