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Ésta página está dedicada a la poesía cubana. En la azotea de Reina María Rodríguez (en Ánimas no.455 esq. San Nicolás, en Centro Habana) nos reuníamos frecuentemente sus amigos. Lo mismo si había o no había té, o si algún invitado extranjero nos llevaba ron y algunas galleticas, allí, casi como atraídos por el centro gravitacional de la poesía, comenzábamos las tertulias habituales. Lecturas de poesía, la discusión de algún proyecto como lo fue durante un tiempo el de la Casa de poesía, o el del homenaje a Julián del Casal por el centenario de su muerte, constituían la razón de ser de aquellos encuentros. La azotea de Reina, como pronto comenzamos a llamarla, nos acogía a todos.
Vivíamos en catacumbas individuales que la azotea conectaba con la catacumba mayor: la ciudad. Como quiera que la azotea no pudo recibir--como hubiésemos querido--a amigos como Gastón Baquero o Juan Clemente Zenea, y puesto que algunos de nosotros ya hemos dejado de subir aquellas escaleras y de animar ese espacio que--sin dudas--habría fascinado a Casal, hemos querido crear esta azotea otra, fuera de las murallas, pero dentro de la ciudad, y al que libremente podrán concurrir todos los poetas cubanos. La sombra de los gatos de Reina seguirá rondando peligrosamente la cocina. Mientras, los que van a leer esta noche han comenzado a repartir sus textos, finamente impresos por Ánimas Ediciones.
Esta es una noche especial. Nos reunimos para devorar amorosamente la carne de Virgilio Piñera. Le tributaremos el único homenaje que le habría gustado recibir: el de la irreverencia. Cada quien ha traído su máscara, su disfraz, el amante, la novia. Un hermoso adolescente va a ser sacrificado a la memoria del maestro. Están sonando las cornetas chinas, las matracas. El postre será refinado, exquisito: en bandeja de plata serviremos en rodajas la palma negra, macerada por el jugo de piña del deseo. Nos comeremos a Virgilio lentamente, entre juramentos y maldiciones. Una legión de demonios impúdicos socavan incesantemente la Isla. Reinaldo Arenas aprende la lección de Virgilio: la santidad se desinfla con una carcajada.
LA ISLA EN PESO
La maldita circunstancia del agua por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa del café.
Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar
doce personas morían en un cuarto por compresión.
Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua
en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,
me acostumbro al hedor del puerto,
me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,
noche a noche, al soldado de guardia en medio
del sueño de los peces.
Una taza de café no puede alejar mi idea fija,
en otro tiempo yo vivía adánicamente.
¿Qué trajo la metamorfosis?
La eterna miseria que es el acto de recordar.
Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones,
devolviéndome el país sin el agua,
me la bebería toda para escupir al cielo,
Pero he visto la música detenida en las caderas,
he visto a las negras bailando con vasos de ron en sus cabezas.
Hay que saltar del lecho con la firme convicción
de que tus dientes han crecido,
de que tu corazón te saldrá por la boca.
Aún flota en los arrecifes el uniforme del marinero ahogado.
Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar
para desangrarlo.
Me he puesto a pescar esponjas frenéticamente,
esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última
gota de agua
y vivir secamente.
Esta noche he llorado al conocer a una anciana
que ha vivido ciento ocho años rodeada de agua
por todas partes.
Hay que morder, hay que gritar, hay que arañar.
He dado las últimas instrucciones.
El perfume de la piña puede detener a un pájaro.
Los once mulatos se disputaban el fruto,
los once mulatos fálicos murieron en la orilla de la playa.
He dado las últimas instrucciones.
Todos nos hemos desnudado.
Llegué cuando daban un vaso de aguardiente a la virgen
bárbara,
cuando regaban ron por el suelo y los pies parecían lanzas,
justamente cuando un cuerpo en el lecho podría parecer
impúdico,
justamente en el momento en que nadie cree en Dios.
Los primeros acordes y la antigüedad de este mundo:
hieráticamente una negra y una blanca y el líquido al saltar.
Para ponerme triste me huelo debajo de los brazos.
Es en este país donde no hay animales salvajes.
Pienso en los caballos de los conquistadores cubriendo
a las yeguas,
pienso en el desconocido son del areíto
desaparecido para toda la eternidad,
ciertamente debo esforzarme a fin de poner en claro
el primer contacto carnal en este país, y el primer muerto.
Todos se ponen serios cuando el timbal abre la danza.
Solamente el auropeo leía las meditaciones cartesianas.
El baile y la isla rodeada de agua por todas partes:
plumas de flamencos, espinas de pargo, ramos de albahaca,
semillas de aguacate.
La nueva solemnidad de esta isla.
¡País mío, tan joven, no sabes definir!
¿Quien puede reír sobre esta roca fúnebre de los sacrificios
de gallos?
Los dulces ñáñigos bajan sus puñales acompasadamente.
Como una guanábana un corazón puede ser traspasado
sin cometer crimen.
Una mano en el tres puede traer todo el siniestro color
de los caimitos
más lustrosos que un espejo en el relente,
sin embargo el bello aire se aleja de los palmares.
Si hundieras los dedos en su pulpa creerías en la música.
Mi madre fue picada por un alacrán cuando estaba embarazada.
¿Quien puede reir sobre esta roca de los sacrificios de gallos?
¿Quién se tiene a sí mismo cuando las claves chocan?
¿Quien desdeña ahogarse en la indefinible llamarada
del flamboyán?
La sangre adolescente bebemos en las pulidas jícaras.
Ahora no pasa un tigre sino su descripción.
Las blancas dentaduras perforando la noche,
y también los famélicos dientes de los chinos esperando
el desayuno
después de la doctrina cristiana.
Todavía puede esta gente salvarse del cielo,
pues al compás de los himnos las doncellas agitan
diestramente
los falos de los hombres.
La impetuosa ola invade el extenso salón de las genuflexiones.
Nadie piensa en implorar, en dar gracias, en agradecer,
en testimoniar.
La santidad se desinfla en una carcajada.
Sean los caóticos símbolos del amor los primeros objetos
que palpe,
afortunadamente desconocemos la voluptuosidad y la caricia
francesa,
desconocemos el perfecto gozador y la mujer pulpo,
desconocemos los espejos estratégicos,
no sabemos llevar la sífilis con la reposada elegancia
de un cisne,
desconocemos que muy pronto vamos a practicar estas
mortales elegancias.
Los cuerpos en la misteriosa llovizna tropical,
en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, siempre
en la llovizna,
los cuerpos abriendo sus millones de ojos,
los cuerpos, dominados por la luz, se repliegan
ante el asesinato de la piel,
los cuerpos, devorando oleadas de luz, revientan como
girasoles de fuego
encima de las aguas estáticas,
los cuerpos, en las aguas, como carbones apagados derivan
hacia el mar.
Es la confusión, es el terror, es la abundancia,
es la virginidad que comienza a perderse.
Los mangos podridos en el lecho del río ofuscan mi razón,
y escalo el árbol más alto para caer como un fruto.
Nada podría detener este cuerpo destinado a los cascos
de los caballos,
turbadoramente cogido entre la poesía y el sol.
Escolto bravamente el corazón traspasado,
clavo el estilete más agudo en la nuca de los durmientes.
El trópico salta y su chorro invade mi cabeza
pegada duramente contra la costra de la noche.
La piedad original de las auríferas arenas
ahoga sonoramente las yeguas españolas,
la tumba desordena las crines más oblicuas.
No puedo mirar con estos ojos dilatados.
Nadie sabe mirar, contemplar, desnudar un cuerpo.
Es la espantosa confusión de una mano en lo verde,
los estranguladores viajando en la franjas del iris.
No sabría poblar de miradas el solitario curso del amor.
Me detengo en ciertas palabras tradicionales:
el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco,
con simple ademán, apenas si onomatopéyicamente,
titánicamente paso por encima de su música,
y digo: el agua, el mediodía, el azúcar, el humo.
Yo combino:
el aguacero pega en el lomo de los caballos,
la siesta atada a la cola de un caballo,
el cañaveral devorando a los caballos,
los caballos perdiéndose sigilosamente
en la tenebrosa emanación del tabaco,
el último gesto de los siboneyes mientras el humo pasa
por la horquilla
como la carreta de la muerte,
el último ademán de los siboneyes,
y cavo esta tierra para encontrar los ídolos y hacerme
una historia.
Los pueblos y sus historias en boca de todo el pueblo.
De pronto, el galeón cargado de oro se mete en la boca
de uno de los narradores,
y Cadmo, desdentado, se pone a tocar el bongó.
La vieja tristeza de Cadmo y su perdido prestigio:
en una isla tropical los últimos glóbulos rojos de un dragón
tiñen con imperial dignidad el manto de una decadencia.
Las historias eternas frente a la historia de una vez del sol,
las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones
y cotorras,
las eternas historias de los negros que fueron,
y de los blancos que no fueron,
o al revés o como os parezca mejor,
las eternas historias blancas, negras, amarillas, rojas, azules,
-- toda la gama cromática reventando encima de mi cabeza
en llamas --,
la eterna historia de la cínica sonrisa del europeo
llegado para apretar las tetas de mi madre.
El horroroso paseo circular,
el tenebroso juego de los pies sobre la arena circular,
el envenado movimiento del talón que rehúye el abanico
del erizo,
los siniestros manglares, como un cinturón canceroso,
dan la vuelta a la isla,
los manglares y la fétida arena
aprietan los riñones de los moradores de la isla.
Sólo se eleva un flamenco absolutamente.
¡Nadie puede salir, nadie puede salir!
La vida del embudo y encima la nata de la rabia.
Nadie puede salir:
el tiburón más diminuto rehusaría transportar un cuerpo
intacto.
Nadie puede salir:
una uva caleta en la frente de la criolla
que se abanica lánguida en una mecedora,
y «nadie puede salir» termina espantosamente en el choque
de las claves.
Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,
cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento
nutridor,
cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra,
cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el sol
se acostumbra,
cada hombre, abriendo su boca como una cisterna, embalsa
el agua
del mar, pero como el caballo del barón de Munchausen,
la arroja patéticamente por su cuarto trasero,
cada hombre en el rencoroso trabajo de recortar
los bordes de la isla más bella del mundo,
cada hombre tratando de echar a andar a la bestia cruzada
de cocuyos.
La bestia es perezosa como un bello macho
y terca como una hembra primitiva.
Verdad es que la bestia atraviesa diariamente los cuatro
momentos caóticos,
los cuatro momentos en que se la puede contemplar
-- con la cabeza metida entre sus patas -- escrutando
el horizonte con ojo atroz,
los cuatro momentos en que se abre el cáncer:
madrugada, mediodía, crepúsculo y noche.
Las primeras gotas de una lluvia áspera golpean su espalda
hasta que la piel toma la resonancia de dos maracas pulsadas
diestramente.
En este momento, como una sábana o como un pabellón
de tregua, podría
desplegarse un agradable misterio,
pero la avalancha de verdes lujuriosos ahoga los mojados
sones,
y la monotonía invade el envolvente túnel de las hojas.
El rastro luminoso de un sueño mal parido,
un carnaval que empieza con el canto del gallo,
la neblina cubriendo con su helado disfraz el escándalo
de la sabana,
cada palma derramándose insolente en un verde juego
de aguas,
perforan, con un triángulo incandescente, el pecho
de los primeros aguadores,
y la columna de agua lanza sus vapores a la cara del sol cosida
por un gallo.
Es la hora terrible.
Los devoradores de neblina se evaporan
hacia la parte más baja de la ciénaga,
y un caimán los pasa dulcemente a ojo.
Es la hora terrible.
La última salida de la luz de Yara
empuja los caballos contra el fango.
Es la hora terrible.
Como un bólido la espantosa gallina cae,
y todo el mundo toma su café.
¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Las faenas del día se enroscan al cuello de los hombres
mientras la leche cae desesperadamente.
¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Con un lujo mortal los macheteros abren grandes claros
en el monte,
la tristísima iguana salta barrocamente en un caño de sangre,
los macheteros, introduciendo cargas de claridad, se van
ensombreciendo
hasta adquirir el tinte de un subterráneo egipcio.
¿Quién puede esperar clemencia en esta hora?
Confusamente un pueblo escapa de su propia piel
adormeciéndose con la claridad,
la fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal
en los bellos ojos de hombres y mujeres,
en los inmensos y tenebrosos ojos de estas gentes
por los cuales la piel entra a no sé qué extraños ritos.
La piel, en esta hora, se extiende como un arrecife
y muerde su propia limitación,
la piel se pone a gritar como una loca, como una puerca
cebada,
la piel trata de tapar su claridad con pencas de palma,
con yaguas traídas distraídamente por el viento,
la piel se tapa furiosamente con cotorras y pitahayas,
absurdamente se tapa con sombrias hojas de tabaco
y con restos de leyendas tenebrosas,
y cuando la piel no es sino una bola oscura,
la espantosa gallina pone un huevo blanquisimo.
¡Hay que tapar! ¡Hay que tapar!
Pero la claridad avanzada, invade
perversamente, oblicuamente, perpendicularmente,
la claridad es una enorme ventosa que chupa la sombra,
y las manos van lentamente hacia los ojos.
Los secretos más inconfesables son dichos:
la claridad mueve las lenguas,
la claridad mueve los brazos,
la claridad se precipita sobre un frutero de guayabas,
la claridad se precipita sobre los negros y los blancos,
la claridad se golpea a s'i misma,
va de uno a otro lado convulsivamente,
empieza a estallar, a reventar, a rajarse,
la claridad empieza el alumbramiento más horroroso,
la claridad empieza a parir claridad.
Son las doce del día.
Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste.
Al mediodía el monte se puebla de hamacas invisibles,
y, echados, los hombres semejan hojas a la deriva sobre aguas
metálicas.
En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre más querido,
ni levantar una mano para acariciar un seno;
en esta hora del cáncer un extranjero llegado de playas remotas
preguntaría inútilmente qué proyectos tenemos
o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales
en esta isla.
Nadie lo escucharía: las palmas de las manos vueltas hacia
arriba,
los oídos obturados por el tapón de la somnolencia,
los poros tapiados con la cera de un fastidio elegante
y de la mortal deglución de las glorias pasadas.
¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno
cuyo estampido raje, de arriba a abajo, el tímpano
de los durmientes?
¿Qué concha paleolítica reventaría con su bronco cuerno
el tímpano de los durmientes?
Los hombres-conchas, los hombres-macaos,
los hombres-túneles.
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!
¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar!
Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro.
De pronto el mediodía se pone en marcha,
se pone en marcha dentro de sí mismo,
el mediodía estático se mueve, se balancea,
el mediodía empieza a elevarse flatulentamente,
sus costuras amenazan reventar,
el mediodía sin cultura, sin gravedad, sin tragedia,
el mediodía orinando hacia arriba,
orinando en sentido inverso a la gran orinada
de Gargantúa en las torres de Notre Dame,
y todas esas historias, leídas por un isleño que no sabe
lo que es un cosmos resuelto.
Pero el mediodía se resuelve en crepúsculo y el mundo
se perfila.
A la luz del crepúsculo una hoja de yagruma ordena
su terciopelo,
su color plateado del envés es el primer espejo.
La bestia lo mira con su ojo atroz.
En este trance la pupila se dilata, se extiende
hasta aprehender la hoja.
Entonces la bestia recorre con su ojo las formas sembradas
en su lomo
y los hombres tirados contra su pecho.
Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra.
No una mujer y un hombre frente a frente,
sino el contorno de una mujer y un hombre frente a frente,
entran ingrávidos en el amor,
de tal modo que Newton huye avergonzado.
Una guinea chilla para indicar el angelus:
abrus precatorious, anona myristica, anona palustris.
Una letanía vegetal sin trasmundo se eleva
frente a los arcos floridos del amor:
Eugenia aromática, eugenia fragrans, eugenia plicatula.
El paraíso y el infierno estallan y sólo queda la tierra:
Ficus religiosa, ficus nitida, ficus suffocans.
La tierra produciendo por los siglos de los siglos:
Panicum colonum, panicum sanguinale, panicum maximum.
El recuerdo de una poesía natural, no codificada, me viene
a los labios:
Árbol de poeta, árbol del amor, árbol del seso.
Una poesía exclusivamente de la boca como la saliva:
Flor de calentura, flor de cera, flor de la Y.
Una poesía microscópica:
Lágrimas de Job, lágrimas de Júpiter, lágrimas de amor.
Pero la noche se cierra sobre la poesía y las formas se esfuman.
En esta isla lo primero que la noche hace es despertar el olfato:
Todas las aletas de todas las narices azotan el aire
buscando una flor invisible;
la noche se pone a moler millares de pétalos,
la noche se cruza de paralelos y meridanos de olor,
los cuerpos se encuentran en el olor,
se reconocen en este olor único que nuestra noche sabe
provocar;
el olor lleva la batuta de las cosas que pasan por la noche,
el olor entra en el baile, se aprieta contra el güiro,
el olor sale por la boca de los instrumentos musicales,
se posa en el pie de los bailadores,
el corro de los presentes devora cantidades de olor,
abre la puerta y las parejas se suman a la noche.
La noche es un mango, es una piña, es un jazmín,
la noche es un árbol frente a otro árbol sin mover sus ramas,
la noche es un insulto perfumado en la mejilla de la bestia;
una noche esterilizada, una noche sin almas en pena,
sin memoria, sin historia, una noche antillana;
una noche interrumpida por el europeo,
el inevitable personaje de paso que deja su cagada ilustre,
a lo sumo, quinientos años, un suspiro en el rodar de la noche
antillana,
una excrecencia vencida por el olor de la noche antillana.
No importa que sea una procesión, una conga,
una comparsa, un desfile.
La noche invade con su olor y todos quieren copular.
El olor sabe arrancar las máscaras de la civilización,
sabe que el hombre y la mujer se encontrarán sin falta
en el platanal.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!
No hay que ganar el cielo para gozarlo,
dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera pareja,
la odiosa pareja que sirvió para marcar la separación.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!
No queremos potencias celestiales sino presencias terrestres,
que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo,
felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre,
sólo sentimos su realidad física
por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas.
Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando
sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo como el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un pueblo.
1943
PALMA NEGRA
Es preciso que de una vez
descubramos la palma
que tiene negro el penacho.
Nuestros muertos en su cimera
esperan ser enterrados.
Allá arriba están en sus lamentos
que el viento propaga implacable.
En la sabana todo parece verde,
pero esa palma, ¡oh, esa palma!
A la cacería de esa palma;
la señora de la esquina,
el zapatero del barrio,
irán vestidos de verde.
Toquen el cornetín,
enfilen los perros,
revienten los caballos.
En la sabana todo parece verde,
pero esa palma, ¡oh, esa palma!
Si no es ésa, si no es aquélla,
si el zapatero del barrio
jura por todos los santos
que su perro la ha olfateado;
si la señora de la esquina
caracolea sin descanso
dando voces a su Pedro
que está allá arriba en la palma;
si el telón de fondo verde
encabrita los caballos,
¿cómo dar caza a la palma?
En la sábana todo parece verde,
pero esa palma, ¡oh, esa palma!
1962
EN EL DURO
Ayer yo estaba solito
en la Avenida del Puerto,
pensando en mi madre muerta
y pensando en los deseos.
Como un plato estaba el mar,
pero yo estaba moviéndome.
Es una cosa muy seria
que el mundo tanto se mueva.
Un hombre se me acercó
con una cara habanera,
de esas que La Habana misma
no le regala a cualquiera.
Se fue encogiendo de hombros,
la mirada se hizo niebla,
la boca se le contrajo
y así habló de esta manera:
Mi socio, no sé lo que está pensando,
pero yo sé lo que pienso;
este mundo está en el duro
y ojalá se nos deshiele;
porque de no ser así,
nos matará la dureza;
ya las palabras son balas
y las miradas hogueras.
¿No le parece, mi socio?
-- me dijo y me tocó el pecho;
yo lloraba como un niño,
y el mar se fue endureciendo.
1962
MIENTRAS MORÍA
Mientras moría imaginaba un hoyo,
paletadas de tierra, agua estancada,
ruidos confusos, bocas apretadas,
y yo, cayendo de cabeza al hoyo.
Mientras moría imaginé mi imagen
de turbios ojos y erizado pelo
contemplando el supremo desconsuelo:
la muerte disfrazada con mi imagen.
Así me iba muriendo, con hartazgo
de flores y gusanos. Expirando
encima de mi boca desbocada;
ordenando mi escoria, mi contraria,
colocando mis huesos en la nada
y vomitando mi imagen funeraria.
1963
TESTAMENTO
Como he sido iconoclasta
me niego a que me hagan estatua;
si en la vida he sido carne,
en la muerte no quiero ser mármol.
Como yo soy de un lugar
de demonios y de ángeles,
en ángel y demonio muerto
seguiré por esas calles...
En tal eternidad veré
nuevos demonios y ángeles,
con ellos conversaré
en un lenguaje cifrado.
Y todos entenderán
el yo no lloro, mi hermano...
Así fui, así viví,
así soñé y pasé el trance.
1967
TARARÍ TARARÁ
Los niños y las moscas me recibían
con miles de mosquitos en La Lisa,
donde vive mi hermana la maestra,
que hace tiempo se arrastra por el llano.
¡Tararí! ¡Tarará! Las moscas se comían el pastel,
con matamoscas los niños las mataban.
Los mosquitos la sangre nos chupaban,
una vaquita negra hacia muuu...
Mis grandes alegrías terminaron.
1969
FINAL
He sido como un perro
sumiso a la voz del amo:
¡Hop, Virgilio, salta!
He amado la hermosura,
pretendido la gracia.
He tenido delicadezas
de perro amaestrado.
En premio mi amo,
sólo te pido,
un poco más de escarnio.
1969
SONETO
Como ayer no viniste me moría
como tus ojos no vieron los míos,
como tus pasos no sentí en el día,
como el calor se convertía en frío...
A soñarte empecé por no perderte:
y soñé que tus ojos me veían,
soñé tus pasos y alejé mi muerte,
y soñando soñé que te veía.
En ese sueño tus labios me decían
mis ojos a los tuyos están viendo,
mis pasos son los que tú estás sintiendo,
y tus ojos en mis ojos se confian.
Fue entonces que soñé que despertaba,
fue entonces que tus ojos me veían,
fue entonces que tus pasos yo sentía
y entonces fue que tú te aproximabas.
EL HECHIZADO
A Lezama, en su muerte
Por un plazo que no puedo señalar
me llevas la ventaja de tu muerte:
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.
Estaba escrito. ¿Dónde? En esa mar
encrespada y terrible que es la vida.
A ti primero te cerró la herida:
mortal combate del ser y del estar.
Es tu inmortalidad haber matado
a ese que te hacia respirar
para que el otro respire eternamente.
Lo hiciste con el arma Paradiso.
-- Golpe maestro, jaque mate al hado --
Ahora respira en paz. Vive tu hechizo.
9 de agosto de 1976
SI YA TAN SÓLO ESPERAMOS
A mi admirada amiga María Luisa Bautista,
dedico este casi poema,
escrito en una tarde particularmente triste.
María Luisa,
si ya tan sólo esperamos el Juicio Final,
y solo nuestra certeza es
de acuerdo con la Biblia
reunirnos en el valle de Josafat,
entonces, María Luisa,
contemplemos la vida terrenal
frente a esta puesta de sol.
Como decían los románticos menores,
el sol se va a poner:
la tarde muere lentamente,
los pájaros cantan sus postreros trinos.
Y como Hugo en La oración por todos
el labrador vuelve de su dura labor en el campo
a tomar la sopa y quedarse junto al fuego.
La tarde y las tardes parecidas
como cendales nos envuelven y tratan
de llevarnos a otra orilla. ¿Cuál, María Luisa?
La tarde y las tardes nos observan
con la mirada acariciadora de los justos.
Pero estamos tristes, tanto,
nosotros de carne y hueso,
inútilmente tratando de ascender,
de elevarnos al cenit
y que nuestros ojos traspasen lo visible:
y entonces, tan tristes, María Luisa,
vamos cayendo con la tarde, como niños
que salen del vientre de su madre.
1972
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