jagüey (dibujo de Samuel Hazard)    En La Loma del Ángel seguramente hará evocar tanto la novela Cecilia Valdés como a su creador, el novelista cubano Cirilo Villaverde. Será éste, pues, el espacio dedicado a la narrativa y a los estudios, crítica y artículos acerca de obras y autores destacados de este género. 
   Ofrecemos en esta oportunidad dos cuentos. Ambos son del artista plástico cubano (y habanero)  Hirám Cartaya Hernández quien reside actualmente en Bejucal, provincia de La Habana. Cartaya es graduado de la Escuela Provincial de Artes Plásticas "San Alejandro" de la Ciudad de La Habana.  Cartaya ha asímismo escrito poesía y trabaja en una novela.  Nos complace que sea en esta revista habanera donde se publiquen los primeros cuentos de Cartaya.  Quienes lo deseen pueden hacernos llegar sus comentarios acerca de estos textos que, prometemos, haremos llegar a su autor. 
 
 
Emigrante

Entraron en el blanco territorio de la cama.  Era la misma,la del hueco, la del muelle agresivo: aquella enorme cama que él había heredado de sus abuelos.  Refugiada en lo que aún conservaba de su ropa, ella advirtió un "quiero descansar, estoy rendida" que pretendió ser serio.  Él miró todo el largo de aquel cuerpo desplegado a su costado, la invitación implícita en aquella presencia, y trató de conciliarla con la frase que acababa de escuchar.  Decidió ignorarla.  Sintió, sabía muy bien, que era una frase dicha para ser ignorada; que la firmeza que le faltaba, la secreta ansiedad que dejaba ver, eran más elocuentes que su sentido literal.  Aún así, hubo cierta timidez en la mano que buscó la piel, cierta vergüenza de exhibir un deseo no compartido.  Ella fingió indiferencia, pero se cuidó muy bien de mostrar rechazo.  Los dedos, posados inicialmente en la cintura, comenzaron un suave deslizamiento que terminó en la rodilla, volviendo al centro por el interior de los muslos, entretenidos con el pálido vello que apenas rozaban.  Ella deseó entonces descansar como las nubes cuando llega el tornado, como caballos cerreros, como descansan los que no se han cansado de la vida.  Sus piernas se entreabrieron, su espalda torció su curso, su boca buscó la boca que tenía su respuesta.  Los labios se Mujer en el baño (Edgar Degas)econocieron y saludaron como viejos amigos.  Un tierno mordisco apresó a una intrusa que pretendía una exploración más profunda.  Mientras sufría aquella punzante sujeción, se percató con júbilo de que iba siendo despojada de la menuda ropa que la cubría.  La mano de él modelaba los erguidos conos de sus senos como el alfarero que encentra la arcilla en su torno, queriendo en vano abarcar la robustez de su base para cerrarse luego, en lo más alto, sobre el relieve de la obscura culminación.  Los dientes soltaron su presa y tras un beso de despedida corrió la boca a continuar la labor de las manos.  Estremecida, recibió aquella caricia que la turbaba, dejándola perdida en una zona ambigua donde se debatía entre la mujer que era y la madre que presentía, entre la víctima devorada con su consentimiento y la fuente que ama y entrega.  Recordó a su madre, tantos años ausente, y por un momento imaginó el espacio que la aguardaba en su abrazo.  Una angustia la sobrecogió.  Fue un apretón en el pecho, una extraña mezcla de júbilo y miedo que llegó sin explicaciones.  La tristeza comenzó a replegarse en la medida en que volvía a sus sentidos, en que pasaba de la lejanía de una imagen, de un recuerdo, a la casi palpable realidad de aquel placer.  La tibia humedad que rondaba sus pezones la fue devolviendo al presente. 

Una mano abarcó en un puñado su intimidad y fue el regreso, el triunfo definitivo de lo tangible sobre lo distante.  La emboscada de los dedos se fue cerrando, explorando lo conocido, hasta que uno de ellos encontró y comenzó a recorrer lo más sensible del surco.  También él sintió que una  mano se apoderaba de su virilidad, ignorada hasta entonces.  Comenzó así un diálogo de caricias que unió intenciones, concertó movimientos, fue rompiendo la endurecida corteza de las soledades.  La mano más débil recorría con suavidad la extensión incorporada, mientras la de él se regodeaba en la instigación de aquella fragilidad palpitante.  Sintió entonces ella que la boca llegaba a su centro.  El primer recorrido, calmado y preciso, le arrancó la escasa voluntad que aún conservaba. Frente a ella, en el espejo de la antigua coqueta, la trigueña cabeza se hundía entre sus muslos con hambrienta voracidad.  Los dedos se crisparon entre el corto cabello.  Su cuerpo dejó de obedecerle, entregado a caóticas contracciones que crecían a cada mordisco, a cada succión, hasta llegar a un deleite insoportable, a una descarga tan violenta que parecía adelantar, con el final del placer, algo de lo que sería el final de la vida.  Con suave firmeza le apartó ella, colmándolo de caricias agradecidas.  Contempló él desde su nueva altura la total rendición de aquel cuerpo, la metamorfosis que la saciedad había obrado en la que poco antes fingiera indiferencia.  Tuvo entonces el capricho de provocar nuevamente el desbordamiento de la fina copa.  Con renovada delicadeza acercó sus labios al nido latente.  Esta vez el diálogo, aunque más breve, fue más intenso.  Fuera de sí, aullaba ella y se contraía en espasmos irregulares.  El final le llegó en latigazos sucesivos, como una fuerza ajena que la expulsara de su propia conciencia, dando paso a un derrumbe en que convivían los latidos del placer reciente y escozores de excesiva vehemencia.  Aquel abandono, aquella total rendición, animaron a su autor.  Con la autoridad de una orden colocó él su firmeza en los pálidos labios que la recibieron con besos de bienvenida.  Según recuperaba el aliento, iba ella ingiriendo una mayor porción, retirándose para ofrecer sus atenciones a la sensible punta de la saeta.  La quietud de la primera entrega fue quebrada, tomando él la rienda de su placer y decidiendo, con movimientos de cadera, el tramo que le obligaba a paladear.  Entonces cambió de idea.  Tomándolo por las axilas llevó aquel cuerpo exhausto hasta el confín de la blanca llanura, donde cabeza y cabellos cayeron pendiente abajo.  Entonces vio ella sus facciones invertidas, la cascada de su pelo, el robusto animal que en el espejo trataba de penetrar en un rostro como el suyo. Algo de Bella y Bestia había allí, en la tersura de su cutis y las rugosas bolsas que lo rozaban, entre los dóciles labios y el oscuro y venoso cilindro que los traspasaba, imponiéndoles la forma de su contorno.  Con las manos apoyadas a los lados de aquel cuerpo abandonado, observaba él la insospechada profundidad de aquel sexo parlante, su gula insaciable, e imaginó la expresión escandalizada de quienes conocían aquella sonrisa cordial, aquellos pausados modales, si pudieran ver la función inconfesable a que eran sometidos.  Sentía ya el contacto con la antesala del abismo cuando advirtió un súbito espasmo que convulsionó el pálido abdomen y erizó toda la piel de la que, con ojos humedecidos, trataba de contener un inminente desbordamiento.  Ahora fue el vientre recién salido de su estremecimiento el apoderado de su deseo.  Cambió de sitio.  La carne endurecida buscó la entrada de la carne abierta.  Comenzó una penetración lenta, tortuosa, en que las irritaciones de excesos anteriores, sumados a la natural angostura, opusieron una resistencia inusitada.  Penetraba él con firmeza hasta donde la oposición se hacía excesiva. retrocedía entonces para recorrer con pausado deleite el ámbito ya conquistado, volviendo de pronto, cuando menos se lo esperaba, a embestir con toda su fuerza.  Aullaba ella cual si fuera un puñal la ofrenda que recibía, mientras pedía secretamente a una deidad desconocida el extraño privilegio del propio desgarramiento. Cuando el último reducto fue ocupado los cuerpos se encontraron completamente, se sintieron completamente por primera vez. Enloquecidos, carentes de conciencias individuales, fundaban sin proponérselo un nuevo ser convulso y binario.  Fue un diálogo total, una confesión que ignoraba pudores y secretos: un leguaje con signos y contraseñas capaces de expresar lo todavía no descubierto.  Llegó entonces a un estado sin moral y sin leyes donde la vida, poseída y comprendida totalmente, se plegaba a sus pies en un acto de reverencia. Cabalgando enloquecido hacia su propia gloria comprendió que aquel cuerpo que penetraba hasta lo más profundo era también de algún modo su patria, su destino; que todo lo anterior lo anticipaba y que no quería para su fin otro sepulcro ni otro epitafio.  La amaba, la quería siempre allí, y al caer a su lado, vencedor y vencido, conoció la necesidad de habitar con ella un mismo espacio, una misma continuidad.  Con la última sacudida volvió ella a su día más triste, a la angustia de su encrucijada.  Aquella ternura que acariciaba su vientre exhausto, por saberla condenada, le resultaba molesta, dolorosa. aquella mano de algún modo no estaba allí, ya no era suya.  Mañana partiría hacia otro idioma, hacia otro mundo.  Habían sido años de espera, de ausencias, de lejanía.  El prodigio tan esperado llegaba en el peor momento.  Él aún no lo sabía y aquella noche debía saberlo. 
 

Esperanza:

Quiero pensar que existe todavía. Es por eso que secretamente, obstinadamente, me empeño en buscarla en los lugares en que me gustaría que apareciera.  Revuelvo las sábanas de los primeros encuentros.  Rastreo los calderos, los cubiertos, los torcidos candelabros que alumbraban una olvidada y desnuda comida de amantes.  No me canso de revisar las escasas ruinas que sobrevivieron de aquel tiempo de ruinas y milagros, de recorrer los parques y puertas y muros y árboles y mares que supieron alguna vez disimularnos. 
Últimamente he hallado algunos indicios.  Esta mañana, por ejemplo, encontré un recuerdo feliz y limpio que olía como si fuera reciente. Regados por la casa, en distintos rincones, he encontrado pequeños objetos - macetas, muñecos, tazas de té -- que bien pudieron haber sido comprados con amor.  En un papel muy sucio de olvido encontré un poema. Era un poema ambiguo, de una ternura muy primitiva; un torpe poema leído bajo la suerte de un mal tiempo que nos mantuvo a salvo de toda despedida. 
He creído incluso ver algo de ella (Loca idea, lo confieso avergonzado) en la esposa que pretende ordenar el torbellino; reglamentar la locura; dividir, clasificar y poner precio al cielo, pero que en algún momento se descuida y sonríe, y entonces, aunque de inmediato recobra su expresión reglamentaria, mi esperanza se aferra a ese destello para decirme que tal vez, en algún sitio que ignoro, puede ser que exista todavía. 

1998 

    Hirám Cartaya Hernández