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Primer
autorretrato: los ruidos de los alrededores Antonio José Ponte Lo peor de la fábrica al fondo de casa, mientras funcionó, no era el ruido de las máquinas. Tampoco los extractores de aire. Lo verdaderamente exasperante era el régimen de música y discursos al que condenaban a sus trabajadores, mujeres en su mayor parte. Desde el amanecer la administración emitía por los altavoces comunicados destinados a elevar el entusiasmo de las operarias. Y a media mañana contaba con cifras que le permitían echar a pelear a un piso contra otro encendiendo la llama de la emulación socialista. “Piso Tres, te estás quedando atrás”, se oía por los altavoces, “¡Piso Tres, recuerda tus compromisos! ¡Adelante! ¡Arriba!” La voz era la de una mujer a la que me hubiera gustado reconocer entre el centenar de mujeres que cumplía turno y a las que veía arribar en bicicletas. Su trabajo, en lugar de poner mangas (a la entrada del edificio dos escaparates mostraban los mejores artículos salidos de la fábrica), consistía en incitar a la competencia. Nadie contestaba a sus recriminaciones, pero no tenía más que avisar el número del piso en delantera para que se alzara un fuerte pitorreo. Era hora entonces de escuchar la música que eligieran las del piso vanguardia, y la voz de la fábrica dedicaba canciones a algunas obreras. Coreaban en todos los pisos. De alzarse el edificio dentro de un cómic, por cada ventana saldrían globos con inscripciones de estribillos. Era imaginable la escena de comedia musical que ocurría allá adentro: una nave industrial, bobinas de telas que de un momento a otro podrían desplegarse como banderolas y melodías coreadas por cientos de operarias. A veces los altavoces de la fábrica coincidían en canción con los clientes del taller de reparación de neumáticos, un pequeño negocio abierto a tres puertas de casa por el cual la familia pagaba licencia. Era la misma clase de música que podía escucharse por toda la ciudad, la portaban los taxis colectivos y parecía haber llegado de algún rincón de la frontera mexicana. En la ponchera, como en la fábrica de camisas, la música existía para acallar el ruido de las máquinas, para salvar de los movimientos repetidos. La manguera de aire a presión reptaba por la acera y a la puerta sin enseña había siempre un bicitaxi desprovisto de una de las ruedas. De la sala devenida en taller brotaba música y se sumaba a ella la que trajeran los vehículos en reparación. Pues ninguno de los bicitaxistas se tomaba la molestia de interrumpir el ruido musical dentro del cual pedaleaba. Discutían sus rivalidades como los machos jóvenes de una especie animal estruendosa. El volumen de música de sus bicicletas serviría a la hembra de indicador para depositar en un buen ejemplar su confianza. Tracción y velocidad de piernas eran significadas por la ruidosidad que acarreaban. De manera que a la puerta de la ponchera coincidían casi siempre tres o cuatro terribles canciones. A tal bombardeo, la gente de los bajos de casa respondía con un viejo tocadiscos. De la familia compuesta por padre, madre y dos hijos varones ventiañeros sólo el cabeza de familia tenía potestad para colocar sus manos sobre aquel aparato. Pues había pagado por él y era quien daba las carreras cuando se rompía. (Había que verlo entonces, tan desesperado como un proyeccionista cinematográfico que no atina a dar sonido a la película en pantalla.) De unos cincuenta años, era de esa especie de calvo que se encaja una gorra sin la cual nunca va a ser visto y de la que escapan unas mechas como paja de maíz por el roto de un saco. La gorra era un recuerdo del servicio militar del mayor de sus hijos y, pasada una larga temporada de uso, iba a ser sustituida por una no menos gastada gorra de pelotero. De un impreciso equipo de béisbol, jugadores bajo un aguacero. Electricista de oficio, pasaba mucho tiempo sin trabajo. Cumplía alguna contratica que apareciera por acá o por allá, sin intentar mayores búsquedas. Y reunido en familia echaba en cara a mujer e hijos su tremenda laboriosidad, disimulaba la mediocridad de su fracaso. (Del mismo modo que tenía que escuchar su música, me tocaba escuchar sus bravatas.) Ninguno se atrevía a desmentirlo en esas ocasiones. La mujer tenía prohibido trabajar fuera de casa. Los hijos, pese a estar crecidos ya, preferían aceptar lo que el padre les trajera. Habían dejado los estudios y ningún oficio les resultaba tentador. En caso de emprender alguna gestión, el menor se contentaba con robar una paloma y venderla donde no fuera reconocida por su dueño. Cargado con una lata llena de kerosene en cada mano, el jefe de familia respondía a mi saludo (mientras tuvimos trato) con sonrisa de perro apaleado. Transportaba combustible hacia el campo para trocarlo por comida, y al regreso contaba cómo había logrado sortear a la policía apostada en los trenes. En su ausencia, madre e hijos celebraban cónclaves donde lo maldecían. Los muchachos prometían venganza para cuando crecieran. (Poco importaba que el mayor hubiese atravesado tres años de servicio militar y resultara ducho en el manejo de las armas. Había vuelto para acogerse a la tiranía paterna como si de un descanso se tratara.) De flojear en algún punto la complicidad de la madre, sus hijos se encargaban de vaticinarle una vida a solas con el ogro. Porque la dejarían atrás, se irían por el mundo a formar sus respectivas familias, encontrarían trabajos bien remunerados y a ambos les tendría sin cuidado lo que el padre hiciera con ella. Ya podría pegarle tranquilamente. (Y le pegaba. Los moradores de la casa anexa escuchaban cada empujón contra las paredes.) “Ustedes dos son un par de maricones que no van a hacer nada”, los desarmaba ella. Entonces se le traslucía su admiración por el macho fuerte que regresaría de un momento a otro. Alguna vez oí a los tres hablar de un cuchillo, de meterle un cuchillo al padre por la espalda. Y no sonaba truculento, no existía en ello nada de tragedia. La conversación entre madre e hijos podía tomarse por un ensayo teatral, una más de las radionovelas que ella oía (y yo con ella): “Desde el fondo de sus corazones sabían que la mano que empuñara el arma no podría dudar ni un solo instante. Hasta el fondo, por el camino de la sangre, la hoja de metal tendría que arrancar de cuajo la existencia de aquel déspota. Sólo así serían borradas de una vez las innumerables bajezas que con ellos cometiera. Solamente así podrían comenzar, muy lejos, una nueva vida...” De edad aproximada a la de su esposo y la dentadura echada a perder, siempre que podía escaparse visitaba a un viejo amigo a cargo del comedor de una fábrica. Se metían a hacer sus cosas en el almacén y, a cambio, ella tomaba algunas latas. Sus hijos la acompañaban en las visitas a ese amigo. Para que pudiesen comer algo. No les ocultaba la relación que tenía con el viejo y éste se portaba amablemente con los muchachos, les regalaba dulces. Ellos sabían esperarla por los alrededores del almacén. Existía una perra, según supe. Cuidaba de los puercos que el viejo engordaba con las sobras del comedor. Esos puercos obsedían a la madre, quien nada más llegar pedía verlos. Puede que el viejo encontrara cierta dosis de galantería en acercarse con ella al corral. Para la mujer, en cambio, era asunto de fechas, ajuste de matanza. Quería estar presente cuando toda aquella carne cogiera camino. Sus hijos jugaban con la perra guardiana. La perra anduvo preñada, parió cinco cachorros rollizos y, a la hora de repartir la camada, el viejo quiso regalar uno a los muchachos. “Mejor regalo habría sido un puerco”, malició la madre sin que se le escuchara. (Durante sus visitas al corral alababa la expresión de una bestia rechoncha con la que simpatizaba.) Los muchachos exhibieron el cachorro. Gente de la ponchera se acercó para admirarlo. Con tal de adjudicarle pedigrí, los hermanos inventaron un precio que no habían tenido que pagar. Imaginaron un futuro del perro junto a ellos, se cuidaron de esconderlo antes de que volviera el padre. “Así que ahora tenemos perro”, soltó éste nada más entrar, aún sin haberlo visto. Ya en la esquina le habían hablado de un cachorro de raza que costaba buena plata. No hacía más que marcharse a forrajear y sus hijos no hallaban mejor ocupación que traer una boca más a casa. Con el cuento de lo valioso del animal se echaban encima las miradas de todo el vecindario. Le ponían difícil el entrar y salir con sus cargamentos de kerosene. “Tú”, apuntó a la mujer, “eres tan estúpida como esos hijos tuyos.” No podía confiar en ella cuando salía de casa. Ni una ojeada dedicó al cachorro. Se lo llevaban de allí inmediatamente o él se encargaría de retorcerle el pescuezo. Primero al bicho y después a ellos dos. “Devuélvelo ahora mismo”, ordenó al menor de sus hijos. Y en cuanto éste salió con el cachorro se dedicó a seguirlo. La madre se inquietó. “Tu hermano no se da cuenta de que él le va detrás.” Pero el mayor estaba seguro de que no llevaría el perro al almacén. Antes procuraría vendérselo a alguien. Su padre espero a que completara la transacción para arrebatarle la plata. “Se la gastó en esos discos de mierda”, contó el menor cuando los tres volvieron a quedarse a solas. Y otra vez a hablar de venganza, de cuchillo afilado. Harían fuego con la colección de música, pondrían el tocadiscos al centro de las llamas. La pasta de los discos se derretiría, la música iba a convertirse en chapapote. Todo delante de él, para que no se lo perdiera. El cuchillo clavado en la espalda y la mirada fija en el incendio. Mientras tardaba el inicio de la rebelión, el tirano engrosaba sus fondos musicales. Se mostraba capaz de vender los dos ventiladores en medio del verano, podría desprenderse del refrigerador. Nunca de los discos que escuchaba al regreso de sus campañas de trueque por el campo. Su colección constituía un muestrario horrible de rancheras y coplas y boleros cantados por los intérpretes peores. (De ese archivo poco menos mío que suyo extraigo un par de ejemplos. Para el día que festeja la maternidad, cuando el recuerdo de su madre muerta en un asilo de Miami le obligaba a verter lágrimas, resultaba imprescindible una voz de tenor de pueblo que clamara: “Madre, madre querida, madrecita buena de mi corazón”. Y en fechas patrióticas, una suite de himnos revolucionarios a cargo de la banda del ejército. Esos aires marciales remitían a las hazañas del servicio militar de él y de su primogénito, ya que se había apropiado de estas últimas.) Pasaba horas con la música a todo volumen, el paño de limpiar discos en la mano, mirándose en el espejo de aquellas placas negras. Otro hombre habría gastado su fortuna en alcohol o mujeres, él invertía la suya en grabaciones. (Bebía en contadas fechas, siempre en casa y sólo vino de cocina azucarado.) Aquella colección era su orgullo, salvaba su espíritu de la estupidez reinante por los alrededores. “Ay, qué lindo”, se dolía su mujer siempre que alguna música le tocaba el corazón. En sus vidas sólo cabía silencio a la hora de dormir. O al emprender alguna discusión, pues entonces él prefería ser escuchado claramente. Este catálogo de músicas del barrio podría crecer con otras fuentes. En cualquier momento alza vuelo una bandada de palomas y un cañonazo de música sale de alguna azotea. Lo exiguo del espacio y la vida apiñada promueven una babel de músicas que suenan menos para ser disfrutadas que con el fin de intimidar. Su misión es defender unos metros cuadrados, disuadir del espionaje. La música suena a todo volumen contra el mal de ojo. Afortunadamente, en las madrugadas sólo alcanzo a escuchar el radio del sereno de la carnicería y el canto de los gallos crecidos fuera del campo e inseguros de su puntualidad, que se responden unos a otros como perros. Y sólo a esas altas horas de la noche (ahora que escribo) podría tomárseme por el último habitante de una ciudad abandonada. |
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