Reina María Rodríguez
El rasguño en la azotea 

(fragmento) 

Inventamos una azotea para resguardarnos, 
pues nos creíamos las piedras sagradas de la ciudad 
                                     --y tal vez lo éramos-- 
mientras los gatos enfermaban de transparencia, 
iluminando en las noches sin ardor 

los platos vacíos. 
 

                                              Francisco Morán.

 
 
 Ésta página está dedicada a la poesía cubana. En la azotea de Reina María Rodríguez (en Ánimas no.455 esq. San Nicolás, en Centro Habana) nos reuníamos frecuentemente sus amigos. Lo mismo si había o no había té, o si algún invitado extranjero nos llevaba ron y algunas galleticas, allí, casi como atraídos por el centro gravitacional de la poesía, comenzábamos las tertulias habituales. Lecturas de poesía, la discusión de algún proyecto como lo fue durante un tiempo el de la Casa de poesía, o el del homenaje a Julián del Casal por el centenario de su muerte, constituían la razón de ser de aquellos encuentros. La azotea de Reina, como pronto comenzamos a llamarla, nos acogía a todos. 
 

reunión en la azotea

     Vivíamos en catacumbas individuales que la azotea conectaba con la catacumba mayor: la ciudad. Como quiera que la azotea no pudo recibir--como hubiésemos querido--a amigos como Gastón Baquero o Juan Clemente Zenea, y puesto que algunos de nosotros ya hemos dejado de subir aquellas escaleras y de animar ese espacio que--sin dudas--habría fascinado a Casal, hemos querido crear esta azotea otra, fuera de las murallas, pero dentro de la ciudad, y al que libremente podrán concurrir todos los poetas cubanos. La sombra de los gatos de Reina seguirá rondando peligrosamente la cocina. Mientras, los que van a leer esta noche han comenzado a repartir sus textos, finamente impresos por Ánimas Ediciones
 


     Esta es una noche especial. Nos reunimos para devorar amorosamente la carne de Virgilio Piñera. Le tributaremos el único homenaje que le habría gustado recibir: el de la irreverencia. Cada quien ha traído su máscara, su disfraz, el amante, la novia. Un hermoso adolescente va a ser sacrificado a la memoria del maestro. Están sonando las cornetas chinas, las matracas. El postre será refinado, exquisito: en bandeja de plata serviremos en rodajas la palma negra, macerada por el jugo de piña del deseo. Nos comeremos a Virgilio lentamente, entre juramentos y maldiciones. Una legión de demonios impúdicos socavan incesantemente la Isla. Reinaldo Arenas aprende la lección de Virgilio: la santidad se desinfla con una carcajada. 

marca de tabaco

 LA ISLA EN PESO 

 La maldita circunstancia del agua por todas partes 
 me obliga a sentarme en la mesa del café. 
 Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer 
 hubiera podido dormir a pierna suelta. 
 Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar 
 doce personas morían en un cuarto por compresión. 
 Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua 
 en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones, 
 me acostumbro al hedor del puerto, 
 me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba, 
 noche a noche, al soldado de guardia en medio 
   del sueño de los peces. 
 Una taza de café no puede alejar mi idea fija, 
 en otro tiempo yo vivía adánicamente. 
 ¿Qué trajo la metamorfosis? 

 La eterna miseria que es el acto de recordar. 
 Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones, 
 devolviéndome el país sin el agua, 
 me la bebería toda para escupir al cielo, 
 Pero he visto la música detenida en las caderas, 
 he visto a las negras bailando con vasos de ron en sus cabezas. 
 Hay que saltar del lecho con la firme convicción 
 de que tus dientes han crecido, 
 de que tu corazón te saldrá por la boca. 
 Aún flota en los arrecifes el uniforme del marinero ahogado. 
 Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar 
   para desangrarlo. 
 Me he puesto a pescar esponjas frenéticamente, 
 esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última 
   gota de agua 
 y vivir secamente. 

   Esta noche he llorado al conocer a una anciana 
  que ha vivido ciento ocho años rodeada de agua 
       por todas partes. 
  Hay que morder, hay que gritar, hay que arañar. 
  He dado las últimas instrucciones. 
  El perfume de la piña puede detener a un pájaro. 
  Los once mulatos se disputaban el fruto, 
  los once mulatos fálicos murieron en la orilla de la playa. 
  He dado las últimas instrucciones. 
  Todos nos hemos desnudado. 

Lázaro García: Habana-Barakaldo-Valencia, 1996 

  Llegué cuando daban un vaso de aguardiente a la virgen 
       bárbara, 
  cuando regaban ron por el suelo y los pies parecían lanzas, 
  justamente cuando un cuerpo en el lecho podría parecer 
       impúdico, 
  justamente en el momento en que nadie cree en Dios. 
  Los primeros acordes y la antigüedad de este mundo: 
  hieráticamente una negra y una blanca y el líquido al saltar. 
  Para ponerme triste me huelo debajo de los brazos. 
  Es en este país donde no hay animales salvajes. 
  Pienso en los caballos de los conquistadores cubriendo 
       a las yeguas, 
  pienso en el desconocido son del areíto 
  desaparecido para toda la eternidad, 
  ciertamente debo esforzarme a fin de poner en claro 
  el primer contacto carnal en este país, y el primer muerto. 
  Todos se ponen serios cuando el timbal abre la danza. 
  Solamente el auropeo leía las meditaciones cartesianas. 
  El baile y la isla rodeada de agua por todas partes: 
  plumas de flamencos, espinas de pargo, ramos de albahaca, 
       semillas de aguacate. 
  La nueva solemnidad de esta isla. 
  ¡País mío, tan joven, no sabes definir! 

  ¿Quien puede reír sobre esta roca fúnebre de los sacrificios 
        de gallos? 
  Los dulces ñáñigos bajan sus puñales acompasadamente. 
  Como una guanábana un corazón puede ser traspasado 
    sin cometer crimen. 
 Una mano en el tres puede traer todo el siniestro color 
    de los caimitos 
 más lustrosos que un espejo en el relente, 
 sin embargo el bello aire se aleja de los palmares. 
 Si hundieras los dedos en su pulpa creerías en la música. 
 Mi madre fue picada por un alacrán cuando estaba embarazada. 
 

Mariano Rodríguez: Pelea de gallos (1942)

 
¿Quien puede reir sobre esta roca de los sacrificios de gallos? 
 ¿Quién se tiene a sí mismo cuando las claves chocan? 
 ¿Quien desdeña ahogarse en la indefinible llamarada 
    del flamboyán? 
 La sangre adolescente bebemos en las pulidas jícaras. 
 Ahora no pasa un tigre sino su descripción. 

 Las blancas dentaduras perforando la noche, 
 y también los famélicos dientes de los chinos esperando 
    el desayuno 
 después de la doctrina cristiana. 
 Todavía puede esta gente salvarse del cielo, 
 pues al compás de los himnos las doncellas agitan 
    diestramente 
 los falos de los hombres. 
 La impetuosa ola invade el extenso salón de las genuflexiones. 
 Nadie piensa en implorar, en dar gracias, en agradecer, 
    en testimoniar. 
 La santidad se desinfla en una carcajada. 
 Sean los caóticos símbolos del amor los primeros objetos 
    que palpe, 
 afortunadamente desconocemos la voluptuosidad y la caricia 
    francesa, 
 desconocemos el perfecto gozador y la mujer pulpo, 
 desconocemos los espejos estratégicos, 
 no sabemos llevar la sífilis con la reposada elegancia 
    de un cisne, 
 desconocemos que muy pronto vamos a practicar estas 
    mortales elegancias. 

  Los cuerpos en la misteriosa llovizna tropical, 
 en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, siempre 
    en la llovizna, 
 los cuerpos abriendo sus millones de ojos, 
 los cuerpos, dominados por la luz, se repliegan 
 ante el asesinato de la piel, 
 los cuerpos, devorando oleadas de luz, revientan como 
    girasoles de fuego 
 encima de las aguas estáticas, 
 los cuerpos, en las aguas, como carbones apagados derivan 
    hacia el mar. 

 Es la confusión, es el terror, es la abundancia, 
 es la virginidad que comienza a perderse. 
 Los mangos podridos en el lecho del río ofuscan mi razón, 
 y escalo el árbol más alto para caer como un fruto. 
 Nada podría detener este cuerpo destinado a los cascos 
    de los caballos, 
 turbadoramente cogido entre la poesía y el sol. 
 

trabajador por cuenta propia

 Escolto bravamente el corazón traspasado, 
 clavo el estilete más agudo en la nuca de los durmientes. 
 El trópico salta y su chorro invade mi cabeza 
 pegada duramente contra la costra de la noche. 
 La piedad original de las auríferas arenas 
 ahoga sonoramente las yeguas españolas, 
 la tumba desordena las crines más oblicuas. 

 No puedo mirar con estos ojos dilatados. 
 Nadie sabe mirar, contemplar, desnudar un cuerpo. 
 Es la espantosa confusión de una mano en lo verde, 
 los estranguladores viajando en la franjas del iris. 
 No sabría poblar de miradas el solitario curso del amor. 

 Me detengo en ciertas palabras tradicionales: 
 el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco, 
 con simple ademán, apenas si onomatopéyicamente, 
 titánicamente paso por encima de su música, 
 y digo: el agua, el mediodía, el azúcar, el humo. 

  Yo combino: 
  el aguacero pega en el lomo de los caballos, 
  la siesta atada a la cola de un caballo, 
  el cañaveral devorando a los caballos, 
  los caballos perdiéndose sigilosamente 
  en la tenebrosa emanación del tabaco, 
  el último gesto de los siboneyes mientras el humo pasa 
      por la horquilla 
  como la carreta de la muerte, 
  el último ademán de los siboneyes, 
  y cavo esta tierra para encontrar los ídolos y hacerme 
      una historia. 

  Los pueblos y sus historias en boca de todo el pueblo. 

  De pronto, el galeón cargado de oro se mete en la boca 
  de uno de los narradores, 
  y Cadmo, desdentado, se pone a tocar el bongó. 
  La vieja tristeza de Cadmo y su perdido prestigio: 
  en una isla tropical los últimos glóbulos rojos de un dragón 
  tiñen con imperial dignidad el manto de una decadencia. 

  Las historias eternas frente a la historia de una vez del sol, 
  las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones 
       y cotorras, 
  las eternas historias de los negros que fueron, 
  y de los blancos que no fueron, 
  o al revés o como os parezca mejor, 
  las eternas historias blancas, negras, amarillas, rojas, azules, 
  -- toda la gama cromática reventando encima de mi cabeza 
       en llamas --, 
  la eterna historia de la cínica sonrisa del europeo 
  llegado para apretar las tetas de mi madre. 
 

garrote

 El horroroso paseo circular, 
 el tenebroso juego de los pies sobre la arena circular, 
 el envenado movimiento del talón que rehúye el abanico 
     del erizo, 
 los siniestros manglares, como un cinturón canceroso, 
 dan la vuelta a la isla, 
 los manglares y la fétida arena 
 aprietan los riñones de los moradores de la isla. 

 Sólo se eleva un flamenco absolutamente. 

 ¡Nadie puede salir, nadie puede salir! 
 La vida del embudo y encima la nata de la rabia. 
 Nadie puede salir: 
 el tiburón más diminuto rehusaría transportar un cuerpo 
       intacto. 
 Nadie puede salir: 
 una uva caleta en la frente de la criolla 
 que se abanica lánguida en una mecedora, 
 y «nadie puede salir» termina espantosamente en el choque 
       de las claves. 
 Cada hombre comiendo fragmentos de la isla, 
 cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento 
       nutridor, 
 cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra, 
 cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el sol 
       se acostumbra, 
 cada hombre, abriendo su boca como una cisterna, embalsa 
       el agua 
 del mar, pero como el caballo del barón de Munchausen, 
 la arroja patéticamente por su cuarto trasero, 
 cada hombre en el rencoroso trabajo de recortar 
 los bordes de la isla más bella del mundo, 
 cada hombre tratando de echar a andar a la bestia cruzada 
       de cocuyos. 

 La bestia es perezosa como un bello macho 
 y terca como una hembra primitiva. 
  Verdad es que la bestia atraviesa diariamente los cuatro 
      momentos caóticos, 
  los cuatro momentos en que se la puede contemplar 
  -- con la cabeza metida entre sus patas -- escrutando 
      el horizonte con ojo atroz, 
  los cuatro momentos en que se abre el cáncer: 
  madrugada, mediodía, crepúsculo y noche. 

  Las primeras gotas de una lluvia áspera golpean su espalda 
  hasta que la piel toma la resonancia de dos maracas pulsadas 
      diestramente. 
  En este momento, como una sábana o como un pabellón 
      de tregua, podría 
  desplegarse un agradable misterio, 
  pero la avalancha de verdes lujuriosos ahoga los mojados 
      sones, 
  y la monotonía invade el envolvente túnel de las hojas. 

  El rastro luminoso de un sueño mal parido, 
  un carnaval que empieza con el canto del gallo, 
  la neblina cubriendo con su helado disfraz el escándalo 
       de la sabana, 
  cada palma derramándose insolente en un verde juego 
       de aguas, 
  perforan, con un triángulo incandescente, el pecho 
       de los primeros aguadores, 
  y la columna de agua lanza sus vapores a la cara del sol cosida 
       por un gallo. 
  Es la hora terrible. 
  Los devoradores de neblina se evaporan 
  hacia la parte más baja de la ciénaga, 
  y un caimán los pasa dulcemente a ojo. 
  Es la hora terrible. 
  La última salida de la luz de Yara 
  empuja los caballos contra el fango. 
  Es la hora terrible. 
  Como un bólido la espantosa gallina cae, 
  y todo el mundo toma su café. 

 ¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste? 
 Las faenas del día se enroscan al cuello de los hombres 
 mientras la leche cae desesperadamente. 
 ¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste? 
 Con un lujo mortal los macheteros abren grandes claros 
     en el monte, 
 la tristísima iguana salta barrocamente en un caño de sangre, 
 los macheteros, introduciendo cargas de claridad, se van 
     ensombreciendo 
 hasta adquirir el tinte de un subterráneo egipcio. 
 ¿Quién puede esperar clemencia en esta hora? 

 Confusamente un pueblo escapa de su propia piel 
 adormeciéndose con la claridad, 
 la fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal 
 en los bellos ojos de hombres y mujeres, 
 en los inmensos y tenebrosos ojos de estas gentes 
 por los cuales la piel entra a no sé qué extraños ritos. 

 La piel, en esta hora, se extiende como un arrecife 
 y muerde su propia limitación, 
 la piel se pone a gritar como una loca, como una puerca 
     cebada, 
 la piel trata de tapar su claridad con pencas de palma, 
 con yaguas traídas distraídamente por el viento, 
 la piel se tapa furiosamente con cotorras y pitahayas, 
 absurdamente se tapa con sombrias hojas de tabaco 
 y con restos de leyendas tenebrosas, 
 y cuando la piel no es sino una bola oscura, 
 la espantosa gallina pone un huevo blanquisimo. 

 ¡Hay que tapar! ¡Hay que tapar! 
 Pero la claridad avanzada, invade 
 perversamente, oblicuamente, perpendicularmente, 
 la claridad es una enorme ventosa que chupa la sombra, 
 y las manos van lentamente hacia los ojos. 

  Los secretos más inconfesables son dichos: 
  la claridad mueve las lenguas, 
  la claridad mueve los brazos, 
  la claridad se precipita sobre un frutero de guayabas, 
  la claridad se precipita sobre los negros y los blancos, 
  la claridad se golpea a s'i misma, 
  va de uno a otro lado convulsivamente, 
  empieza a estallar, a reventar, a rajarse, 
  la claridad empieza el alumbramiento más horroroso, 
  la claridad empieza a parir claridad. 
  Son las doce del día. 

  Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste. 
  Al mediodía el monte se puebla de hamacas invisibles, 
  y, echados, los hombres semejan hojas a la deriva sobre aguas 
      metálicas. 
  En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre más querido, 
  ni levantar una mano para acariciar un seno; 
  en esta hora del cáncer un extranjero llegado de playas remotas 
  preguntaría inútilmente qué proyectos tenemos 
  o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales 
      en esta isla. 
  Nadie lo escucharía: las palmas de las manos vueltas hacia 
      arriba, 
  los oídos obturados por el tapón de la somnolencia, 
  los poros tapiados con la cera de un fastidio elegante 
  y de la mortal deglución de las glorias pasadas. 

  ¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno 
  cuyo estampido raje, de arriba a abajo, el tímpano 
       de los durmientes? 
  ¿Qué concha paleolítica reventaría con su bronco cuerno 
  el tímpano de los durmientes? 
  Los hombres-conchas, los hombres-macaos, 
       los hombres-túneles. 
  ¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar! 
  ¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar! 
  Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro. 

 De pronto el mediodía se pone en marcha, 
 se pone en marcha dentro de sí mismo, 
 el mediodía estático se mueve, se balancea, 
 el mediodía empieza a elevarse flatulentamente, 
 sus costuras amenazan reventar, 
 el mediodía sin cultura, sin gravedad, sin tragedia, 
 el mediodía orinando hacia arriba, 
 orinando en sentido inverso a la gran orinada 
 de Gargantúa en las torres de Notre Dame, 
 y todas esas historias, leídas por un isleño que no sabe 
 lo que es un cosmos resuelto. 

 Pero el mediodía se resuelve en crepúsculo y el mundo 
     se perfila. 
 A la luz del crepúsculo una hoja de yagruma ordena 
     su terciopelo, 
 su color plateado del envés es el primer espejo. 
 La bestia lo mira con su ojo atroz. 
 En este trance la pupila se dilata, se extiende 
 hasta aprehender la hoja. 
 Entonces la bestia recorre con su ojo las formas sembradas 
     en su lomo 
 y los hombres tirados contra su pecho. 
 Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra. 

 No una mujer y un hombre frente a frente, 
 sino el contorno de una mujer y un hombre frente a frente, 
 entran ingrávidos en el amor, 
 de tal modo que Newton huye avergonzado. 

 Una guinea chilla para indicar el angelus: 
 abrus precatorious, anona myristica, anona palustris. 

 Una letanía vegetal sin trasmundo se eleva 
 frente a los arcos floridos del amor: 
 Eugenia aromática, eugenia fragrans, eugenia plicatula. 
 El paraíso y el infierno estallan y sólo queda la tierra: 
 Ficus religiosa, ficus nitida, ficus suffocans. 
 La tierra produciendo por los siglos de los siglos: 
 Panicum colonum, panicum sanguinale, panicum maximum. 
 El recuerdo de una poesía natural, no codificada, me viene 
    a los labios: 
 Árbol de poeta, árbol del amor, árbol del seso. 

 Una poesía exclusivamente de la boca como la saliva: 
 Flor de calentura, flor de cera, flor de la Y. 

 Una poesía microscópica: 
 Lágrimas de Job, lágrimas de Júpiter, lágrimas de amor. 

 Pero la noche se cierra sobre la poesía y las formas se esfuman. 
 En esta isla lo primero que la noche hace es despertar el olfato: 
 Todas las aletas de todas las narices azotan el aire 
 buscando una flor invisible; 
 la noche se pone a moler millares de pétalos, 
 la noche se cruza de paralelos y meridanos de olor, 
 los cuerpos se encuentran en el olor, 
 se reconocen en este olor único que nuestra noche sabe 
    provocar; 
 el olor lleva la batuta de las cosas que pasan por la noche, 
 el olor entra en el baile, se aprieta contra el güiro, 
 el olor sale por la boca de los instrumentos musicales, 
 se posa en el pie de los bailadores, 
 el corro de los presentes devora cantidades de olor, 
 abre la puerta y las parejas se suman a la noche. 

 La noche es un mango, es una piña, es un jazmín, 
 la noche es un árbol frente a otro árbol sin mover sus ramas, 
 la noche es un insulto perfumado en la mejilla de la bestia; 
 una noche esterilizada, una noche sin almas en pena, 
 sin memoria, sin historia, una noche antillana; 
 una noche interrumpida por el europeo, 
 el inevitable personaje de paso que deja su cagada ilustre, 
 a lo sumo, quinientos años, un suspiro en el rodar de la noche 
      antillana, 
 una excrecencia vencida por el olor de la noche antillana. 

  No importa que sea una procesión, una conga, 
 una comparsa, un desfile. 
 La noche invade con su olor y todos quieren copular. 
 El olor sabe arrancar las máscaras de la civilización, 
 sabe que el hombre y la mujer se encontrarán sin falta 
    en el platanal. 
 ¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes! 

 No hay que ganar el cielo para gozarlo, 
 dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera pareja, 
 la odiosa pareja que sirvió para marcar la separación. 
 ¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes! 

 No queremos potencias celestiales sino presencias terrestres, 
 que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo, 
 felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre, 
 sólo sentimos su realidad física 
 por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas. 

 Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad, 
 un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios: 
 un velorio, un guateque, una mano, un crimen, 
 revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua, 
 haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando 
    sus riñones, 
 un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono, 
 sintiendo como el agua lo rodea por todas partes, 
 más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas; 
 un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir, 
 aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales, 
 siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla; 
 el peso de una isla en el amor de un pueblo. 

 1943 
 
 

 PALMA NEGRA 

 Es preciso que de una vez 
 descubramos la palma 
 que tiene negro el penacho. 
 Nuestros muertos en su cimera 
 esperan ser enterrados. 
 Allá arriba están en sus lamentos 
 que el viento propaga implacable. 

 En la sabana todo parece verde, 
 pero esa palma, ¡oh, esa palma! 

 A la cacería de esa palma; 
 la señora de la esquina, 
 el zapatero del barrio, 
 irán vestidos de verde. 

 Toquen el cornetín, 
 enfilen los perros, 
 revienten los caballos. 

 En la sabana todo parece verde, 
 pero esa palma, ¡oh, esa palma! 

 Si no es ésa, si no es aquélla, 
 si el zapatero del barrio 
 jura por todos los santos 
 que su perro la ha olfateado; 
 si la señora de la esquina 
 caracolea sin descanso 
 dando voces a su Pedro 
 que está allá arriba en la palma; 

 si el telón de fondo verde 
 encabrita los caballos, 
 ¿cómo dar caza a la palma? 

 En la sábana todo parece verde, 
 pero esa palma, ¡oh, esa palma! 

 1962 
 
 

 EN EL DURO 

 Ayer yo estaba solito 
 en la Avenida del Puerto, 
 pensando en mi madre muerta 
 y pensando en los deseos. 

 Como un plato estaba el mar, 
 pero yo estaba moviéndome. habanero 
 Es una cosa muy seria 
 que el mundo tanto se mueva. 

 Un hombre se me acercó 
 con una cara habanera, 
 de esas que La Habana misma 
 no le regala a cualquiera. 

 Se fue encogiendo de hombros, 
 la mirada se hizo niebla, 
 la boca se le contrajo 
 y así habló de esta manera: 

 Mi socio, no sé lo que está pensando, 
 pero yo sé lo que pienso; 
 este mundo está en el duro 
 y ojalá se nos deshiele; 
 porque de no ser así, 
 nos matará la dureza; 
 ya las palabras son balas 
 y las miradas hogueras. 

 ¿No le parece, mi socio? 
 -- me dijo y me tocó el pecho; 
 yo lloraba como un niño, 
 y el mar se fue endureciendo. 

 1962 
 
 

 MIENTRAS MORÍA 

 Mientras moría imaginaba un hoyo, 
 paletadas de tierra, agua estancada, 
 ruidos confusos, bocas apretadas, 
 y yo, cayendo de cabeza al hoyo. 

 Mientras moría imaginé mi imagen 
 de turbios ojos y erizado pelo 
 contemplando el supremo desconsuelo: 
 la muerte disfrazada con mi imagen. 

 Así me iba muriendo, con hartazgo 
 de flores y gusanos. Expirando 
 encima de mi boca desbocada; 

 ordenando mi escoria, mi contraria, 
 colocando mis huesos en la nada 
 y vomitando mi imagen funeraria. 

 1963 
 
 

 TESTAMENTO 

 Como he sido iconoclasta 
 me niego a que me hagan estatua; 
 si en la vida he sido carne, 
 en la muerte no quiero ser mármol. 

 Como yo soy de un lugar 
 de demonios y de ángeles, 
 en ángel y demonio muerto 
 seguiré por esas calles... 

 En tal eternidad veré 
 nuevos demonios y ángeles, 
 con ellos conversaré 
 en un lenguaje cifrado. 

 Y todos entenderán 
 el yo no lloro, mi hermano... 
 Así fui, así viví, 
 así soñé y pasé el trance. 

 1967 
 
 

TARARÍ TARARÁ 
 
 Los niños y las moscas me recibían 
 con miles de mosquitos en La Lisa, 
 donde vive mi hermana la maestra, 
 que hace tiempo se arrastra por el llano. 
 ¡Tararí! ¡Tarará! Las moscas se comían el pastel, 
 con matamoscas los niños las mataban. 
 Los mosquitos la sangre nos chupaban, 
 una vaquita negra hacia muuu... 
 Mis grandes alegrías terminaron. 

 1969 
 
 

 FINAL 

 He sido como un perro 
 sumiso a la voz del amo: 
 ¡Hop, Virgilio, salta! 
 He amado la hermosura, 
 pretendido la gracia. 
 He tenido delicadezas 
 de perro amaestrado. 
 En premio mi amo, 
 sólo te pido, 
 un poco más de escarnio. 

 1969 
 
 

 SONETO 

 Como ayer no viniste me moría 
 como tus ojos no vieron los míos, 
 como tus pasos no sentí en el día, 
 como el calor se convertía en frío... 

 A soñarte empecé por no perderte: 
 y soñé que tus ojos me veían, 
 soñé tus pasos y alejé mi muerte, 
 y soñando soñé que te veía. 

 En ese sueño tus labios me decían 
 mis ojos a los tuyos están viendo, 
 mis pasos son los que tú estás sintiendo, 
 y tus ojos en mis ojos se confian. 

 Fue entonces que soñé que despertaba, 
 fue entonces que tus ojos me veían, 
 fue entonces que tus pasos yo sentía 
 y entonces fue que tú te aproximabas. 
 

 EL HECHIZADO 

                               A Lezama, en su muerte 

 Por un plazo que no puedo señalar 
 me llevas la ventaja de tu muerte: 
 lo mismo que en la vida, fue tu suerte 
 llegar primero. Yo, en segundo lugar. 

 Estaba escrito. ¿Dónde? En esa mar 
 encrespada y terrible que es la vida. 
 A ti primero te cerró la herida: 
 mortal combate del ser y del estar. 

 Es tu inmortalidad haber matado 
 a ese que te hacia respirar 
 para que el otro respire eternamente. 

 Lo hiciste con el arma Paradiso. 
 -- Golpe maestro, jaque mate al hado -- 
 Ahora respira en paz. Vive tu hechizo. 

 9 de agosto de 1976 
 

 Paisaje por Esteban Chartrand, 1880

 SI YA TAN SÓLO ESPERAMOS 

                                A mi admirada amiga María Luisa Bautista,  
                                                  dedico este casi poema,  
                             escrito en una tarde particularmente triste.  

 María Luisa, 
 si ya tan sólo esperamos el Juicio Final, 
 y solo nuestra certeza es 
 de acuerdo con la Biblia 
 reunirnos en el valle de Josafat, 
 entonces, María Luisa, 
 contemplemos la vida terrenal 
 frente a esta puesta de sol. 

 Como decían los románticos menores, 
 el sol se va a poner: 
 la tarde muere lentamente, 
 los pájaros cantan sus postreros trinos. 
 Y como Hugo en La oración por todos 
 el labrador vuelve de su dura labor en el campo 
 a tomar la sopa y quedarse junto al fuego. 

 La tarde y las tardes parecidas 
 como cendales nos envuelven y tratan 
 de llevarnos a otra orilla. ¿Cuál, María Luisa? 
 La tarde y las tardes nos observan 
 con la mirada acariciadora de los justos. 

 Pero estamos tristes, tanto, 
 nosotros de carne y hueso, 
 inútilmente tratando de ascender, 
 de elevarnos al cenit 
 y que nuestros ojos traspasen lo visible: 
 y entonces, tan tristes, María Luisa, 
 vamos cayendo con la tarde, como niños 
 que salen del vientre de su madre. 

 1972