La página Hojas al viento (título del primer poemario de Julián del Casal, editado en La Habana en 1890) está dedicada a la divulgación de la poesía y la prosa de Julián del Casal, así como a ensayos, artículos y textos en general sobre su obra y vida.
EL DORMIDO ESTIN-FALO CENTELLEA
He aquí una selección de poemas de Casal que (entre muchos otros que hubiésemos podido seleccionar) son susceptibles de una lectura homoerótica. Casal tuvo una clara percepción del fenómeno de la recepción y, en consecuencia, eso lo llevó a inscribir su sexualidad y su erotismo en códigos signados por la ambigüedad. A pesar de ello, un buen lector descubrirá en la "víbora negra" que "se enrosca quieta" tras la nuca del torero, o en la cólera del infante, que el dormido estin-falo centellea". Te dejamos, lector, a solas con estos versos que son tan exigentes (no lo olvides) como tus deseos.
Francisco Morán
UN TORERO
Tez morena encendida por la navaja,
Pecho alzado de eunuco, talle que aprieta
Verde faja de seda, bajo chaqueta
Fulgurante de oro cual rica alhaja.
Como víbora negra que un muro baja
Y a mitad del camino se enrosca quieta,
Aparece en su nuca fina coleta
Trenzada por los dedos de amante maja.
Mientras aguarda oculto tras un escaño
Y cubierta la espada con rojo paño
Que, mugiendo, a la arena se lance el toro,
Sueña en trocar la plaza febricitante
En purpúreo torrente de sangre humeante
Donde quiebre el ocaso sus flechas de oro.
LA CÓLERA DEL INFANTE
Frente al balcón de la vidriera roja
Que incendia el Sol de vivos resplandores,
Mientras la brisa de la tarde arroja,
Sobre el tapiz de pálidos colores,
Pistilos de clemátides fragantes
Que agonizan en copas opalinas
Y esparcen sus aromas enervantes
De la regia mansión en las cortinas,
Está el Infante en su sitial de seda,
Con veste azul, flordelisada de oro,
Mirando divagar por la alameda
Niños que juegan en alegre coro.
Como un reflejo por oscura brasa
Que se extingue en dorado pebetero,
Por sus pupilas nebulosas pasa
La sombra de un capricho pasajero
Que, encendiendo de sangre sus mejillas
Más pálidas que pétalos de lirios,
Hace que sus nerviosas manecillas
Muevan los dedos, largos como cirios,
Encima de sus débiles rodillas.
-- ¡Ah!, quién pudiera, en su interior exclama,
Abandonar los muros del castillo;
Correr del campo entre la verde grama
Como corre ligero cervatillo;
Sumergirse en la fresca catarata
Que baja del palacio a los jardines,
Cual alfombra lumínica de plata
Salpicada de nítidos jazmines ;
Perseguir con los ágiles lebreles,
Del jabalí las fugitivas huellas
Por los bosques frondosos de laureles;
Trovas de amor cantar a las doncellas,
Mezclarse a la algazara de los rubios
Niños que, del poniente a los reflejos,
Aspirando del campo los efluvios,
Veo siempre jugar, allá a lo lejos,
Y a cambio del collar de pedrería
Que ciñe a mi garganta sus cadenas,
Sentir dentro del alma la alegría
Y ondas de sangre en las azules venas.
Habla, y en el asiento se incorpora,
Como se alza un botón sobre su tallo;
Mas, rendido de fiebre abrasadora,
Cae implorando auxilio de un vasallo,
Y para disipar los pensamientos
Que, como enjambre súbito de avispas
Ensombrecen sus lánguidos momentos,
Con sus huesosos dedos macilentos
Las perlas del collar deshace en chispas.
MEDIOEVAL
Monstruo de piedra, elévase el castillo
Rodeado de coposos limoneros,
Que sombrean los húmedos senderos
Donde crece aromático el tomillo.
Alzadas las cadenas del rastrillo
Y enarbolando fúlgidos aceros,
Seguido de sus bravos halconeros
Va de caza el señor de horca y cuchillo.
Al oír el clamor de las bocinas,
Bandadas de palomas campesinas
Surgen volando de las verdes frondas,
Y de los ríos al hendir las brumas
Dibujan con la sombra de sus plumas
Cruces de nieve en las azules ondas.
LA AGONÍA DE PETRONIO
A Francisco A. de Icaza
Tendido en la bañera de alabastro
Donde serpea el purpurino rastro
De la sangre que corre de sus venas,
Yace Petronio, el bardo decadente,
Mostrando coronada la ancha frente
De rosas, terebintos y azucenas.
Mientras los magistrados le interrogan,
Sus jóvenes discípulos dialogan
O recitan sus dáctilos de oro,
Y al ver que aquéllos en tropel se alejan
Ante el maestro ensangrentado dejan
Caer las gotas de su amargo lloro.
Envueltas en sus peplos vaporosos
Y tendidos los cuerpos voluptuosos
En la muelle extensión de los triclinios,
Alrededor, sombrías y livianas,
Agrúpanse las bellas cortesanas
Que habitan del imperio en los dominios.
Desde el baño fragante en que aún respira,
El bardo pensativo las admira,
Fija en la más hermosa la mirada
Y le demanda, con arrullo tierno,
La postrimera copa de falerno
Por sus marmóreas manos escanciada.
Apurando el licor hasta las heces,
Enciende las mortales palideces
Que oscurecían su viril semblante,
Y volviendo los ojos inflamados
A sus fieles discípulos amados
Háblales triste en el postrer instante,
Hasta que heló su voz mortal gemido,
Amarilleó su rostro consumido,
Frío sudor humedeció su frente,
Amoratáronse sus labios rojos,
Densa nube empañó sus claros ojos,
El pensamiento abandonó su mente.
Y como se doblega el mustio nardo,
Dobló su cuello el moribundo bardo,
Libre por siempre de mortales penas,
Aspirando en su lánguida postura
Del agua perfumada la frescura
Y el olor de la sangre de sus venas
HÉRCULES Y LAS ESTINFÁLIDES
Rosada claridad de luz febea
Baña el cielo de Arcadia. Entre gigantes
Rocas negras de picos fulgurantes,
El dormido Estinfalo centellea.
Desde abrupto peñasco que azulea,
Hércules, con miradas fulminantes,
El níveo casco de álamos humeantes
Y la piel del león de la Nemea,
Apoya el arco en el robusto pecho,
Y las candentes flechas desprendidas
Rápidas vuelan a las verdes frondas,
Hasta que mira en su viril despecho
Caer las Estinfálides heridas,
Goteando sangre en las plateadas ondas.
|