La página Hojas al viento (título del primer poemario de Julián del Casal, editado en La Habana en 1890) está dedicada a la divulgación de la poesía y la prosa de Julián del Casal, así como a ensayos, artículos y textos en general sobre su obra y vida. 

"Nuestro escandaloso cariño te persigue"...
                                                 José Lezama Lima

     Que un escritor consiga mantener vivo el interés en su obra a través de generaciones de estudiosos, investigadores y académicos, en general, ya nos dice mucho acerca de la vitalidad de su obra literaria.  Pero que -también a través sucesivas generaciones- el escritor, sus preocupaciones, su obra, sigan siendo motivos para la creación poética, tanto de sus contemporáneos como de sus seguidores, nos indica claramente que se ha convertido en eso que llamamos un clásico
     Julián del Casal y su legado artístico han demostrado un poder de convocatoria que, en la medida que pasa el tiempo, no sólo no disminuye, sino que se acrecienta.  Es esa urgencia la que mantiene vivo a Casal en nosotros (o a nosotros en él).  "Nuestro cariño escandaloso" (como acertadamente lo calificara Lezama) no ha dejado de perseguirlo.  Hoy hemos querido ofrecer una pequeña muestra de ese acoso apasionado.  Los poemas de Mercedes Matamoros, Bonifacio Byrne, Manuel Serafín Pichardo, y de los "dos amigos" guanabacoenses, aparecieron en el número homenaje a Casal de La Habana Elegante del 29 de octubre de 1893.  Hasta donde sabemos no volvieron a publicarse.  Es curioso que un poema haya aparecido con una firma tan enigmática ("los dos amigos") en La Habana Elegante, sobre todo porque es el único de los publicados en el periódico cuyo(s) autor(es) no firma(n) explícitamente.  ¿Quiénes fueron estos "dos amigos"?  El hecho de que, probablemente, el poema haya sido escrito por un sólo autor -su brevedad, sencillez, unidad de estilo parecen confirmarlo-, no hace sino complicar más las cosas.  ¿Se trataría de "dos amigos" que mantenían una relación homosexual?  Esto parece ser bastante plausible si se lee con cuidado el texto del poema.  En efecto, Casal parece ser sólo un pretexto para arremeter contra la hipocresía social.  No es que esa nota no aparezca en otros poemas de los que publicó ese número de La Habana Elegante.  Lo que sucede es que en ningún otro ese tópico adquiere tanta fuerza, ni se vuelve tan insistente. 
     Nuestra entrega la completan textos imprescindibles como los de José Manuel Poveda, José Lezama Lima y Virgilio Piñera.  También se incluyen otros de Abilio Estévez, Sigfredo Ariel, Joaquín Cabeza de León y Francisco Morán.  Esperamos que los lectores disfruten esta entrega y que, al leer los poemas, rindan a su vez tributo personal a la memoria de Casal 
 
 

            A JULIÁN DEL CASAL

dos amigos

           ¿Ya murió...? Pues mejor! No siento duelo... 
      ¿Qué halló en la vida el soñador divino? 
      El abismo insondable de este suelo 
    Y el cansancio que rinde al peregrino. 
           Del eterno dolor la copa amarga, 
    La burla del destino á sus clamores; 
    La triste convicción de hallar muy larga 
    Una existencia sin placer ni amores, 
          El estruendo del mundo y su combate; 
    Todo lo noble con lo vil unido; 
    La mentida ovación que dan al vate, 
    Y hasta el mismo pesar de haber nacido. 
         Con un alma formada por ensueños, 
    divina como un astro y candorosa, 
    No pudo nunca realizar sus sueños 
    En este mundo de egoismo y prosa. 
        Y ya no sufre...! Para siempre mora 
    Bajo los pliegues del eterno manto! 
    ¿Por qué la ingrata sociedad le llora? 
    Atras el luto, el sentimiento, el llanto! 
        Si el sepulcro es su paz y su resguardo, 
    ¿Qué quieres con tu lloro, qué imaginas? 
    ¿Acaso piensas revivir al bardo 
    Para volverle á coronar de espinas? 
        No lo despiertes, por piedad, y olvida, 
    Como siempre... ! Tú sabes,... ¡¡En la fiesta!! 
    Al que miraste indiferente en vida 
    Y hoy de la tumba en el cojín se acuesta. 

                                                                DOS AMIGOS
 Sgo. de las Vegas, Obre. 25, 1893.
 
 

EN EL ENTIERRO DE CASAL

   Atenta muchedumbre conmovida 
     ve pasar en silencio reverente, 
      el sombrío ataud del que doliente 
      encontró pocas flores en la vida. 

      Llora una juventud desvanecida, 
      el triste eclipse de una luz naciente; 
      solo allí el envidioso, internamente imagen de archivo
      a la Muerte le dá la bienvenida. 

      Enemigo de Dios y de su hechura 
      lo mismo es Satanás; con loco anhelo 
      llegar quiso hasta El, y en su amargura 

      de gozo cruel su corazón palpita, 
      cada vez que una nube enturbia el cielo, 
      cada vez que una rosa se marchita. 

    Oct.1893                                      Mercedes Matamoros
 
 

              A CASAL

                       (Elegia) 
 

         Miseria helada, eclipse de ideales,
         De morir joven, triste certidumbre...
           JULIÁN DEL CASAL.

   Yo te debo cantar. Aunque agobiado, 
Mi nombre al tuyo alguna vez unido 
Movió las iras ó corrió aplaudido, 
Y hoy me parece que me quedo aislado 
Al ver que para siempre tú has partido. 

   Mustio y fúnebre está cuanto te ama: 
Al sol le falta luz, fuego á la llama, 
Sollozan los abetos y los tilos, 
Dobléganse angustiados los pistilos 
Y no trina la alondra, sino clama. 

   ¡Cuánto pesar y luto y desconsuelo! 
¡Casal, en nuestras almas cómo ahondas! 
Sólo hallamos gemidos en las frondas, 
Cargada nube en el plomizo cielo, 
Rumor doliente en las obscuras ondas. 

   Al calor de tu Nieve que, cual astro, 
Deja en el mundo luminoso rastro,
Perdurarán lo pálido y lo yerto: viñeta de Sir John E. Millais, P. R. A.
Petronio, en su bañera de alabastro, 
Y Moisés, en su túmulo desierto. 

   La hermosa virgen del país del loto 
Y la deidad fantástica de Kióto 
Rezan por su querido visionario.... 
Ya no hay piedras que brillen, que se ha roto 
Quien las pula, su artista solitario. 

   De sus lechos de nácar, resucita 
En tus cantos la pléyade que asombra: 
Saulo te aclama, Salomé te nombra, 
Las Oceánidas lloran, Moreau grita 
Y suspira La Reina de la Sombra. 

   Tu genio soñador, de goces falto, 
Al fin no tuvo que volar muy alto 
En ese viaje triste y sin segundo; 
Pequeño ha sido y rápido su salto, 
Porque muy poco respiró en el mundo. 

   Sufriste sin luchar, y de la guerra 
No hirió tu ser el vendaval deshecho; 
Que á los que el cielo de su luz destierra, 
No le vienen los males de la tierra, 
La adversidad la llevan en su pecho. 

   No te manchó la sangre del combate, 
Ni te asaltó la ingratitud artera, 
Ni abrió tu entraña la pasión que abate, 
Siempre encontraste un corazón que late, 
Idólatra felíz de la Quimera! 

   Si Venus te hizo presa, yo lo ignoro; 
Yo sé que la Amistad te dió su mano, 
La Admiración, su lauro y su tesoro, 
Y que partió contigo como hermano, 
El Rey del Plectro, sus estrofas de oro. 

   Al llegar el derrumbe de tu suerte, 
Ni aun los Hados dejaron de quererte, 
Y caiste sin queja ni agonía.... 
¡Si supiera envidiar, te envidiaría, 
Porque te quiso amar hasta la Muerte! 

22, Obre. 93.   Manuel S. Pichardo
 
 
 

    PALIDA MORS

    viñeta de Philip Connard, A. R. A.

        A Julián del Casal

     Quién lo dijera!   Como una furia 
cayó la muerte sobre tu seno, 
porque... ¡quien sabe si es una injuria 
el ser poeta, joven y bueno! 

     De tí no tuvo lástima alguna, 
cual no la tienen los aquilones 
del blanco esquife que en la laguna 
conduce alegre dos corazones. 

     ¿Cuál fué tu crimen?   ¿Qué mal hiciste? 
¡Ah! Si te hirieron con saña y dolo, 
es porque siempre te vieron triste, 
es porque siempre te vieron solo! 

     Abrazado al fantasma de tus quimeras 
descendiste á ala fosa, callada y fría, 
porque el cielo ha querido que te murieras 
para aumentar angustias como la mía. 

     Tu recuerdo irá siempre junto conmigo 
aunque mis ilusiones se desesperen: 
la ternura del alma se fué contigo.... 
¡siempre se llevan algo los que se mueren! 

     En tus inimitables estrofas bellas, 
los apóstrofes llenos de pesimismo 
me han parecido siempre que son estrellas 
asomadas al borde de un negro abismo. 

     Como adorables flores guardo tus versos 
y en ellos hallar supe secreto aroma; 
son el ala de un ángel porque son tersos: 
quéjase oculto en ellos una paloma. 

     Se hospedaba en tu numen la fantasía 
como se hospeda el iris en las cascadas: 
tu verso era un asilo que no se abría 
más que para las almas infortunadas! 

     No me fué dable ver tus despojos, 
mas, desde lejos y con la mente, 
arrodillado cerré tus ojos 
y arrodillado besé tu frente. 

     ¿Cuál fué tu crimen?   ¿Qué mal hiciste? 
¡Ah!  Si te hirieron con saña y dolo, 
es porque siempre te vieron triste, 
es porque siempre te vieron solo! 

1893   Bonifacio Byrne
 
 

      JULIÁN DEL CASAL

                            Canto églego

viñeta de John Austen

 Grave compañero, nocturno mastín funeraria 
 que atisbas el Tránsito al brillo de tu lampadario. 
 y doblas tus dobles con lento ademán: 
 dime si le viste, y dime a qué obscura ribera 
 fue el dulce poeta precito en su marcha postrera, 
 Cerbero que espías a los que se van. 

 Aquel heresiarca fue todo de pétalo y cántico; 
 bardo decadente, llevó un dulce nombre romántico; 
 cantó en loa del bien sonatinas del mal; 
 loco de tristeza, gimió su pesar taciturno, 
 flamínea en su frente la lívida luz de Saturno, 
 rapsoda del propio relato fatal. 

 Niño alucinado, previó que se iría temprano, 
 e indolentamente, tendió hacia la sombra su mano, 
 cual vaso vacío al escanciador. 
 Murió para el gozo, que artero un callado verdugo 
 le puso en el vaso, tal como a los magos de Hugo, 
 perenne brebaje de angustia y rencor. 

 Le halló la alborada tallando en zafiro el espacio, 
 lanzando sus hojas marchitas al viento despacio, 
 puliendo en facetas su desilusión; 
 fogoso y doliente, con fuego y dolores del trópico, 
 torvo e intranquilo, debajo de su credo utópico, 
 y con sed de vicios en el corazón. 

 Mas vino la tarde. Nevaba, y un lírico anhelo 
 llevóle a otra senda,bajo otro mirífico cielo, 
 sobre una gran cumbre de Serenidad. 
 Vio egregias visiones: a Saulo en el santo camino, 
 y al bardo del Lacio, gozando su infausto destino, 
 con indefinible voluptuosidad. 

 Y al fin fue la noche. Satán murmuró su trisagio 
 y dijo el ritual. Baudelaire en monótono adagio 
 cantó las antífonas turbias del mal; 
 Volupta fue diosa; Tristeza fue goce y demencia; 
 fue cuerda quebrada de orgasmo y de luto Juvencia; 
 Saturno vertía su lumbre letal. 

 Abrióse una tumba. Cayó como cae una estrella 
 en el infinito, sin más oblación ni otra huella 
 que lívida estela de efímera luz. 
 Divino blasfemo para el que fue odiosa Natura, 
 no pudo en el vago Moriah donde ha11ó sepultura 
 crecer una flor ni elevarse una cruz. 

 Grave compañero, nocturno mastín funerario, 
 que atisbas el Tránsíto al brillo de tu lampadario, 
 y doblas tus dobles con lento ademán: 
 dime si le viste, y dime a qué oscura ribera 
 fue el dulce poeta precito en su marcha postrera, 
 Cerbero que espías a los que se van. 

                                  José Manuel Poveda
 
 

 ODA A JULIÁN DEL CASAL

 Déjenlo, verdeante, que se vuelva; 
 permitidle que salga de la fiesta 
 a la terraza donde están dormidos. 
 A los dormidos los cuidará quejoso, 
 fijándose cómo se agrupa la mañana helada. 
 La errante chispa de su verde errante, 
 trazará círculos frente a los dormidos 
 de la terraza, la seda de su solapa 
 escurre el agua repasada del tritón Men at an Anvil (detalle) de Edwin Austin Abbey
 y otro tritón sobre su espalda en polvo. 
 Dejadlo que se vuelva, mitad ciruelo 
 y mitad piña laqueada por la frente. 
 Déjenlo que acompañe sin hablar, 
 permitidle, blandamente, que se vuelva 
 hacia el frutero donde están los osos 
 con el plato de nieve, o el reno 
 de la escribanía, con su manilla de ámbar 
 por la espalda. Su tos alegre 
 espolvorea la máscara de combatientes japoneses. 
 Dentro de un dragón de hilos de oro, 
 camina ligero con los pedidos de la lluvia, 
 hasta la Concha de oro del Teatro Tacón, 
 donde rígida la corista colocará 
 sus flores en el pico del cisne, 
 como la mulata de los tres gritos en el vodevil 
 y los neoclásicos senos martillados por la pedantería 
 de Clesinger. Todo pasó 
 cuando ya fue pasado, pero también pasó 
 la aurora con su punto de nieve. 

 Si lo tocan, chirrían sus arenas; 
 si lo mueven, el arco iris rompe sus cenizas. 
 Inmóvil en la brisa, sujetado 
 por el brillo de las arañas verdes. 
 Es un vaho que se dobla en las ventanas. 
 Trae la carta funeral del ópalo. 
 Trae el pañuelo de opopónax 
 y agua quejumbrosa a la vista 
 sin sentarse apenas, con muchos 
 quédese, quédese,
 que se acercan para llorar en su sonido 
 como los sillones de mimbre de las ruinas del ingenio, 
 en cuyas ruinas se quedó para siempre el ancla 
 de su infantil chaqueta marinera. 

 Pregunta y no espera la respuesta, 
 lo tiran de la manga con trifolias de ceniza. 
 Están frías las amadas florecillas. 
 Frías están sus manos que no acaban, 
 aprieta las manos con sus manos frías. 
 Sus manos no están frías, frío es el sudor 
 que le detiene en su visita a la corista. 
 Le entrega las flores y el maniquí 
 se rompe en las baldosas rotas del acantilado. 
 Sus manos frías avivan las arañas ebrias, 
 que van a deglutir el maniquí playero. 
 Cuidado, sus manos pueden avivar 
 la araña fría y el maniquí de las coristas. 
 Cuidado, él sigue oyendo cómo evapora 
 la propia tierra maternal, 
 compás para el espacio coralino. 
 Su tos alegre sigue ordenando el ritmo 
 de nuestra crecida vegetal, 
 al extenderse dormido. 

 Las formas en que utilizaste tus disfraces, 
 hubieran logrado influenciar a Baudelaire. 
 El espejo que unió a la condesa de Fernandina 
 con Napoleón Tercero, no te arrancó 
 las mismas flores que le llevaste a la corista, 
 pues allí viste el aleph negro en lo alto del surtidor. 
 Cronista de la boda de Luna de Copas 
 con la Sota de Bastos, tuviste que brindar 
 con champagne gelé por los sudores fríos 
 de tu medianoche de agonizante. 
 Los dormidos en la terraza, 
 que tú tan sólo los tocabas quejumbrosamente, 
 escupían sobre el tazón que tú le llevabas a los cisnes. 

 No respetaban que tú le habías encristalado la terraza 
 y llevado el menguante de la liebre al espejo. 
 Tus disfraces, como el almirante samurai, 
 que tapó la escuadra enemiga con un abanico, 
 o el monje que no sabe qué espera en El Escorial, 
 hubieran producido otro escalofrío en Baudelaire. 
 Son sombríos rasguños, exagramas chinos en tu sangre, 
 se igualaban con la influencia que tu vida 
 hubiera dejado en Baudelaire, 
 como lograste alucinar al Sileno 
 con ojos de sapo y diamante frontal. 
 Los fantasmas resinosos, los gatos 
 que dormían en el bolsillo de tu chaleco estrellado, 
 se embriagaban con tus ojos verdes. 
 Desde entonces, el mayor gato, el peligroso genuflexo, 
 no ha vuelto a ser acariciado. 
 Cuando el gato termine la madeja, 
 le gustará jugar con tu cerquillo, 
 como las estrías de la tortuga 
 nos dan la hoja precisa de nuestro fin. 
 Tu calidad cariciosa, 
 que colocaba un sofá de mimbre en una estampa japonesa, 
 el sofá volante, como los paños de fondo 
 de los relatos hagiográficos, 
 que vino para ayudarte a morir. 
 El mail coach con trompetas 
 acudido para despertar a los dormidos de la terraza, 
 rompía tu escaso sueño en la madrugada, 
 pues entre la medianoche y el despertar 
 hacías tus injertos de azalea con araña fría, 
 que engendraban los sollozos de la Venus Anadyonema 
 y el brazalete robado por el pico del alción. 

 Sea maldito, el que se equivoque y te quiera 
 ofender, riéndose de tus disfraces 
 o de lo que escribiste en La Caricatura
 con tan buena suerte que nadie ha podido 
 encontrar lo que escribiste para burlarte 
 y poder comprar la máscara japonesa. 
 Cómo se deben haber reído los ángeles, 
 cuando saludabas estupefacto 
 a la marquesa Polavieja, que avanzaba 
 hacia ti para palmearte frente al espejo. 
 Qué horror, debes haber soltado un lagarto 
 sobre la trifolia de una taza de té. 
 Haces después de muerto 
 las mismas iniciales, ahora 
 en el mojado escudo de cobre de la noche, 
 que comprobaban al tacto 
 la trigueñita de los doce años 
 y el padre enloquecido colgado de un árbol. 
 Sigues trazando círculos
 en torno a los que se pasean por la terraza, 
 la chispa errante de tu errante verde. 
 Todos sabemos ya que no era tuyo 
 el falso terciopelo de la magia verde, 
 los pasos contados sobre alfombras, 
 la daga que divide las barajas, 
 para unirlas de nuevo con tizne de cisnes. 
 No era tampoco tuya la separación, 
 que la tribu de malvados te atribuye, 
 entre espejo y el lago. 
 Eres el huevo de cristal, 
 donde el amarillo está reemplazado 
 por el verde errante de tus ojos verdes. 
 Invencionaste un color solemne, 
 guardamos ese verde entre dos hojas. 
 El verde de la muerte. 

 Ninguna estrofa de Baudelaire, 
 puede igualar el sonido de tu tos alegre. 
 Podemos retocar, 
 pero en definitiva lo que queda, 
 es la forma en que hemos sido retocados. 
 ¿Por quién? 
 Respondan la chispa errante de tus ojos verdes 
 y el sonido de tu tos alegre. 
 Los frascos de perfume que entreabriste, 
 ahora te hacen salir de ellos como un homúnculo, 
 ente de imagen creado por la evaporación, 
 corteza del árbol donde Adonai 
 huyó del jabalí para alcanzar 
 la resurrección de las estaciones. 
 El frío de tus manos, 
 es nuestra franja de la muerte, 
 tiene la misma hilacha de la manga 
 verde oro del disfraz para morir, 
 es el frío de todas nuestras manos. 
 A pesar del frío de nuestra inicial timidez 
 y del sorprendido en nuestro miedo final, 
 llevaste nuestra luciérnaga verde al valle de Proserpina. 

 La misión que te fue encomendada, 
 descender a las profundidades con nuestra chispa verde, 
 la quisiste cumplir de inmediato y por eso escribiste: 
 ansias de aniquilarme sólo siento
 Pues todo poeta se apresura sin saberlo 
 para cumplir las órdenes indescifrables de Adonai. 
 Ahora ya sabemos el esplendor de esa sentencia tuya, 
 quisiste llevar el verde de tus ojos verdes 
 a la terrna de los dormidos invisibles. 
 Por eso aquí y allí, con los excavadores de la identidad, 
 entre los reseñadores y los sombrosos, 
 abres el quitasol de un inmenso Eros. 
 Nuestro escandaloso cariño te persigue 
 y por eso sonríes entre los muertos. 

 La muerte de Baudelaire, balbuceando 
 incesantemente: Sagrado nombre, Sagrado nombre, 
 tiene la misma calidad de tu muerte, 
 pues habiendo vivido como un delfín muerto de sueños, 
 alcanzaste a morir muerto de risa. 
 Tu muerte podía haber influenciado a Baudelaire. 
 Aquel que entre nosotros dijo: 
 ansias de aniquilarme sólo siento
 fue tapado por la risa como una lava. 
 En esas ruinas, cubierto por la muerte, 
 ahora reaparece el cigarrillo que entre tus dedos se quemaba, 
 la chispa con la que descendiste 
 al lento oscuro de la terraza helada. 
 Permitid que se vuelva, ya nos mira, 
 qué compañía la chispa errante de su errante verde, 
 mitad ciruelo y mitad piña laqueada por la frente. 

    José Lezama Lima
 
 

 NATURALMENTE EN 1930

máquina de escribir

 Como un pájaro ciego 
 que vuela en la luminosidad de la imagen 
 mecido por la noche del poeta, 
 una cualquiera entre tantas insondables 
 vi a Casal 
 arañar un cuerpo liso, bruñido. 
 Arañándolo con tal vehemencia 
 que sus uñas se rompían, 
 y a mi pregunta ansiosa respondió 
 que adentro estaba el poema. 

   Virgilio Piñera
 
 

 EL AMIGO DEL CONDE KOSTIA

 Sale a dibujar los candelabros 
 con aires de soledad. 
 Ansia buscar el pájaro, los corales; 
 era idéntico al ejercicio de su sombra, 
 creó una nave embrujada por sus polvos 
 y no buscó los demonios que huían. 
 Era la ceremonia a los arlequines azules: 
 propuso nieve para proteger la catedral. 
 El purificó los mármoles, las hojas de algún invierno, 
 soñó mercaderes cansados. 
 Amamantó la luna de París con porcelana china, 
 convocó las imágenes, 
 creyó en el reverso de la permanencia 
 y dejó su fantasma por la calle Cuba 
 corriendo tras los ojos 
 de un Mallarmé trasnochado. 

   Joaquín Cabeza de León
 
 

 ERA DURO EL INVIERNO

        Fantasma de Julián del Casal 
 no te parece que boy es demasiado tarde. 
 Mientras se acostaban Juntos 
 en Bélgica en su cuarto y eran 
 novios tormentosos 
 Verlaine el joven y Rimbaud el niño 
 tú escribiste sudoroso cegato 
 tú escribiste sacrificio es obtener 
 ventaja sobre Dios. 

         Cifrada está la lengua desde entonces. 
 La Habana era La Habana 
 no Cantón ilusivo. Joseph Clement Coll: dibujo
 Los primeros tumbos del amanecer 
 siguen llegando al cuerpo. 
 Como antes traspasan las paredes de tiza 
 y el cuerpo está nadando sin molestar 
 a nadie 
 sin tocar a nadie. 

         Sostuviste una conversación 
 a media lengua -- siempre a la mitad -- 
 los desvaídos rostros que miraban a dónde 
 con recelo 
 los labios que volaban y quizás
 no sepa nunca quién me ama

        Ciertas visiones te asustaron 
 a la puerta del cuarto en Mercaderes 
 donde estuve por cierto a punto de vivir 
 y festejar los novecientos siglos 
 de tu muerte súbita 
 o la muerte que tengo adormecida 
 en la calle de Zanja 
 frente a dos o tres chinos 
 con los ojos perdidos 
 y la cabeza ida. 

         No te parece que hoy es demasiado tarde. 

         Cuando se preparaban las citas 
 en el Prado 
 y los hombres se miraban 
 como los relámpagos dormías 
 remoto disfrazado 
 dejándote adular bajo el cielo de Cuba. 

         Ahora estás entre la luz 
 y en Guane o Artemisa como un vaho 
 como un cero a la izquierda 
 en la vida de los vivos 
 y los muertos. 
 Fantasma de Julián del Casal 
 no me dejes este frío a mí. 

   Sigfredo Ariel
 
 

MUERTE Y TRANSFIGURACIÓN

                                              XX

Un día tuve los ojos verdes e inventé el suspiro. Yo-el-de-los-ojos-verdes tocaba a las puertas y suspiraba. Así pretendí enseñarle al hombre de qué Un día tuve los ojos verdes e inventé el suspiro... Odié el sol...modo se cantaba la tristeza. Me fui al campo, lo hice arder. Odié al sol, impedía que mi cuerpo fuera una porcelana perfecta. Odié al sol, hacía sudar. Odié la lluvia del trópico y al cielo de azul insultante, sin alciones. Odié la tierra-hoguera en que me tocó nacer y desterré de mis libros la palabra reverberar. Por supuesto, no alcancé la dicha de poder transformar a la isla en el Edén. Además, me hubiera hastiado del Edén. Yo inventé el suspiro y el hastío. Encerrado en un cuarto de la calle Animas (el cuarto que los amigos, enfermos de tanta salud, llamaban lóbrego), vestido de japonés (por capricho y porque entre otras cosas decidí inventar también la soberbia), me hice príncipe. Súbditos muertos, fantasmas como pajes. Sólo reiné en mi vasto y exiguo reino. Quise unirme a la muerte, ser su primer amor. Fue mi secreto. Sé que muchos perdieron el sueño tratando de iluminar el misterio que me rodeaba. Ahora lo proclamo: fui el primer hombre que quiso morir. Nunca bastará la vida, es pobre, ridícula. Sabores tenues, sonidos monótonos, desvaídos colores. Los placeres que ella ofrece serán siempre mezquinos. ¿Qué vida puede ser aquella que exige ser estricta para ser? Quise unirme con la muerte como quise unirme a la belleza. La busqué hasta en el rincón más miserable de la ciudad. Me transformé en el primer-exquisito-alma-en-pena-de-la-isla. Toqué manos que se tendían, besé ojos y labios, abracé cuerpos que maculaban el mío, y los dejé fríos, inmóviles. Encontré abominable el beso, que es la prueba del fracaso, y a la lujuria, esa madre de la decepción. Iba dejando la belleza-muerte a mi paso. Yo, el primer hombre-epidemia, daba la alegría junto con la muerte. En un instante de revelación comprendí que muerte y belleza terminaban siendo lo mismo. Al verlas venir juntas una noche, finalmente mías, las recibí con carcajadas de dicha. Me cabe la gloria de haber legado a mis insatisfechos descendientes el suspiro, el hastío, la tristeza, la soberbia y la risa. 
 

MANUAL DE TENTACIONES

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Vive en un cuarto de una pobreza que da alegría: apenas una cama, una mesa que amenaza con  derrumbarse, tres sillas viejas y la mesita de noche donde se alinean diez o doce libros, Casal el primero (Casal, o sea, el solitario exquisito, el eternamente joven amante de las chinerías, el Des Eissentes nuestro, Casal). En la cocina, algunos vasos y una jarra con agua cuyo frescor depende  de la benevolencia de los vecinos. Un baño también, con los herrajes mohosos y el espejo roto. El cuarto está al final de una casa de melancólica madera, y luego de él, un patio sin plantas. Vive solo. La soledad lo mortifica, lo abruma, lo confunde, que significa decir, lo seduce y fascina. Es  alto y tiene el pelo revuelto, los ojos grandísimos y oscuros, la nariz orgullosa, los labios entre finos y abundantes (labios admirables, de linaje impreciso). Es hermoso como un dios con edad, un dios de veinticinco años, un dios cuya fe se basara en el gozo del cuerpo. El olor del cuerpo esbelto es el incienso que se ofrece a sí mismo.  No admite más ofrendas, no las necesita.  Vive como si no supiera vivir. De día se esconde y sólo de noche parece despertar.  Cuando lo visito, permanece algún tiempo oculto, tarda en aparecer.  Aunque está ahí, no se sabe que ha hecho acto de presencia hasta después, hasta que mire de un modo especial o haga un gesto. Entonces no estamos en el cuarto pobre.  Mi amigo lo convierte todo en viaje.  Por mares lóbregos o luminosos, largos desiertos, valles, atravesando los Pirineos, al pie del Fuji Yama, entre islas (Sicilia, Capri, Sumatra), en Le Mans, Schonbrunn, San Isidro.  No hablamos, hemos aprendido que el silencio es la mejor comunicación.  A lo sumo, el resplandor de su cercanía anuncia una ciudad; su sonrisa, que nos hallamos entre Escila y Caribdis. Las manos aferradas al timón, disfrutamos el peligro de la lejanía.  Vamos por buen camino, es cuanto exclama en ocasiones.  La noche y el mar forman un círculo cuyo centro está en sus ojos.  Compañero de viaje, nadie como tú conoce el rumbo.  El sueño no te hace trampas, no te lanza al agua.  De regreso, me dejas en el silencio de la casa, pero tú sigues viaje. Veo cómo te alejas, la distancia te empequeñece y te digo adiós con la esperanza de que al siguiente día anuncies el regreso y abras las ventanas del cuarto,  y sonriente des los buenos días como si nada hubiera pasado. 

       Abilio Estévez
 
 

     POBRE CASAL

               a Pedro Marqués de Armas

 ¡Pobre Casal! repiten todos: 
 el comerciante, la prostituta, críticos y niños, 
 el efebo de hermosura escurridiza Lámpara
 que erró por la sombra de cualquiera 
                                       de mis días. 
 ¡Pobre Casal! 
 y las palabras pierden la vehemencia de la manada, 
 retroceden, se desgastan, 
 caen como piedras inútiles en los muros de jade 
 de mi escritorio. 
 La lluvia afila los tejados. 
 En el espejo, el vacío alumbra una parcela 
                                     de Belleza. 
 Me  quedo  absorto junto  a su  piel de  tigre sin 
                                       domesticar 
 que se lleva mis preguntas, 
 todos mis rescoldos. 
 ¡Pobre Casal! Como un arañazo en mis espaldas. 
 Y el aire embadurna de una dulce tiniebla 
 mi cuerpo migratorio, 
 su bóveda oscura haciendo signos invisibles 
                              en la mano de Rimbaud, 
 aderezando los postres de Verlaine, 
 regalando a Baudeluire su túnica, 
 la tos enfebrecida, 
 la médula de la noche 
 en una plenitud de anillo. 
 ¡Pobre Casal! ¿Por qué insisten en la oquedad 
                                           del minotauro, 
 en las llagas del cielo? 
 Soy un dios que ha perdido su esfera 
 y me asedia esta isla imaginada entre los paréntesis 
 de la duda 
 y el césped tierno de todas las ausencias. 
 Soy sagrado. 
 No toques mis visiones, 
 ni mi máscara. 
 No entres en mi cuarto de gladiador auténtico. 
 Me sentaré a la mesa con ustedes. 
 "Mal día es hoy para mí
 Aquí está la nieve, su almendra como un dique 
                                en la calma del naufragio 
 La imitación de Cristo no nos vuelve Cristo. 
 La cruz, el sacrificio 
 no hacen de nosotros, ECCE HOMO. 
 Entre las hojas del libro abierto 
 podemos situar nuestra buhardilla, 
 los clavos, 
 el dolor, 
 la esponja empapada en hiel, 
 pero no olvidar el movimiento pendular 
                                            de la carne, 
 su boca hambrienta, 
 la copa de oro, 
 el lirio que nos tienta. 
 ¡Pobre Casal! Y me arrojan al manicomio de los 
                                          perseguidos 
 No hacen más que aullar su propia pobreza. 
 ¡Pobres, pobrecitos!, cuando despierte con todas 
                                          mis flechas 
 en el centro del laberinto, 
 y juegue con la luz mi mano rota 
 y sostenga una de las puntas del cielo frágil 
                                        de la patria, 
 y mi plenitud resuene en la carcajada, 
 en la sangre incontenible cubriéndolo todo 
 de una chispa preciosa 
 de la brillante pedrería 
 de la muerte, 
 de mi muerfe. 

                         La Habana
                          junio 19-20 1992
 
 

 EN LA TUMBA DE JULIÁN DEL CASAL

                       a esperanza figueroa

¿en la tumba de Julián del Casal? foto de Armando Guerra

  Aquí los desperdicios de la muerte, 
  el aire roto, 
  el cuerpo abrumado por el frío y la sorpresa. 
  ¿Qué nos separa de su vigilia, 
  del secreto paladar de sus demonios? 
  ¿Quién puede asegurar que no somos nosotros 
  los muertos, 
  los que hervimos falsos manjares y tullidos 
                           hasta la risa 
       nos revolcamos entre alimañas que nunca jugaron 
                                          en la nieve? 
  Todo lo que hicimos para arrancar la cera 
                      a sus ojos de muerto, 
  fue inútil. 
  Nada va a devolvérnoslo. 
  Ninguna ternura que soplemos juntos 
  hará que se levante. 
  Todas las flores de la Isla no podrían deshelar 
  su retraimiento. 
  ¿Qué hacemos entonces aquí 
  si no es hacer con la muerte una bebida común? 
  Sospecho que gastó sus días y también los nuestros. 
  Darío nos preguntó dónde estaba Casal y nadie pudo responder. 
  Tampoco lo sé yo, pero "son los días tristes y lluviosos,
  y son las noches largas y sombrías.
  Y he visto lotos blancos de pistilos de oro 
  en los jirones de Puentes Grandes. 
  En cualquier kimono pueden estar sus huesos, 
  en cualquier abanico el exagrama de su frialdad. 
  ¿Dónde está Casal? 
  ¿adónde fueron la sonrisa encristalada, 
  la ciudad de precarios camarotes que no podíamos ver 
  en los espejos de los Pérez de la Riva? 
  ¿Dónde el cenicero, 
  los restos del banquete, 
  el punto de encaje del chiste, 
  el tapiz que contaba nuestra historia, 
                      -frágil como un aneurisma- 
  a la hora de las comidas, 
  cuando la mesa y la calle están a oscuras, 
  cual si hubiesen perdido su aceite, 
  el ardor de las compañías? 
  Vivimos con brujas, entre maleficios y desapariciones. 
  Celebramos aquelarres con la soledad, 
  alumbrados por el silencio. 
  Y en cada misa negra 
  nos bebemos su sangre roja de tigre real, 
  de tuberculoso, 
  de huérfano. 
  Y lo compartimos agradecidos, 
  amorosamente, 
  entre los arrecifes 
  y las columnas 

  vencidas. 

kimono

AUTORRETRATO, OCTUBRE DE 1893

un incensario vacío 
en el suelo manchado por la huella 
de un pájaro desconocido. 
el abanico cerrado aprisiona un cerezo entre sus varillas. 
La mano descansa levemente abierta 
sobre la pierna que cubre un paño de seda. 
No podemos ver el sexo. 
Lo ocultan lejanos, húmedos promontorios 
sumergidos en la encarnizada batalla 
de dos samurais que espejean 
como sables a punto de cortar el aire 
de su apasionada amistad. 
Nos mira desde el daguerrotipo purísimo de su ausencia. 
Con la otra mano se abanica, pone orden 
en las cuerdas vacilantes de la conciencia, 
y se adentra en el oscuro hallazgo de una forma. 
Marfil amarillento su frialdad se avecina, se abanica, 
con la semiseguridad de los muertos 
que tienen los ojos llenos de un agua pútrida 
por haber visto desnudo 
a un niño confabulado con la naturaleza. 

Francisco Morán