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La rosa secreta

Félix Lizárraga

A Katiuska Barroso, a Sergio Pitol

E
laine encendió un fósforo de cabeza amarilla que se desprendió al encenderse y se le pegó en el art nouveaudedo. Elaine gritó, sacudió la mano y se ensalivó el dedo. Ahora tendría una ampolla, y le sería difícil manejar la pluma fuente. Por fortuna el examen del día siguiente sería oral; por fortuna sólo para su dedo lastimado, ya que los exámenes orales, y de filosofía, eran el coco de la mayor parte de los estudiantes, mayoría en la cual Elaine se contaba a sí misma. Aun los mejores alumnos, como ella, temían a las pruebas orales.

     El siguiente fósforo no encendió en absoluto, pero el tercero respondió con normalidad y logró que brotara la llamita súbita, azulada, del gas. Puso el jarro de agua sobre la hornilla y salió de la cocina, esquivando la mesa de comer con un movimiento habitual de las caderas. 
     Empujó la puerta de su cuarto y se sentó frente al montón de mamotretos que la aguardaba en su propia mesita. Desde su asiento empujó la puerta tras de sí de forma que quedó entornada. Nunca cerraba la puerta de su cuarto, pero tampoco la dejaba abierta de par en par; su madre conocía cuando Elaine estaba en la casa de sólo mirar aquella puerta entornada, nunca cerrada hasta el aislamiento, pero sólo lo bastante abierta para que se pudiera mirar adentro metiendo la cabeza. 
     Era una especie de cariñosa declaración de independencia que había surgido de ella espontáneamente y sin comentarios, ya de niña, y que su madre había aceptado del mismo modo, pues nunca intentó meter una cabeza vigilante por la hendija, o abrir del todo sin primero pedir el permiso de Elaine. Aquella puerta entornada era la expresión de su confianza mutua.

Ahora estaba sola en la casa, y Elaine pensó que mientras se calentaba el agua de su baño podía repasar un poco. Miró sin entusiasmo los mamotretos apilados en la mesita, sus libretas revueltas, la guía de estudios y sobre ella la vieja Parker que a falta de buena tinta Elaine rellenaba con una de fabricación casera. 
     Volvió a meterse en la boca el dedo lastimado y se lo miró, húmedo; lo que en una epidermis menos delicada que la suya hubiese quedado en un enrojecimiento sin consecuencias comenzaba a convertirse en una ampolla doble. 
     Se levantó entonces a buscar la leche de magnesia, pero no la encontró en su sitio habitual, el botiquín del baño, por más que revolvió entre medicinas, lociones y champúes. Al cerrar el botiquín, se miró fugazmente en el espejo y se encontró un poco pálida, como siempre en invierno. 
     Sobre la coqueta del cuarto de su madre encontró sin dificultad el pomo que buscaba, pues resaltaba de una manera casi violenta entre la preciosa, pulcra, ordenada cristalería del juego de tocador. A Elaine le pareció extraña aquella negligencia de su madre, hasta que recordó haberla oído la noche anterior maldecir en voz baja en la cocina, y sonrió. 
     Hundió el dedo en el pomo, y gozó a la vez del frescor de la magnesia en la quemadura y de la contemplación del orden elegante que reinaba en aquel cuarto, ese orden sin severidades que tanto envidiaba a su madre y que había procurado imitar toda su vida, sin conseguirlo. 
     Nadie sino su madre era capaz de lograr que convivieran en armonía los heterogéneos muebles de su cuarto, la cama moderna con el multimueble como cabecera, la máquina de coser, la coqueta Luis XV y la comadrita de rejilla y oscura caoba torneada que heredara de la abuela de Elaine. 
     Había forrado todo con una de esas telas hechas de retazos que ella llamaba "telas de paciencia", y de la misma tela de retazos, casi suntuosa, eran las cortinas y hasta la alfombrilla para los pies que había junto a la cama. Todo estaba además agradablemente limpio y cuidado.
     Elaine pensó que la tersa pulcritud de aquel cuarto era el retrato de su madre, mejor que cualquier fotografía. En la oficina donde trabajaba como secretaria la tenían en alto aprecio por esas mismas cualidades, su laboriosidad, su eficiencia, su bondad un poco lejana y, más secretamente, sus habilidades como costurera. 
     Tal vez a manera de compensación, por lo mismo que era natural y sosegadamente ordenada, su madre se permitía de tarde en tarde ciertas pequeñas negligencias, dejar la magnesia en la coqueta, una revista literaria a medio hojear sobre el cubrecama sin una arruga, tener en los últimos tiempos un amante casado con el que salía un fin de semana sí y otro no, y pasarse llorando en secreto algunas noches de las que emergía demacrada pero más dulce que de costumbre.

Elaine suspiró, recogió la revista de la cama y fue a guardar la magnesia en el botiquín, rozando distraída con la revista el librero atestado que se extendía a todo lo largo y alto del pasillo al que daban los cuartos. 
     Unas puertas de cristal corredizo protegían del polvo los numerosos volúmenes que se alineaban apretadamente hilera sobre hilera, ante y sobre y entre los cuales se amontonaban unos y otros de cualquier manera, hasta dar la impresión de que si se abría una de aquellas puertas aquella barricada se desbordaría, se derrumbaría, se vendría abajo como un alud.
     El librero y la mayor parte de los libros habían pertenecido al padre de Elaine, lo mismo que la Parker y una pipa que de pequeña Elaine gustaba de olisquear sacándola a escondidas, como una especie de talismán, de la gaveta donde la guardaba su madre. Lo hacía a escondidas aun sabiendo que nadie la castigaría por eso.
     Lo que nunca supo fue que su madre la sorprendió sin querer un día en que Elaine creyó estar sola en la casa. La madre sintió en su cuarto el rumor de un registro furtivo; se acercó de puntillas, y pudo ver la expresión grave, concentrada, con que la niña de siete años se acercaba la pipa a la cara y la olfateaba largamente, con los ojos cerrados.
     Ese tufillo a picadura quemada era el único recuerdo seguro que conservaba de su padre, pues no conseguía asociarlo, incluso, a la imagen de aquel hombre hermoso que sonreía en las fotos del álbum familiar. 
     Al cabo de los años, sin embargo, llegó a preguntarse si el olor que recordaba era en efecto el de su padre o el de sus olisqueos furtivos.
     Aquella manía inocente y secreta fue desapareciendo, desplazada, o reemplazada, por el interés de la lectura. Tal vez había comenzado buscando, tras aquellas puertas encristaladas y corredizas, en aquel laberinto de letras alineadas fila a fila unas sobre otras como los propios volúmenes en sus estanterías, otro camino hacia su padre. Acabó encontrando, en cambio, el hábito y el gusto de los libros.
     Pero Elaine no pensaba en nada de esto mientras iba hacia la cocina sin soltar la revista y comprobaba con un dedo sano que el agua no estaba aún lo bastante caliente para su baño; había poco gas, o las hornillas estaban tupidas, o ambas cosas, no se sabía. Suspirando, esquivó maquinalmente la mesa y volvió a su cuarto rozando los cristales del librero con el dedo ampollado, de modo que se lastimó, y volvió al baño por la leche de magnesia. Con el dedo metido en el pomo se sentó de nuevo frente a la mesita de estudio, sobre la que reinaba, como en todo el resto de su cuarto, un caos aparente y no sin gracia, repetido en la gran luna del escaparate que, abierto, revelaba en su interior más libros que otra cosa, libros cuyo desorden repetía a su vez el de la mesita y el gran librero del pasillo.
     Elaine decidió que estudiaría a la noche, mientras le repasara a Cristina. Dejó el pomo de magnesia en el suelo junto a la cama, se tiró boca abajo entre los cojines y abrió la revista, que había arrojado allí antes de regresar al baño. 
     Un título entre los otros atrajo su atención, el título de un cuento; buscó la página, manteniendo en alto el dedo blanqueado por la magnesia. El cuento se llamaba La rosa secreta, y Elaine pensó que era un título prometedor, tal vez demasiado.
     De todos modos comenzó a leerlo distraídamente.

En primera persona, el narrador hablaba de que solía ir las tardes invernales a un parque de la parte antigua de la ciudad. Seguían unas líneas descriptivas de la hermosura del parque y del invierno que Elaine prefirió saltar por el momento; ya volvería sobre ellas, si el cuento era bueno. Luego, una tardeart nouveau en apariencia como las otras, el narrador veía llegar a una muchacha desconocida que llevaba en la mano una rosa amarilla.
     Llegada a este punto, Elaine sintió una curiosa mezcla de ansiedad y fastidio: ahora, seguramente, surgiría un romance entre la muchacha de la rosa amarilla y el narrador. 
     El fastidio provenía de lo que hubiera podido definir, con una frase sacada de algún lugar, como "la melancólica arribada de las valijas previsibles"; la ansiedad, de su interés juvenil, que como tal reconocía y del que se avergonzaba, pero que no podía remediar, por las cosas que tratasen del amor. 
     Con un suspiro que tenía algo de resoplido, siguió leyendo.
     El narrador, sin embargo, no acababa de acercarse a la muchacha. Hablaba de que en su infancia había conocido una sencilla simbólica o lenguaje de las rosas, referido al Día de las Madres: una rosa roja era el símbolo de que la madre aún vivía; una blanca, el emblema de la orfandad. 
     La amarilla quedaba curiosamente excluida, y a él se le había ocurrido en una ocasión, niño todavía, que podía significar la muerte del padre. Tal vez su exclusión de aquel mínimo alfabeto de art nouveaucolores se debía simplemente a su relativa rareza. 
     El narrador había recordado también, a la llegada de la muchacha, a una triste y bella mujer de una novela de Bulgákow que anduvo una tarde las calles de Moscú sosteniendo unas horribles flores amarillas, como una especie de llamada de auxilio. 
     No decía el nombre de la novela, como si todo el mundo tuviera que conocer a ese Bulgákow, pensaba Elaine, y pensó también que era terrible no poderse leer todos los libros, sin darse cuenta de que habérselos leído todos podría ser peor.
     La muchacha que se había sentado esa tarde frente al narrador era también bella y parecía también triste, aunque no tuviera mucho más de la mitad de la edad de la mujer de la novela de Bulgákow. El narrador lamentaba no poder conseguir una prosa que tuviera la transparencia de esos pisapapeles que dejan ver en su interior la delicadeza milagrosa de un cangrejito o un anillo de tabaco, para poder describir debidamente la especial belleza de la muchacha.
     Hacía su lamentación en más renglones de lo que Elaine hubiera deseado, pero le gustó la comparación, no tanto lo de la transparencia de la prosa, aunque no le parecía mal, como lo de equiparar a una muchacha a un cangrejito y un anillo de tabaco; por lo menos le pareció divertida. 
     Seguía un intento de bosquejar esa descripción que Elaine leyó saltando líneas hasta darse cuenta de que aquella descripción era todo el cuento.
     No ocurría mucho más. El narrador se pasaba la tarde observando cómo la muchacha, abstraída,art nouveau deshojaba lentísimamente la rosa, pétalo por pétalo, y luego se iba, y el narrador esperaba en vano que volviera por allí alguna tarde de aquel invierno y especulaba en varios párrafos sobre lo que aquella muchacha había ido a hacer aquel día, y ningún otro, a aquel lugar. 
     ¿Esperaba ella a alguien? Tal vez, pero apenas había mirado en torno, y no había mostrado ninguna señal de impaciencia. Aunque también pudiera haber sabido de antemano que aquel a quien ella esperaba no vendría, y ésa era la razón de su tristeza, o si no, etcétera.
     Terminaba con algunas consideraciones sobre lo secreto y misterioso de lo cotidiano, y una cita de Borges que Elaine sí había leído acerca de un poeta moribundo que descubría la vanidad de su arte ante la inmensidad inexpresable de una rosa amarilla en el crepúsculo.

El cuento estaba bien escrito, y aunque un poco defraudada en el fondo de que no hubiese incluido el romance habitual Elaine se disponía a cerrar la revista más bien complacida y a volver a la cocina por el agua para su baño, que ya debería estar hirviendo hacía rato, cuando una convicción inesperada cayó sobre ella como la rotura súbita de un dique. 
     Era una convicción, no una mera suposición, y tenía la violencia de un tsunami. La muchacha era ella.
     Apretó la revista entre los dedos, sin darse cuenta de que se lastimaba la quemadura. Se recordaba perfectamente a sí misma estirándose sobre la baranda de un jardín para alcanzar la flor sin que nadie la viera, deambulando sin rumbo por calles desconocidas pero a las que no había rosaprestado atención, sentada luego en un parque, aquel parque del cuento, sin duda alguna. 
     Lo que no recordaba era qué había hecho con la flor. Podía ser muy bien que la hubiese deshojado sin darse cuenta. Había sentido de pronto mucho frío, y había ido a buscar un ómnibus para regresar a su casa. 
     ¿Cuándo había sido aquello? Pero no, no podía ser. Comenzó a leer de nuevo el cuento desde el principio.
     Era el mismo parque, sin duda posible: los largos bancos antiguos con el asiento de mármol y el respaldo enrejado, las hojas de oro retorcidas arrastrándose suavemente a sus pies, las fuentes sin agua y aquellas extrañas palmeras como barbudas. 
     Pero aquella certeza bien podía ser una ilusión, pues ese día Elaine apenas se había fijado en nada de lo que ahora se le representaba con tan detallado verismo. 
     Fuera como fuese, ella había robado una rosa amarilla, había caminado despacio unas calles tortuosas, había estado sentada un tiempo que no pudo ni quiso medir en un parque como el que aquel escritor desconocido describía tan bien, o tan mal, no hubiese podido asegurarlo; a tal punto se confundían en su imaginación las dos evocaciones, la de él y la suya propia.
     El narrador, o el escritor, hablaba de su gusto por el invierno, que hacía más misteriosas y más remotas a las mujeres al obligarlas a descubrir lo menos posible de su cuerpo, que era preciso adivinar entre los drapeados del jersey y de la lana, o bajo la tersura reluciente del nylon o del cuero, o el aterciopelado de la felpa y las pieles.
     El invierno era la estación de la elegancia, como el verano lo era de la sensualidad, y hacía que la atención se fijase en la parte mas espiritual según él del cuerpo humano, el rostro. 
     Continuaba así casi una página entera, hasta que aparecía la muchacha con su rosa amarilla. 

En ese momento Elaine se dio cuenta de que el teléfono llevaba sonando por lo menos cinco minutos. Al salir a contestarlo al pasillo tumbó al suelo un par de mamotretos de filosofía, pero apenas se dio cuenta.

   "¿Sí?"
   "Conteste sin pensar: ¿qué fue primero, el ser o la conciencia?"
   "Ah, eres tú, Cristina."
   "¿Esperabas otra llamada?"
   "Sí. Digo, no."
   "Mosquita muerta, qué calladito te lo tenías. Habrá que tirar voladores, Elaine saliendo al fin de su pajuatería. ¿Es alguien que yo conozco?"
   "No, no esperaba llamada de nadie."
   "Si lo niegas, es que yo lo conozco. Qué apasionante. ¿Es Tony, por casualidad?"
   "No es Tony, Cristina..."
   "¿Alfredo, entonces? No puedo creerlo, y para colmo ocultándote de tu mejor amiga."
   "Oye, Cristina..."
   "¿No será ninguno de los zanguangos del aula, verdad?"
   "No, Cristina, oye..."
   "Porque esa aula de nosotras tiene el premio flaco, no hay uno que valga ni un meneo..."
   "Cristina, por favor. Óyeme un momento. ¿No puedes llamar dentro de un rato?"
   "¡Lo tienes en tu casa! El salto cualitativo, es impactante."
   "Cristina, ¡coño! Atiende. Llámame dentro de un rato, ¿quieres?"
   "Elaine, en serio, ¿te pasa algo? ¿Hay problemas en tu casa? ¿Quieres que vaya para allá? Me visto y estoy allí en un saltico."
   "No pasa nada, Cristina. O sí, pasa algo, pero no puedo explicarte ahora."
   "Ela, me preocupas. Te tiembla la voz. ¿No puedes decirme qué te pasa?"
   "¿Qué hora es, Cristina?"
   "Las cinco y media. Espera, las menos veinticinco."

   "Llámame dentro de media hora", dijo Elaine, y colgó. Estaba asombrada de su propia brusquedad con Cristina, pero ya no podía remediarse. 
     Además, necesitaba seguir releyendo el cuento en soledad, salir de dudas. No sabía para qué, y en ese momento tampoco se lo preguntaba.
     Corrió a la cocina, apagó el fogón, dejó allí el jarro humeante y con el agua ya medio consumida. Volvió al cuento, a la aparición de la muchacha con su rosa amarilla.
     Era ella misma, y había ocurrido el año anterior. Reconocía la ropa, el suéter verdeoscuro que le quedaba grande, la falda larga de listas verticales. El escritor hablaba de unas "medias como de geisha" que deberían ser las medias de lana blanca que solía llevar cuando hacía mucho frío, plegadas en el tobillo.
     Pero aquella muchacha que vestía esas ropas suyas, ¿era ella misma, Elaine, u otra que el escritor imaginaba a partir de ella? Por ejemplo, ¿tenía ella los cabellos "color de té con miel, más rizados que lacios", cabellos "tizianescos"?

Su madre llegó quince minutos después, y estuvo a punto de sorprenderla sentada ante la coqueta de la abuela, con el suéter verdeoscuro, con los codos apoyados sobre el mantelillo de retazos, hundidas las manos en el torbellino de su pelo suelto, tan cerca del espejo que su aliento comenzaba a empañarlo. 
     Al sentir la llave en la cerradura, Elaine buscó refugio en el baño. Los pasos conocidos sonaron primero en el cuarto de su madre y luego fueron hacia la cocina. 

   "Elaine, ¿esta agua es para ti?", le llegó su voz desde allá.
   "Sí, mamá. ¿Quieres alcanzármela?", gritó Elaine.
   "Está casi fría. ¿No quieres que te la caliente otro poco?"
   "No, no hace falta. Dámela así mismo."

     Cuando Elaine entreabrió la puerta del baño, las manos de su madre le entregaron en silencio la toalla además del jarro.
     Mientras se secaba a todo correr y tiritando, sintió el teléfono y a su madre que conversaba con Cristina. No podía oír las palabras, pero distinguía el tono risueño, casi juvenil, que sólo Cristina sabía arrancarle. Alguna vez Elaine le había dicho a Cristina que era contagiosa como la gripe. 
     Los nudillos de su madre golpetearon levemente la puerta.

   "Ela, te llama la Gripe."

     "Dile que me estoy bañando, que yo la llamo ahorita", dijo Elaine, y esperó para salir a que pasaran unos minutos. 
     El espejo del botiquín estaba rajado en diagonal, lo estaba desde que Elaine tenía uso de razón, aunque su madre nunca se había preocupado por cambiarlo, alegando vagas dificultades cada vez que alguien le hablaba de eso, e incluso rechazando algún ofrecimiento, lo que era otra de sus negligencias inexplicables.
     Aquella rajadura era ya una costumbre, y ninguna de las dos se daba cuenta al mirarse en él de la raya zigzagueante que les partía en dos el rostro mientras se lavaban los dientes o la cabeza en el lavabo. 
     Mientras Elaine daba tiempo a que Cristina colgara y su madre se fuera a la cocina, la larga cicatriz en el cristal le pareció más real que aquel rostro pálido y como asustado que la acechaba detrás de ella. Aquella expresión de susto que asomaba tras la rajadura acabó avergonzándola. Pero era cierto que estaba asustada. 
     La casualidad había puesto su tristeza de un día, tristeza de la que apenas recordaba el motivo, ante los ojos agudos de aquel hombre totalmente desconocido, del que ni siquiera había leído nada antes, anónimo como un cristal que le devolvía su propia imagen desde un ángulo nuevo para ella. 
     Elaine se tenía por inteligente, y lo era más de lo que ella misma suponía; se sabía deseada por los varones, deseo que solía incrementar la indiferencia que sabía fingirles. Pero ese fingimiento era en ella un medio de defensa, escudo y no señuelo; no era coqueta, ni hubiera sabido serlo de habérselo propuesto.
     Le gustaba andar siempre limpia y presentable, como su madre; le gustaba soltarse el pelo o hacerse trenzas, como las princesas de antaño, y se dejaba largas las uñas sin exceso, pero no se las pintaba, ni usaba maquillaje alguno, ni sus cejas delicadas habían conocido la depilación, y vestía colores discretos y que armonizasen entre sí.
     No sabía que alguien pudiera comparar su pelo al té con miel y a las cabelleras famosas del Tiziano, que había visto en las reproducciones relucientes, como untadas de aceite, de las pinacotecas; no sabía que las alillas de su nariz eran casi transparentes y que temblaban a veces como una mariposa sujeta entre los dedos. 
     No sabía que era frágil y encantadora, y a ratos, como aquel día de la rosa amarilla, cuyo recuerdo compartía con otro sin haberlo sospechado nunca, de una intensa belleza.

Llamó a Cristina, y sin hacer caso de las ansiosas preguntas de su amiga se limitó a prometerle que se lo contaría todo por la noche. Cuando su madre la llamó para comer juntas, fue a la cocina llevando en la mano la revista.

   "La cogí de tu cama, esta tarde", dijo, sentándose frente a ella.
   "La había dejado allí para enseñártela", dijo su madre. "¿No leíste el cuento que dejé marcado?"

     Elaine recordó que, cuando la cogiera, la revista estaba doblada en dos, como dejada a medio hojear. "¿Cuál cuento?", preguntó con una voz cuidadosamente neutra.

   "Uno de un autor que no conocía, de aquí... La rosa profunda... No. La rosa secreta."
   "Ah. Sí. Lo leí", dijo Elaine, y se llenó rápidamente al boca.
   "¿Qué te pareció?", preguntó la madre, mientras le servía un poco más de chicharritas. 

     Elaine hizo un vago gesto afirmativo, masticando a duras penas el enorme bocado que había cogido.
     "A mí me pareció bueno. Un lindo cuento", dijo la madre. "A lo mejor no es tan bueno, pero me gustó porque la muchacha se parece muchísimo a ti."
     Elaine estuvo a punto de atorarse y tuvo que recurrir al vaso de agua.

   "¿Estás bien?", le preguntó la madre.
   "Sí, estoy bien, mamá... ¿Qué decías?"
   "Hablaba del cuento. De que la muchacha se parece a ti."
   "¿Tú crees?"
   "Sí."
   "Estás bromeando. Es tan bella y misteriosa, que sólo puede ser imaginaria."
   "¿Cómo están las chicharritas?"
   "Riquísimas."

     Hubo una pausa. La madre masticaba pensativamente, y Elaine pudo observarla. Claro que su madre no podía saber nada de la rosa amarilla, por ese lado estaba tranquila. Pero había reconocido, a pesar de todo, una semejanza entre ella y aquel retrato de una muchacha anónima, y eso era curioso. 
     ¿La recordaría, ya que no podría reconocerla, todo el que la conociera al leer el cuento? 
     Miró el rostro abstraído de su madre, y vio con pena que había perdido toda su belleza, no tanto por los años como por un cansancio que venía de adentro. Descubrió, sin embargo, que al leer sobre la bella mujer triste que había andado las calles de Moscú con unas flores amarillas en la mano le había puesto siempre, y sin querer, aquel rostro cansado de su madre.

   "Mañana es sábado", dijo Elaine. "¿Osvaldo viene a recogerte?"

     Su madre negó con la cabeza.

   "Es el cumpleaños de su hijo el más chico."

     Terminaron de comer en silencio, y en silencio se separaron; normalmente fregaban la loza juntas, pero esta noche le tocaba a su madre sola, pues Elaine tenía que ir a estudiar con Cristina. 
     Cuando estuvo lista para salir, habló a su madre desde el umbral de la cocina.

   "Mamá, ¿vas a leer esta noche la revista?"
   "No. ¿Por qué?"
   "Quería llevársela a la Gripe."
   "Está bien, llévasela. Pero dile a esa loca que no me la pierda."
   "Está bien. Chao."
   "Chao, Ela", dijo su madre sin volverse, enjuagando los cubiertos con sus movimientos eficientes y suaves. 

     Elaine vaciló un momento en el umbral. Luego se acercó a su madre y le dio un beso fugaz. 
     La madre la miró, sonrió, y la sonrisa le devolvió algo de aquella belleza que Elaine había echado de menos en su rostro durante la comida. Siguió sonriendo todavía un rato después de que Elaine se hubo ido.

La puerta de la casa de Cristina estaba como siempre entreabierta y sujeta por un gancho. Elaine dio dos toques en la puerta por pura manía y mientras quitaba el gancho y entraba oyó venir desde el fondo el grito de bienvenida de Cristina:

   "¡Al fin, mi hijita!"
   "¿Cómo sabes que soy yo, si ni siquiera me has visto?"

     Cristina hizo su aparición en la puerta de la cocina, con una bandeja en la mano y unos pendientes enormes.

   "Porque eres la única persona que cuando viene a esta casa toca siempre antes de entrar." 

     Puso la bandeja con la teterita y las tazas de porcelana color crema sobre la mesa del comedor, arreglándoselas de modo que sus pendientes revolotearan mientras lo hacía. 

   "Estaba muerta ya de la ansiedad."
art nouveau   "Pues no pareces muy desmejorada", dijo Elaine, sonriendo involuntariamente. "¿Y esos pendientes nuevos?"
   "¿Te gustan? Me los regaló un amigo. Son de los Lugares. ¿No te gustan? Me los puse porque Pablo venía a repasar con nosotras, pero lo llamé diciéndole que no para que podamos hablar, y me los dejé puestos para enseñártelos a ti, que eres mi Coco Chanel. ¿Quieres verlos de cerca? ¿Te gustan, de verdad?"

     Elaine, sonriendo, le dio su aprobación, aunque por nada del mundo se los hubiese puesto ella misma. 
     Los gustos de ambas en materia de trapos y adornos eran exactamente opuestos: Elaine prefería la sobriedad, los colores oscuros o al pastel, no se pintaba y apenas usaba algún adorno, tras pensarlo mucho. El gusto de Cristina era llamativo y cascabelero, la acompañaba a todas partes un tintineo de pulseras y un centelleo de colorines. 
     Pero la exacta oposición de sus gustos tenía en común el refinamiento, como las caras opuestas de una misma moneda tienen en común el reborde y aun el material.

   "Llegaste exactamente cuando terminaba de hacer el té. Con su punta de jengibre, como a ti te gusta. Coge el limón tú misma. Te debo los teacakes y esas cosas, tú sabes que no estamos in England... Bueno, acaba de contarme qué te pasó esta tarde. Tenías la voz lívida como un cadáver."
   "Por Dios, Cristina, no seas tan sinestésica."
   "En serio, ¿qué pasó? Prometiste contármelo, ¿no?"
   "Pero, ¿no íbamos a repasar filosofía?"

     "Aquí no se mienta la palabra filosofía hasta que no me digas lo que te pasa, o te leninizo de inmediato", amenazó Cristina, blandiendo Materialismo y Empiriocriticismo
     Elaine tuvo que echarse a reír; Cristina seguía siendo tan contagiosa como la gripe, y su modo de ser hacía más fáciles las cosas. Se lo contó todo.
     Cristina dictaminó que era asombroso y romántico, abriendo mucho los ojos y juntando las manos. 
     "Lo que te envidio, Ela. ¡Un escritor! Yo a lo más que he llegado es a un par de diplomáticos. Tediosísimos, hija. Podridos en plata, eso sí, te llevan a comer, te hacen regalos", hizo brillar los pendientes con un movimiento de cabeza, "pero un tedio. Viajan muchísimos países, pero por gusto. Allí lo único que conocen son los hoteles y las recepciones, que son iguales en todas partes... Pero un escritor, uno así, de verdad, aunque no tenga un kilo..."

   "Cristina, por favor. Ni que yo lo conociera."
   "Eso es muy fácil. Con buscarlo tienes."
   "¿Cómo voy a buscarlo, Cristina? Además, ¿para qué?"

     "A que ni siquiera has averiguado la edad que tiene. Ay, Elaine, lo tuyo es demasiado. No te digo que seas como yo, que a veces me he salido demasiado del tiesto", hablaba buscando en el índice la ficha de los autores, "pero espabílate un poco, hija. A que ni siquiera se te ocurrió buscar su ficha personal... Ay, pero no aparece."

   "¿No hay fichas de los autores?"
   "Sí, pero no de él... Parece que hay algún error, porque en lugar de la suya hay una de un escritor yugoslavo."
   "En este número no hay nada de ningún yugoslavo."
   "Entonces es un error... Pero se puede averiguar, Ela."
   "No te mandes a correr, Cristina. ¿Para qué quiero yo averiguarlo?"
   "¿Cómo que para qué? Niña, despierta. Ese hombre te vio un día y, por lo que puedes leer, lo dejaste flechado. ¿Crees que él no está loco por volver a verte, a ti, a su musa?"
   "Tienes una fantasía muy a lo Corín. Aparte, aun aceptando eso, ¿tú sabes si está casado?"
   "¿Y qué? ¿A qué tú aspiras? ¿A los mocosos de la universidad? Ahí no hay más que cuatroojos pajizos y lindorones de los que dan mucha papeleta pero pocas funciones, sin hablar de la Grecia que pulula. Los hombres casados son más interesantes, y si son escritores, el doble."
   "¿Y si es un viejo?"
   "Un escritor no tiene edad."
   "Pero las musas sí tenemos examen oral mañana. Saca la guía, Cristina."
   "Está bien, tramposilla . Agarrándote del examen oral cuando te ves perdida", refunfuñó Cristina. "Ay, que si fuera yo..."

A pesar de todas sus objeciones y su desinterés pretendido, un plan inconfesado aun a sí misma comenzaba a formarse dentro de Elaine. Dejó que transcurriera el sábado, con su prueba oral en la que salió sobresaliente sin apenas darse cuenta. Rechazó amablemente un par de invitaciones de sus condiscípulos, y con mucho trabajo la de Cristina, que porfiaba para que la acompañase a la inauguración de no sé qué exposición de pintura neozelandesa a la que la invitaban sus amigos diplomáticos.
     Dio en cambio un largo paseo sin objetivo preciso en apariencia, pero que bordeaba todo el tiempo ciertos jardines. Luego se encerró en su cuarto, donde estuvo escuchando música hasta bien entrada la madrugada.
     Osvaldo llamó a su madre a media mañana. Elaine reconocía la voz para Osvaldo de su madre por lo excesivamente impersonal, aunque no oyera las palabras. 
     Su madre y ella no se ocultaban jamás nada la una a la otra, pero hablaban poco o nada entre sí de sus asuntos, tal vez porque lo conversaban demasiado consigo mismas. 
     Se parecían tanto, que cada una podía leer el estado de ánimo de la otra; tal vez por eso hablaban poco, y su conversación excluía la confidencia, por permitirse mutuamente una intimidad siquiera formal, ya que la verdadera era imposible. 
     Por eso la voz de su madre al hablar con Osvaldo por teléfono cerca de Elaine afectaba una inexpresividad cuidadosa que ella, tan amable siempre, no usaba ni siquiera con los desconocidos o los conocidos más antipáticos.
     La sintió ir y venir en un ajetreo presuroso y un poco furtivo, y luego el rumor apagado de la puerta de afuera al cerrarse. 
     Sólo entonces Elaine abrió la suya, fue a la cocina a beber un poco de leche fría y enterarse del contenido de la nota que sabía su madre le habría dejado sobre la mesita de la cocina, contenido que, como Elaine también lo esperaba, se limitaba a unas escuetas instrucciones sobre lo que podría preparar para el almuerzo y unos "cariños".
     Elaine apenas almorzó. Se dio en cambio un largo baño tibio, y estuvo mucho rato cepillándose el pelo, mientras dudaba de si se pondría o no tal o cual ropa, segura sin embargo de que acabaría vistiendo el suéter verdeoscuro, la larga falda de listas, las medias blancas plegadas. 
     Una vez compuesta, no se atrevió a mirarse en ningún espejo, el de luna de su escaparate, el de aumento de la coqueta que distorsionaba las cosas de lejos, ni siquiera el rajado del botiquín del baño.
     Salió cerrando la puerta casi furtivamente, como su madre.
     Fue en derechura hacia el jardín donde el día antes había visto la rosa amarilla. Otras no menos hermosas florecían en el mismo rosal, pero aquélla le había gustado más, tenía un aire especial derosa plenitud a pesar de no estar abierta del todo. 
     Durante todo el trayecto posterior, a pie y en el ómnibus, su manera de sujetarla y de andar sin mirar a los lados le prestaron un aire desafiante que más bien la favorecía; lo cierto era que no se atrevía a entreverse a sí misma en los cristales ni en los ojos de los transeúntes.
     Al llegar al viejo parque buscó enseguida un banco solitario, lo más lejos posible de los paseantes, que no eran muchos. Durante un rato no pudo levantar la vista de la flor y de una hoja retorcida y casi desdorada ya que el aire trajo a sus pies. 
     Poco a poco, cuando la emoción y la vergüenza fueron cediendo, pudo contemplar lo que había a su alrededor, los árboles, las palmeras barbudas, las fuentes de las que hoy manaba increíblemente un hilillo de agua, brillante a la luz suave, como tamizada, de la tarde invernal. 
     Lo reconocía perfectamente, pero a la vez lo hallaba muy distinto de la imagen que se había formado a partir de sus recuerdos y de las descripciones del cuento.

Toda esa tarde, Elaine espió por entre sus espesas pestañas, con una astucia femenina que nunca había utilizado pero que nadie tuvo que enseñarle, a las pocas personas que pasaron y a las aún menos que había sentadas en el parque. 
     Sabía que su espera bien podía ser vana, pues a lo mejor el escritor desconocido no vendría esa tarde ni ninguna de las sucesivas, habiendo encontrado otro lugar u otra forma de pasar las tardes invernales.
     Podía ser también que, aun hallándose allí, no deseara entrar en contacto con ella, o que simplemente no la reconociera, aunque esta última posibilidad le parecía improbable. 
     Por otra parte, ella se hubiera dado por satisfecha con adivinar quién era él, siquiera de lejos.
     Podía ser, por ejemplo, aquel hombre que tomaba el sol en su sillón de ruedas. Su elegante suéter negro de cuello de tortuga le daba un aire de personaje del Greco, o más bien realzaba ese aire que estaba ya en su rostro ascético, de cuidada barba entrecana, en las largas manos pálidas que jugaban con un libro olvidado sobre sus rodillas, como quien acaricia distraídamente un gato.
art nouveau     Aquellas manos estaban hechas al trato de los libros, debían saber extraer de ellos todas las voluptuosidades que de seguro le vedaba la inmovilidad de sus piernas. Podía imaginarlas sobre una máquina de escribir como sobre el teclado de un piano.
     Esas manos, al no poder alcanzarla a ella, podían haber intentado tocarla de otra forma, modelando su retrato en la arcilla temblorosa de las palabras. 
     Elaine notó que sus miradas se detenían en ella como casualmente más de una vez, y en cada una de esas miradas había una disimulada melancolía, la melancolía serena de quien se sabe forzado a la renuncia y ya la acepta.
     También la miraba con disimulo aquel joven padre de familia que tenía en brazos a su pequeño mientras su esposa retozaba con la niña, una cosita menuda y vivaracha de largas trenzas. Todos ellos rebosaban salud y vitalidad, y eran como la antítesis del ascético y triste hombre del sillón de ruedas.
     Pero había en ellos más que eso, una armonía que por mucho que se alejasen en sus juegos los unos de los otros, o por poco que pareciesen atenderse mutuamente, hacía que en todo momento su risueño grupo formase una composición única, móvil pero siempre equilibrada. 
     Sólo los ojos de él, al mirar a Elaine, le recordaban por momentos esas miradas que saltan haciaGustave Moreau: El joven y la Muerte (detalle) afuera en algunos cuadros cortesanos de Goya y de Velázquez. No era propiamente una mirada de deseo; se trataba más bien de una mirada de curiosidad. 
     Aquella mirada implicaba otra clase de renuncia: era la renuncia del personaje de Goya, que sabe que no puede moverse de su puesto porque rompería la composición de ese cuadro del que forma parte, y del que es responsable, pero que se pregunta cómo sería todo si saliese de él. 
     La mirada del joven padre era viva e inteligente, y Elaine pensó que bien podría haber escrito él aquel cuento acerca de una muchacha desconocida e inalcanzable.
     Pero podía haberlo escrito, por qué no, aquel muchacho que un poco más cerca fingía leer un libro o tal vez trataba de hacerlo, pero que se quedaba mirándola con la avidez dulce y desamparada de los tímidos cuando creía no ser visto por Elaine, quien al amparo de sus pestañas no se perdía nada.
     Llevaba una especie de sobretodo de un verde botella muy parecido al del suéter de Elaine, con el cuello levantado rozando su melena lacia, y unos bluejeans muy viejos y ajustados, que hacían más grandes aún sus pies embutidos en unos altos Cobra también gastados. Sin que hubiera en él sombra de afeminamiento, tenía algo de la androginia de los ángeles de la pintura renacentista, y por lo menos su mismo peinado.
     Había forrado esmeradamente el libro que leía en papel cartucho, pero en un momento en que fue a encender un cigarro se le cayó al suelo y Elaine pudo ver que se trataba de un libro de versos.
     Sí, podía haber sido también aquel muchacho tímido que leía versos y enrojecía cara vez que se sabía sorprendido por Elaine en su admirativa contemplación.
     Podía, en fin, acabó por concluir Elaine, fatigada, ser cualquiera o nadie de los que pasaron por el parque en una tarde que se le hacía interminable. La espera que encontraba más sin sentido a cada minuto, las dos noches mal dormidas, empezaban a pesar sobre sus párpados.

Elaine se encontró de pronto en su puesto al fondo del aula. En el estrado, junto al pizarrón, se hallaba reunido el tribunal para la prueba oral de filosofía, con caras muy serias y profesorales. Examinaban a alguien, y el turno siguiente sería el suyo. Entonces Elaine descubrió, con terror, que estaba desnuda.
      Se preguntaba cómo habría podido salir así, y procuraba ocultarse lo más posible detrás de sus libros y su mesa, pero ya los muchachos del aula comenzaban a darse cuenta, a cuchichear y a señalarla con el dedo. 
     El tribunal la llamaba a comparecer al examen, y ella sentía las risas ahogadas, veía volverse hacia sí los ojos irónicos y brillantes de sus condiscípulos.
     En eso la mano de Cristina ponía algo en la suya, sus pendientes dorados, y Elaine se levantaba entonces, no le importaba salir desnuda ante todos, despacio y casi orgullosamente caminaba hacia el tribunal con los largos aretes rozando su cuello. 
     Extendió la mano hacia la mesa en busca de una papeleta, pero no había papeletas, sino pétalos de flor y hojas retorcidas de un dorado rojizo.
     Un golpecito en el hombro la devolvió sobresaltada al parque, donde nada había tenido tiempo de cambiar. Si se había quedado dormida, habría sido por unos pocos instantes. Miró su hombro, y vio sobre el fondo oscuro de la lana la blancuza cagada de un pájaro.
     Mientras buscaba maquinalmente en su cartera algo para limpiar la macha, una oleada de risa que en vano trataba de contener comenzó a sacudirla de pies a cabeza. Tenía la impresión de estar haciendo el ridículo tan completa y enormemente que su risa era también total y franca, y la inundaba en marejadas cada vez más arrasadoras.
     Secándose los ojos que la risa contenida le aguaba, se levantó y echó a andar hacia la parada del ómnibus con paso decidido y alegre.

   "Joven", la llamó una voz muy cerca, "joven." 

     Se volvió sin detenerse, y notó que un hombre caminaba casi junto a ella.

   "Se le quedaba esto", dijo él, tendiéndole la rosa amarilla.  Elaine se detuvo y la tomó maquinalmente. No se daba cuenta de si la había dejado caer o la había puesto a su lado; en cualquier caso, se había olvidado de ella.

   "Gracias", dijo.

     El hombre no soltó la flor enseguida, miraba a Elaine con una expresión extraña, interrogante.

   "Es usted, verdad?", dijo con su voz grave, nítida.

     A Elaine se le hizo un nudo en la garganta. Asintió vacilante con la cabeza, sintiendo que estaba a punto de echarse a temblar, sin poder apartar sus ojos de los del desconocido.

   "¿Puedo invitarla a un té? Digo, si no está usted apurada."
   "No... Quiero decir, no estoy apurada."

     Él sonrió a medias, con un alivio que reveló a Elaine que también estaba turbado.
     "También pudiéramos tomar una taza del café con leche más caro del universo y sus alrededores", comentó mientras caminaban juntos, "pero sospecho que los dos preferimos el té."
     "Yo también lo sospecho", dijo ella, y sonrió. Llevaba la cabeza un poco baja, sosteniendo graciosamente la cabeza contra su pecho.

"Es curioso que este lugar esté tan vacío un domingo", dijo él cuando llegaron a la pequeña y linda casa de té.
   "¿Usted viene a tomar té aquí a menudo?"
   "No, es creo la segunda vez que vengo. ¿Nos sentamos en aquella mesa?"

     Indicó una apartada, junto a la pared.
     Separó para Elaine el asiento que daba la espalda a la puerta, y se sentó frente a ella. Entre sus caras, sobre el mármol del velador, se alzaba un bucarito con una fea rosa artificial, que él apartó a un lado.

   "Qué casualidad. También es amarilla", dijo Elaine, y se ruborizó sin saber por qué.
   "Elegí la mesa por eso, aunque la flor es horrible. Sugiero que tomemos té frío con menta, es una bebida por lo menos tan bonita como sabrosa."
   "Está bien."
   "¿No le molesta que fume?"

     Él hurgó en su chaqueta de mezclilla, y a Elaine le llegó una bocanada de un olor familiar. 
     La camarera llegó casi al mismo tiempo, y mientras él hacía el pedido y se entregaba a la minuciosa ceremonia de rellenar y encender su pipa, Elaine pudo examinarlo mejor.
     Tenía un rostro curtido, varonil, agradablemente feo, cejijunto pero con amables arruguillas de risaart nouveau junto a los ojos. Era más joven de lo que parecía a primera vista, tal vez casi de su misma edad. Las manos que encendían la pipa eran grandes y livianas, de dorso velludo.
     Aún no había terminado de encenderla cuando la camarera trajo los dos tés y unos pastelillos de hojaldre redondos y calientes, rematados por una voluta de queso derretido, que Elaine encontró más bien apetitosos. La rosa comenzaba a estorbarle; la puso en el bucarito, junto a la flor artificial.
     El azúcar cayó como una fina nieve sobre el hielo, y al removerla el ámbar claro del té y el esmeralda de la menta se fundieron en una mezcla luminosa.
     "Es como malaquita, ¿verdad?", dijo Elaine, encantada. Había visto la malaquita sólo en fotografías, lo mismo que el ámbar y la esmeralda, y tal vez por lo mismo los identificaba con la belleza. "Y sabe muy bien."
     "Me alegro de que le guste", dijo él. "Tengo un amigo, sin embargo, que lo encuentra horrible, aunque más bien se refiere al sabor. Siempre anda diciendo que le gustaría vivir en un gabinete de malaquita, como el que construyó no sé qué Zar de Rusia, pero el té con menta no puede ni olerlo... El mundo es curioso, ¿no? Yo, por ejemplo, nunca soñé hallarme aquí hablando con usted."
     Elaine se sonrojó.

   "Yo tampoco", dijo en voz baja. "Y, si voy a decirle la verdad, no sé por qué volví."
   "Yo vine a hacer tiempo antes de ir a un concierto que dan esta noche, frente a la Catedral. Es la rosaObertura 1812 de Chaikowsky, ¿la conoce? Sí, debí imaginármelo. Con campanadas y cañonazos de verdad. Cuando llegué al parque, enseguida pensé en el cuento. Y pum, allí estaba usted."
     Acarició los pétalos de la flor viva con la mano libre, rozándolos con delicadeza.
     "Con su rosa amarilla. He pasado toda la tarde mirándola. ¿No se dio cuenta? Estaba sentado exactamente frente a usted. Tal vez la palma no la dejara verme... ¿Así que le gusta Chaikowsky? Disculpe si soy torpe, no había hablado nunca con el personaje de un cuento. Acabo de leerlo, además, como quien dice, y me fascinó, no tanto el cuento como la muchacha triste que deshoja una rosa, y una rosa amarilla... ¿Sabía que una vez alguien hizo rodar la bola de que Borges había escrito una novela que se llamaba así, La rosa secreta? Era mentira, por supuesto."
     Hubo una pausa. Elaine miraba el fondo de su vaso, el torbellino de nieve y malaquita. Tomó un sorbo y preguntó, sin apartar la vista de su té:

   "¿Dijo que leyó el cuento hace poco?"
   "Hace unos días. En el pueblo donde vivo no venden esa revista, pero yo estoy suscrito. Yo también escribo, o lo intento, al menos. Usted... Pero, ¿por qué estamos hablándonos de usted como si fuésemos franceses, o algo? Sabes, ese amigo mío al que no le gusta el té con menta tuvo una abuela de la que siempre está hablando, y que le decía que son esas coincidencias las que demuestran que uno es un elegido. Era teósofa, claro, kardecista e incluso francesa. No te rías, era francesa de verdad, pobrecita. Pero tenía razón, sobre todo si cambiamos esa palabra de elegido por un término menos romántico. Un pararrayos, tal vez, como decía Cortázar. Diga... Dime una cosa.
   ¿Puedo hacerte una pregunta?"
   "Sí, claro."
   "Tú... No sé cómo preguntarte. ¿Es habitual que vengas aquí, vestida de ese modo, con una rosa?"

     Elaine negó con la cabeza, y sonrió dulcemente.

   "Es la segunda vez que vengo a este parque... Lo mismo que tú."
   "¿Cómo lo sabes? Ah, yo mismo lo dije, es verdad. ¿Quieres venir conmigo al concierto?"

     Ella dudó un instante. Bebió un poco de té y luego dijo:

   "No. Gracias de todos modos."
   "Gracias por las gracias. Claro que hubiera agradecido más que vinieras, pero en fin..."

     Dejó su vaso y se puso de nuevo a encender la pipa.

   "La Obertura 1812", prosiguió, "es una música de extraño destino. Como se sabe, es una especie de duelo en que Dios Guarde al Zar derrota a La Marsellesa. En esa época, se suponía que conmemoraba la victoria del pueblo ruso sobre las tropas de Napoleón. Pero podía ser vista, o mejor dicho escuchada, como un homenaje a la derecha monárquica, como la victoria del knut sobre las ideas liberales, ese viento que también soplaba desde Francia. De todo eso, ¿qué nos queda hoy, esta noche? Nada más que una hermosa música... Siento que no vengas."
   "Yo también", dijo ella. 

     Apuró lo que quedaba de su té y se levantó. Sólo entonces advirtió que en la cenefa terracota de las paredes había unas como flores o pequeños soles amarillos.

   "Me voy. Gracias por el té, por la conversación..."
   "Y por la abuela de mi amigo."

     Elaine sonrió.

   "Y por la abuela de tu amigo."

     Se quedó de pie sin moverse, indecisa. Cogió la rosa del florero y se la tendió.

   "Toma, te la regalo. ¿La guardarás como recuerdo?"

     Por un momento se miraron a los ojos. Después Elaine se inclinó sobre él, que instintivamente le presentó la mejilla, pero ella lo besó en los labios, rozándolos apenas con los suyos y sintiendo muy cerca su olor suave a tabaco. 
     No miró atrás ni una sola vez mientras caminaba hacia la parada del ómnibus, escondiendo las manos en las axilas por la frialdad del atardecer.

Cuando llegó a su casa, su madre estaba sentada en la cocina casi a oscuras, ante los restos de una comida ligera. Al verla recostarse al marco de la puerta, parpadeó y le dedicó una sonrisa fatigada.

   "Me asustaste", dijo, "no te sentí entrar. ¿Quieres comer algo?"
   "No, no tengo hambre."
   "En la nevera hay té."

     Elaine buscó un vaso y se sirvió. Al cerrar el refrigerador, la cocina pareció aún más oscura, pero no encendió la luz.
     Fue a sentarse frente a su madre, que con un cigarro en los labios rallaba inútilmente fósforo tras fósforo. Al final desistió, y se puso a jugar con el cigarro apagado entre los dedos. Los labios le temblaban un poco.

   "¿Qué hora es?", preguntó.
   "Alrededor de las seis y media."
   "Qué temprano."
   "¿Cómo has pasado el domingo?"
   "Bien... ¿Y tú?"

     Elaine miró su vaso. Anochecía rápidamente, y ya no se distinguía el color del té. Podía ser ámbar, podía ser cualquier otro.

   "Bien", dijo.

1988

 


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