La Habana Elegante
recuerda, con este hermoso artículo de Norge Espinosa, a la
famosa baladista cubana Martha Strada, quien falleciera el pasado
primero de marzo en un hospital de la ciudad de Miami. Agradecemos la
gentileza de Espinosa quien, a su vez, nos hizo llegar dos de las fotos
que ilustran el texto. En esta entrega del Café París incluimos
también un trabajo Néstor E. Rodríguez
--
poeta, ensayista y profesor de literatura dominicano -- sobre el grupo
cubano de hip hop Obsesión. Francisco Morán Redactor de La Habana Elegante Martha Strada, tus días como hoy Norge Espinosa Mendoza Si es cierto que toda ciudad necesita de fantasmas, de mitos urbanos con los cuales sostener su gloria o su decadencia, La Habana es una gran ciudad. Pese a la vulnerabilidad creciente de sus edificios, y al ruinoso esplendor que la amenaza, el ir y venir de sus espectros consigue que no se venga definitivamente abajo, que la Isla en fin no se rompa en mil pedazos y se hunda, o se mezcle para siempre con otras tierras en las cuales esta enfermedad que es ser cubano provoque otra nueva clase de contaminación. Acaba de morir Martha Strada, y ello significa, entre muchas cosas, que uno de los fantasmas más célebres de esta capital es ya fantasma del todo, figura impalpable en ese ejército de sombras que hicieron de la noche habanera un mundo distinto, asombroso y extravagante: un espacio sin el cual La Habana no sería lo mismo, esa esencia que se escurre en las novelas de Cabrera Infante, Arenas o Carpentier, bajo diversos impulsos y delirios. Así como La Lupe, Freddy, Celia Cruz, Berta Dupuy, Xiomara Alfaro, Moraima Secada, Olimpia, Elena Burke y tantas otras gargantas de tan diferente rango la abandonaron hacia el exilio o la muerte, la Strada desapareció alguna vez de esta ciudad en la que era visible solo para algunos pocos. Una cantante que no cantaba ya: una voz imposible de enlazar al cuerpo de esa mujer que invariablemente vestía de negro, y que protagonizaba un culto de minorías basado en la elocuencia de su dramatismo, en el recuerdo de una canción llamada Días como hoy. Reynaldo Arenas la menciona en uno de los capítulos iniciales de Antes que anochezca, aunque en el posterior filme de Schnabel nadie se acuerde de la diva de los existencialistas habaneros, una Juliette Grecó que alzaba su voz no en francés depurado y monótono, sino en un italiano tropical que pudo haber doblado, en Mamma Roma, una Anna Magnani insólita. El reinado de la Strada en esa capital de los primeros años revolucionarios duró poco, y aunque llegó a ver editado en 1964 un LP con sus éxitos orquestados por Rey Díaz Calvet, y varios discos de 45 rpm que los diseminaban para la nostalgia de ese tiempo; poco hubo después. Como tantos nombres de ese terreno de ilícito desgaste, pagó el precio de su conducta impropia y se fantasmó, a la manera de un personaje de Virgilio Piñera. Los funcionarios determinaron que sus temas no eran los apropiados, que su presencia incitaba a una vida de desorden. La televisión se apresuró en olvidarla, y pronto nadie mencionó sus interpretaciones de La mamma, Sésamo, Viejo roble o, por supuesto, La tómbola y Abrázame fuerte. Se refugió en los cabarets de provincias, en las apariciones efímeras de un carnaval del interior: su traje negro que la identificaba sin recato fue el luto mismo de su antigua popularidad que parecía sin límites. Si es cierto que el propio Carpentier la elogió alguna vez, esa es otra zona oscura de la leyenda. Y por lo demás, llegó demasiado tarde: Cabrera Infante no alcanzó a mitificarla, como hizo con La Estrella que cantaba Boleros. Ella cantaba baladas, con sus manos, con su vista perdida, con una rabia que la enronquecía y la hacía sobresalir por encima de los mediocres arreglos orquestales, de su extraña incapacidad para mantener algunas frases según las reglas musicales más estrictas. Deshacía la canción para reacomodarla a su temperamento: de ahí lo virtuoso y también lo risible de su genio. Creo que todo eso estaba ya en la mujer que había debutado en el cabaret del Habana Libre (¿no era todavía Habana Hilton?) y que saludó a sus fanáticos en el escenario de la sala Idal. A fines de los 80, cuando Cuba creyó que podía tener una nueva oportunidad de reconstruirse a sí misma como una entidad no excluyente, como una nación donde todos tuvieran un exacto lugar donde identificarse, Martha Strada volvió a una cierta visibilidad. No sé cómo se las arregló Camilo Hernández, por ese entonces joven y prometedor realizador de televisión, para llevarla de vuelta a los estudios del Canal 6. En un programa insulso, cartelera ilustrada de la programación televisiva, llamado Listo Estudio, la hizo aparecer. Como siempre, de negro, Martha Strada cantó uno de sus viejos temas. Casi puedo asegurar que el scratch del viejo disco acompañaba su interpretación, en aquel set despoblado al que malamente adornaban unas tristes arecas. Contra esa nada, ella estaba aún pie. La defendía una pieza de Margot Saumell. Su carta de triunfo. Días como hoy. Días como hoy/ que sin ti yo no puedo vivir./ Días como hoy,/ que mi amor no lo puedo expresar./ Días como hoy,/ que mi vida no es vida sin ti,/ que no puedo vivir si no estás,/ si no estás junto a mí… Bastó para que me preguntara quién era esa mujer. Mi madre, al oírla mencionar, me dejó ver en su rostro esa expresión de duda con la cual respondemos a quien nos habla de alguien que ya todos creían muerto. Poco después, ya a principios de los 90, la Strada hizo, nuevamente ante las cámaras y de la mano otra vez de Camilo Hernández, la mejor muestra de su talento histriónico. En una alocada y prodigiosa adaptación de Emma Zunz, el relato borgiano, María Elena Diardes se enfrentaba a un espejo tras acostarse con el marinero que utilizaría como coartada para justificar su asesinato. Del otro lado del espejo, otro semblante femenino le respondía: Martha Strada. Martha Strada decía, en ese instante, mirando fijamente a aquella Emma habanera, un poema de Eliseo Diego: Versiones. Lloraba, enumerando las formas que, según esas líneas del poeta origenista, escogía la muerte para irse revelando en las más pequeñas cosas. Una ovación grabada cubría sus últimas palabras. No creo que la televisión la reclamara luego nunca más. Antonio Orlando Rodríguez me contó haberla visto, por esas fechas de efímera publicidad, cantando su antiguo repertorio en el cine Miramar, acompañada por una orquesta del Circo Nacional. Cuando olvidaba la letra de aquellos temas que hicieron rabiar a sus fanáticos –tropa colmada de gays y lesbianas: de ahí parte de su fatalidad-, sencillamente tarareaba, cosa que siempre hizo más o menos mal, hasta que la memoria de treinta años atrás le devolvía la estrofa necesaria. Al cierre de cada función de la Trilogía de Teatro Norteamericano que Carlos Díaz impuso como su triunfante debut en la escena de la sala Covarrubias, se le oía cantar La tómbola, un viejo himno de Guijarro y Algueró. A una función de esas puestas irreverentes y posmodernas acudió, creó que en una silla de ruedas, reponiéndose aún de Dios sabe qué dolencia. Probablemente, la de saberse una cantante enmudecida. Recogió aplausos como en la primera de sus noches de éxito. Luego desapareció. Desapareció también Camilo Hernández. Desapareció Listo Estudio. Desapareció, rumbo a España, María Elena Diardes. Hacia Miami desapareció, definitivamente, aquella cantante de trajes negros. El cine Miramar es otra ruina fantasmagórica en La Habana. Nadie creería hoy, de entrar en esa sala polvorienta y olvidada, que ahí hubiera podido cantar nunca nadie. En Santa Clara, durante una de las noches desaforadas de El Mejunje, un travesti habanero, Mimí, resucitó el espíritu de la Strada interpretando sus milenarias canciones. Un dinosaurio patético y estremecedor, doble casi perfecto de la diva auténtica. Ahora que una joven actriz me ha hablado de su fascinación hacia ella, hacia ese espectro ronco y gesticulante, el azar ha puesto en mi mano un disco pirata en el que alguna mano clandestina reprodujo los grandes temas de esa garganta, robándolos tal vez de las matrices que EGREM no publicó nunca. En ese CD que recoge más de veinte números, no canta solo los ya conocidos, o los que un casette recopilado por Jorge Rodríguez distribuyó, en la serie Las voces del siglo, hace ya unos cuatro o cinco años. Martha Strada se revela entera en su capacidad y en sus incapacidades, dejando el registro de lo que en muchos casos fueron solamente primeras tomas de esas estrofas. Algunas son de pura antología: su versión en italiano caribeño de Il primo matino dil mondo es irrepetible. Versiona Yo soy aquel, éxito abrumador de Raphael, y sin prejuicio alguno lo transforma en Yo soy aquella. Se disfraza de vieja gitana, alterna con tambores y coro para entonar su grito desesperado al viento, canta Venecia sin ti mientras se escucha un imposible efecto de agua que una menos imposible góndola empuja sobre las notas y los acordes. Fantasma al fin y al cabo, reconstruye ese ámbito que fue suyo como un delirio: el disco, imperfecto, con altibajos de sonido, es una copia ideal de sus propias alucinaciones. Entonces, es cierto que falleció Martha Strada. Coincidiendo casi con la noticia, acaba de aparecer en Cuba un Diccionario de mujeres ilustres de la música cubana. Con erratas, omisiones, dislates, ausencias. Martha Strada está, sin embargo, ahí. Los jóvenes que algún día abran ese volumen y busquen en vano su foto se preguntarán quién fue esa persona de la cual ni siquiera se precisan las fechas de muerte y nacimiento: una de las pocas cantantes que en este país ha sabido cantar, aún desde su silencio. Un fantasma en cuya voz puede sentirse otro rumor de la ciudad, una ciudad que alguna vez existió, y se llamaba La Habana. |