Dos
basureros
1
Aflora la basura acumulada durante muchos años. El miedo a la llegada
de una epidemia la saca de sus rincones. Las calles se llenan de viejos
trastos, de restos todavía aprovechables que algunos se apuran a
escarbar. Probables ingenieros electrónicos se disputan televisores
soviéticos de los que extraen
piezas. La silla de tres patas, ese monstruo de feria, encuentra quien
cargue con ella. Y alrededor, como hierba entre árboles, crece la
mierda.
De viejos almacenes de la calle Muralla (hace décadas sederías
de libaneses y polacos, tal como llamaban entonces a los judíos)
echan afuera los tesoros del Estado. En plena calle amontonan lo que la
memoria gubernamental había perdido de vista.
Bernaza está alfombrada con impresos de un juego de mesa que no
llegó a imponerse, trivial del materialismo dialéctico. Fumigan
los locales hasta que el humo borra las fachadas y en la calle queda sólo
el montón de basura como el único sentido de una frase.
Vivimos en medio de toda esta mierda. El miedo a carecer ha conseguido
amarrarnos a desechos,
cuesta dar adiós definitivo a cada artículo de nuestras vidas.
A fin de año tocamos el corazón del puerco con la punta de
un cuchillo y nos echamos a llorar: a ese puerquito lo criamos como a uno
más de la familia. Hay demasiada telenovela entre él y nosotros,
y con iguales ojos empañados observamos un cascarón de huevo,
la linterna rota, la suela despegada de un zapato. Si en vida útil
nos acompañaron, que sigan acompañándonos en restos.
Tal vez puedan ganar resurrección más adelante.
Y el Estado muestra idéntico espíritu de urraca. Sus graneros
se han convertido en grutas malolientes, el agua filtra por los techos,
la basura es venteada por las ratas: artículos que no constan en
ningún censo porque fueron encerrados junto al censo que los inventariaba.
Tal vez como ofrendas que garantizarían nuevo nacimiento empresarial,
quién puede recordarlo ahora.
Habían puesto un candado en la puerta (cortina metálica donde
se abre una entrada para enanos) y un vigilante nocturno que sintonizaba
su juego de pelota. Y adentro estaba la mujer emparedada de los relatos
góticos, la loca del desván que ahora se despereza, da unos
pasos, baila en medio de la calle y se echa bajo el cielo sin importarle
el paso de los carros: Aparición de Nuestra Señora Basura.
2
La Maqueta de La Habana, obra de miniaturistas, se alza al oeste de la
ciudad. Un balcón permite contemplarla a ojo de pájaro. Al
borde del balcón hay un catalejo y he buscado con él los
tanques de agua
de la azotea de casa. Encontrarlos me ha dado la alegría de las
confirmaciones. La maqueta empieza a ser más que la ciudad, es la
reafirmación de ésta.
Por lo poco que se construye desde hace décadas, el equipo de miniaturistas
ha de estar algo inactivo. Salvo algunos hoteles, no se aprecia movimiento
por todo el horizonte. Claro que les queda el desmontar piezas cuando ocurre
un derrumbe, y les queda jugar a las hipótesis urbanísticas.
Pero tanto tiempo libre los habrá hecho emprender ya la escritura
de sutras en un grano de arroz, habrán empezado a trasladar la obra
completa de Martí a la hoja de un tamal.
Su entretenimiento, mientras construían la maqueta, consistió
en dar color a casas y edificios. Aplicaban un color determinado para lo
construido
durante la Colonia, otro para el siglo XX hasta 1959 (lo republicano ocupa
la mayor parte de la maqueta) y un tercer color que señalara lo
edificado en tiempos revolucionarios. De este último existen muy
pocas pinceladas en toda la extensión habanera, obra de pintor desganado
cuyo empeño mayor se ha ido a lo suburbano, al este: Alamar.
Tiempo y espacio son inseparables, la memoria es siempre espacial. Muy
fuerte asociación de ideas habrán establecido los revolucionarios
entre ciudad y antiguo régimen para castigar a La Habana con tan
pocas construcciones durante todos estos años, con escasas reconstrucciones.
(Ya que la arquitectura es música congelada, La Habana no iba a
correr mejor suerte que la música tradicional, canciones de prostíbulo
en una ciudad prostibularia.)
“Revolución es construir”, reza un cartel lumínico en la
fachada del Ministerio de la Construcción y quizás no haya
en toda la capital programa más desmentido. Aunque a sólo
unas cuadras otro edificio ministerial prometa mantener las comunicaciones
tanto en la paz como en la guerra...
Varias novelas latinoamericanas refieren los avances de la selva por centros
urbanos, revisitan el asombro fotógrafico del XIX ante las ruinas
mayas o el de los grabadores napoleónicos en la campaña
egipcia. Como contrapartida a los discursos del progreso, la imaginación
poética coquetea con la desaparición de las metrópolis.
Londres va a ser la selva que atraviesa un cazador de lobos en el poema
de Horace Smith que servirá de inspiración al Ozymandias
de Shelley. Será una de las ciudades abandonadas en que tanto abundan
las ficciones de Lord Dunsany. Baudelaire jugará con la idea de
un París desaparecido. Más aún, con la hipótesis
de una lengua francesa caída en desuso.
Sin importar lo que anuncie el edificio del ministerio cubano de construcciones,
no existe mejor fuerza para ese programa baudeleriano de allanamiento de
metrópolis que una revolución instaurada. Porque ésta
cumple con el doble requisito de allanar por una parte y detentar el discurso
del progreso por la otra.
Prologados por la huida de antiguos propietarios, sus trabajos de desurbanización
descansarán en la
siguiente fórmula: muerte de las ciudades es igual a urbanismo al
que se le reste toda especulación inmobiliaria.
Las leyes del nuevo régimen convierten en propietarios de sus casas
a todo el que las more. Prohiben la compra y venta de espacio, toda cesión
testamentaria pasa a ser examinada cejijuntamente, y quien necesite
cambiar de sitio deberá acudir a lo tribal, al trueque de casa por
casa.
De existir dinero por en medio no quedaría memoria de ningún
acto originario. El dinero borra toda operación anterior, pero el
trueque incita a historiar, es conmemorativo, y cualquier mudanza de hogar
arrastra un impuesto memorioso a los orígenes de la revolución,
al tiempo en que nos fue donado un techo.
Enredados en un regalo maldito del cual no se sale más que cambiando
la pata de mono por el diablo embotellado, falsos propietarios como somos,
el espacio empieza a resultarnos dudoso. A nuestros ojos la ciudad no tarda
en quedar en entredicho. No demora en perderse interés por la fachada
y la acera, el árbol del paseo, el pavimento y sus baches. Y así,
por escapar del egoísmo de unos propietarios prerrevolucionarios,
hemos caído en egoísmo al menos no menor: la ciudad es de
nadie.
Que la cubra la morralla.
3
“La calle es de los revolucionarios”, reza el lema con que han justificado
golpizas y saqueos. El viento hace flotar los impresos de un juego que
nunca se jugó, que no se impuso. Por miedo epidemiológico
han sacado la basura a la calle de los revolucionarios y aseguran que vendrán
a
recogerla.
También nosotros hemos salido, las casas están llenas del
humo de las fumigaciones.
Cuarenta y tantos años de revolución han convertido a esta
ciudad en un chiquero. Mientras evito hundirme en la porquería y
echo ojeadas a lo que los montones puedan contener, pienso en otro paisaje
de basuras.
No consigo alcanzarlo más que con la imaginación, del mismo
modo que Baudelaire la desaparición de París y Horace Smith
el chaparral que iba a ser Londres. Pero, a diferencia de esas destrucciones
futuras, el basurero del que hablo viene a cumplirse ahora. Tiene el carácter
lunar de los campos de batalla abandonados y reina en él un gran
silencio, uno de esos silencios fabricados en estudios de sonido: a unos
kilómetros fuera de la ciudad, la base de radares soviéticos
de Lourdes es ya un paisaje de chatarra.
Antonio José Ponte
La Habana, febrero de 2002
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