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Fíchenlo,
si pueden Virgilio Piñera Se llama Óscar, se llama Lulú, se llama Bobó. La Santísima Trinidad son tres personas distintas y un solo Dios verdadero; él es tres personas distintas y ningún Dios verdadero. Cuando nació la comadrona dijo: «Es un varón». «¡Un varón! – gritó la tía Marta, cambiando por una mirada beatífica la mirada agresiva que había preparado en previsión de que su hermana tuviera una niña –. Un varón con cosa viril, Gloria – dijo a la recién parida, que aún hipaba por el esfuerzo –, ¿te convences? El cocimiento no falló. No quisiste tomarlo cuando ibas a tener tu primer hijo, y te salió hembra. Tercer cocimiento que te hago y tercer machito que pares. Lávalo en seguida, Totica – dijo a la comadrona – lávalo, que quiero verle la cosita». Y de nuevo se dirigió a la madre: – Si van a tener, como pretende Ricardo, una docena de hijos, hagan trece, para que sean doce machos y una hembra. Llora, cabrón, llora ahora, para que mañana las mujeres lloren por ti – dijo al recién nacido –. Me ha dado mucha pena lo de Gerarda, pero el que juega con candela se quema... No quise verla, porque no soporto el olor de la carne quemada, pero Dora, que la vio, me dijo que estaba achicharrada. Figúrate tú, Gloria: se echó encima del traje de novia un galón de luz brillante. Imagínate, la que se enamora de Pascual, o se da candela o canta el Aria de la locura... A mí no me lo crean, pero dicen que el Alcalde no lo quiere más por aquí, que le dijo: «Pascual, vete a romper corazones y lo demás en la capital». Totica, córtale bien el ombligo, no le vaya a quedar como un garbanzo; eso es cosa de negros. El ombliguito de este machito tiene que quedar perfecto. Se lo voy a lavar todos los días con mi loción de Ombligo de Venus. ¿Qué tú dices, Gloria? Cállate la boca y ábrela nada más que para tomar el caldo de pichón. Te hace mucha falta, no todos los días se pare un macho como éste. ¿Qué tú dices, Gloria? ¡Ah!, sí, llamar a Ricardo: ahora mismo. Totica, ¿tú conoces a Pascual? ¿Tú lo has oído hablar? No, pues yo sí, y te digo que mujer que oiga su voz, mujer que cae postrada a sus plantas. Pero no me extraña: sé de buena tinta que todas las mañanas se toma un cocimiento de yerba de sangre, que corta el esputo y fortalece la voz. Lo que pasa es que el Alcalde le tiene envidia a Pascual. El Alcalde es un aborto de la Naturaleza: las piernas son dos palitos, pechipaloma, barrigón y dicen que aquello es el rigor de la escasez... Una antipirina es lo que él tiene entre las piernas. Y a mí que no me vengan con el cuento de que si el hombre sabe manejarla, la mujer siente lo mismo. El día que yo encuentre al hombre que me guste de verdad, si lo que tiene entre las piernas es un frijol de carita, lo mato. Y oye, por los informes que tengo, Pascual tiene para regalar. ¿Ya lo estás lavando, Totica? Voy a llamar a Ricardo. Procura que cuando aparezca el padre, ya su machito lindo esté bañado y vestido. Si la Sibila de Cumas, la Esfinge, las Brujas de Macbeth y Regla, la santera del pueblo, hubieran dicho a tía Marta: «Ese que acaba de nacer no es una, sino tres personas...», la tía Marta, que tenía por divisa «ver para creer», habría puesto como un zapato a todas esas divinidades infernales. Para ella, una persona sería siempre una, una por toda la eternidad, una persona que iba a tener un solo nombre, una que siendo una nunca podría ser dos, y asimismo una que, siendo una, nunca sería una más dos. Esas brujas no eran otra cosa que locas escapadas del manicomio. «¿Tú lo estás oyendo, Gloria? Dicen que tu hijo son tres hijos. Gloria, llama a la policía», diría tía Marta. «O que les pongan la camisa de fuerza, les den un cocimiento de apasote para sacarles las lombrices de la locura. Sí, Gloria, deben de estar llenas de parásitos; claro, toman agua con gusarapos, que no son otra cosa que diablitos, y ahí tienes los resultados. Totica, ¿ya lo lavaste? Álzalo, Totica, que estas orates se convenzan de que mi sobrino es uno y no tres. Alza, Totica, alza mi montoncito adorado, que estas brujas vean clarito que mi machito no tiene chocho.» A tía Marta le faltó la mirada zahorí que explora el fondo de las cosas, o facultad geomántica de que algunos seres están dotados. Acaso fue así mejor para ella. De no serlo afirmaría que su sobrino era Eaco, Minos y Radamento, la Hidra de Lerna y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con cabezas de teratos. Si su hermana acababa de parir un varón, un varón no puede ser al mismo tiempo una niña. Ese varón sería bautizado con nombre de varón, haría lo que hacen todos los varones, y cuando le llegara la hora de morirse, enterrarían a un varón. Si los libros decían otra cosa, es porque los libros andaban equivocados. Con excepción del de misa, ella no leía ninguno. Su vida se reducía a cocer yerbas medicinales, al cuidado de sus sobrinos, y a acechar desde su ventana a los hombres, acecharlos imaginando que se acostaba con ellos, imaginando que ninguno se le resistía, ya que ninguno escapaba al mágico influjo de sus famosos cocimientos. Totica tuvo tiempo de lavarlo, inundarlo de talco y ponerle un pañal. Ricardo estaba en el estudio del piso bajo, y allí lo fue a buscar tía María. Cuando empujó la puerta del cuarto, o más bien, cuando ella empujó a Ricardo que, a su vez, empujó la puerta, el recién nacido estaba acostado en su cuna, con las piernas encogidas, y con esa cara de los recién nacidos que es la viva imagen de un anciano. Mientras papá besaba a mamá y le decía una y otra vez: «Linda, linda, linda…», la tía Marta lo había sacado de la cuna y, llegando junto a la cama, tocaba con su rodilla las nalgas de papá. «Ricardo – dijo –, es un varón». Por estar colocado entre la cama y el cuerpo de tía Marta, papá se dio vuelta, un tanto agachado, para recibirlo en sus brazos. En tal posición, parecía hacerle una reverencia. – Me debes veinte pesos – dijo la tía –. Te aseguré que sería un varón, y varón es. Lo prometido es deuda. Regístralo, ya verás qué pipí se gasta. – Tiene a quien salir – contestó papá, mientras lo besaba. – ¿Tú lo oyes, Gloria, tú oyes a Ricardo? Bueno, cuando él lo dice y cuando tú te callas, debe ser verdad. – A ver, ¿cuánto pesa? ¿Seis nada más? – preguntó papá. – ¿Pero tú crees que un machito como éste, con un pipí que casi pesa una libra, sólo pesa seis? Dámelo acá – papá lo puso en brazos de tía Marta, que lo sopesó. – Nueve libras por lo menos, y me quedo corta. Es un trinquete, Ricardo. Me va a dar mucha guerra. Cuando sea grande y se encarame sobre las mujeres, sabrán lo que es candela. Toma, Totica, ponlo en la cuna, te digo, ponlo. ¿No estás viendo la cara de lujuria que tiene este cabrón? Ponlo rápido, o se te va a venir entre los brazos. Totica lo devolvió a la cuna. Él estaba oyendo sin oír y viendo sin ver semejante a los muertos, en su mausoleo de encajes y tules. Empezaba la vida igual que se empieza el largo viaje de la muerte. Tía Marta, como esos esclavos que enterraban vivos con el faraón, veía por él, por él oía, y como ellos, lo seguía en el inicio de su anábasis por la vida; le prestaba sus sentidos – sus orejas para oír, sus ojos para ver, su lengua para hablar –. Hablaba por él, como una cotorra, adelantando lo que, según ella, su sobrino haría en el futuro, y que no sería lo que realmente haría en la vida. Por el momento era ella, era ella en ese cuarto, era ella en esa cuna; era ella en el mundo, era uno y no tres, porque así lo quería ella, perdiendo su preciosa transparencia a causa de la opacidad de sus palabras; él y con él todo cuanto los circundaba en ese instante – muebles y cortinas, lámparas y personas –, que al verse inmersos en dicha opacidad, cobraban contornos fabulosos de quimeras, de hidras, de grifos y de gárgolas, en virtud del poder deformante de sus palabras. Y es que las de la Misa de Parto que allí se efectuaba sólo a tía Marta pertenecían, absolutamente todas, desde las del Introibo ad Altare Dei, hasta las de Ite Missa Est. Tía Marta era el tuatem obligado de ese oficio de tinieblas: Tu autens. Domine, miserere nobis... Ella Domine, colocándola en la piedra sacrifical, metida en su garganta, gritando a voz en cuello: «A esa prieta me la singo yo». – ¿Ya has pensado qué nombre le vas a poner? – no, no fue la madre quien habló, tampoco Totica, con autoridad suficiente, por su condición de partera, para sugerir un posible nombre. No, la que habló fue la tía Marta, y en su pregunta había un sobreentendido: Ya he pensado en un nombre para tu hijo, y no admito discusiones al respecto. Y sin dar tiempo a que papá contestara su pregunta, rápida como el rayo, mientras zarandeaba la cuna, igual que una bruja revuelve sus pócimas infernales, dijo: – Yo que tú, le pondría Marcial: con ese nombre no hay equivocación posible; ese nombre es un ejército sitiando una plaza que se llama Chocho. Además, Marcial empieza con M, y con M empieza el macusey, que se emplea en las fracturas de huesos. Cuando a éste se le rompa un hueso por huir de la persecución vengativa del marido tarreado, le pondré una cataplasma de macusey. Pero te estoy viendo en la cara que ese nombre no te gusta, y como no te gusta, Marta que se fastidie. Dime una cosa: ¿a cuál de tus hijos le has puesto un nombre que empiece con la inicial de mi nombre? ¿A cuál? A ninguno. Ni Fermín ni Gustavo empiezan con M. – ¿Y cómo se llama la niña? – preguntó el padre –. ¿No se llama como tú? – Si no me dices otra cosa – dijo tía Marta –. Si no estoy loca, Marta es nombre de mujer, y lo que yo quiero es que este machito tenga un nombre viril que empiece con la inicial de mi nombre. Es por todo esto que he elegido el nombre de Marcial. Se hizo un silencio sepulcral que dio paso al juego de las miradas: de tal modo que miradas de aprobación se cruzaban con miradas de reprobación; miradas de rencor, con miradas de envidia; miradas de venganza, con miradas de insidia; hasta que finalmente, todas esas miradas, confundiéndose en una sola y penetrante mirada, convergieron sobre el recién nacido con el mismo ensañamiento, nocturnidad y alevosía con que un asesino cierra, puñal en mano, contra su indefensa víctima. Al llegar a su cuerpo, cada una de esas miradas, volviendo a individualizarse, se ensañó, cuál con un brazo, cuál con una pierna, cuál con un ojo, cuál con una oreja, hasta que la de tía Marta, más penerrante y taladrante que el resto, se posó en su sexo como un cauterio. El sobrino prorrumpió en gritos tan lancinantes, que todos los presentes creyeron que era presa de un fulminante ataque de meningitis. Totica se inclinó sobre la cuna, lo miró atentamente y retrocedió espantada. Tía Marta le dio un empujón, tomó al niño entre sus brazos, lo elevó hasta la altura de sus ojos, y, como el pañal se le había caído, pudo ver que la punta del pipí se había cambiado en una excrecencia violácea. Por supuesto, la explicación lógica no tardó en producirse. «Lo ha picado un mosquito – concluyó tía Marta –. Ahora mismo le pondré un fomento de hoja bruja». ¿Cómo hacerle encender a tía Marra que su taladrante mirada era la causa de la inflamación del pipí? ¿O fue en efecto un mosquito, pero superfetándolo en ojo humano y por consiguiente, en mirada, por virtud de esos insondables arcanos de la vida intrauterina de la que aún su cuerpo y su mente eran parte, el recién nacido lo había cambiado en rayo infrarrojo? O también pudo la tía, dirigiéndolo por el radar de la concupiscencia, enviar el mosquito como un cohete balístico sobre su pene. En todo caso estas miradas, provenientes del círculo familiar, eran las primeras avanzadas de esa ingente falange de miradas acusadoras que lo seguirían en el curso de su vida, eran, por su naturaleza inquisitiva, de las que desnudan, de las que obligan a mirar porque miran; de las que se miran para que miren; de las que se huye y hacia las que, no obstante, nos encaminamos; de las que emplazan, juzgan y condenan. Después que tía Marta le aplicó su fomento de hoja bruja, una vez que Totica le dio a oler a mamá las sales amoniacales, y habiendo papá prendido su tabaco, empezó de nuevo la discusión sobre el nombre que le pondrían. – De modo que se llamará Marcial – dijo tía Marta. – Lo siento, Marta – contestó papá –, voy a ponerle Óscar. – ¿Tú lo oyes, Gloria, lo estás oyendo? Así que vas a ponerle el mismo nombre que tiene tu hermano, el loco. Anda, dime que no lo está. No hace todavía un año que lo bajaste de un árbol con medio palmo de lengua afuera; además, si le pones Óscar, le pasará con los negros lo mismo que le pasó a tu hermano. Acuérdate que se metió en el cuarto de una posada, y los negros se pasaron la noche entera pegados a la puerta, cantándole cosas horribles. Y encima de eso, quién te dice que tu hermano no odiará a este niño por llevar su mismo nombre. Y por si todo esto fuera poco, Óscar empieza con O, y con O también empieza esa mata que tengo en mi patio, que se llama ortica. ¿Sabes para lo que se usa esa mata? Oye, Gloria, cáete de la Cama: se usa para la impotencia sexual. No faltaba más: ponle Óscar, pero de paso siembra un monte de orticas a ver si puedes curarle la impotencia. Siempre he creído que estás más loco que tu propio hermano. ¿Te das cuenta, Gloria? Mamá, por contemporizar con su hermana, o simplemente por gusto suyo, dijo a papá: – ¿Qué te parece si le ponemos Mario? Nunca debió abrir su boca. Tía Marta, haciendo escudo con su cuerpo, se colocó delante de la cuna como para proteger al sobrino de un peligro inminente. – Tú sí estás loca – gritó –. Mario es el que canta el «Adiós a la vida» en Tosca. Tú quieres que tu hijo se suicide. De modo que propongo un nombre que lo protegerá contra los hombres, contra las mujeres, contra las enfermedades y contra la muerte, y tú propones el nombre de un suicida. Y tú, Ricardo, el de un loco. Bueno, hagan lo que quieran, pero les advierto que desde ahora me niego a llamarlo Óscar o Mario. Desde esta hora en punto. ¿Qué hora es, Totica? Totica miró su reloj y le dijo: – La una y cinco de la madrugada. – ¿De qué día? Totica se lo dijo: – Pues oigan bien: a partir del día de hoy, el cinco de mayo de 1928, yo, Marta Izquierdo Lavorán, me niego a llamar al niño que acaba de nacer en este mismo día por el nombre o nombres que sus padres le designen y bauticen, a menos que le pongan el de Marcial. He dicho. – Y yo te digo y te repito – dijo papá, fulminándola con la mirada – que se llamará Óscar. Óscar Peñalver Izquierdo. Es un homenaje que le rindo a mi pobre hermano – y sin añadir otra palabra, salió del cuarto dando un portazo. Así comenzó la vida de Óscar. Por cierto, sufrió una notable reducción nominal a causa de la tía, que viéndose obligada a llamarlo de algún modo, concilió su juramento con las exigencias de la vida en común llamándolo por la mitad de su nombre. A su infantil objeción: – Tía Marta, no me llame Car, yo me llamo Oscar. Ella respondía: – Car es más corto, y, además, digo tu nombre en alemán. Cuando vayas a Alemania, verás que todas las alemanas te dirán Car. – ¿Y cómo van a decirme los alemanes, tía Marta? – Pues cómo van a decirte, Car y nada más que Car. Pero deja a los alemanes; cuando vayas a Alemania no los trates, habla sólo con las mujeres... Y como este diálogo la ponía nerviosa, empezaba a rascarse la nariz. Estos «nervios» tenían un fundamento: a la ría le reventaba que apenas con seis años de edad su sobrino dijera a la familia, y, sobre todo, a las visitas, que quería ser un ángel para subir al cielo. Días antes de su nacimiento había fallecido su prima Lulú, hija de una hermana de su padre. Aunque sólo tenía tres años en el momento de su muerte, la madre se creyó obligada a hacer imprimir un recordatorio con orla negra, y, en una de sus caras, la figura de una niña alada que subía plácidamente al cielo. Óscar lo descubrió en la gaveta de la cómoda y, aunque por su corta edad no estaba en condiciones de razonar, sintió oscuramente que esa figura alada era una suerte de identificación, y que sus señas de identidad serían facilitadas por la figura en cuestión. Con la natural curiosidad de la infancia, le pidió a su madre que se lo explicara. Ella, para evitar roda referencia a la muerte, que seguramente causaría al hijo un trastorno emotivo, se limitó a decirle que esa figura era la de un ángel que subía al cielo... Al instante el hijo exclamó que también quería ser un ángel para ir al cielo. Como es lógico, la madre rió su ocurrencia y le pareció naturalísima. A la hora de la comida lo llamó a la mesa y le pidió que mostrara el recordatorio. «¿Qué tú quieres ser, Óscar?» Cuando tía Marta oyó su respuesta, se enfureció: – De modo, Gloria, que aspiras a que tu hijo sea una mujercita. Si no estoy ciega, lo que está pintado en el recordatorio de Lulú es una niña con alas. Deja que la gente que sabe más que tú llame pájaro a tu hijo. La advertencia de tía Marta cayó de golpe sobre la mesa, semejante a una tormenta polar que sepulta a viajeros desprevenidos. La sangre se heló en las venas de la familia, las copas se rajaron y los alimentos se congelaron. La nieve prosiguió cada vez con mayor abundancia, haciendo desaparecer muy pronto las cabezas de papá, mamá y tía Marta; desbordó del recinto del comedor hasta llegar a los últimos rincones de la casa, sorprendiendo y sepultando entre sus capas a sus tres hermanos. «Pájaro», el de las nieves, pájaro de hielo, que no vuela, que tan sólo cae y en su caída arrastra; pájaro innominado, caído en una plácida noche de agosto para morir con todos hasta el último día de sus vidas. Volvieron, como en su primer día de nacido, volvieron a mirarlo cuando la tía hubo dicho «pájaro»; las miradas de papá eran de reprobación, de consternación las de mamá y de conmiseración, y las de tía Marta, de abominación. Estas tres miradas, que al chocar contra su cuerpo se congelaron en inmensos carámbanos, no podría interpretarlas rectamente en razón de su corta edad, pero sí podía sentirlas: se lanzaron contra su cuerpo no para que fuera su hermeneuta, sino su San Sebastián, y como tal las recibía y lo desgarraban. A tal punto, que en tanto sus padres y su tía se hundían en la blancura de la nieve, él emergía de la nieve como un puerco abierto en canal. Y no bien la tía hubo dicho «pájaro», volvió a experimentar en el pipí el mismo escozor del primer día de nacido. No gritó como en aquella ocasión; fue víctima de convulsiones; su lógica de niño debía identificar al pájaro misterioso caído de los labios de tía Marta, con algunas de las aves que ya conocía; lo asoció, a causa del pavor infundido, con el aura tiñosa. En sus paseos con papá por las afueras del pueblo las había visto desgarrar con su pico los intestinos de los animales muertos. De tal magnitud fue su espanto, tanto se vio cambiando en tiñosa, que sólo atinó a decir casi sollozando: . – Mamá, yo no quiero ser un aura; dile a tía Marta que yo quiero ser un ángel. – Un ángel, mi amor, tú eres un ángel – dijo la madre, besándolo, y mirando reprobatoriamente a su hermana, lo cogió de la mano –. Y ahora, a dormir y a soñar con los angelitos. Pero él seguía mirando a tía Marta, como a la espera de que sus labios se abrieran para decirle: «Sí, eres un ángel». Y no lo dijo, y añadió horror al horror profiriendo una sentencia: – Creo que debes ponerle Lulú a tu angelito. Con esa frase, tía Marta acababa, como quien dice, con unos fórceps sobrehumanos, de sacar a la luz la mujer que era, y que aún seguía sumida en la matriz de su madre, y, al mismo tiempo, con un bautismo laico, lo bautizaba de nuevo. Ahora era Óscar, pero también era Lulú, Lulú Peñalver Izquierdo, tan hija de su madre como hijo lo era Óscar Peñalver Izquierdo. Y es que, como en una fatídica premonición del tercer bautismo que aún le quedaba por padecer (bautismo en el cual se oficializaría su tercer yo), se lulizaba para no bobizarse. Ese pájaro de hielo caído de los fatídicos labios de tía Marta, esa aura tiñosa que años más tarde reconoció en el verso de Casal: «Donde un cuervo de pico acerado / implacable roíame el sexo...», era una entidad que, no por ignota, dejaba de causarle una tal desazón que la otra entidad, es decir, Lulú, aunque inquietante, en razón de estar asociada al recuerdo de su prima muerta y a una forma humana, se le antojaba un valladar, un límite que ponía a ese pájaro de hielo. Viéndose personificado en Lulú, siendo como ella un ángel, podría anular la ominosa conjura de la tía. Para su familia seguiría siendo Oscar Peñalver. Sin embargo, para él sería, con todas las fuerzas de su alma, Lulú Peñalver. Tanto se posesionó de su nueva personalidad que responder por su nombre le costaba un verdadero esfuerzo. – Este muchacho se está quedando sordo crecía mamá –. Ven, deja que te saque la cera de los oídos. – No se está quedando sordo – decía tía Marta –, lo que pasa es que siempre está en Babia. Habrá que hacerle un cocimiento de piña de ratón para que eche todas las boberías que tiene en la barriga. – Yo creo que éste va a ser poeta – decía la madre sonriendo. – Loco querrás decir – respondía tía Marta –. Pero déjalo de mi cuenta; yo le voy a sacar toda la poesía que tenga en la cabeza. La culpa la tienen tú y Ricardo, diciéndole las poesías de ese Martí, que no era nada más que un orate. Por eso lo afrijolaron en Dos Ríos. – ¿Qué barbaridad estás diciendo, Marta? – protestaba la hermana, llevándose las manos a la cabeza –. Martí es el padre de la patria. – Allá tú si lo crees; yo te diría que es el padre de la locura. Tú, Gloria, como si nada, sin darte cuenta del veneno que estás metiendo en la cabeza de Car. ¿Este niño debe saberse como se sabe La niña de Guatemala? Los otros días, se me plantó delante y me dijo esa poesía de cabo a rabo. Y oye, decirla es una cosa, y decirla como me la dijo, es otra muy distinta. Tú dirías que siempre estoy viendo fantasmas, pero hubiera dado todo lo que no tengo porque lo hubieras visto. Yo creo que Sarah Bernhardr, que tú y yo hemos visto actuar en el Payret de La Habana no se ponía tan en papel como tu hijo. Con esa voz que tiene de tilín... Pero no te preocupes; voy a empezar a darle el cocimiento de yerba de sangre que tomaba Pascual, y ya verás que vozarrón tendrá. Pues, como te digo, con esa voz de tilín y poniendo los ojos en blanco, me dijo el poema enterizo. ¿Y sabes una cosa? Cuando acabó, se echó a llorar. Yo lo hubiera matado, Gloria. Te juro que lo hubiera matado. ¿Sabes lo que me dijo? Que la niña de Guatemala era un ángel que se había ido al cielo, y él quería irse con ella. Tú vives en la luna, Gloria. Tienes a Car completamente enfaldado. Y quién te dice que un buen día no te lo encuentras poniéndose uno de tus vestidos. Acuérdate del hijo de Soledad, que empezó con los de su madre y terminó una noche en la estación de Policía, porque lo cogieron vestido de novia casándose con un negro. De estas y otras agarradas con la tía, mamá salía deshecha. Criada con «todos los lujos», amada hasta la veneración por su esposo, que tenía a orgullo decir que era la única mujer con que se había acostado, adolecía del defecto, condición adorable por otra parte de muchas cubanas de su época, que consistía en nunca ponerse a pensar, y mucho menos a analizar. Para ella, todo se hacía según un orden y un ritual establecidos de antemano. En el mundo sólo había hombres y mujeres, y no esas otras cosas que andaban por ahí, al decir de muchos locos. Los hijos que iba teniendo sólo eran y sólo podían ser varones o hembras, y como a tales ella les daría una educación, entendiendo por esto que serían médicos, abogados, dentistas, ingenieros o maestras de piano, de enseñanza común o, como prefería a cualquier otra profesión, «señoras de su casa». La tía Marta, que no escapaba a este marasmo de espíritu, poseía sin embargo, como compensación, cierta actitud investigadora, que se manifestaba en su «fijación» por los hombres. Como nunca se decidió a acostarse con ninguno, exigía de éstos una virilidad sobrehumana. Su arquetipo era Pascual, y todo lo que no respondiera a dicho arquetipo era menos hombre que ese chulo empedernido. Como adoraba a su hermana, quería que su marido fuera el súmmum del machismo y la atormentaba de continuo diciéndole que su marido debía de tener por ahí una o más mujeres, entre las cuales habría alguna mulata, ya que, siendo digno hijo de su padre, debía continuar la tradición de acostarse con esas mujeres «de piernas flacas y vagina gorda». Y así lo decía, con estas mismas palabras. El paraíso de mamá se empañaba y su inquietud subía de punto y color, viendo que su hermana le había puesto el ojo a su hijo, y que no se lo quitaría hasta que fueran separados por la vida o la muerte. Como mamá quería ponerlo sobre aviso, y como al mismo tiempo no quería hacerlo con brusquedad, esperó una ocasión propicia. Esperó los tres meses que faltaban para el cumpleaños del hijo, y los esperó con su santa paciencia, debido a las reconvenciones de la tía Marta, que cada vez se hacían más insistentes. Una noche en que ella se quedó en el cuarto del sobrino, porque unas mariposas brujas habían entrado dándole un gran susto, un poco por su obsesión sexual y un poco por ver cómo reaccionaba ante lo desconocido, le dijo, con grandes circunloquios, que los niños no venían del cielo. Como es de suponer el sobrino le preguntó que de dónde venían, y ella, muerta de risa, le dijo que papá y mamá se juntaban y estas fueron sus palabras – «que del medio de ellos» había nacido él. Preguntó entonces su sobrino que de qué medio; aquí sus risas se hicieron más sofocadas, y contestó: – Del medio de Gloria y del medio de Ricardo. Y añadió: – Cuando tú seas grande, harás lo mismo con la mujer que te cases. La respuesta del sobrino la dejó aterrada. Después le dijo a mamá que en sus ojos había fulgores extraños, y que sus palabras sabían a ácido muriático. El caso es que le dijo: – Tía Marta, cuando yo sea grande, me voy a casar con un ángel, y juntos subiremos al cielo... Tan aterrada se quedó que, no pudiendo articular palabra, hipaba angustiosamente, tragando al mismo tiempo gran cantidad de aire; la rojez de su cara subió hasta el punto del bermellón; su cuerpo temblaba como el de un poseído. Así se mantuvo unos segundos, mirándolo fijamente, hasta que reuniendo sus potencias descargó una mano sobre la cara de su sobrino, mientras gritaba, como en un ladrido de perra ruina: «Mujercita, mujercita». El día en que cumplió los nueve años, mamá, que había esperado esta ocasión, lo llevó a su cuarto, lo sentó en su bergere y le dijo: – Como sé que te gusta sentarte a leer en esta butaca, desde hoy tienes mi permiso para hacerlo. Pero prométeme… – aquí los ojos se le inundaron de lágrimas y no pudo proseguir. Creyendo que se iba a morir, el hijo se abrazó fuertemente a ella. Recobrándose y un tanto avergonzada de su debilidad, ella prosiguió con voz firme – : Prométeme no decir en lo adelante que eres un ángel y que vas a subir al cielo. Tú no eres un ángel, Óscar, eres un niño como todos los niños. Nunca has oído a tus hermanos varones decir que ellos son ángeles. De modo que, en lo adelante, no volverás a repetir que eres un ángel. Tampoco digas a nadie lo que hace unos días dijiste a tu tía. ¿Me lo prometes? Pero Lulú estaba inscrita en el libro de su vida, y en lo sucesivo, nada lograría borrarla de sus páginas. Era su segunda naturaleza, como años más tarde Bobó sería su tercera naturaleza. Prometió a mamá, y se lo prometió sin hipocresía, sin fingimiento, que nunca más volvería a decir que era un ángel. Prometió y no pudo cumplir. La insidiosa, la artera Lulú, se negó de plano, y se negó a esa santa promesa sin decir que se negaba. En su cerebro ella era como esos muñecos de resorte metidos en una caja. Cuando se abren, saltan inesperadamente. Así saltó Lulú el día en que su padre llegó a casa excitado y conmovido porque acababan de matar a tiros en La Habana al periodista y director del periódico El Día, Armando André. Esta muerte alevosa, las horrendas heridas que mencionaba papá, no podía asumirlas ni entenderlas cabalmente, pero el hecho lo golpeó con extraña fuerza. Si él, en cambio, estaba vivo, y bien vivo, ese extraño ser, como un asfódelo o un gamón, lo obligaba a unirse íntimamente a ella por sus raíces: Lulú – espejo que al mirarse le devolvía su imagen futura –, gozadora de la muerte y de la viscosidad, le echó encima, en un gesto de humorismo macabro, el refajo negro de mamá, prendió una vela a Nuestra Señora de los Desamparados, que se hallaba en una urna en el cuarto de tía Marta, y lo obligó a hincarse de rodillas, sumido en un estado cercano al éxtasis. Entre tanto se oían desde el patio los tiros que disparaban los hermanos con las escopetas de viento que el padre les había regalado. Casi podría asegurar que tía Marta, al oírlos, pondría cara de infinita satisfacción. Esos sobrinos suyos, divirtiéndose a tiros en el patio, eran macizos en toda la línea. También él escuchaba los tiros y hacía esfuerzos por sacarse el refajo, pero Lulú, agarrada como una ventosa, le impedía cualquier movimiento. Óscar pugnaba por ir al patio, y Lulú, semejante a los insectos que aovan cerca de sus víctimas, lo cubría y extraía el jugo vital. Tornaba la solemne promesa hecha a su madre en una abjuración incondicional, y por vez primera se enfrentaba con esa hiena de los sentidos que es el fingimiento. Por fortuna no lo sorprendieron en el éxtasis lulizador. En la casa andaban muy excitados con la trágica muerte de Armando André. Papá había decidido viajar a La Habana para cambiar impresiones con políticos amigos suyos, mamá le hacía en esos momentos el equipaje, la tía la ayudaba, su hermana, en el piano, tocaba un estudio de Stamatti, mientras sus dos hermanos disparaban virilmente en el patio sus escopetas. Cuando el coche estuvo a la puerta y papá quiso despedirse de su hijo más pequeño, la madre salió gritando del cuarto. Lo había encontrado tirado en la cama, echando espuma por la boca, y entre los espumarajos, afirmaba que Lulú lo había querido matar. Papá suspendió el viaje, y él estuvo entre la vida y la muerte. En su delirio veía a los hermanos acorralarlo en el patio para matarlo por orden expresa de Lulú. «Felizmente, todo pasó» – hubiera dicho, si la edad adulta le hubiera permitido la afirmación –. Como sólo tenía nueve años, el momento de la felicidad por la salud recobrada tuvo solamente un carácter físico. Se sentía bien, y a la vez, se sentía mal. Ser Óscar y Lulú en un solo cuerpo y una sola alma, ser más Lulú que Óscar y verse obligado a pretender en vano ser más Óscar que Lulú anunciaban una grande infelicidad. Avizoraba con terror los días y los años venideros. 1976 |
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