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El
arte sutil del maquillage Enrique Gómez Carrillo ![]() ![]() Ayer nada menos, Irene y su hermana me acusaban de que, a causa de mi influencia, usted se pintara mal. – ¿Por qué mal? – les pregunté. – Porque parece un fantasma – contestáronme. Yo no sé lo que estas niñas entienden por fantasmas, y hasta me figuro que no los han visto sino en las fotografías espiritistas que el profesor Richet publica para hacernos creer que lo del ectoplasma no es una pura fantasía de señoras que ya no pueden bailar el shimy. Pero si no ha cambiado usted su manera de iluminarse el rostro y sigue haciéndolo como lo hacía en París, no tengo inconveniente en declararme fantasmófilo irreductible. Todo el problema del maquillapie, que tantísimo inquieta a nuestras contemporáneas, consiste en averiguar si las mujeres deben convertirse en muñecas de Nuremberg, o conservar su expresión natural, estilizándola apenas. Y ya sabe usted que con estas últimas palabras no quiero predicar la cruzada contra la pintura. Al contrario. Una cara lavada, según la frase sacramental, una cara inmaculada, si usted prefiere, podrá ser muy fresca, muy sana, muy digna de que los que hacen cuadros de pastoras la tomen por modelo. Mas para que la fisonomía tenga esas exquisitas profundidades de misterio que a todos nos seducen, es indispensable que esté maquillée. Note usted que hablo de la fisonomía y no del rostro. Lo que hay que pintarse, en efecto, o mejor dicho iluminarse, idealizarse, subrayarse, profundizarse, es la expresión y no la máscara. Estas amigas nuestras que se pasan una hora ante el espejo poniéndose mejillas de carmín para parecer muy jóvenes, muy parisienses, muy transparentes, pierden el tiempo. Lo único que tiene importancia, lo único que constituye la vida pasional de la ![]() En Europa y en América, no sé por qué, en lo único que nos parecemos al Oriente es en eso de las uñas... La manicura a quien usted confiaba sus dedos aristocráticos me asegura que ya no hay cocinera que no recurra al cuidado de sus colegas. Y aunque yo detesto esas uñas esmaltadas de rojo y cortadas de una manera uniforme que ahora se estilan, no me quejo de que nuestras mas humildes contemporáneas pongan tanta coqueteria en sus falanges. Pero querría que pusieran una coqueteria aún mayor, más consciente, más refinada, más artística en hacer con sus rostros lo mismo que hacen con sus manos y en hacerlo todo ellas mismas. Sí, Angelina: en este punto usted sabe que soy intransigente. Por eso cuando usted me habló del famoyo doctor aquel que, en Biarriz, se había hecho una clientela de damas aristocráticas que se hacían maquillar por él, me indigné. No digo un médico, pero ni un pintor, ni un escultor, serían capaces de realizar, en el espacio lilial de un rostro femenino, el trabajo de miniaturista espiritual que requiere el carácter de cada mujer. Las actrices lo saben por experiencia, pues en la época en que tuvieron maquilleuses, lo mismo que ahora tienen habilleuses, se convirtieron en caricaturas. Lo que pasa es que, en su inconsciencia y en su vanidad, las hijas de Eva no quieren darse cuenta de que para pintarse bien es necesario estudiarse mucho y trabajar mucho más. Me acuerdo que una noche, en un teatro de Buenos Aires, una de las más lindas porteñas me preguntó, al ver a una artista tan pálida cual usted y tan meticulosa cual una sultana: – ¿Cómo hace esa mujer para pintarse sin que se le note? – Pintándose mucho – le contesté. Pero «mucho», en este caso, no significa mucha pintura, sino mucha ciencia, mucha delicadeza, mucho primor, mucha inteligencia, mucho arte y hasta mucha psicología... Y ya sé que Irene dirá, si me lee, que a ella con su pincel negro, su borla roja y su famosa nube de polvos, le basta para ser encantadora. Encantadora es, en efecto. Sólo que con menos luz y más penumbra, con menos carmín en las mejillas y más relieve en la expresión, con mas líneas y menos manchas, sería, no sólo igualmente encantadora, sino también interesante, lo que a mí me parece una virtud de esencia menos común que la belleza. Y ve usted, Antelina, que cumplo sus órdenes y que le hablo de lo que más importancia tiene... Tomado de: En el reino de la frivolidad (Madrid, 1923) |
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