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Jorge Mañach integró también el Grupo Minorista. Obtuvo los doctorados en Derecho Civil (1924) y en Filosofía y Letras (1928) en la Universidad de la Habana. Fue uno de los fundadores de la Revista de Avance (1927-1930) y colaboró en la revista Social. Fundó en 1932 el programa de radio la Universidad del Aire, con el propósito de difundir la cultura. Estuvo entre los fundadores del ABC, organización política que combatió la dictadura de Gerardo Machado, y fue director del periódico Acción (vocero del ABC) de 1934 a 1935. Fungió como Secretario de Instrucción Pública en 1934 durante el gobierto de Mendieta. Vivió exiliado en los Estados Unidos desde 1935 hasta 1939. Durante esta etapa, Mañach trabaja en la Facultad de Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad de Columbia en Nueva York siendo nombrado director de Estudios Hispanoamericanos en el Instituto de las Españas de dicho centro docente, donde perteneció al consejo de redacción de la Revista Hispánica Moderna. De vuelta a Cuba se le nombra delegado a la Asamblea Constituyente (1940). Fue profesor titular de la cátedra de Historia de la Filosofía de la Universidad de la Habana y ministro de estado el período final del gobierno constitucional de Fulgencio Batista (1944). Es uno de los dirigentes del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). En 1957 marcha a España y regresa a Cuba en 1959. En 1960 sale de Cuba y da inicio a su último y definitivo exilio. Al morir, el 25 de junio de 1961 en Puerto Rico, era profesor de la Universidad de Río Piedra. Entre sus obras más importantes figuran: La crisis de la alta cultura en Cuba [Conferencia], publicada en la Habana por la imprenta La Universal en 1925, //Estampas de San Cristóbal [Ensayo], Editorial Minerva, La Habana, 1926.// La pintura en Cuba. Desde sus orígenes hasta nuestos días.La Habana, Sindicato de Artes Gráficas, 1926.// Indagación del choteo [Conferencia], Revista de Avance, 1928.y Martí, el apóstol. Madrid, Espasa-Calpe, 1933. Hemos tomado la información para este resumen de la vida y obra de Mañach, del tomo II del Diccionario de la literatura cubana, pág. 545-47,Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980.
Si algo caracterizó a Mañach fue su vocación de servicio. Ensayista agudo y conocedor como pocos del carácter y la naturaleza del cubano, su obra demanda, hoy más que nunca, una lectura atenta y cuidadosa. La Habana Elegante ha querido conmemorar modestamente el centenario de su natalicio y se complace en ofrecer la segunda parte de la conferencia de Mañach La crisis de la alta cultura en Cuba, que fue pronunciada por su autor en 1928 ante los miembros de la Sociedad Económica de Amigos del País. Culmina así el homenaje que hemos tributado a nuestro compatriota durante 1998.
LA CRISIS DE LA ALTA CULTURA EN CUBA
II
A nadie se le oculta que nuestra Universidad, salvo alguna que otra excepción rezagada del tiempo antiguo, no es muy rica en eminencias. El scholar, el savant de las universidades extranjeras, es ave rara en nuestras cátedras. En las facultades liberales sobre todo, es decir, en aquéllas donde la aptitud es puramente académica y no se deriva ni se fortalece del ejercicio exterior de una profesión, nuestros catedráticos, por regla general, son fatuas luminarias cuya suficiencia no corre parejas con sus pretensiones. Su ciencia es parva y, las mas de las veces, deplorablemente retrasada en el contenido y en los métodos. La enseñanza allí padece de una externidad, de una superficialidad, encarecida por el alarde verbal. La sensibilidad fina, la erudición al día, el buen gusto expositivo, brillan por su ausencia. En unos cursos se estudian textos extranjeros antiquísimos; en otros, textos locales, del mismo profesor, que no tienen siquiera ortografía. La doctrina se dispensa en dosis homeopáticas, con criterios y programas rutinarios, y frecuentemente, a manera de concesión adusta o de paréntesis ingrato en otras faenas, por personas que no tienen o la vocación didáctica, o la competencia, o la madurez reque- ridas. Un programa general de enseñanza que es de lo más absurdo, estrecho y escolástico que darse puede; un régimen que inhibe a la Universidad de toda iniciativa trascendental, que la supedita en gran medida a inexpertos criterios administrativos, que la constriñe a la economía de una dotación precarísima y que la expone, además de hecho, a las influencias gubernamentales y políticas, acaba de hacer completamente inerme, y hasta contrarios a los libérrimos intereses de la cultura, el más alto centro docente de la República, trocando así en ancla lo que debiera ser proa de nuestros anhelos renovadores.
¿Cómo sorprenderse, pues, de que aquellas disciplinas que por tradición y por natural índole suelen tener su más sólido asiento en las universidades, anden entre nosotros tan sumidas y desmedradas? La Filosofía, la Historia, las Ciencias Naturales y Exactas, la Filología, la Erudición y Crítica Literarias apenas si tienen en Cuba, fuera de la Universidad, esforzados que las divulguen con amor y suficiencia. Si en la Universidad los hay, tan escasos son sus arrestos, tan exigua su confianza en si mismas, tan recatada su modestia, que ni se resuelven a llevar sus enseñanzas al libro, contentándose con ejercicios de seminario y discursos de veladas. Así se da entre nosotros, repito, el triste caso de que, lejos de ser nuestra Universidad el refugio de toda especulación desinteresada, el foco de toda luz superior, el ejemplo y recurso de las vocaciones intelectuales, el representante máximo, en suma, de nuestra cultura -- lejos de ser todo eso -- constituye como un índice de nuestro alarmante utilitarismo y de nuestra pavorosa inercia para las cosas del espíritu.
Esa falta de ejemplaridad allí donde debían establecerse las pautas de valoración intelectuales y los más altos niveles del esfuerzo culto, ha contribuído mucho a favorecer el descenso en otros sectores extrauniversitarios del pensamiento. Reparad, si no, en la crisis que también sufren entre nosotros la oratoria, el periodismo, la ideología, las letras. Cuba fue durante todo el período especulativo y ejecutivo de su historia un pueblo pequeño de grandes oradores. No es preciso, para corroborar el aserto, más que mentar los nombres de Cortina, de Figueroa, de Martí, de Montoro, de Giberga y de Fernández de Castro. Ellos cifran toda una gloriosa tradición tribunicia. ¿Podemos asegurar que hoy día se mantenga -- no en cuanto a la cantidad, sino a la calidad, que es lo que importa -- esa ejecutoria lucidísima? Contamos hoy con más discurseadores que nunca: entre ellos figuran todavía algunos verbos eximios. Mas ¿no son precisamente los veteranos del tiempo antiguo? De las generaciones posteriores, ¿podéis entresacarme más de dos, tres, cinco oradores jóvenes -- y ya son muchos -- que puedan justamente compararse con los próceres del autonomismo y del liberalismo antiguos? Aquella era oratoria opulenta de formas verbales; pero plena de pensamiento, nutrida de saber, noble y armoniosa de arquitectura, fina de léxico y aventajada en sus intenciones ideológicas. La oratoria de hoy día es, cuando mejor, mero derroche de sonoridades aparatosas y de tópicos más o menos consabidos. El discurso tiende a ser invertebrado, a carecer de toda trabazón logica interior. Se han perdido las ventajas del cálculo y se han adquirido todos los vicios de la improvisación. Oír hablar a un orador del día ya no es un deleite edificante; es una disipación infecunda. Son los suyos discursos temerosos de la versión taquigráfica. Y así, no es sorprendente que entre la juventud más preocupada de hoy, entre la juventud excepcional que aspira, por encima de todo, a la precisión, a la claridad, al orden, se haya acentuado más que entre ninguna otra esa antipatía a la oratoria, característica de la conciencia intelectual contemporánea. Los malos oradores habituales han desprestigiado el género, creando un prejuicio en su contra.
¿Y el periodismo? ¿Os parecere implacablemente universal en mi censura si afirmo que el periodismo, a pesar de su enorme avance material, ha sufrido un descenso paralelo al de la oratoria; esto es, que ha perdido su antigua densidad ideológica y su elegante decoro? El problema, en cierto modo, no es nuestro solamente. En casi todos los países, y sobre todo en los sajones, está cundiendo la alarma contra la insubstancialidad doctrinal, la pequeñez de inten- ciones y el exceso de informativismo premioso y superfluo que caracterizan la prensa contempo- ránea. Pero entre nosotros, a esos vicios de esta época frenética en que vivimos, aquejada por el prurito constante de la prisa, hay que añadir toda una muchedumbre de perversiones locales hijas de nuestro ambiente y de nuestro temperamento. Hay que añadir el choteo subterráneo que informa las graves reseñas camerales; el espíritu de fulanismo, de mendicidad venal y de medro vergonzante en las campañas; la adjetivación prehecha; el estridentismo populachero en los titulares; el sórdido énfasis en la nota delincuente que aguza las curiosidades malsanas de la plebe; el desinterés en el articulo bello y ponderado y el acceso a la profesión de gentes sin más título ni aptitud que su notoriedad de condotteri [sic], de negociantes turbios o de trepadores afortunados.
En el fondo, ese descenso del periodismo indica un doble rebajamiento: el de los conceptos morales y el de los conceptos intelectuales. Es, pues, una crisis de ética y una crisis de cultura, y responde, en parte, a la misma degeneración dual que se advierte en el tono corriente de nuestra ideología política. Periódicos no son, en general, órganos de la opinión pública, sino de determinados intereses; órganos, a lo sumo, de partidos. Y los partidos políticos que los inspiran tampoco representan entre nosotros verdaderos movimientos doctrinales, milicias de principios distintos; antes son facciones que, por accidentes históricos, se turnan y contraponen en la disputa asaz corrompida del poder. Nuestra política -- lo que, rebajando el noble concepto aristotélico llamamos política -- no es más que un engranaje de atenciones y de intenciones menudas, cotidianas e inmediatas, sin vuelos poderosos ni levantadas vislumbres que aspiren a ampliar los horizontes de nuestro prestigio. Si alguien se atreve a poner sobre el tapete legislativo una concepción audaz e innovadora, un programa de acción interna que organice y estimule nuestras energías nacionales, un proyecto de actitudes exteriores que nos destaque sobre los demás pueblos, redimiéndonos de nuestra pequeñez geográfica mediante la afirmación de nuestro albedrío y criterio propios, si alguien, digo, intentara esa aventura, como no hubiese beneficios actuales de por medio, tened por seguro que se le tacharía de iluso y de romántico, sacándose a relucir en contra suya los consabidos y falaces argumentos de nuestra soberanía mediatizada y de la necesidad de atender a más con- cretos menesteres. Así se explica que no hayamos hecho tan sólo el intento de emular al Uruguay -- república casi tan pequeña como la nuestra -- en sus admirables avances dentro de la legislación industrial y social, ni a la Argentina en su política de inmigración, ni a México en su política de defensa de la propiedad. Así se explica que no tengamos asomo siquiera de una política antillana que nos vincule a las demás grandes Indias Occidentales, con vistas al lejano futuro. Así se comprende también que permanezcan sin resolver, con los problemas actualísimos de la Nación: el analfabetismo, la subordinación económica, la corrupción administrativa, el atraso y desorden jurídicos, aquellos otros problemas mediatos tan vitales como el de nuestra monoproducción azucarera, que nos obliga a ser un pueblo con una sola oferta y múltiple demanda.
Pero acaso penséis que me aparto demasiado, con estas implicaciones, del problema de la cultura en sí. Es que existe una noción corriente de que la cultura es sólo cosa de literatos, y que, por tanto, hablar de crisis de la cultura es aludir a una decadencia puramente literaria. La noción no puede ser más simplista. Pero aceptémosla de momento y pensemos si, aun ciñéndonos al estado de las letras, no cabe señalar un evidente descenso en nuestro nivel cultural. ¿Dónde está, en efecto, la producción literaria gallarda y extensamente prestigiosa que corresponde a un pueblo de nuestra tradición? ¿Quien recogía la lira poderosamente templada de Heredia? ¿Quién la inspiración enérgica y la fecundidad gloriosa de la Avellaneda? ¿Que bríos han sabido desarrollar, en nuestro siglo, las iniciativas precursoras de Julián del Casal y de José Martí en el Modernismo poético americano? ¿Donde está el novelista que supere a Cirilo Villaverde, el ensayista que emule a Varela, a Saco o a Varona, el crítico que rivalice con Piñeiro o Justo de Lara?
Me anticipo a los reparos posibles. Se dirá que tenemos actualmente poetas de genuina inspiración, novelistas destacados, ensayistas de publicidad y nombradía y hasta periodistas con estilo. Cierto. Pero lo que se ha de ver es, por una parte, si son bastantes en numero para que nos conformemos con ellos, a estas alturas de la evolución nacional; y por otra parte si esos valores en realidad satisfacen nuestro criterio más riguroso y legítimo en la hora actual. A estas dudas yo me contesto que las dos generaciones últimas no han producido, ni en número ni en calidad, una sola hornada literaria capaz de representamos con el debido prestigio ante los pueblos extranjeros. De Martí para acá, el Santos Chocano, el Amado Nervo, el Lugones, el Horacio Quiroga o el Vasconcelos no aparecen en Cuba por ninguna parte. Ante la misma América hermana, que con tal indulgente simpatía nos mira, Cuba es un pueblo sin literatura relevante en lo que va de siglo. Si figuramos todavía en el mapa literario de la América, se lo debemos a la ejecutoria de los viejos gloriosos. La juventud ahora estante, entre la cual se acusan, a no dudarlo, genuinas vocaciones y alentadores bríos, todavía no rinde sabrosa cosecha, sino fruto en agraz, a veces servido antes de tiempo y endulzado con el polvo de azúcar que son los encomios prematuros.
Nuestra cultura, digámoslo sin peligrosos disimulas, está también de capa caída desde el punto de vista literario. No se nos diga que no tenemos suficiente perspectiva sobre nosotros mismos para aventurar tal pronunciamiento. La perspectiva es necesaria dentro de ciertos límites: para aquilatar, para comparar, para medir; pero no se hace menester la perspectiva para juzgar si hay o no flores en un jardín y si las flores que hay son desmayadas o enhiestas, pálidas u opulentas. La perspectiva no nos hace falta, por ejemplo, para apreciar que, si el movimiento literario es entre nosotros injustificadamente moroso, en cambio el movimiento pictórico acusa cada día mas fecunda actividad dentro de su tardía incipiencia. Este es un hecho que acaso deba atribuirse a la protección dispensada por el Estado al ejercicio y fomento de las artes plásticas. Si las letras gozaran entre nosotros aunque sólo fuera de esos elementales estímulos, la literatura actual no dejaría tanto que desear.
Pero esto ya me trae, señoras y señores, a la parte final de mi conferencia, en la cual intentaré brevemente precisar cuales son las causas más generales de esta decadencia de la cultura, cuyas manifestaciones notorias acabo de esbozaros.
Dije al principio que una cultura nacional era un conjunto de aportes intelectuales numerosos, conscientemente orientados hacia un mismo ideal y respaldados por una conciencia social que los reconoce y estimula. De este concepto se desprende que son tres los elementos integrantes de un estado de cultura, y que, por consiguiente, la decadencia de un estado tal se deberá, o a la falta de alguno de esos elementos o a la condición precaria de ellos. Esta deducción nos permite dividir las causas de nuestra crisis en tres categorías: las causas individuales, las causas orgánicas y las causas sociales; o lo que es lo mismo: las deficiencias del esfuerzo, de la organización y del ambiente. Y claro es que, no siendo la cultura un complejo mecánico en el que se pueda localizar un entorpecimiento con toda exactitud, atribuyéndole la inoperación de todo el conjunto, esas causas se compenetran y superponen entre sí, al punto de que la crisis de la cultura aparece, en todo momento, como una consecuencia de la combinación de todas ellas, y no como un resultado particular de las que pudieran estimarse más importantes.
Existe, sin embargo, cierta jerarquía. Los motivos que influyen sobre la voluntad individual, que la determinan o la paralizan para la producción culta, son los principales y se originan unas veces en el fuero interior, otras en el medio circunstante. Entre los primeros hay que señalar, desde luego, la peculiar idiosincrasia del cubano.
En todos los tiempos nuestro carácter ha sido nervioso e inquieto por temperamento fisiológico: frívolo, actualista e imprevisor por hábito originado quizá en el aventurero atavismo colonial y en la próbida generosidad de la naturaleza que nos rodea. La índole frívola del cubano es proverbial. En algunos países (el mexicano Querido Moheno lo declaraba ha poco en su tierra) esa cualidad nuestra se ha llegado a hacer notoria, conquistándonos muchas simpatías y una miaja de jovial desconfianza. Por otra parte, nadie más actualista ni más imprevisor que el tipo criollo medio. Como la cigarra de la fábula, atiende al momento presente, al bienestar o a la satisfacción de ahora, sin dársele un ardite de la condición futura. Si yo tuviese tiempo para ello, pudiera citaros no pocos dichos y proverbios guajiros que expresan esa filosofía (...) Reparad, además, cómo el único vicio arraigado que en justicia quepa atribuir a nuestro pueblo es el del juego; es decir, el vicio imprevisor por excelencia.
Pues bien: estas cualidades del cubano, tan simpáticas en otras manifestaciones, hacen contra al esfuerzo y las iniciativas intelectuales. Porque todo esfuerzo intelectual para ser fecundo ha de ser sostenido, y para ser sostenido requiere cierta abnegación constante, cierto sacrificio del presente al porvenir; en una palabra: mucha disciplina y algún afán de gloria.
Aun cuando surgen entre nosotros vocaciones intelectuales, con frecuencia se malogran debido al influjo de otras cualidades de nuestra manera de ser. La versatilidad excesiva nos lleva a disipar nuestras energías en múltiples sentidos; la demasiada inteligencia nos hace peligrosamente fácil el esfuerzo, y nuestra peculiar riqueza imaginativa engendra peligrosas ficciones, tentándonos a reemplazar el estudio con la rápida intuición. A estas tres modalidades de nuestro entendimiento creo yo que hay que atribuir uno de los fenómenos más comunes en nuestra vida intelectual: la simulación. La simulación es en no pocos casos consciente, y la hallamos en el intelectual improvisado que escribe, o diserta sin más preparación que la de unas aulas precarias y la de unas lecturas somerísimas; pero armado, en cambio, de una fatuidad y de una osadía inexpugnables. Otras veces, la simulación es inconsciente: la ficción de cultura se funda en una creencia de buena fe en la propia capacidad, creencia que se afirma por la falta de crítica autorizada y sincera en nuestro medio. A la postre, en fuerza de aparecer como paladines del saber, los simuladores se crean reputaciones, domésticas al principio, públicas después, y se hacen número inevitable de todas las veladas, miembros de todas las academias, usufructuarios de todas las representaciones culturales de la nación. Así también se forman con frecuencia los educadores de la juventud y los portaestandartes de nuestro civismo.
Ahora bien, si esas actividades anti-intelectuales del criollo temperamento son, como dije, de todos los tiempos, no hay duda de que ellas se han acusado en nuestra época al influjo del vivir moderno. Por una parte, la vida ha multiplicado sus alicientes cotidianos y, con ellos, las tentaciones a nuestra frivolidad natural; por otra parte, al mismo tiempo que han aumentado las oportunidades de placer, el trabajo se ha hecho más imperativo y más árido, exigiendo, por tanto, una compensación tal, de reposo y de distracción, que no deja margen para el cultivo serio de las aficiones espirituales. Los deportes consumen los ocios de la juventud; la mera holganza por calles y paseos es más atractiva; el espectáculo exterior, al alcance de todos, nos absorbe. Como la lucha por la vida es más dura que nunca, el goce de la vida supone una mayor tentación. Así se da la paradoja de que el cubano de hoy sea más frívolo que el de antaño precisamente porque trabaja más.
Y la más democrática organización económica actual, ¿no nos prohíbe también la actitud contem- plativa, empujándonos hacia la incesante militancia del lucro? Ya apenas existe el hijo de familia patriarcal y acomodada que antaño hacía tertulias y sonetos para distraer la tristeza de ser rico. Los criterios sociales han evolucionado paralelamente con los imperativos económicos. Todos hemos de trabajar. El cubano de aptitudes intelectuales, aquejado por la necesidad de riqueza en una sociedad que estima más la opulencia que el talento, se dedicará al ejercicio muchas veces aleatorio, pero siempre lucido, de una profesión que lo absorbe y anula para otras atenciones cultas.
Su educación previa no le ha abierto perspectivas intelectuales que le hechicen y conquisten. En la escuela, en el instituto, en la Universidad, apenas se le pone eficazmente en contacto con los estímulos superiores del entendimiento. Si estudia ciencias y latines, es a manera de fría rutina escolástica que acaba por hacerle abominar de esos estudios, reñidos, después de todo, con el cínico materialismo circunstante. Y aun suponiendo que la enseñanza yerta de las aulas despierte en él vocaciones intelectuales ingénitas; ¿qué ha de hacer sino ahogarlas, olvidarlas, inhibirse de ellas, torcerles el cuello como el poeta de la parábola? ¿Acaso le ofrece el ambiente alguna invitación a que las cultive? ¿Quién remunerará adecuadamente su abnegación? ¿Le procurará el Estado algún modus vivendi decoroso con que pueda servir su propio ideal y, a la vez, los intereses generales de la cultura? Las cátedras son pocas, y muy francas a las codicias sin escrúpulos y a los arribismos de compadrería. ¿ Le ayudara algún Mecenas? La filantropía no es fruta tropical, ni se aviene con su decoro. ¿Le sustentará el publico? Los periódicos no pagan para vivir, y el público no lee libros de autores cubanos... ¿Qué hacer? Todos lo sabemos: el intelectual se hará abogado, o quizás... político.
A la natural indisposición de su temperamento inquieto, imprevisor y epicúreo; a las exigencias de la organización económica, rigurosa y agotadora; a la privanza de la dedicación profesional, que le ofrece la más rápida compensación mediante el más lucido y fácil esfuerzo; a lo impropicio de su educación tenue y positivista; a la falta de estímulos y retribuciones creadas, se une, como un último motivo que lo determina en contra de la vida intelectual superior, la inclemencia de nuestro clima. Digamos, más específicamente, la inclemencia de nuestra, temperatura. El calor no es un obstáculo insuperable contra las labores intelectuales; pero sin duda es una influencia hostil. Las civilizaciones tropicales han sido siempre más bien estéticas y militantes que especulativas. Ningún gran sistema filosófico ha sido compuesto a 76 grados Fahrenheit, que es nuestra temperatura media. La ciencia y la experiencia nos dicen que este caldeamiento enerva la voluntad y duplica la cantidad de esfuerzo que se requiere para un estudio determinado, haciendo ese esfuerzo más fatigoso y por ende, más difícil de sostener. De aquí que nuestras tentativas intelectuales se resientan, por imperativo climático y filosófico, de una levedad, dispersión e intermitencia adversas a toda producción intensa y fecunda.
Los aportes intelectuales que forman la base de la alta cultura llegan, en virtud de todas esas circunstancias impropicias, a requerir un esfuerzo verdaderamente heroico. Tenemos que vencernos a nosotros mismos, vencer las sugestiones externas, vencer hasta a la misma Naturaleza. Una vez realizada esa triple conquista, sin embargo, los diversos aportes triunfantes no logran formar todavía un estado típico de cultura. Es que les falta organizacíón, contacto, orientación, hacia un ideal tácito, pero íntima y concientemente formulado. Trabajamos en nuestros gabinetes, mas no existe entre nuestros trabajos una vinculación de intenciones. Cada obrero tiene su pequeña aspiración, su pequeño ideal, su pequeño programa; pero falta la aspira- ción, el ideal, el programa de todos; aquella suprema fraternidad de espíritus que, según vimos, es la característica de las civilizaciones más cultas.
¿Por qué estamos tan discordes, tan distanciados unos de otros? Nos observamos recíprocamente con fría displicencia, cuando no con fingidas o injustas actitudes. La crítica -- esa función importantísima, organizadora de toda aspiración intelectual colectiva -- no existe aquí. Apenas si tenemos sustitutos ínfimos, simulacros de crítica que se manifiestan, o en un espíritu de tolerancia campechana hacia la obra manifiestamente mala, o, por el contrario, en un espíritu de indiferentismo y hasta de gratuita censura hacia la obra buena. En torno de ésta particularmente, cuando surge, se hace un vacío terrible que la boicotea, la zahiere, la asfixia. ¿Por qué?, preguntaréis. Unas veces por envidia humana, otras, por habito de mofa; otras, en fin, porque se hace a la obra víctima de las antipatías personales que se ha captado el autor, al igual que acontece el contrario fenómeno de que la simpatía hacia el hombre engendre un aprecio desmedido de su obra.
No hay, pues, rigor crítico. Tampoco hay cooperación, contacto organizado. El individualismo imbíbito en nuestra raza hace a cada uno quijote de su propia aventura. Los esfuerzos de cooperación generosa se malogran invariablemente. Los leaders desinteresados no surgen. En los claustros, en los gremios intelectuales, en las academias, en los grupos, la rencilla cunde como la yerba mala por los trigales de donde esperamos el pan del espíritu. Todo es un quítate tú para ponerme yo. La cultura es un naufragio, y el esfuerzo un arisco sálvese quien pueda. Se ansía vagamente un estado mejor; pero no se lucha en cruzada de todos por realizarlo.
Y si a aquella inercia producida por el temperamento y la temperatura, si a esta desorganización engendrada por nuestro individualismo excesivo se agrega, por parte de la masa social anónima, que debe ser como el substratum de la cultura, su actitud de displicencia y hasta de menosprecio hacia las inquietudes intelectuales, veréis como se completa el desolado cuadro de nuestra crisis. El pueblo -- y cuando digo el pueblo, me refiero a todas las clases no intelectuales de la Nación, desde el seno de la familia hasta la oficina y el ágora -- el pueblo alienta ya de por sí una sorda antipatía, un irónico recelo contra toda aspiración en que le parece sorprender pujos de aristocracia. Son los hostiles sentimientos primarios de que habla Ortega y Gasset. Hasta hombres educados hallaréis que protestan contra la denominación de intelectual, como si el así llamado pretendiese formar casta aparte, como si ese vocablo no fuese una simple denotación genérica, empleada para mayor comodidad al referirse a cualquiera que milite, como director o como sencillo obrero, en la causa de la cultura. Claro que el intelectual es -- por desgracia -- individuo de una minoría (en el sentido no cenacular de esta palabra...) ; pero de una minoría atenta como ninguna al bienestar y a la dignidad de todos, de una minoría, que aspira a ganar cada día más secuaces para la obra de común civilización. El pueblo no lo advierte y le opone su recelo estólido. Su misma dedicación adquisitiva ha arraigado en él los prejuicios positivistas de la época. La mala educacion, la mala prensa, la mala política, lo han pervertido, enturbiándole la estimativa de los verdaderos valores mediante falsas prédicas y peores ejemplos. No sólo entre el pueblo bajo, sino hasta entre la burguesía, el ser o parecer intelectual es una tacha de la que hay que redimirse mostrándose humano y sencillo, como si intelectualidad y vanidad fuesen en esencia la misma cosa. En consecuencia el individuo de superior vocación, se siente entre nosotros aislado, desalentado para toda publica iniciativa, o constreñido si quiere conquis- tarse las simpatías sociales, a tomar actitudes rebajadas e impuras que halaguen la vasta psicología anónima.
Esta tesitura social, esta falta de ambiente, debiera combatirse por medio de la prédica, del coraje individual, del señalamiento edificante de los valores genuinos y la recompensa adecuada a los mismos; pero a los llamados a hacerlo no se les ocurre, o no quieren exponerse, o no les parece que esa política de fomento sea un programa suficientemente concreto como para romper lanzas o votar créditos en su apoyo. Y así, en suma, la cultura avanza -- si es que en verdad avanza -- a paso de tortuga, porque los aportes individuales son escasos, porque están desorganizados y porque les falta el apoyo social.
¿Señalar remedios a este estado de cosas? No podría yo intentar hacerlo, señoras y señores, sin trabajar más ya vuestra fatigada imaginación ni rebasar los límites de mera exposición positiva que para esta conferencia me impuse. Estimo, además, que, conocidos los males y sus causas, los remedios se sugieren a sí mismos sin mayor dificultad. Lo que se ha menester es la iniciativa y el coraje para ponerlos en practica una vez indagados. Y este coraje no nos vendrá a todos sino de la convicción firme, ardorosa, sincerísima, de que la cultura representa la suprema personalidad de una nacían y, por consiguiente, la más fuerte garantía de su persistencia y albedrío. Cuba no podría nunca ser un pueblo grande -- un gran pueblo -- por su riqueza material, que a las veces es contraproducente y llega a constituir un motivo de sumisión propia, o de ajena codicia. Cuba sólo podrá ser grande algún día, como lo es Bélgica, como lo es Suiza, porque se haya convertido en un centro de rica producción intelectual. En la más abierta sociedad, ningún individuo goza de tanto respecto y prestigio como el hombre sabio; así también, a ningún pueblo le protege tanto la conciencia internacional como a aquel que ha sabido hacer de sí mismo un foco indispensable de superior cultura.
Que nosotros tenemos condiciones múltiples para tal conquista, nadie se atrevería a negarlo. Aquellas, que como el clima, como las solicitaciones y contagios materialistas a que nuestra situación geográfica nos expone parecen fatalmente insuperables, no lo fueron en el pasado ni lo serán en el porvenir si sabemos los cubanos, contrarrestarlas con la claridad de nuestra inteligencias tenazmente dispuestas y noblemente organizadas. Estamos, no en un momento de agonía, sino de crisis. Crisis significa cambio. Acaso ya esta juventud novísima de hoy traiga en el espíritu la vislumbre de un resurgimiento. Mas no confiemos al azar. Si como yo anhelo y espero, nos unimos todos en una cruzada de laboriosidad, de amor y de creación de estímulos (...), nuestra tierra llegará a integrar -- subrayemos la palabra: a integrar -- una verdadera Patria en la más espiritual y fecunda acepción del socorrido vocablo.
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