La
Habana, romántica desde su arquitectura
Baltasar Martin
La Habana es una ciudad que enamora, provocando en quienes la viven, la
visitan y la añoran una fascinación que hasta ya tiene nombre:
Habanitis.
¿En qué consiste esa magia o embrujo con que el alma de esa
ciudad maltratada y por hoy adusta nos conquista, si hay otras mucho más
grandes y compuestas, llenas de neones y de afeites, que no nos enamoran
ni de chiste?
Es que La Habana es una ciudad romántica desde su arquitectura,
fiel reflejo del alma de sus habitantes en todas sus etapas.
Alejo Carpentier la llamó “la ciudad de las columnas”, por sus portales
techados conectados por cuadras
y más cuadras en sus principales arterias comerciales, como alamedas
de troncos de hormigón o de mampostería, y, ¿puede
haber recuerdo más placentero que el de la calle Reina o la de Monte
cuando el sol nos castiga en los ajenos boulevares de la diáspora?
Caminar por La Habana es una fiesta innombrable a lo Lezama, que
la habita por siempre, al igual que Virgilio y que Dulce María,
transmutados todos en las piedras del Vedado, como Gilma Madera
en el mármol de su Cristo, que cuida la bahía enfebrecida
de los filibusteros y otros monstruos del Realismo, enemigo de la poesía
y del Romanticismo.
Apaciguados los sentidos, y pasando a un análisis más crítico,
sin boleros del Benny o de Vicentico, y sin la música de Lecuona
batiendo desde Guanabacoa, es La Habana una ciudad romántica precisamente
por su arquitectura, y a partir de ella, como fiel reflejo del alma de
sus habitantes, cual perro que se muerde la cola.
El Romanticismo se inició hacia 1830, como respuesta a la Ilustración
y a la industrialización que sobrevino después de las revoluciones
burguesas en Europa.
Los románticos pretendieron volver a la Naturaleza y revivir el
pasado, especialmente la Edad Media, como contrapartida a lo calculado
y académico del Neoclasicismo.
Los estilos se confunden, y aunque en la música y en el ballet el
Romanticismo se agota apenas una década después, alrededor
de 1848, es en la arquitectura donde se extiende con más amplitud,
continuando en algunos países, como en Cuba, hasta bien entrado
el siglo XX.
En Italia, el Romanticismo fue una vuelta al Renacimiento, mientras que
en Francia e Inglaterra será al Gótico.
La arquitectura romántica no sólo fue religiosa,sino que
se extendió a la construcción de residencias,edificios de
apartamentos, llegando inclusive a lo industrial, pues fábricas
o estaciones de ferrocarril parecen erguirse como catedrales medievales.
El acero y el hormigón armado transforman las estructuras y las
hacen más audaces y económicas. Las esbeltísimas columnas
exigidas por el Gótico ya no son imposibles con el acero del Neogótico,
donde sobresale el Parlamento de Londres, de Charles Barry.
En general, la tendencia fue emplear el Neogótico en las iglesias,
y el Neoclásico en los teatros y edificios públicos, aunque
con notables excepciones como la Ópera de París, entre neobarroca
y ecléctica, por la confusión de estilos que presenta.
La arquitectura romántica también se conoce como “historicista”,
y fue esa vertiente más “pura” la que se siguió en La Habana,
teniendo uno de sus puntos culminantes en la arquitectura funeraria del
Cementerio de Colón, donde en sus mejores panteones se recrearon
los distintos estilos arquitectónicos del pasado, desde el Antiguo
Egipto, el Neo-románico del acceso principal, hasta el Neo-gótico
de varios monumentos funerarios, estilos todos que, por supuesto, nunca
existieron en Cuba en su momento original por razones obvias.
En La Habana, ya entrado el siglo XIX, como en las principales ciudades
europeas y norteamericanas,
se impone la arquitectura historicista, en un proceso que abarcó
hasta 1929, con la inauguración del Capitolio Nacional, del más
exquisito estilo neoclásico, a pesar de que en esos momentos imperaba
la moda del Art Deco, del cual en La Habana hay numerosos exponentes
como el Edificio Bacardí, el López Serrano y el Teatro América.
Antes del Capitolio Nacional, tanto en el Prado como en el tiempo, se yergue
el antiguo Centro Gallego, hoy Complejo del Gran Teatro de La Habana,
construído en 1916 en el más rebuscado estilo neobarroco,
aunque con sus toques eclécticos, que lo asemejan por la confusión
y por el estilo neo seguido a la ya mencionada Ópera de París,
de Garnier.
Frente al Capitolio, el Teatro Payret, de exterior neoclásico, pero
con diseño interior racionalista y más acorde con la moda
de los ‘50s en que se construye, complementa este “museo” de la arquitectura
romántica que es La Habana, tanto a lo largo del Prado como de otras
muchas calles hasta las fronteras del Vedado, donde el Racionalismo ya
se impuso.
En la calle Reina, la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús,
y en la Víbora, su maravillosa iglesia
neogótica, dan testimonio de que la Isla no escapó a la fascinación
de regresar al Gótico de los franceses y los ingleses, y, en general,
de toda Europa.
Los viejos bancos “wallstreetianos” de la Habana Vieja, remedo cubano “vaquigordiano”
de los del Nueva York a donde nunca llegó el “Titanic”, contribuyen
también a reforzar esa atmósfera de película de Al
Capone que envuelve esas calles del Casco Histórico, donde hay de
todo, como en botica.
Si se viaja desde el Parque Central hasta Miramar, donde también
en Quinta Avenida hay iglesias neo-románicas tardías,
pero no menos bellas, se habrá consumado un periplo por la historia
de la arquitectura desde 1492 hasta 1959 (lo demás carece de valores),
reafirmando que, en este caso, lo exterior se corresponde con lo interior,
y que La Habana es una ciudad romántica, que como la Bella Durmiente
en su castillo medieval, espera por su príncipe para que nos despierte
a todos del letargo y del maleficio del Hada Maléfica.
Demonios
sin Remedios
Luis
Manuel García
Ofrecemos a los lectores un anticipo de la novela Demonios sin remedios
(ganadora de la última edición del Concurso de novela
Vicente Blanco Ibáñez), de Luis Manuel García.
Demonios sin Remedios se basa en un hecho real, ya estudiado por
historiadores y sobre todo por Don Fernando Ortiz, en ese clásico
de la ensayística cubana, «Historia de una pelea cubana
contra los demonios». Tal como ha llegado a nosotros, se trata de
la guerra que durante veinte años sostuvo el cura de Remedios, al
norte de Cuba central, con los pobladores de la villa. Mientras el Padre
José González de la Cruz, en nombre de la fe, intentaba trasladar
la villa lejos de la costa, del acecho pirata y del comercio (provechoso/pernicioso)
con los herejes; los remedianos intentaban salvar sus negocios y su prosperidad,
aún a costa de su perdición ideológica, y afrontando
los riesgos de un ataque pirata. Esa guerra lleva al cura, en última
instancia, a incendiar la villa donde nació. La historia es narrada
partiendo del 12 de enero de 1691, cuando un vigía descubre la llegada
de la gavilla armada que incendiará Remedios. El pueblo, avisado,
pero sin armas, se refugia en los bosques. El cura, en la vieja iglesia
de Remedios, bendice a la cuadrilla que perpetrará la destrucción,
y cuando parten a su tarea, queda a solas frente a la cruz.
Entonces la guerra entre Remedios y el cura vuelve a ocurrir: Su llegada
a la diócesis en 1672, los ataques de los piratas y el comercio
de rescate, pilar de la prosperidad de la villa. El primer éxodo
en 1672, del que regresaron meses más tarde. La epidemia de endiablamientos
ocurrida en 1682, y que permite al cura convocar un nuevo éxodo,
del que también regresarán los peregrinos remedianos. No
es hasta la tercera mudada que el cura funda la ciudad de Santa Clara,
pero sin conseguir que la mayoría de los pobladores lo siga.
Algunos, hartos de la lipidia entre cura, remedianos y demonios, se han
mudado a vegas lejos de ambas ciudades, otros se han exiliado a Amberes,
o han decidido trotar las Américas en busca de Eldorado.
En su batalla por la salvación de las almas remedianas, el padre
José acudió al Capitán General, e incluso al Rey,
pero la última solución es la que está teniendo lugar:
el baile de los incendios en los vitrales de la iglesia, mientras la villa
se consume. Si hubieran sido obedientes, nunca habría llegado a
estos extremos, piensa el Cura, y desde la cruz, su inquilino le responde,
porque, harto de escuchar al Padre en silencio, Cristo se convierte en
un interlocutor activo y burlón.
Hogares fragmentados, familias alienadas por el éxodo, pérdida
de haciendas y labranzas, desamparo, fanatismo, odio, amor y humor; la
picaresca del pueblo llano; el erotismo y la nostalgia; la esperanza, el
exilio y la fauna que puebla la imaginería popular; la historia
como ejercicio cotidiano, las leyes inmediatas de la supervivencia, capaces
de derogar decretos y demonios: son los ingredientes de esta historia.
Y sobre todo, la voluntad de aquellos remedianos: seguir siendo ellos mismos,
empleando las armas de la astucia o las armas de las armas según
el caso, la perseverancia del agua blanda que en los ríos desmenuza
las piedras más duras. Porque tras el incendio, el cura verá
con pavor que sus designios distan mucho de cumplirse. Y todo eso en un
siglo dominado por la moral laxista, el brazo ardiente de la inquisición,
el despotismo, la corrupción, el fanatismo y el jesuseo sin Jesús,
los ataques piratas y el comercio ilegal con los corsarios, a espaldas
del monopolio español.
LA
HABANA PECADORA
Mientras
la calma chicha de la historia mantiene hechizada esta Villa de Remedios,
la Real Cédula del 84 revolotea como una amenaza; mientras la soga
se estira, nadie sabe hasta cuándo, pero no se parte; y algunos
desesperan de esta espera (si va a llover, que llueva; lo que no quiero
es chin chin); el Señor Beneficiado, al borde del infarto por el
empecinamiento de los remedianos, se detiene en lo alto de la Peña
Pobre, junto a la obra en ciernes de la iglesia del Santo Angel Custodio.
Se sienta sobre un bloque aún por pulir, bajo la inclemencia de
esta tarde invernal de 1688. Mientras toma aliento, mira en derredor: los
castillos de Los Tres Reyes del Morro y de La Punta, colmillos en las fauces
de la bahía, los incipientes trabajos de la muralla al sur, el fulgor
cobrizo de la Giraldilla en lo alto del Castillo de la Fuerza, la torre
mutilada por el ciclón de la última temporada en el convento
de San Francisco de Asís. Desde hace dos horas pasea su malhumor
por la ciudad. A ver si se aplaca. No es que viniera desde la lejana Villa
sólo a verlo; pero aprovechó su diligencia para el traspaso
de las tierras que desde el 17 de septiembre del 86 le han sido concedidas
-y estas son las santas horas que aún no he podido echar a pastar
en ellas ni una mísera res-, para solicitar una entrevista al Capitán
General. Dilaciones y subterfugios del secretario, el odio que profesa
a esta ciudad y los asuntos que ha dejado pendientes, casi lo obligan a
marcharse sin concretar el encuentro. Pero hoy en la tarde fue recibido.
Presentó sus respetos y sus enhorabuenas, y en eso fueron discurriendo
los minutos, suficientes para que Don Diego pusiera cara de qué
coño vino éste a decirme, cuando, con mucho tiento para no
levantar suspicacias, le deslizó como al descuido que la feligresía
no ha olvidado la céduda de Su Majestad, ordenando en el 84 la mudanza.
Ahora es competencia de las autoridades reducir a los insumisos. Y lo peor,
lo que le ha hecho caminar media ciudad para disipar su descontento, es
que Don Diego de Viana lo miró como si le hablara de Manila; y evadió
el asunto con una cortesía helada, que se evaluaría el caso
en breve, que las autoridades respetarían el decreto real, que tin
marín de dos pingüé, cosa de medio minuto, antes de
sumergirse de nuevo en el papeleo que le inundaba el escritorio. No importa
que el secretario lo acompañara muy respetuoso hasta la puerta y
se disculpara en nombre de su superior: que todavía no se ha puesto
al corriente en muchas cosas, que el caso de los molinos de tabaco que
producen para Nueva España y Tierra Firme, sin mayor provecho para
la corona, lo trae de cabeza. El Padre lo escuchó como un ronroneo
ininteligible,
porque la ira lo ahogaba. Si algo no soporta es que rebajen su dignidad
como representante de su grey, embajador de Su Santidad y vocero de Dios;
que lo reduzcan a curita de pueblo chico: bocón pero por suerte
inofensivo. Como no soporta que Don Diego se confundiera:
-Usted
dirá, Padre Rodríguez.
-González
de la Cruz, Don Diego.
-Tiene
razón. Discúlpeme - consultando los papeles.
Es
algo superior a sus fuerzas. Ganas le dieron de abofetear al Capitán
General allí mismo. Pero se contuvo. Antes de paladear la miel de
la victoria hay que tragar buches amargos. Ese es el precio. Días
tardará en recuperarse. Prefiere que lo odien a que lo ignoren.
Es como regresar a su infancia, cuando cualquier mocoso que le llevara
dos años o una cuarta de ventaja podía demoler de un bofetón
su ascendiente sobre los otros niños del barrio. Como regresar a
su ingreso en el Seminario, a las burlas de los otros por sus modales campesinos,
su falta de urbanidad y refinamiento, el asombro que por momentos no podía
contener ante cosas que para ellos eran más que sabidas, su hedor
a berrenchín, su ropa ajada -la pulcritud y la higiene no eran hasta
entonces sus principales virtudes-. Y lo que más le dolía:
las burlas tangenciales, de las que no podía librarlo un puñetazo.
Pero esas burlas le sirvieron para esmerarse en construir paso por paso
el hombre que es hoy y del que se siente orgulloso -así sea pecado.
Joseíto
González de la Cruz solía amar los deportes de riesgo: caminatas,
cavernas, montañas por escalar. Excepto las incursiones al río,
a la cercana playa o la laguna, porque sabía que su medio era la
tierra sólida. Temió siempre la acechanza de las aguas, móviles
y veleidosas como la misma vida. Su tendencia al suelo firme y las alturas
no lo abandonó en toda su vida. Cuando los demás no se avenían
a seguirlo, emprendía solo la escalada de un cerro o la exploración
de un paraje riesgoso. Y los otros no se atrevían a regresar a casa
sin él, a pesar de que ya sabían lo que los aguardaba por
faltar a la cena. Así Joseíto imponía su voluntad
sin imponerla. Después los gritos de los azotados se elevaban como
un coro por toda la Villa. Menos los de él, que resistía
sin chistar el rebenque de Don Ramón, quien le proporcionaba ración
doble como pago a su silencio: el peor de los desafíos. O ración
triple, cuando intentaba apagar, sin conseguirlo, aquella mirada de odio
inapelable que lo estremecía, a pesar de su temple. Tiene mirada
de hombre este chiquillo. Ni Don Cosme cuando le rebané la hacienda
me miró así. Y terminaba la tunda, porque Don Ramón
jamás dejó inconclusa una tarea. Perseverancia y malhumor,
únicos bienes que legó a su hijo como herencia. Un malhumor
que andar La Habana no ha mejorado. Por el contrario. No soporta esta ciudad:
puta pintarrajeada hoy de luminarias y colorinches para la fiesta que se
aproxima. Esta ciudad pecadora y escandalosa, desfachatada en su impiedad.
Y el tonto de Salamanca que decía en el 59: «la gente de La
Habana es de un natural inicuo y son muy pocos los bien intencionados aunque
hoy los tenga a todos bien ajustados y en brida». Se ríe por
lo bajo. Bien ajustados y en brida: las iglesias sin ornamentos ni decoro;
machos y hembras cuchicheando indecencias en sagrado; soldados miserables
y sin moral mantenidos por negras y morenas; indias que paren mestizos
de sus patrones; viudas que tiemplan por igual con el que trae la batea
de carne y con sus propios esclavos; la extranjería de las flotas
que ha convertido la ciudad en el mayor garito del Nuevo Mundo: los naipes
y los dados ruedan en las casas autorizadas, los zaguanes y el atrio de
las iglesias, en la cubierta de las fragatas y en las atalayas de los fortines.
Corre el dinero como aguardiente, que se puede comprar a cualquier hora
por el ventanillo entornado de los comercios, no importa que cierren a
las ocho por ley. Y los peores son los alguaciles de noche, que debían
cuidar las buenas costumbres y de ellos hay que cuidarse. Más fáciles
son de encontrar en tabernas, pulperías y mesones prohibidos, que
en su ronda. De fullería y truco vive la mitad de la población,
que si no trampean no viven, de lo caro que se ha vuelto hasta el pan.
Y se complace por la relativa bonanza que impera en el Cayo (resultado
impío del comercio a contraley con los herejes). Elude el pensamiento
y borra la sonrisa. Se pone de pie y echa a andar loma abajo, evadiendo
los charcos y barrizales, hacia su hospedaje entre los dominicos (muy mal
arreglado el convento, pero con una docena de capillas pulcrísimas).
Los cerdos hozan en la inmundicia y alguno tiene que espantar a puntapiés.
Ya en la falda del cerro, un hato de reses que va rumbo al matadero le
corta el paso unos minutos. Sólo algún ramalazo de
brisa marina lo salva del
hedor que es el blasón de esta ciudad. Pulcro (ahora) en sus costumbres
-basta revisarle las uñas-, es otra de las cosas que no soporta:
la aglomeración de casas y posadas, las heces y podredumbres que
inundan las vías, lo mismo al pie de las chozas que de los palacios,
los animales, el barrizal sin término, las nubes de insectos que
emanan de las aguas estancadas, los ejércitos de ratas patrullando
las calles. Aunque se tenga prohibido abrir hoyos en las vías, trabajar
fuera de las casas o divertirse con papalotes, látigos y piedras
en perjuicio de los transeúntes; el desacato es total: los artesanos
obstruyen el paso con sus obras, las casas se desinflan de vecinos, que
viven la mayor parte del día en la calle, y no sólo se bañan
en la Zanja Real, emporcando el agua que después beberán,
sino que hasta bañan a sus bestias, y las echan a abrevar en cuanta
fuente pública encuentren. Y no son muchas.
Desde
el pescante, un cochero de alquiler lo invita a subir, pero el Padre continúa
sin mirarlo. Le repugnan esas carrozas de reciente aparición. Siempre
a la puerta de sus conductores, no sólo sirven para viajar. Las
autoridades han ordenado que vayan descubiertas, y no sean empleadas «para
cometer las torpezas», como reza el bando, a cubierto de las miradas,
gracias a los capacetes y cortinillas de cañamazo que suelen ponerles.
Ya
más cerca del puerto, se abre paso entre vendedores y transeúntes,
jugadores de cartas y niños. Cada vez más lujos en el servicio,
en la mesa y en el vestir, piensa el Padre cuando atraviesa una bandada
de señoritingos con camisas de seda, jubones de holanda con estofados,
calzas acuchilladas y sostenidas por agujetas de oro, calcetines, ferreruelos
y talabartes de los que penden espadas y dagas con mangos de pedrería.
Un
aguacate colgando al cuello intercepta su mirada, que así llaman
estos palurdos a las esmeraldas. Sombreros de fieltro de ala ancha y copa
alta. Gorgueras, cuellos y puños de seda o de holanda. Hasta
un jubón de lana con adornos de terciopelo y calzas de lino (más
puede la moda que el calor); contrastan con los zapatones de baqueta y
el cañamazo de los pobres, y más aún con la negrada
semidesnuda: calzas de carisea remendada, torso al aire y patas chapoleteando
en el fango de la estación. Y es de holán fino, por
cierto, la camisa de la morena que se le acerca, dejando ver dos medios
pezones como dos amaneceres, y que lo invita a refocilgarse un rato al
tintineo de sus pendientes y brazaletes, mientras se levanta las enaguas
de lienzo para mostrar la mercancía: zapatillas de cordobán,
ajustadas como guantes, piernas flacuchas que no prometen demasiado, no
así el arranque de los muslos, preludio de sitios más hospitalarios
hacia arriba. Pero el Padre aparta la vista. No hay respeto ya ni a la
sarga de mi hábito. Se ruboriza. La morena suelta una carcajada
que rueda como una blasfemia por toda la calle. Ya no tienen ni vergüenza.
Pero ella sabe lo que hace, porque no en balde el Obispo Gabriel Díaz
Vara Calderón tuvo que prohibir a los eclesiásticos
portar armas y celebrar bailes públicos en las iglesias. El pecado
es como una epidemia. Qué lejos los tiempos de igualitarismo entre
vecinos, cuando todos eran como una sola familia. ¿Eran? ¿Fueron
alguna vez? Cuando menos, compartieron los mismos sueños y los mismos
peligros. Hasta los mismos desafueros y ruindades. Pero todo se fue convirtiendo
en puro protocolo y ceremonia. Ahora ya hay nobleza por linaje y las viejas
familias, sobre todo las que descienden de los conquistadores, han fundado
una gerontocracia hereditaria. Unos aspiran al escudo de armas en la puerta
y otros a abrir las puertas de los cargos públicos más generosos.
Hasta se compra la condición de hijo legítimo, aunque de
padres desconocidos; y se reinscriben mestizos como blancos purísimos
por orden de Su Majestad. Por suerte, aún el procurador de la ciudad
es elegido por los regidores. La plebe no está preparada para las
grandes decisiones. Si no alcanzan a gobernar sus casas, cómo van
a gobernar la Ínsula. Pero somos iguales ante Dios. ¿Somos?
¿Iguales? Es un decir. Algunos son más iguales que otros.
Y
escucha una música. Pero no es una música celestial.
Un
ronroneo primero. Un latido que viene bajando a su encuentro. El Padre
trata de evadirlo cambiando de camino, aunque sea más largo, pero
en la próxima bocacalle la música le salta encima, redoblada.
Vuelve sobre sus pasos y el sonido se disipa un tanto, pero sólo
hasta la plaza, donde es copado por los danzantes que desembocan desde
distintas direcciones: señoritos y esclavos, marineros y soldados,
morenos libres y blancos pobres: todos en medio de la plaza, acomodando
los pasos, los sones, los redobles y acordes, los instrumentos de música
y las voces a un solo compás
Piquitín
Pacatán
Piquitín
Pacatán
Todas
las cofradías: zapateros de San Crispín, artilleros de Santa
Bárbara, marineros de San Telmo, carpinteros de San José,
escribanos de Santa Lucía; hasta las hermandades de negros y mulatos
libres: del Espíritu Santo, de Nuestra Señora de los Remedios,
de San Benito de Palermo y Santa Catalina. Cada una con sus pendones y
máscaras, sus «gigantes y griegos», a cada cual más
grotesco y burlón, que hasta remedan al Rey y a Su Santidad -herejía,
herejía, pero nadie lo escucha-. Un torbellino multicolor de monstruos
pintados en tela y madera, toros, caballitos y tarascas envuelve, remolino
demencial, al Padre González, que no puede escapar de esta prisión
humana. Calle abajo lo arrastran y el repique de los tambores va moviendo
sus pies al compás unánime de la conga
Piquitín
Pacatán
Piquitín
Pacatán
Drogados
por la música, perdidos en una identidad colectiva que piensa y
se mueve y respira con la música, lo conducen quién sabe
a dónde. Y el Padre se aterra. Pero nada puede hacer. Sabe que la
fiesta está prescrita hasta las ocho a más tardar, pero el
vecindario desapandado suele adscribirse a sus propios cronómetros
y amanecer de juerga, y así dos o tres días, con juego de
cañas, corrida, procesión, Te Deum y misa con sermón
de postre, para expiar los desafueros. Pero Dios no perdona ciertas cosas
y aquí hasta los estudiantes y muchachos de escuela vienen batuqueando
el esqueleto, hipnotizados por los tamboreros:
Piquitín
Pacatán
Piquitín
Pacatán
cuyos
toques le resuenan en la piel, en el pecho, le suben por las suelas de
las sandalias, como si un temblor de tierra
Piquitín
Pacatán
Piquitín
Pacatán
asolara
la calle. El Padre se ahoga; siente que le respiraran todo el aire y no
le dejaran ni una gota de oxígeno. El, que domina a la multitud
con su palabra, que los silencia de un vistazo con sus ojos de águila;
él, que los conduce y los adormece con la música de su palabra
desde el púlpito, se sabe ahora en poder de ese animal impredecible
que es la multitud: su cuerpo y sus ideas, sus códigos y sueños,
convertidos en simple célula, molécula, átomo de este
animal colectivo. Incapaz de abandonarse al instinto gregario, al no ser
para ser: plural al costo de la renuncia; le acomete el pavor de perder
su rostro, diluido por el ácido de este nos igualizante. Y su yo
grita, clamando que lo liberen de la cárcel del nosotros. Y el Padre
huye. Se abre paso a empellones entre la gente, que ni se inmuta por un
cura aterrado más o menos y continúa cumbancheando calle
abajo. Por fin se libra del amasijo de caderas, cinturas, hombros, piernas
y cabezas que se bambolean como un solo animal tras el llamado
Piquitín
Pacatán
Piquitín
Pacatán
de
los tambores. Huye por una calleja lateral, desorientado en esta ciudad
plagada de candiles como fuegos fatuos, esta ciudad que pica y repica,
y casi tropieza con un marino bilbaíno que se afana
(Piquitín
Pacatán
Piquitín
Pacatán)
sobre
el trasero de una negra vendedora de pescado que tiene acuclillada contra
una esquina de fraile. El Padre se siente perdido en un infierno de impudicia
y locura. Pero lo salva la puerta del convento, que alcanza de tres zancadas
acogiéndose a sagrado. Sólo una hora más tarde, entre
los gruesos muros del refectorio, que lo protegen del ruido demencial de
la calle (Piquitín Pacatán
Piquitín Pacatán) -zumbido lejano-, mientras da gracias en
silencio ante su escudilla y su cuchara de peltre, el Padre José
González de la Cruz se siente a salvo.
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