|
PASEO DEL MALECÓN / reinaldo montero
Con el Malecón enorme, el mar oscuro y los ojos claros de Rosa, parece que te has puesto lírico, y hasta te da por decir, oh Rosa, sin oh, aunque algo exclamativo, porque tu esperanza es que durante el paseo por el Malecón, con mar y noche cómplices, a los ojos de Rosa les dé por cerrarse para un beso. Así de simple.
Ah porque ellos son... Mejor sin ah. Rosa, lo de ellos tres es... Y aclaras que ellos son el Malecón, el mar y sus ojos. Y un-dos-tres un-dos-tres un-dos-tres bien valseado, y a elogiar los buenos andantes. Ocurrencia de utilidad dudosa. Te refieres a lo que en teoría y solfeo se llama aire. ¿Sabes, Rosa? Y qué importa si ella sabe o no sabe mientras siga a tu lado andando a paso de andante. Nunca en presto, Rosa, que el pobre presto es tempo infelice, en general, aunque en particular sea muy socorrido si se trata es de ir al punto B desde el punto A, porque es risoluto el presto, pero falso en el fondo, tirable por la borda, o por el oscuro Malecón, para que se ahogue en ese mar que ha mudado su azul para tus ojos. ¿Habrá salido más bolero de la cuenta? Triste destino el del presto, Rosa, que a veces es giocoso e leggero, y hasta animato, y en definitiva solo sirve para no llegar tarde, por ejemplo, y marcar a tiempo, no a tempo, la entrada al trabajo, o recoger a los hijos, en caso de que haya hijos, y hacer que se bañen, que coman, que se acuesten, y que se duerman a tempo giusto porque mañana hay que despertar de un tirón più giusto ancora, cosas todas enajenantes, por tanto ajenas al Malecón, que exige un paso calmo, a ochenta corcheas por minuto. Y qué importa si ella tampoco sabe lo que es corchea o fusa y se nota confusa, ya Rosa disfrutará, más que sabrá, ya notará, más que creerá, por ahora que confíe. Confía, Rosa, porque los buenos andantes son la maravilla, como el beethovénico que aparece en el segundo movimiento de la segunda sonata para segundo violín y piano. No es velada invitación a un cuarto, que pudiera denominarse casa, para oír música denominada clásica, no, es algo largo e capriccioso de explicar. Lo que sí tiene explicación simple y corta es lo humano de andar a setenta y cinco corcheas por minuto, mejor que a ochenta. Como tirando a adagio, Rosa. Porque el día fue a lo presto bajo calor forte e senza tempo, con apretujadera en ómnibus, resolana hasta en la sombra, y un sudar sobre sudores resecados. En fin, que no hay nada mejor para Rosa, para el azul de sus ojos, en día de bochorno sostenido, en noche sin frío ni fogaje, que caminar bordeando el muro del Malecón y mirar el mar, el simple mar en calma, cual una seda.
Y Rosa camina muy sedada mientras escucha decir, cual una seda. entonces te da por acariciar su espalda, y Rosa se escurre. Así que la mano huérfana de espalda trata de disimular el fracaso, evita dejar el gesto manco, describe un círculo abarcador. ¿Y qué abarca?
Tu mano abarca a los que pescan con ayuda de muchachos y latas que arman algarabía si algo pica, abarca a las mujeres de esos hombres, que traen algo de comer a sus maridos porque el sentido común les dice que aunque algo o nada pique, mejor es darles una vuelta, abarca a los enamorados que de pie cumplen el rito de mirar, él hacia la ciudad, ella hacia el mar, o que sentados en el muro, con las piernas colgando sobre el arrecife, se arrullan bien, para palparse mejor, o se recuestan, casi se acuestan, y conversan, sueñan, también duermen, abarca a los viejos que hablan solos porque saben que nunca hablarán a Dios un día, abarca a los escurridizos negociantes que en voz baja van pregonando mercancías tan divinas como escasas como humanas, o que se detienen para arreglar cuentas con el masetúo, el gran proveedor de lo que haga falta, de cuanto falte, y el masetúo poco escucha, le basta deducir con cara de póker lo cierto o lo falso que hay tras par de frases claves, abarca a los homosexuales timoratos que se apenan de sentarse tan juntos en sitio tan erógeno, y evitan mirarse a los ojos si alguien pasa, abarca a los risueños pingueros y a las luminosas jineteras, ambos grupos compartiendo la avidez en la caza de turistas, ofreciendo, cada uno por su lado, o en acciones conjuntas, atractivos que no figuran en las guías, que el visitante o la visitante o ambos se dejen guiar, y que echen para alante algunos dólares, pocos, que tampoco exageren, abarca a los hombres que sacan a pasear a la familia, o que son arrastrados por mujer, niños, perro, y van en silencio, o chachareando, muy satisfechos con vida y mundo, pero envidiando a las parejas sin perros y con una historia de dos noches cuando más, abarca a una mujer sola que insólita pasea y no mira más allá del punto donde va a apoyar el pie en el próximo paso, abarca a un grupo de adolescentes que se mueven al influjo de una música hipnótica y ahora salen del hechizo colectivo porque hay que hacer una ponina para comprar más, y rápido agrupan el dinero, comparten confidencias, eligen emisario para que agarre por ahí, hasta el fondo de este muro sin fin, que allá encontrará de cuanto hay, incluso lo innombrable, y a unos pasos, otro grupo discute, ¿es el inicio de una bronca?, al menos alguien parece acorralado entre la espada y la pared, o entre el diablo y el hondo azul tan negro, y no, apenas sobrepasan la elocuencia de los gestos, y a ellos también tu mano los abarca, que ninguno de los lugares visitados por el más eminente de los marinos náufragos es tan reverenciable como el oscuro Malecón de La Habana, quizás porque solo en la naturaleza de las islas cabe la veneración al mar, a ese límite de las esperanzas, a esa obsesión por otra cosa distinta, y aquí está el Malecón, como quien dice un monumento consagrado a las ansias que empiezan y terminan en el mar.
Y en este punto, cuando casi has olvidado que caminas con una mujer de ojos claros a tempo di andante, Rosa se detiene, se coloca frente a ti, y cierra los ojos para un beso. Y la besas, y de pronto es como si se iluminara el cuarto denominado casa, sin música ni clásica ni ninguna, y el Malecón-mar-noche empieza a deslizarse hacia lo que ya no importa, y en prestissimo, no cual una seda, porque en la naturaleza de las islas cabe también una descomunal capacidad de olvido, si hasta las palabras que se van sucediendo en estas líneas, toman el rumbo de lo que ha dejado de importar, porque ya amaneció en tu cuarto, y Rosa acaba de levantarse de la cama, y da dos pasos, y desnuda instala los ojos, más azules que nunca, entre tu cuello y tu letra, o entre el diablo y el hondo blanco donde crecía un hombre que pesca con ayuda de latas, y su mujer no viene, era sabido que no vendría, y el hombre rabia y llora y maldice su desdicha más negra y vasta que el mar, y crecía una pareja de enamorados que se duerme, y hasta sueña con una habitación muy suya, de cama muy ancha, y el sexo resulta muy cómodo y fiero y dulce y cierto, si casi llegan a eyaculación y a orgasmo, y al abrir los ojos, el mar sigue igual de negro y el muro igual de duro y el resto de la realidad vuelve a instalarse donde siempre, y crecía un viejo que para de hablar cuando percibe que Dios ha tomado la palabra, y el horror le va copando el pecho, está convencido de que la vida no le alcanzará para escuchar hasta el final ese discurso que promete ser breve y al que seguirá un silencio más dilatado que el mar, y crecía un escurridizo negociante que de súbito le da por pregonar la mercancía a voz en cuello, no soporta más tanta intriga, tanto policía inadvertible, tanto progreso en la deuda interna e impagable con el masetúo que lo escucha, que olvida su cara de póker, porque en este país de mierda es demasiado lo que no funciona para que venga éste hijo de puta a malear más el mundo, y se oyen dos sonidos secos, como de tablas que entrechocan, y es todo, el hombre sangra, ya no grita, sangra, y nadie hace nada, no aparece ni medio policía a lo largo de tanto muro y mar impávidos, y crecía una pareja de homosexuales que se besan, y no es rebeldía ni exhibicionismo, como pudiera mal entender un entendido, y sí deseo de besarse sin más, y ocurre el milagro, ningún paseante les dice ni pío, y vuelven a besarse, qué locura la de esta vidita nuestra, y otro beso, y así siguen hasta que cuatro muchachos fornidos como muros advierten la insolencia, y es la mar de golpes, hasta que uno de los homosexuales empieza a ensuciar el Malecón con su vomitadera, y el otro grita como si se hubiera muerto alguien, y los muchachones se alejan riendo, arreglándose las camisas, contándose ellos mismos lo que acaba de pasar como si fuese un chiste, y crecía un risueño pinguero y una luminosa jinetera frente a dos extranjas, al final de la noche, noche de espléndidos servicios a dúo que los extranjeros pretenden pagar a mitad de precio, nunca entendieron que el coste era más alto, dicen, y la sonrisa del pinguero se esfuma, la luz de la jinetera se apaga, basta ya de que tomen a los cubanos por indios tercermundistas o comemierdas del otro jueves, y el pinguero saca un billete de cinco dólares, lo enarbola en mano bien alta mientras proclama a los cuatro vientos que ni él ni ella son muertos de hambre, que pueden mirarlo bien, es billete auténtico, y los extranjeros entienden menos, o así parece, pero acaban por pagar lo que deben, y la sonrisa vuelve al rostro del pinguero, la luz vuelve al pecho de la jinetera, y es ella la que da par de ardientes besos de despedida, pronuncia par de elocuentes frases de cariño, que hasta en las mejores familias hay sus dimediretes, y ella sabe que ellos saben lo que se pierden si se pierden, y la sonrisa del pinguero es más ancha que el Malecón, y la luminosidad de la jinetera amenaza con alumbrar el mar entero, y crecía un hombre que saca a pasear a la familia y al perro, y de pronto empieza a patear al perro, y lo sigue pateando mientras la niña llora, la mujer se lleva las manos a la cabeza, el perro no muerde, ni huye, ni parece que guardará rencor, solo gime, y eso enfurece más al hombre, y allá va el perro volando sobre el muro, y el mar lo acoge, lo acuna, lo cubre, para que hombre, mujer y niña vengan cada uno por separado al Malecón, como esperando que el mar devuelva a ese pobre perro que fue tan bueno hasta el final, y crecía una mujer que insólita pasea, y se detiene, regresa sobre sus pasos con premura, ya sabe cómo hacer lo que debe hacer y dónde hacerlo y qué poner en la nota que dejará gracias a la oscura sugerencia del Malecón, a la clara insinuación del mar, y crecía un muchacho que parte con el dinero de la ponina en busca de lo ansiado, y va hacia el fondo del muro, y por allá se pierde, y no regresa, y lo más misterioso es que una semana después se le escucha hablando por una radio de Miami, y a nadie había avisado, y no ha quedado claro cómo hizo lo que hizo, o cómo el mar permitió que lo hiciera, y crecía un grupo que vuelve a discutir bien entrada la madrugada, y la gestualidad estalla en rabia, y la gritería es tanta que el mar se ensoberbece, arremete contra el Malecón, penetra en las calles, anega, parece el inicio del fin.
Es el fin, porque ahora que ibas a entrar de lleno en esas historias, en la mar de esperanzas y obsesiones y penas, y quizás descubrir qué hay en el Malecón que hay en ti que hay en tantos, Rosa coloca en tu espalda un beso con fuoco e piacere, sin música. Así que el lector sabrá disculpar si lo abandonas, que en la naturaleza de las islas también cabe de sobra el abandono, pero que Rosa lo ignore todavía.
© reinaldo montero
El hacedor de novelas ejemplares / jorge luis llopiz
El estruendo rompió el silencio de la sala de lecturas y todos los ojos se detuvieron en los gestos inusuales de aquel hombre. Ludovina nunca antes había visto al director de la biblioteca lanzar cartapacios de un lado a otro. El nerviosismo se apoderó de sus manos y las tarjetas sobre la mesa
rodaron por el suelo. ¿Lo habrían molestado? No, ni los estudiantes del Instituto lo habían conseguido. El director se estiraba el cabello hacia atrás, como quien intenta ordenar un poco las cosas. Aderezó la gabardina descolorida, donde colgaba hacia muchos años la llave de la biblioteca, y atravesó el chorro de luz de la puerta no sin antes invitar a Ludovina a seguirle. El vaho y el ruido de la calle se metieron de golpe en la sala de lectura tropezando con la máquina de escribir, el calendario y los libros agrupados sobre la mesa. Nada los detenía. La entrada había permanecido abierta, a pesar del cartel con letras doradas: "Aire acondicionado, por favor, cierre la puerta", que todos respetaban como un mandamiento divino.
El resplandor del sol sobre el pavimento encandiló los cristales de las gafas de Ludovina. Apenas percibía los gorriones que se desprendían desde el cielo para picotear las migajas olvidadas en la acera; sólo adivinaba, en las penumbras, la imagen del director en puntillas, bailando dentro de un
halo de luz. Los pájaros sorprendidos remontaron el vuelo hacia los alambres del poste eléctrico y la secretaria pestañeó varias veces para espantar las diminutas sombras circulares, presentes todavía alrededor de los espejuelos, Ahuyentaba, así mismo, la danza del hombre que caía, se levantaba, se impulsaba y giraba sobre un solo pie. Se moría de pena ante semejantes piruetas. Su mirada vagaba para no posarse en ninguno de los autos detenidos en la avenida. Temía tropezarse con rostros conocidos. Detestaba verse recoger los papeles lanzados por el bailarín como si fuese una sacerdotisa inmutable ante la presencia de los transeúntes.
El andar ligero del bibliotecario le impidió a la asistente apoderarse de todos los volantes sueltos por la acera. Cansada de tanto reguero se detuvo despeinada ante el jardín de una casa. Allí estaba el director tratando de abrir la puerta pero no podía: la llave de la gabardina no entraba en la
cerradura. Necesitaba ayuda. ¿Dónde estaría la llave? Buscó debajo de la alfombra de bienvenida pero nada. En los bordes del marco de la entrada. Tampoco. Dentro de las medias de los zapatos. Ahí estaba en un pequeño monedero de cuero. La puerta cedió y el director, con los brazos en alto, deslizó sin ruido los cartapacios vacíos. Las miradas de los curiosos no traspasarían la alfombra si Ludovina se apresuraba en correr el cerrojo.
La mujer no se había movido del umbral. Estaba sin dudas en la casa del jefe: sala amplia, paredes pintadas de color azul, o rosado blanco; centro de mesa de madera o mejor de mármol; butacas tapizadas con telas de damasco; o tal vez, mecedoras de mimbre en las esquinas. De varias maneras la había visto pero nunca así como ahora con retratos cubiertos de telarañas, lámparas rotas y descosidas, anaqueles empolvados, libros alborotados, ropas arrugadas por el suelo, platos y vasos sobre los carcomidos muebles. Era la misma casa donde tantas veces el director la había invitado a tomar una taza de té con flores en la ventana.
El bibliotecario se encerró en el cuarto y Ludovina permanecía aún agarrada al picaporte, mareada ante la resaca de malos olores procedentes de la sala con sabor a polvo y a humedad. Todavía se escuchaban las voces de los vecinos merodeando la casa con divagaciones. Tocaron a la puerta pero nadie les abrió y se alejaron murmurando cómo era posible que un hombre tan instruido terminara de esa manera bailando "El lago de los cisnes" en el medio de la avenida. A punto estuvo de gritarles que todos teníamos malos momentos y que, con un poco de reposo y de cuidados, el bibliotecario volvería a ser el mismo, pero no se atrevió: el desorden de la casa la había congelado.
Dispuesta a ponerle fin al extraño mundo fue hacia la cocina y protegió la blusa con un delantal. Raspó cazuelas, lavó porcelanas de varios tamaños y colores. Barrió y sacudió el polvo de las alfombras del suelo como si fuese la oficina de la biblioteca. Luego, cocinó arroz y frijoles. Debía alimentar al director que no salía de la habitación pidiendo más y más cuartillas. Una novela era una novela y si necesitaba estar a solas para sacársela de la cabeza, le ayudaría aunque estuviese todos los días pasándole las páginas en blanco por debajo de la puerta. La hora, tantas veces anunciada, de entregarse a la escritura, había llegado y ella no sería un obstáculo. Las
maravillosas historias brotarían de su pluma sin reparo.
Las peticiones de hojas desde el fondo de la habitación llevaron a Ludovina a salir de la casa. Afuera, la acera estaba demasiado dura y el sol se mostraba pesado, difícil de sostener sobre los hombros. Se apuró para saborear la sombra de la tienda de libros. Entró y los pocos ojos inquietos en el recinto la interrogaron en silencio. Los libros de los estantes parecían suspenderse en el aire y el olor grato de la tinta recién salida de la imprenta se había evaporado. No quiso detenerse en los títulos nuevos. Pidió cuartillas en blanco y varios lápices. El anfitrión, antes de darle el cambio, le aconsejó que no volviese, que nunca se sabía como podían reaccionar; pero ella, con una sonrisa amable, le dijo que el señor estaba escribiendo un libro. El vendedor bajo los ojos. Ese señor no podía entender los sueños de un artista y menos si no se había dignado a entrar
jamás en la biblioteca.
La casa había recuperado su antiguo orden: las repisas del librero tenían una armonía perfecta de acuerdo a los autores, de la "A" a la "Z", las paredes tapizadas, exhibían flores azules, y el sofá conservaba el olor a rosas, mucho más acentuado a la hora de levantarse por las mañanas. Cada plato, cada cazuela reposaban en su lugar; sólo faltaba el arreglo del cuarto. Los espejos estarían empañados, las sábanas, simplemente, ennegrecidas y los calcetines deambularían por los rincones; sin embargo, eso no era la mayor preocupación sino los alaridos de júbilo del bibliotecario. Tal vez brincaba en la cama para celebrar el advenimiento de un nuevo capítulo. Le preguntó para asegurarse pero él no le ofreció visillo alguno: estaba renuente a enseñarle las tripas de su creación.
No valía la pena insistir. Lo conocía desde el instituto, hacía ya muchos años. Podía encerrarse delante de todos y no responder. A veces sucedía así en la sala de lecturas. Allá lo veía detrás de la máquina de escribir y nadie lograba sacarlo de su cueva. Ahora tenía una doble cueva y lo mejor era no molestarlo más. Ludovina se entretuvo en el jardín regando las flores mientras observaba por los cristales la silueta apacible del director. No podía esquivar la idea de alejarse de la habitación a pesar de planchar una camisa tras otra. Agotada se iba a descansar al sofá pero daba vueltas a la espera de una llamada. En las noches ante la imposibilidad de conciliar el sueño, se levantaba a pegar el oído en la puerta del cuarto. ¿Cuánto tiempo le faltaba para terminar? Estaba segura que luego de escribir la novela, regresaría a la biblioteca y dejaría boquiabiertos a los descreídos que lo habían imaginado un hombre vulgar y pretencioso como el vendedor de hojas en blanco.
Una mañana, cuando Ludovina preparaba el desayuno escuchó la voz del bibliotecario. Entonaba con acento grave el "Ave María". Por fin, la puerta estaba abierta y podría completar su faena de limpieza. Se encontró al director, como un mandarín de las dinastías antiguas, haciendo reverencias continuas ante el manojo de papeles regados sobre las sábanas. Los espejos apenas reflejaban rostro alguno y las sábanas habían perdido hacia mucho tiempo el color a espuma, pero nada de eso le importaba, sólo los legajos del escritor. La novela había llegado a su fin y Ludovina, con la alegría de la paloma en cautiverio, voló hacia la sala en busca de los espejuelos. Leyó, tras los gruesos cristales, una y otra vez, el primer párrafo y no podía dar crédito a lo que estaban manoseando sus minúsculos ojos. Fue hacia las repisas del librero y allí estaba el mismo libro escrito por el director. El volumen había sido publicado hacía varias décadas y el
bibliotecario lo había vuelto a escribir sin faltarle ni un punto ni una coma. No podía responder a la pregunta sí le parecía bueno. La emoción no le dejaba abrir la boca pero ante la insistencia le susurró, con las gafas descolgadas, que nunca había visto nada igual.
El pulidor de palabras dejó los escritos en manos de su acompañante y luego de un largo bostezo se dirigió al cuarto a entregarse al sueño placentero. La sala apenas se extendía en el silencio y Ludovina no se atrevía a dejarse caer en el sofá; absorta en la lectura de las cuartillas. Poco a poco se fue deslizando en el olor de los pupitres del Instituto donde la voz del profesor comentaba frente al pizarrón del aula la novela que años más tarde lo llevarían a abandonar la biblioteca y a encerrarse en su cuarto para escribirla. Lo volvió a ver sin la barriga, tantas veces maltratada con el borde del escritorio en la sala de lecturas, con el entusiasmo del primer día. El timbre de su voz la remontaba lejos, muy lejos y sólo el sonido de la campana, anunciando el final de la clase, la hacían regresar. No satisfecha con escucharlo el martes y el viernes en la escuela, iba a visitarlo a la biblioteca para comentar la novela que ahora había renacido en forma de manuscrito. La tenía en las manos y el sabor de las fotografías amarillas con miradas y gestos recorrió su garganta.
Golpes secos, apenas imperceptibles, venían de alguna parte. Sí, venían de la ventana. Era Gabito. Las manos de Ludovina sostenían sobre el pecho los escritos. ¡Qué bueno! Allí estaba el joven de rostro lampiño, con su portafolio verde como solía hacerlo en las tardes cuando iba a conversar con el director. El mozo estaba preocupado. Había ido a la biblioteca a despedirse pero estaba cerrada. Los comentarios de los vecinos le habían parecido exagerados pero al verla se había asustado. ¿Acaso su amigo estaba enfermo? Nada de eso. El director había decidido permanecer en casa para escribir una novela. Gabito lo había presentido. Él era un poeta escondido detrás del escritorio. No había palabra oculta ni cosa olvidada para él. Las manos de Ludovina guardaban los manuscritos en una repisa mientras Gabito, otra vez, sostenía las largas conversaciones con el director sobre la manía del loto de cerrarse al atardecer o de lo que le hubiera sucedido a los personajes de. no recordaba, ahora, cuál cuento, si hubiesen llegado a tiempo. Los veía a ambos, intercambiando los posibles finales del relato para luego aferrarse por unanimidad al original. Casi le cuenta que temía por la salud de Baldovino pero no atrevió a interrumpir a Gabito nadando en los viejos encuentros. El joven prometió que regresaría pronto de Europa pero antes deseaba estrechar la mano de quien consideraba su maestro, pero Ludovina lo despidió desde el jardín con una excusa familiar: hacía varios meses el director batallaba con la novela y ahora había podido descansar.
Las sombras de las flores del jardín se movían sobre los muebles de la sala y se convertían en cientos de figuras difíciles de atrapar. Eran aves o nubes resbalando de la butaca a la alfombra con el silbido del viento. Ludovina cerraba los ojos con los párpados tranquilos y los peces plateados
caían al suelo. Ya casi tenía un unicornio entre las manos cuando la voz del director retumbó en la casa. Otra novela le había crecido en la cabeza. Hablaría de aventuras, de un caballero andante junto a su escudero con miles de diabluras. Cerró de nuevo los ojos y saltaron los anaqueles, un pasillo y los libros de la biblioteca con manchas de polvos. Abajo, en las últimas repisas aparecían las novelas de caballería ocupando varios estantes. ¿Cuál de ellas sería la elegida? Era difícil de imaginar. Los caballeros solían deambular condados tras condados y recorrer muchas páginas. Era evidente, había llegado otra vez la hora de salir por más material a la tienda.
Varios días con sus noches se escurrieron por debajo de la puerta donde salían las murmuraciones de los escuderos alabando las andanzas de sus amos y las lamentaciones de las doncellas abandonas. Ludovina tenía casi la certeza de que la nueva novela iba a tomarle al director más tiempo pues cuando una aventura llegaba a su fin estaba lista la otra como las liebres del mago debajo del sombrero negro. A Ludovina no le gustaba dejarlo a solas pero el otro día, caminando en dirección a la tienda de libros, había enmudecido: el cartel con letras doradas de la entrada de la biblioteca había desaparecido y los libros, se veían tras las ventanas, vagando por el suelo. Una angustia se apoderó de su pecho. Daban ganas de abrirlo todo, de sacudir cada rincón y espantar al maldito polvo con los rayos del sol. Urgía hacer algo y pronto para no perder los años de sacrificio.
Ludovina leía las nuevas novelas del director de la biblioteca a la casa y de la casa a la biblioteca. Rememoraba en cada una de ellas, las clases del Instituto. A pesar de haber sido escritas por otros no recordaba haberlas disfrutado tanto como ahora. No sabía muy bien si el tiempo las había
añejado o si las anécdotas salidas de manos de Baldovino poseían un color diferente. Podía respirar el olor de las descripciones de una casa, de un hombre o de una llanura e incluso tocarlas.
Muchas veces Ludovina trató de animar al director. Debía regresar a la biblioteca pero a él le faltaban todavía novelas completas para estar confrontando preguntas y afirmaciones. La mujer lo contemplaba mientras decía esas palabras con los ojos de mirar a un niño grande, con los ojos de
abrazar y decidió no mencionarle más la biblioteca. Quizás Dios lo estaba reservando para numerosas historias y ella no iba a interponerse. A fin de cuentas, él había sido el profesor; luego, el jefe; y, ahora, su compañía. Debía hacer algo más y mientras atendía a los visitantes en la sala de lectura, empezó a encuadernar los manuscritos del artista. Las páginas las cocía con aguja e hilo y las reforzaba con goma. Brotaba así un lomo grueso donde depositaba una cartulina dura, impresa con el título de la obra y nombre del autor. Luego, cada novela la acomodada en un estante cercano al escritorio del director.
Una madrugada Ludovina vio al director salir del cuarto. ¿Era un sueño? Si lo era, estaba dispuesta a no despertar: la persona amada en sueño solía hacer los deseos del soñador. Ahora se acercaría luego de dejar de perseguir la palabra escapada del cuarto. Se detendría ante el estante de varios pisos y murmuraría quizás una alabanza sobre el maravilloso orden de los libros. Lo percibía desde el sofá, diferente, cercano, como siempre había deseado. Escuchó por primera vez el anhelo del jefe de compartir un secreto. Lo vio mover una butaca hacia un lado y levantar parte de la alfombra. Soñolienta buscó sus espejuelos. Debajo de una baldosa del suelo había un rollo de papeles amarrados a una cinta, papeles amarillos, con olores que sacaron a los muebles de las penumbras. Eran cuartillas llenas de diminutas letras y de oraciones desparramadas, firmadas con el nombre de Baldovino. Había sido la primera obra y la primera desilusión. El padre no le había gustado y al ver los escritos en español antiguo, enfadado, lo internó en el acto en la escuela militar: no estaba dispuesto a gastarse ni un céntimo en la escuela privada donde no sabían enseñar correctamente el idioma. Ludovina flotaba en los recuerdos del hombre a quien, por primera vez, llamaba por su nombre. Pese a las reiteradas publicaciones de los manuscritos, sintió como nunca el aliento de Baldovino en cada uno de los pasajes de la obra.
La mañana envolvió a Ludovina con una brisa con sabor a flores. La mujer respiraba cada gota de rocío del jardín mientras caminaba al lado de Baldovino. Iban alegres a abrir la biblioteca. La acera ya no parecía tan ancha, ni importaba las miradas inquisitivas de las personas que cruzaban
con saludos entrecortados. La felicidad se había apoderado del rostro del amado cubierto de viento y de sol. Ambos se sentían diferentes y a pesar de los comentarios envidiosos de algunos de los vecinos nadie logró sacarlos de la nube de alegría. Entraron a la librería y el tendero los saludó sin salirse del asombro. Recorrieron como antes algunos estantes y comentaron los pasajes de ese libro, de este otro. A Ludovina le parecía un sueño y no deseaba cuestionarse sí realmente lo era. Estaba dispuesta a soñarlo todo, con los ojos bien abiertos antes de sentir el apretón de la mano en su brazo y escuchar la orden de regreso a casa: una nueva novela se le había aparecido de repente a Baldovino y temía perderla. Entonces ella se abandonó a los pasos del hombre por un camino lejos de la biblioteca.
Las semanas se acumularon en el cuarto de Baldovino bajo un silencio profundo. No daba señales de vida. Si no fuera por las bandejas de comidas, mordidas al lado de la puerta, habría jurado que la habitación estaba vacía. Ya no sabía qué hacer. Deseaba traerlo consigo; verlo, así, como director con respuestas lúcidas, acomodando los asuntos de la biblioteca. Lo escucharía de nuevo hablar sobre historias y la falta de tiempo para convertirlas en libros. Lo viviría todo igual menos los consejos de estar ella siempre dispuesta a ayudarle si se decidía a escribirlas. Sus labios repitieron, otra vez, la promesa pero las manos temblorosas no los dejaron terminar. Ella lo anhelaba de regreso y no volvería a comentar nada en la biblioteca si él de nuevo proponía, como antes, lecturas de nuevas historias. Las disfrutarías sin abrir la boca. Le bastaría con escucharlas
distante del papel. Así nunca saldrían las novelas de ahora, atadas a sus manos.
Una tarde Baldovino apareció sereno, plácido como cuando le mostraba a un cliente el camino más cercano para llegar a un poema o a un cuento olvidado en los estantes de la biblioteca. Si se mantuviese así todo el tiempo sería la mujer más feliz del mundo. Lo mejor era no tocar los legajos, ni quisiera mirarlos y estar lo más cerca de él disfrutando al máximo su regreso pero él insistió en la lectura de los escritos. No podía negarse. Se conformaba con las primera líneas. Lo haría pero no cogería los espejuelos y de agarrarlos fingiría leer. Era necesario ponerle fin a todo aquello mas sus manos fueron en busca de los anteojos. Había un pasaje desconocido. Los ojos con aumento recorrieron otra vez los bordes de la primera oración. No estaban dispuesto a engañarse y siguieron hacia la segunda oración y luego al próximo párrafo hasta leer varias cuartillas. Los manuscritos bailaron en las manos. Ludovina miró a Baldovino inquieto, a la espera de una respuesta. Lo besó con alegría sin importarle el antiguo espacio que guardaban entre sí. Lo había conseguido. Era, realmente, una obra nueva, fresca, diferente.
El toque de la puerta separó a los enamorados. Era Gabito con bigotes y portafolio verde. Su dejo francés borró la imagen en Ludovina del mozuelo que había partido para Europa. El joven se sentía contrariado. Necesitaba ayuda. Había visitado Europa buscando nuevas ideas pero nada. Rehacía una escena de la novela y le salía un cuento. Había escrito cinco libros y no lograba terminarla. Sólo el bibliotecario podía ayudarlo. Había decidido no escribir ni una letra más sin consultar con él. Ludovina sabía que cuando la charla entre ambos comenzaba no tenía para cuando acabar. Se sentó en el sofá a disfrutarla. La añoraba. El director animó al huésped a contarle la novela y Gabito al instante sacó los manuscritos de su portafolio verde. Después de beber un poco de agua comenzó con tono entrecortado a leer los párrafos iniciales. A Ludovina le gustó el comienzo. La presentación de los personajes era atractiva y las descripciones fluían como un manantial. Las primeras escenas se moldearon en el aire. Tenían algo conocido, familiar. La señora siguió las palabras de Gabito y sintió de pronto un vuelco en el pecho. No, no. No podía creerlo. Sus manos se aferraron a los manuscritos de su maestro para no escuchar los mismos gestos, las mismas voces de la novela escrita por Baldovino.
© Jorge Luis Llópiz, 1998.
Datos del autor:
Jorge Luis Llópiz Cudel. (Ciudad Habana, 1960).
Licenciado en Filología en la Especialidad de Literatura Cubana de la Universidad de La Habana (UH) en 1985. Profesor Asistente adjunto en la Facultad de Comunicación Social de la UH. desde 1991. Investigador de cine desde 1989. Ensayista y narrador. Ha sido profesor de dramaturgia y teoría cinematográfica en: Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), Facultad de Periodismo de la UH, Facultad de Artes y Letras de la UH., Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, y en la Facultad de Cine, Radio y Televisión del Instituto Superior de Arte. Ha publicado críticas literarias cinematográficas en revistas nacionales
como: Universidad de La Habana, Cine guía, Cine Cubano, Revolución y Cultura, La Gaceta de Cuba y el libro de ensayo: La región olvidada de José Lezama Lima (premio en el Concurso Literario Pinos Nuevos auspiciado por el Instituto del Libro en colaboración con Argentina en 1993). Finalista del Concurso de cuentos La Gaceta de Cuba de la UNEAC en 1993 con el cuento "Del diario de Judas" y en 1994 con el cuento "El oráculo de Edipo". Reside en EEUU desde 1995 donde ha escrito para el periódico Nuevo Siglo en Tampa y ha trabajado como redactor en el Canal de Televisión Telemundo 51. Actualmente es redactor free-lance con la cadena de Televisión Univisión .
© jorge luis llopiz
|