|
CRÓNICA SEMANAL
El invierno comienza a reinar. Tras largos meses de calor, las primeras ráfagas de frío se han hecho sentir, extendiendo en la atmósfera una neblina flotante que parece absorber los olores acres que la tierra exhala, en esta época, por sus poros abiertos. Como el mar está alborotado en estos días, no se respira más que olor de salitre, de algas y de espumas. El viento se encarga de esparcirlos por toda la población. Hasta el sol no hiere la vista, porque el frío atenúa su color purpúreo y lo amarañuela cada día más. Las hojas de los árboles, si no amarillean, se desprenden de las ramas, alfombrando las alamedas. Todos los objetos de la naturaleza adquieren nuevos aspectos porque se revisten de matices delicados, perdiendo lentamente esos colores puros que sólo agradan en los tapices orientales y en las porcelanas japonesas.
De todas las ventajas que el frío nos proporciona, la más agradable, después de la falta de calor, es la del silencio que reina en las calles especialmente a la hora en que empieza a obscurecer. Bajo el ala sonora del viento se extingue todo ruido comercial. Al ocultarse el sol, ya no se oye más que el rodar de los coches y los últimos sones del Angelus. Los transeúntes se hacen cada vez más raros. Los pocos que transitan, envueltos en gabanes obscuros o metidas las manos en los bolsillos, lo hacen de prisa, como si temieran llegar tarde a la cita de una mujer impaciente que, irritada por la tardanza, deshojará las flores de su corpiño o quebrará las varillas de su abanico.
Las mujeres se visten mejor en estos días. Despojándose de sus trajes de olán, que las despoetiza en las calles, porque les da un aspecto demasiado familiar, se visten de otros más elegantes, hechos de telas gruesas que se adaptan mejor al cuerpo y marcan perfectamente la belleza de sus formas. Ninguno de estos trajes es blanco, rosa pálido o azul celeste, tres colores que parecen entrar en la fabricación de los géneros que se destinan a estos países, a juzgar por el abuso que se hace de ellos. Ahora los trajes que se ven, siendo más elegantes, porque son más sencillos, tienen diversidad de colores, predominando el verde aceituna, el mamoncillo, el rojo quemado, el gris acero, el azul Prusia y el negro mate, los cuales se mezclan a otros de matices adecuados.
¡Ojalá que el invierno se prolongara muchos meses, que el cielo permaneciera siempre nublado, que no hubiera más astro que la luna, que no se escuchara más voz que la del viento entre las hojas secas y que la nieve principiara a caer, colocando sus arandelas alrededor de los troncos de los árboles, poniendo sus caperuzas sobre las montañas eternamente verdes y empezando a extender los pliegues del sudario en que todos nos hemos de abrigar!
¿Qué mejor mortaja que la de la nieve puede ambicionarse en un pueblo que bosteza de hambre o agoniza de consunción?
* * *
En la noche del sábado último, se verificó un gran baile, en los salones de La Caridad del Cerro, al que asistieron muchas damas hermosas y caballeros elegantes.
Desde la diez, hora en que empezó el baile, hasta la madrugada, momento en que terminó, numerosas parejas se deslizaban a los acordes de la orquesta, por el pavimento suntuoso del salón, siendo imposible distinguir, en aquellos momentos, más que cabezas femeninas estrelladas de diamantes; brazos escultóricos, ceñidos de brazaletes; y hombros masculinos, blanqueados de polvos de arroz.
Entre las personas reconocidas a la terminación, recordamos a las señoras Pintó de Chacón, Jorrín de Forcade, Cárdenas de Ojea, Marquesa del Real Socorro, Condesa de Fernandina, Deville de Cay, Galarraga de Moliner, Murias de Laguardia, García de Delgado y a las señoritas María Ojea, Paulina Güell, María Cay, Josefina y Elena Herrera, Rosa Carbonell, María Carrillo, Julia Heymann, María Edelmann, Consuelo Cabello, Hortensia Delgado y Esperanza y Silvia Moliner.
* * *
BLANCO Y NEGRO
(POR JULIAN DEL CASAL)
I
Sonrisas de las vírgenes difuntas
En, ataúd de blanco terciopelo
Recamado de oro; manos juntas
Que os eleváis hacia el azul del cielo
Como lirios de carne; tocas blancas
De pálidas novicias absorbidas
Risas de niños rubios; despedidas
Que envían los ancianos moribundos
A los seres queridos; arreboles
De los finos celajes errabundos
Por las ondas del éter; tornasoles
Que ostentan en sus alas las palomas
Al volar hacia el sol; verdes palmeras
De les desiertos africanos; gomas
Arabes en que duermen las quimeras;
Miradas de los pálidos dementes
Entre las flores del jardín; crespones
Con que se ocultan sus nevadas frentes
Las huérfanas; enjambres de ilusiones
Color de rosa que en en su seno encierra
El alma que no hirió la desventura;
Arrebatadme al punto de la tierra,
Que estoy enfermo y solo y fatigado
Y deseo volar hacia la altura,
Porque allí debe estar lo que yo he amado.
II
Oso hambriento que vas por las montañas
Alfombradas de témpanos de hielo,
Ansioso de saciarte en las entrañas
Del viajador; relámpago del cielo
Que amenazas la vida del proscripto
En medio de la mar; hidra de Lerna
Armada de cabezas; infinito
Furor del dios que en líquida caverna
Un día habrá de devorarnos; hachas
Que segasteis los cuellos sonrosados
De las princesas inocentes; rachas
De vientos tempestuosos; afilados
Colmillos de las hienas escondidas
En las malezas; tenebrosos cuervos
Cernidos en los aires; homicidas
Balas que herís a los dormidos ciervos
Al borde de las fuertes pesadillas
Que pobláis el espíritu de espanto;
Fiebre que empalideces las mejillas
Y el cabello blanqueas; desencanto
Profunda de mi alma, despojada
Para siempre de humanas ambiciones;
Despedazad mi ser atormentado
Que cayó de las célicas regiones
Y devolvedme al seno de la nada...
¿Tampoco estará allí lo que yo he amado?
* * *
Dos bodas se han celebrado en estos días:
La de la señorita Micaela Martínez Dotres, joven distinguidísima y hermosa con el Sr. D. Eduardo Bellido, miembro de una apreciabilísima familia matancera; y la señorita Julia Núñez, no menos hermosa y distinguida, con el Sr. D. Belisario Martínez, también de buena familia.
Muchas personas de nuestra sociedad elegante acudieron a ambas ceremonias.
Deseamos a los desposados el mayor número posible de satisfacciones.
* * *
Podemos asegurar, por cartas particulares, que el gran violinista cubano Rafael Díaz Albertini no vendrá a pasar este invierno entre nosotros, porque está contratado, en unión de Saint Saens, para dar una serie de conciertos en varias poblaciones francesas, alemanas y holandeses, donde su fama había inspirado el deseo de oírlo tocar.
Entre los conciertos dados, el más notable ha sido el que se verificó en Sttugart, para inaugurar la estación y el que se efectuó en Boulogne-sur-Mer, a beneficio de un Asilo Nocturno, los cuales han servido para comprobar su reputación y añadir una hoja más a la corona de laureles.
«Albertini -- dice el Landes Zeitung de Sttugart, en su número del diez de octubre último --, abrió la velada con el concierto en re menor de Wienawsky. El célebre violinista español se mostró en su instrumento consumado maestro y a la altura de su reputación. Posee un estilo peculiar y el sentimiento y los rasgos del artista dominan al auditorio por su exquisita originalidad. El elegante manejo y la seguridad del arco, la sorprendente afinación, la pureza del sonido y la maravillosa facilidad con que vence las mayores dificultades superan a todo elogio. La sala premió al artista con aplausos entusiastas que más tarde fueron atronadores, cuando se presentó de nuevo a ejecutar Gondoliere y Perpetuum Móbile de Franz Ries.>>
Con motivo del segundo concierto mencionado, La France du Nord, al hablar de dicha fiesta, se expresa así respecto de nuestro afamado compatriota :
<<Después de la ejecución de la Pavana de Proserpina, trozo igualmente notable por el arcaísmo rebuscado de su estilo y la preciosidad solemne del ritmo, el número 4 del programa nos dio a conocer al señor Díaz Albertini, que es, en el violín, uno de los virtuosos más brillantes y de mejor estilo de nuestra época. Este año hemos visto desplegar por la escena del Casino y del Teatro, un número considerable de violinistas de considerable talento, recomendándose a la admiración de los auditores por las más raras y preciosas cualidades; pero, no vacilamos en declararlo muy alto, ninguno, sin exceptuar a Vrardot y a Wolf, ha sabido, desde las primeras notas, apoderarse más completamente del auditorio entero, por la pureza cristalina de las notas, la delicadeza exquisita unida a la notable seguridad y a la maestría potente del arco de su violín.>>
«Si las dos primeras de esas cualidades se revelaran en la ejecución de una Habanera deliciosa, como en la introducción y rondó caprichoso, la tercera se ha manifestado en el solo del preludio del Diluvio, una de las páginas más expresivas que han salido de la pluma de Saint-Säenz.>>
Todo lo que añadiéramos de nuestra cosecha resultaría pálido al lado de los elogios transcritos que, unidos a otros muchos que no hemos tenido el gusto de leer, se le han tributado a nuestro primer artista, bajo cuyo arco nacen ruiseñores y a cuyas plantas llueven rosas.
* * *
Ya que de música se trata, daremos la noticia de que el joven Alberto Falcón, alumno pensionado por el Conservatorio de Música de esta ciudad, ha conseguido ingresar en el de París, después de brillantes oposiciones, en las que ha demostrado sus notables aptitudes y sus conocimientos musicales.
También se asegura que White, el notable violinista, y Villate, el célebre compositor, llegarán dentro de poco a esta capital, adonde permanecerán algunos meses.
* * *
Durante las noches anteriores, se ha venido representando, en nuestro primer teatro, un drama inconmensurable, llamado El Conde de Montecristo, extraído de la popular novela que todo el mundo ha leído en la juventud.
Tanto el drama como la novela, pertenecen a esa categoría de obras que gustan, si se leen, pero que no dejan en el ánimo ninguna impresión. Son como esas mujeres que nos encantan un momento y luego nos olvidamos para siempre de ellas. Después de visto ese drama, no se puede decir que sea detestable, pero se reconoce que se ha perdido el tiempo empleado en verlo representar.
El gran atractivo de este drama ha sido la exhibición de algunas decoraciones que, sin ser de mucho valor, resultaban nuevas y agradables a la vista de los espectadores.
Mucha gente, en todas las representaciones.
Aplaudidos los artistas.
* * *
De la última novela de Paul Bourget, que se llama, como saben nuestros lectores, Un Corazón de Mujer, extraigo lo siguiente para concluir.
Nuestros sentimientos no mueren en nosotros sin haber luchado por la existencia con todo lo que contiene de savia interior.
Recomendamos su meditación a los que aplican frecuentemente el calificativo de inconstantes.
El País, domingo 2 de noviembre de 1890, Año XIII, Núm. 260.
CONVERSACIONES DOMINICALES
ALBERTINI (1) Y VILLATE (2)
Ya están entre nosotros. Después de larga ausencia, tanto más sentida cuanto más prolongada, han vuelto a la tierra natal, deseosos de calentarse a los rayos de nuestro sol. Tan intenso es el frío del extranjero que llega a veces hasta el corazón. Entonces se busca en vano abrigo por todas partes. No hay leña bastante en ninguna chimenea para entrar en calor. Es un frío que se siente de dentro hacia afuera, no de afuera hacia adentro. Quien lo haya sentido me podrá comprender. Agotados los medios empleados en casos análogos, el recuerdo de la Patria, traído por la cavilación, se presenta de improviso. Es como un médico sapientísimo que llega a tiempo, seguro siempre de que, con su ciencia, hará desaparecer nuestro mal. Tan pronto como su imagen se presenta en el umbral de nuestra memoria, experimentamos el deseo de abandonar el lecho de muerte en que tiritábamos. Hasta nos sentimos con fuerza para ir en busca de los medicamentos. Hay tanta bondad en su rostro, tanta unción en sus palabras, y tanta confianza nos sabe inspirar que después de su primera visita, torna el color rosado a nuestras mejillas pálidas y el vigor antiguo a nuestros músculos debilitados.
Esta enfermedad del espíritu, conocida por el nombre de nostalgia, ha hecho regresar a nuestra patria, en la semana expirante, a dos de sus hijos más ilustres. Se llaman Rafael Díaz Albertini y Gaspar Villate. La vuelta de esos hermanos ausentes ha regocijado a todos. No ha sido la del hijo pródigo que, por correr tras engañosos placeres, abandonó a sus padres ancianos; sino la del obscuro estudiante que salió de la casa paterna, en edad temprana, para ir a ganarse la subsistencia en países extraños. De cuando en cuando el Correo traía noticias de ellos. Pero se limitaban a contarnos que gozaban de buena salud. Nada nos decían de sus progresos en las aulas; y, sin embargo, confiábamos en que saldrían triunfantes de todos los combates. La esperanza no nos engañó. Un día, se supo que Albertini transportaba las llamas desconocidas, en las notas de oro de su violín, al paraíso azul del Ideal y que Villate, por medio de sus creaciones, iba ascendiendo a la Cumbre Sagrada, donde la Gloria aguarda a sus elegidos. Los triunfos de ambos artistas no han sido simultáneos, pero ahora me falta tiempo para ponerme a confrontar fechas. Hablo solamente de dos cubanos que regresan a su patria, después de haberla representado dignamente en países civilizados. Tampoco ignoro que no es ésta la primera vez que vuelven a abrazarnos. Siempre que las fatigas del triunfo los han arrojado en brazos de la nostalgia, han querido venir a reanimarse entre nosotros. Sólo aquí anhelaban ver el reverdecimiento de sus viejos laureles. Cada vez que tornan, vuelven más opulentos de gloria. Así es que, después de saludarlos, tócame hoy hablar extensamente de ellos.
* * *
No conozco personalmente a ninguno de los dos. Quizás haya oído tocar a Albertini en mis primeros años. Pero no conservo memoria alguna de esa edad. El tiempo hace con nuestros recuerdos de dicha lo que la borrasca con las flores de un jardín. Después de arrancarlas de raíz, las dispersa a lo lejos. Sólo quedan en pie los árboles, pero despojados de sus hojas verdes. El jardinero; a la mañana siguiente, sale a prodigarles sus cuidados. Y al contemplar la catástrofe, se queda petrificado de dolor. Podrá luego recordar algunas de sus flores, pero olvida de seguro a muchas. Dejad correr los años; si le preguntáis por las plantas de aquel jardín, éste se le presentará solamente bajo el aspecto de un pedazo de tierra devastado, donde una mañana el viento silbaba lúgubremente entre los árboles escuetos, donde el suelo estaba alfombrado de plumas de nidos y donde el sol vertía melancólica claridad. Tal vez recuerda alguna violeta que, por haber cobijado su cáliz morado bajo una mota de musgo, logró salvarse de la tempestad. Así obra el tiempo sobre nuestra memoria. Después de haber vivido algunos años las impresiones agradables se borran por completo, dejando libre el sitio para que se eternicen las más dolorosas. Apenas si se recuerda la imagen de la madre muerta hace muchos años, que, como aquella violeta en medio de aquel jardín, se levanta entre tanta ruina, entre tanta amargura y entre tanta soledad.
Mas si no conozco personalmente a ninguno de los dos artistas que acaban de llegar, he contemplado sus retratos, los cuales nos inspiran simpatías, hacia los modelos, y he leído algo acerca de la vida de ambos, lo cual me basta para completar el concepto que tengo formado de ellos.
El retrato de Albertini se encuentra en una de las mejores fotografías habaneras. Está retratado de pie, vestido sencillamente, sin ninguna compostura, de la manera que uno se debe retratar. Tal como está allí debe ser en la intimidad. La coquetería masculina, la más insoportable de todas, no resplandece en él. Basta arrojarle una mirada, para adivinar que es un artista. El rostro, más que el de un cubano, parece ser el de un italiano. Es de color rosado mate, iluminado por soberbios ojos negros. La mirada es clara, soñadora e inteligente. Encima del labio superior, se ensancha el bigote obscuro sedoso y espeso. Corona su cabeza un gorro de pieles, bajo el cual se despeña la cascada de su cabellera de artista. Tiene echado sobre la espalda un magnífico abrigo de paño marrón, guarnecido de pieles, que sujeta ligeramente con las manos, dejando ver la delantera de la levita y el cuello la blancura aporcelanada, del cual surge en forma de mariposa, el lazo de la corbata.
Tratándolo de cerca, no debe producir ninguna desilusión. No hay hombre grande, decía Napoleón, que no resulte pequeño para su ayuda de cámara. Pero esta observación, tan vieja como el mundo, sólo resulta cierta si se la sigue al pie de la letra, porque sólo los ayuda de cámara pueden imaginarse que los hombres superiores, por este solo hecho, están exentos de defectos inherentes al resto de los mortales. Todos los hombres, estando formados del mismo barro, llevan dentro de su naturaleza un número de virtudes igual a otro de defectos. Sólo que estos últimos se dividen en dos clases: los soportables y los insoportables. Muchos hombres que se nos antojan absolutamente virtuosos, no lo son nunca en realidad, sino que tienen defectos ocultos o que nuestra vista no alcanza a descubrirlos. En cambio en el hombre más perverso, si nos detenemos fríamente a analizarlo, encontrará nuestra mirada excelentes cualidades desconocidas.
Delante del retrato de Albertini, más que en la citada observación, he recordado la de la reina de Rumanía en presencia del difunto rey de Baviera, a quien deseaba conocer y de quien se le habían contado anécdotas repugnantes. La reina sólo había visto el retrato del Rey Virgen y se negaba a creer lo que le contó un reptil, disfrazado de ministro bávaro. Solicitó ver al rubio soberano y éste le negó la audiencia. Pero la reina, mujer experta en el arte de juzgar a los hombres, no lo condenó por tal negativa. Limitóse a esperar que la casualidad, única que podía proporcionarle la dicha de contemplarlo, porque el bello monarca se negaba a soportar la tiranía de la faz humana, se lo trajera a su presencia. Al cabo de algún tiempo logró verlo en Hungría, en casa de un mercader judío, adonde el príncipe solía ir de incógnito a comprar objetos antiguos para la decoración de sus siete castillos. Después de satisfacer su curiosidad, cuéntase que la soberana, al llegar a su palacio, escribió en su álbum íntimo la siguiente observación que hoy figura en su libro de Pensamientos y que dice poco más o menos: Mirar siempre el rostro; el alma no es diferente. Por eso, al ver en la fotografía el bello semblante de nuestro eminente violinista, he pensado que su alma debía ser más bella aún.
Contemplando el de Villate, sin tener noticias de su vida, se engaña el contemplador. Pero el engaño, al desvanecerse, acrecienta las simpatías en pro del original. Al fijarse en aquella frente espaciosa, surcada de arrugas; en aquella cabeza artística, cubierta de cabellos grises; en aquellos ojos geniales, saturados de melancolía; en aquellas espaldas ligeramente encorvadas, que parecen haber querido transportar montañas; y en aquella sonrisa agradable, pero triste a la vez, imagínese uno que contempla un sexagenario, más bien que un artista que no llega a los cuarenta años. Y ese envejecimiento prematuro, no del espíritu, sino del cuerpo es uno de sus mejores blasones. No es el envejecimiento del libertino que ha dejado su juventud en brazos de hetairas parisienses, sino del artista que ha sacrificado su existencia en aras de su ideal. De las cualidades que enaltecen al creador de La Czarina, esa consagración al arte es la más bella de todas. Puede decirse, por la que cuentan sus biógrafos, que no ha tenido juventud. Desde la aurora de su razón, a esa edad en que muchos encuentran pequeño el mundo para gozar los placeres, nuestro ilustre compatriota se entregó al estudio de la música, para entregar más tarde al Universo sus creaciones. Nunca buscó para ellas, el aplauso de la multitud sino el de los inteligentes. Una llamada a la escena, al final de un estreno, ha tenido siempre para él menos importancia que el elogio más insignificante de una pluma competente en materia musical. De ahí que sus obras, superiores a muchas que se fijan en los carteles, se glorifican todas las noches y se esparcen por el mundo entero, no hayan sido, ni sean, ni serán nunca, populares.
* * *
Los talentos de ambos artistas, distintos por naturaleza, son igualmente admirables. Desde un punto de vista, el de Villate resulta grandioso, porque es talento creador. Quien lo tenga, ha de ser un hombre excepcional. Pero el de Albertini, considerado desde otro punto, aparece más noble que el otro. El del primero aspira a conquistar para sí sólo, por medio de obras originales, la gloria universal, y el del segundo, en alcanzar esa misma, no tanto para la obra propia como para las ajenas. Aquél impone al mundo sus concepciones, y éste las de los demás. Uno es el astro y el otro la nube que lo hace resplandecer. A pesar de esto, el último puede también crear, valiéndose de su instrumento. Hay algunas bellezas ocultas para la inmensa mayoría en ciertas composiciones, que sólo la destreza del ejecutante pudiera revelárnoslas.
Siendo la música una especie de idioma universal, comprensible para todas las razas y hablado en todos los climas, los dos artistas pueden contar en las diversas regiones del globo un número desconocido de admiradores.
Esta ventaja tienen los músicos, lo mismo que los pintores, sobre los poetas. Albertini dispone también de medios más fáciles que Villate para comunicarse con los públicos de todos los países civilizados. Para hacerlo, no tiene más que contar con su propia voluntad. Bástele presentarse, con su instrumento favorito para ser acogido bien en todas partes. Su reputación es universal. Terminados sus estudios, en París, donde consagró su nombre, ha ido de nación en nación, contemplando diversos paisajes, traspasando diversos horizontes, encontrando diversas gentes y hablando diversos idiomas, y alcanzando en todas partes, como puede verse en los diarios extranjeros, diversos triunfos.
* * *
Mientras descansa Villate, como un gladiador cansado, en el seno de la casa paterna, de las fatigas crueles de la lucha por la gloria, disponiéndose a volver de nuevo a la arena y a crear obras maestras que trasmitan su nombre a la más lejana posteridad, mientras otras aplaudidas hoy vayan desapareciendo, cual hojas secas, en los mares sin olas del Olvido, dispongámonos a asistir, en breve plazo, al primer concierto de Albertini, que ha plantado, por algún tiempo, su tienda entre nosotros, que será de seguro el héroe de nuestras fiestas y que nos trae, en cada una de las cuerdas de su instrumento, el secreto maravilloso para lograr el olvido momentáneo de profundas e incurables tristezas.
ALCESTE
El País, 10 de enero de 1891..
|