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El aire robado

Reina María Rodríguez

Me ha costado trabajo abrir los poemas de Rolando Prats Páez (Cayo, para nosotros), enviados por él en pdf. Cuando apareció el programa, ¡nunca se pudieron abrir los textos! Al fin, recupero el tiempo perdido como si sólo hubiera pasado un segundo entre aquellos años, cuando éramos tan jóvenes, discutíamos por todo, y el presente. Recuerdo aquel día de la entrega del premio de poesía en El Caimán Barbudo. Todas las salas de la casona del Vedado donde se encontraba la sede de la revista estaban colmadas, cuando el jurado por unanimidad declaró internamente que era Sin Ítaca, de RPP, el premio de poesía. Grité orgullosa: “Es Cayo” y el premio se cayó, porque inmediatamente el resto del jurado dijo que si era un libro suyo no se podía premiar por razones políticas. Decir “Cayo” era mentar al diablo. Leí el acta con mi voto solamente y Sin Ítaca nunca se publicó en la Isla. Pasaron muchos años. Hoy la editorial Catalejo, que dirige Humberto Tirado, en Miami, acaba de publicar el libro de Rolando Prats Páez, bajo ese mismo título: Sin Ítaca.
     Como su aprehensión de la poesía viene del concepto, de la filosofía, de la literatura sin carácter confesional o testimonial; de la guerra al “yo” personal; viene de la influencia de la literatura rusa, lengua que aprendió, incluso, más que de la literatura francesa, lengua que también aprendió, nos distinguen las razas: somos de razas poéticas diferentes. Pero ahora, tantos años después de aquellas vivencias que compartíamos junto a otros amigos y una taza de té; o sentados en el parque de la Plaza de Armas donde él pretendió enseñarme lingüística que, por supuesto, nunca aprendí; o leyéndome en voz alta poemas de Anna Ajmatova (poeta que admiramos los dos); o resonando todavía en mis oídos la traducción corregida que él hacía cuando veíamos “Siberiada”, “El sacrificio”, “Nostalgia”; cuando los prejuicios de ambas partes amainaron, pasó la juventud y las tontas riñas entre gatos y perros fueron frustradas por la distancia, ahora, presento, a petición suya, para La Habana Elegante, Sin Ítaca y un cuaderno inédito, De tus playas la arena, de un escritor que siempre ha pretendido no ser un escritor, y cuyo “no ser” conlleva, por contrapartida, la afirmación rotunda de serlo, a pesar de sus propias contradicciones con las vanidades efímeras de las que nos vanagloriamos alguna vez, algún tiempo, los poetas.
     RPP fue muy valorado siempre por los escritores de su generación a pesar de que apenas se ha publicado dentro de Cuba y de los años transcurridos entre un libro y otro. Rolando Sánchez Mejías citó un fragmento de un poema de Sin Itaca en su prólogo a la antología Mapas imaginarios (1995), donde lo incluyó haciéndole justicia y diciendo que RPP “ha hecho accionar sobre el cuerpo del poema… el funcionamiento de un ethos que trata de anular la separación entre el 'yo' y el 'otro'". También Juan Carlos Flores, Ricardo Alberto Pérez, Pedro Marqués de Armas, Rogelio Saunders, Ismael González Castañar, por mencionar sólo a algunos, han respetado mucho sus textos, aunque todos temíamos por su silencio posterior. Estos poemas del libro De tus playas la arena demuestran que RPP fue poeta en Moa, al extremo más oriental de la isla, donde trabajó durante varios años; en el último piso de un edificio de la calle Reina, en Centro Habana, donde vivió hasta 1994; en El Cerro, donde pasó su infancia; o en Manhattan, donde vive desde hace nueve años. “En la vacía, / indiferente luz del domingo, / en El Cerro, El Vedado, Montparnasse / en el Upper East Side, en la baldía / indiferente luz del domingo” (De tus playas la arena).
     La diferencia sólo está en que, aquí en la isla, los versos no eran una profesión, sino una forma cotidiana de vida, “era un campo estético generalizado de una tensión extraordinaria – como dijera el poeta Mijail Áisenberg de los poetas rusos
y ahora, la desarticulación del campo hace desaparecer la tensión. Se quedan los nombres, a menudo notables… Pero el espacio artístico desaparecido tenía cualidades y energías que no podrán ser extraídas de una suma de personalidades”. Cuando leo los poemas de RPP siento ese tajazo, la amputación que sufro al recibirlos a través de un programa digital que malamente puedo abrir para mantener la fidelidad por ellos y la cordura.
     A diferencia de otros autores conversacionalistas, panfletarios o simbólicos de aquella época de los 80, RPP recoge imágenes que se vuelven parcas, cortantes, serenas, para que profieran ante todo la idea que da motivo al texto. Lector de Theodor W. Adorno (“En vista de que no logro concentrarme en Theodor  W. Adorno”, poema de 1989) y estudioso de los filósofos de la escuela de Frankfurt; preocupado por el lenguaje mismo y su posibilidad de intervenir en lo real; lector profundo de la literatura rusa (idioma que estudió en el Instituto Superior Pedagógico de lenguas extranjeras "Pablo Lafargue" de La Habana), su mundo metafórico no está movido por engalanamientos retóricos o barrocos; por rellenos de la imaginación o (neo) posibilidades del propio recurso lingüístico que ha sido parte de su proceso de formación literaria, ni por otros recursos de la vanguardia francesa o latinoamericana sino, ante todo, por la claridad y sobriedad alrededor de una idea, de un hecho, que provienen del texto martiano (aquellos versos de “Amor de ciudad grande”, por ejemplo).
     Poesía civil, eticidad, moralidad por la que apela, sosiego que no encuentra, pero que necesita a toda costa para ordenar el caos del mundo. “Urbanidad que corresponde a la educación y cuyo lugar geométrico –como diría T. W. Adorno
es el lenguaje”. Hay en estos versos “arenas reales”… “entre párrafos” pero “ni un pedazo de paz” soñada. Siempre elementos de la tríada: paisaje, gramática y deseo que aspira a un progreso humano que no se alcanza. Así la combinatoria: arenas, párrafos y paz. La búsqueda de la casa y de esa paz que habitarla da ha sido su obsesión. En uno de los poemas de De tus playas la arena reafirma esta petición: “…y yo sólo / quise un poco de paz”. El duelo por no hallar el sitio, la razón, la soberanía. Es un duelo sencillo, sin afectaciones, donde las cosas pesan lo que son para él, más que palabras, conceptos: actos.
     La casa perdida, irrecuperable en los ojos de la madre y las palabras del padre (también en los ojos martianos), ¿dónde está? Este poema, a dieciséis años de escrito, hace reversible su preocupación por el “yo” que busca todavía su sitio perecedero, oportunidad, caparazón, abrigo. Pero no ha encontrado la casa, porque la casa está despedazada, fragmentada, vacía, hundida. “Quien defiende una cosa que el espíritu de una época ha puesto de lado, como cosa pasada y superflua
dice T. W. Adorno en sus “Intervenciones” se coloca en posición incómoda”. Él sabe que se puso en posición incómoda frente a algunos de sus contemporáneos y al Poder. Sin permanencia posible, el poeta ha encontrado túneles, refugios, prisiones, oficinas (“museos de sed”, los llama), pero no la casa del ser de Heidegger a la que aspiraba, y el poema es la marca del constante exiliado que se ha vuelto: como única profesión, el exilio, la carpa: “… mi madre me llevaba al campo, o a bazares en ruinas en los que aún podíase encontrar armas de juguete, o al circo ruso, donde todo daba vueltas en paz”. (“De la guerra y la paz”,1989). El circo era un exilio anticipado, un refugio contra la pobreza y la ansiedad, no era un circo común, era (ese polígono de luz, ese universo errante, lugar geométrico de lenguajes) donde las pérdidas se convertían, bajo la luz artificial del cono, en acrobacias, juegos de payasos o malabares, como en “Los artistas en la cúpula del circo”, la película de Alexander Kluge.
     “La casa, vacía, ha empezado a rendir, en impasible alforja, sus pobres diferencias con la explanada”, dice en “De la guerra y la paz" (1989). O, “seguimos apostando a ese billete, Ítaca”, en "Ars Ética", de ese mismo año. Más que de lo puntual, o de lo actual (mirando lo actual como forma de acercarnos a lo real), la poesía de RPP está cuestionando un después ilusorio; un después que sabemos ya no existe. Mientras sus contemporáneos afirmaban un presente simulado con modas fugaces; contrabando de discursos, reciclaje, parapetos de teorías injertadas contra la falta de oportunidad y de pensamiento; fórmulas de resistencia contra un futuro incierto aquí o allá, su escritura estaba abandonando ese presente, extrapolándolo, haciéndose arcaica, contemplativa, lejana, para complementarse con los sitios de referencia que la cultura le daba desde el pasado.
     Su dolor en traslación, separado de la situación y del presente (que no es un dolor aquí-ahora; ni un dolor de escribidor de los acontecimientos o de participante), sino un dolor frío, sereno, distante, lúcido, no por eso menos pasional, es lo que logro adquirir con la lectura de estos poemas que captan ese después, en un antes, retrospectivamente; en ese desprendimiento de cachivaches, retóricas y utopías, de lenguajes foráneos donde todavía nos revolcamos imposibilitados “de ser”, y que él logró divisar con pretendida despersonalización y universalidad. Con sus poemas se protegió del desamparo de lo autobiográfico, del desamparo existencial, del desamparo de tirar por la borda (al mar) los sentimientos, lastres y caricaturas de nuestros “yoes”. (“Ve y mira”, dicen sus textos, como el título de aquella película rusa que también vimos juntos).
     La debacle no es contada, fabulada, ni comentada pormenorizadamente, él no necesita los detalles, las anécdotas ni las alegorías con las que encubrimos los hechos. Él solo da la alerta (una alarma) de quien abre la página-boca de cuando “era entonces pequeño y cabía en la boca de mi madre” y señala con su dedo la garganta para pegarse un tiro simbólico, pero es un tiro que apunta sólo a la palabra almohada, a la matriz (y en la almohada recuestan sus cabezas los predecesores, la madre, el padre, la Isla, el destino, la religión, la fe, la inconformidad), poema escrito en junio del 89, también con un arma de juguete. Pues habla en él de un revólver que no dispara (la cita de Kuroda le da pie); está el poema que sí dispara y usa cuando hace mecánicos movimientos cotidianos, como devolver alguna cosa, o revolver una gaveta.
     Contra la muerte arrogante y cara de la lucha; la contra-heroicidad con su pathos no menos  heroico: pathos de almohada, de gavetero; pathos que acepta sumisamente la imposibilidad de un tono heroico efectivo: “mi cuerpo ha comenzado a entrar por el reverso de las proclamas que los custodios de la paz empinan desde las tribunas” (“De la guerra y la paz”, 1989). O, “la noche como estopa, la metálica sed con que la piel se estira entre ráfaga y ráfaga. Yo estado sólo en aulas, cines, bibliotecas, simulacros de paz, de guerra y de agricultura". La muerte trascendente de los discursos (discurso que trae su propia muerte agazapada y que pretende una salvación política, ideológica o ética), se traslada a los sitios donde se hace muerte común, vivencial, modesta, intrascendente.
     RPP enjuicia y caricaturiza, con el dedo simulando también un arma en la boca infantil, escondiendo arma y cabeza en el regazo desde donde, “a veces, entre un oficio y otro, he sospechado algo… ”. Paranoia, destino de huída, de persecución, de rechazado que quisiera un centro inalcanzable donde colocar: un destino, una fe, una religión, una isla, un amor, temas simulados por la cultura. Y allí, aparecen poemas, monolitos (menhires) contra la ventolera, el derroche, el murmullo ajeno, la vulgaridad, la queja; un muro de contención a lo real (a lo ideal y a sus fugas), un parabán.
     Si en los poemas de Sin Itaca el poeta está exiliado en el mundo de Kavafis, de Ritzos, de Elytis, en residuos de la cultura griega (ya no una Paideia), y sospecha algo, avizora, supone; en los poemas de De tus playas la arena se ha radicalizado más, sintetizando la petición que hacía a los falsos dioses, a los políticos, a los hombres (y a los poetas), porque ha comprendido que su petición no encuentra ecos ni respuestas, y no la dilata, sino que la contrae al máximo, como un universo en entropía con frases sueltas y juegos de sintaxis rota, pidiendo con sorna a “…dioses eternamente griegos, a la medida de nuestras humanas necesidades”. Porque no ha encontrado todavía un Dios, ni un presente (su polígono), pero sigue buscándolo, porque ya sabe cómo es, aunque lo hayan decepcionado tanto y ya no crea. Pues, de lo que se trata en este libro de RPP es de la creencia, de cuestionar nuestra fe, nuestros simulacros de entrega y renuncia durante el tiempo y la fragilidad de la memoria, en los “frágiles archipiélagos, como la lluvia que los arrastra o el fuego que los arrasa” (de su poema dedicado al poeta Emilio García Montiel, en Sin Ítaca).
     Ya casi ha llegado al polígono (palabra recurrente en sus poemas), al borde, y un polígono es lo único que necesita. Un polígono en N.Y.; un polígono es su mente; un cuerpo-mente poligonal de muchos lados con sus estatutos, con su deber ser, entre lenguas disímiles, voces idas, donde se apuesta a sufrir, donde se permite la burla, el sarcasmo: “Tampoco Dios”, dice en un poema de De tus playas… y en otro más adelante afirma: “Tan poco Dios”. Aire robado a su infancia, al balbuceo que se desentiende de los aprendizajes, de las explicaciones, y se hace disléxico en la forma de interpretar las cosas, como si las palabras no fueran suficientes, como si no hubiera nada más que el eco y la repetición de algunas frases monótonas para abarcar los sentimientos más íntimos que todavía, a pesar del escepticismo, perduran. RPP quería, a toda costa, “pergeñar una poética… cepillar una poética… sordo a las parciales de primavera…”, nos dice.
     “El aire robado” de sus versos, del que hablaba Osip Mandelshtam, proviene de ese espíritu de desasosiego que aspira a la paz, a la calma, a la concentración y al sosiego; proviene de esa tensión que quiere resolver su equilibrio ético y estético al pensar los grandes temas humanos: la muerte, el amor, la nación, la creencia, por influencia de la literatura rusa, que como define Nikos Kazantzakis y sintetizo aquí, es una literatura que va más allá de la simple belleza, a fines religiosos, éticos y filosóficos, con un decálogo de los derechos, las obligaciones y esperanzas del hombre; con un sentido didáctico de recordatorio, de aprendizaje, de fines; con un carácter heroico, de mártires, contra la sociedad más superficial, hedonista e indiferente. Es una poesía que proclama qué hacer, cómo vivir, con dramatismo, con pasión, pero a la vez con medida.
     Veo guisasos en un día largo de soledad y verano perdido en los poemas de De tus playas las arenas. Premoniciones, advertencias, sentencias más que versos; valores morales por paisajes y sintaxis por devoción. Ironía como estilo. Estilo “que grabará en la cera palabras falsas” y “lo que hoy es fisura
dice en otro poema anterior de Sin Ítaca mañana será estilo”. La ironía es su "Ars Ética" por excelencia, y en ella se hace un viaje a la Cultura (International Culture Aiport, lo llama) viaje que, como un boomerang, devuelve al origen, al “hangar / que abandonar querríamos”.
     El lenguaje que se independiza frente al estilo, a lo exigido por las cosas cambiantes no constituye un estilo (pensaba Adorno). Ante la debacle, también se imposibilita el estilo. No sólo hallar la Casa, la Paz, tampoco se puede hallar el Estilo, que son las tres máximas poéticas de RPP. ¡Qué se puede hacer entonces si el estilo es también o tampoco (tan poco) Dios!

Azotea, 19 de mayo 2005


Sin Ítaca, de Prats

Jorge Ferrer

En la primera época isabelina, antes de que Alberto llegara a imponer el orden aprendido en la cinegética reglamentación de la casa de Coburgo, la limpieza de los ventanales del palacio de Windsor correspondía a dos dependencias distintas. El cejijunto mayordomo se ocupaba del envés. Al no menos adusto responsable de los jardines correspondía disponer la higiene del revés. Creo recordar que fue en los diarios de Charles Greville donde leí que rara vez conseguían coordinarse. Siempre era de noche para la joven Isabel, como hasta ahora para los que hayan leído apenas unos pocos poemas de Rolando Prats.
     Porque los poemas de Rolando Prats han tardado tres lustros en encontrar su Príncipe Alberto. Premiado el poemario Sin Ítaca en La Habana de principios de los noventa, la interdicción de las, dizque, autoridades, le negó el lauro. «Lo hacemos por tu bien», le dijeron, y los encerraron en la gaveta.
     Catapultado al exilio en 1994, Prats hizo imprimir en incunable samizdat unos ejemplares meramente testimoniales que reunían este manojo de poemas. Sólo unos pocos, unos poquísimos, habían podido leerlos, mirar a través de esa ventana, hasta ahora que se ha abierto de par en par en tomito que debemos a la colosal tozudez del propio Prats y a Ediciones Catalejo, de Miami, animada por el incombustible Humberto Tirado.
     Conviene asomarse a estos paisajes greco-habaneros recordando la advertencia de Cavafis: «Cuando vayas a Ítaca, pide que el camino sea largo y rico en aventuras y conocimientos». Y tener presente otro viaje, el de Baudelaire a Cyterea, aquella venusina isla que termina revelándosele como «una tierra pobre, un desierto rocoso turbado por gritos feroces», viaje donde, dice, no encontraría «más que un patíbulo simbólico donde colgaba mi imagen». Son prístinos postigos para los batientes de este ventanal abierto a un territorio privado.
    Conocía algunos de estos poemas desde hace años. Pero no los había visto juntos, no los había leído siguiendo la demoledora secuencia que comienza en los Nostoi y termina en las Tres oraciones personales, hasta que me llegó ahora el libro, prodigiosamente editado. La lectura acalló al buen, o regular, Sainte-Beuve que yo podría haber sido para Sin Ítaca. Porque Prats, en estos poemas, en la febril ocultación -y valga el oxímoron- que viene practicando con saña desde hace dos lustros, imposibilita cualquier intento de fijar sus versos en la riada poética cubana o en el decurso más o menos público de su biografía. Parece seguir aquella propedéutica wittgensteiniana, pero también y sobre todo heredera de Trakl y de Celan: escribir apenas sobre lo que uno puede hablar. Y escribir poco, apretar las palabras, aplastarlas. Que cada idea termine en bruñido, mínimo tótem.
     Donde termina Cavafis: «A Ítaca debes el maravilloso viaje, sin ella no habrías emprendido el camino», continúa Prats. Patria, mito, dolor, extrañeza. Un territorio donde lo inamovible se somete a un gracioso vaivén. Gracioso de Gracia, de tocado por la misma.
     Un territorio de paz y de guerra, aquel del que se aleja Prats en el que tal vez sea el texto más, digamos, sintético de su poética de entre todos los de este libro. Del que se aleja por un momento para seguidamente hundirse en él, desde la heideggeriana pregunta por la pregunta -aunque Prats es hombre de Adorno, de lo que es adicional testimonio el poema «En vista de que no logro concentrarme en Theodor W. Adorno», que me encuentro en la página cuarenta y dos.
     Estupor y felicidad y agradecimiento. Y ponerse el libro sobre la cabeza, cual monje zen con su sandalia, como hago ahora mismo. Por fin, poemas, me digo.





Selección de poemas de Sin Ítaca


NOSTOI

i

Tal vez tenga que ser así. Lo vencido se agazapa en el paso de lo vencedor. La posibilidad del regreso es la posibilidad del logos. Aunque hubiese ocurrido a la inversa y estuviésemos, hoy, no defenestrando al falso rey sino incrustando piedras en la corona.

Cada vez que manos tumultuosas, cegadas por el vacío, arrojan la escudilla contra escudos, se agolpan pisoteadas voces que agrietan las proclamas de la rebelión y minados dejan sus campos semánticos.

Tal vez tenga que ser así. Pero habrá que volver a subir a la montaña para ver a la serpiente mordiéndose la cola.

O decapitada. Por el escriba que aflautó el papiro.


v

Cada vez que regreso, llamado por la raíz del tálamo, alguien reescribe el texto a espaldas de los pretendientes. Son hoy estatuas desesperadas y las ciudades han sido detenidas por las ciudades. Pero el texto es reescrito cada vez que partimos hacia Ilión. Ágrafos y circulares, apenas reconocibles bajo el cansado nombre, con el alma vagando entre encontrados recuerdos, claros como las noches en que puede oírse el eco de las constelaciones.

Como si escanciáramos el mar, como si segáramos con remos. Cada vez que un remo hiende el agua, es completada una frase. El texto avanza, la noche retrocede, la noche toda sostenida por el sueño de Argos, que nos va devolviendo a su inayer, sobre algún túmulo de estiércol.

(1989)


ARS ÉTICA

Lo peor que nos pudo haber pasado fue habituarnos
de manera más bien disciplinada
al arte de seducir más que de acompañar,
no importa si remedando conversaciones diarias
o despegando en nostálgicas
avionetas, que acaban empollando en el hangar
que abandonar querríamos: International
Culture Airport (con sus easy quotations y volubles
controles aduaneros).
Algunos hoscos maestros
pudieran exonerarnos – y habría que agradecérselo
siquiera no imitándolos –
de esa tonta manía de dar crédito
a cada arranque de beatitud o rabia
junto al té y sus humeantes
capullos, o en afables
laberintos, o de bruces
sobre el terco expediente, o blasfemando
sobre el cadáver exquisito del miglior fabro
por habernos dejado testamento
tan depredador
a los que apenas balbuceamos el logos
en los bazares de Provenza o en las postas
de la Muralla China. Que agobiados
por la sucesión que alterna
procacidad de periódicos
con la marmórea elocuencia de subsidiados píndaros
o con la impúdica respiración
de alegres historietas clínicas o manoseados
palimpsestos al por mayor,
seguimos apostando a ese billete, Ítaca,
como si chapotear en pontos alquilados
destejiera tiempo.
De vez en cuando, es cierto, atravesamos Caribdis,
sellados los oídos con sangre y con estiércol
de dioses y de hombres, pero siempre
vuélvenos a hechizar la retocada Circe
y henos aquí, como puercos,
chapuceando
en un corral de perlas. Y ni hemos
tenido la delicadeza
de ir como muchachos (ahora crecidos)
a quien cortó la madera nueva
o al menos de darnos cuenta
de la máscara de yeso que la época exigía.
De ningún modo una gracia ática
ni el alabastro o la “escultura” de la rima
podríannos resguardar
de tan taimada complicidad
con quienes hemos detestado, si seguimos
en aceitados escenarios
with this confuso babillage
in Bezug auf Verfremdung und Dialéctika (sic)
para después, afectuosos, mostrarnos a la salida
sedosamente confundidos
con los antihéroes
que se nos deja ser. Bien valdría la pena
que nos pusiéramos de acuerdo
para la hora de contestar
a las preguntas que siguen
revoloteando junto al río
en que nos hemos sumergido tantas veces, como creyendo
sus aguas siempre iguales. Bien valdría la pena
que nos pusiéramos de acuerdo para la hora de resistir
– como el esquivo, casto azogue –
al espejo que se olvida del sonido y de la noche
y entreabre su puerta al cambiante pontífice;
con esa esquiva
castidad del azogue.

(11 de julio de 1989)


DE LA GUERRA Y LA PAZ

Como si se hubiese convertido en tiempo, la guerra sigue. Todos los días me despierto sobre un montón de periódicos que hablan de guerra y paz, como si hubiese paz en algún sitio y guerra en otro. O como si la guerra hubiese terminado en todas partes pero quedaran restos de ejércitos sordos, peleando sobre islotes desprendidos. O como si viejos rollos de película siguiesen dando vueltas a la guerra y la paz en salas desoladas. O como si los ecos de las bombas se hubiesen apagado entre el sedoso escarceo de los armisticios. O como si la paz fuese un pabellón con palomas de mármol. Todas las noches me duermo sobre un charco de noticias que hablan de guerra y paz con palabras tan rápidas que al otro día envejecen.

Yo siento que la guerra sigue, que la guerra nunca ha terminado, que tal vez nunca acabe. Yo no recuerdo ahora cuándo empezó la guerra, si alguna vez no hubo guerra, si alguna vez, en la tarde raída por los zumbidos, fue volteada la paz. Sé que hubo días de tregua que parecían de paz y que entonces mi madre me llevaba al campo, o a bazares en ruinas en los que aún podíase encontrar armas de juguete, o al circo ruso, donde todo daba vueltas en paz. Días en que mi padre me llevaba a los estadios, donde la guerra era juego. Días que parecían de paz, en vísperas de cosechas que nos harían entrar, sin Dios, en lo prometido. O bajo partes salmódicos de alguna guerra lejana, rielando tras los límites del agua que se interpone entre la Isla y el Mundo. Yo recuerdo esos días de frágil paz, era entonces pequeño y cabía en la boca de mi madre, en los bolsillos de mi padre; y allí hubiese tenido alimento y paz, aunque la paz fuese juego.

Poco sé de la guerra, o de esa otra guerra de la que sólo me ha llegado su inodora acústica, la inasible mano de la muerte, como un paso de danza que se repitiera hasta hacerse invisible, la insaciable boca de la muerte, engullendo rollos de papel y de película. Poco sé de esa guerra que se aquieta en reliquias, huecos, llagas. Nada mi cuerpo sabe de pólvora y esquirla, del día en el pedregal, la noche como estopa, la metálica sed con que la piel se estira entre ráfaga y ráfaga. Yo he estado sólo en aulas, cines, bibliotecas, simulacros de paz, de guerra y de agricultura. He estado sólo en Cuba, en la crispada paz de sus mediodías, en la crujiente paz de sus noches ventosas. Cuando nací, sin guerra, el sol pastaba en paz sobre las islas.

Yo siento que mi cuerpo ha comenzado a entrar por el reverso de las proclamas que los custodios de la paz empinan desde las tribunas. Cada vez que me alzo, siento que he comenzado a entrar en el último día de esta paz que ha sido sólo diezmo, onerosa dádiva, yo siento que mi cuerpo entra ahora hacia afuera y que la casa, vacía, ha empezado a rendir, en impasible alforja, sus pobres diferencias con la explanada. Yo siento que las fronteras – que oblicuas enemistaban la cátedra y el polígono, el púlpito y la sillería – se queman junto a mi boca y que alguien, para mi hombro sedicente, galona untuosas cetrerías, y que alguien, para mi cuello hipotecado, enhebra tortuosos hilos.

Nada sé de los mapas sobre los que doblan su perseguida cerviz los dueños de las armas que empuñan a los hombres. Nada sé de sus embovedados planes, sus hábitos colegiados al dorso de castradas convenciones. Cegados por el espejo de las celebraciones, de las claudicaciones del barro junto al río, pláceles aceitar la balbuciente espada en su porosa lengua de involuntarios dioses, o de héroes de mármol subsidiado, canjeable bronce. Nada sé pero, a veces, entre un oficio y otro, he sospechado algo, he preguntado algo, he aventado en los márgenes cierta sinuosidad, me he quedado escuchando cómo insomnes palabras apuran en la noche su castidad desoída. He sospechado a veces, he preguntado, y he vuelto a columpiar mi voz entre opacos misales. Y sé que he sido oído, congelado en la curva de oraciones apócrifas, de alguna herética entonación. O de alguna figura que, silabeante, se deslizaba hacia su atonalidad, seglar, pegajosa.

(1989)


iii. himnos

i

He buscado la casa, desterrado
de los jardines de la infancia, perseguido
por la promesa. Espantado de todo
he buscado la casa,
intransferible como el cuerpo, la he buscado
prendido de los ojos de mi madre, de las palabras
de mi padre, los desolados ojos
que viéronlo caerse del caballo, rodar sobre la hierba,
la boca destrozada por la bala, la boca que decía
pero mi único deseo
sería pegarme al último
tronco, al último
peleador. He buscado la casa
prendido de los ojos de mi padre, los ululantes ojos
que en las islas testaba, antes de arder
en rápidas despedidas. Alguien
lo vio después por Camagüey, una noche de agosto, alguien
lo vio por Artemisa, pegándose a los ojos de mi madre,
alguien lo vio por Capdevila, entrando en una fábrica
de losas, olvidado
de sus muertes gloriosas, de los discursos
de Cicerón, de su triste
rubor bajo los grados
de General, prendidos como abrojos
junto al raso del río. Alguien lo vio por Tampa,
como vuelto a su casa, nadie
lo esperaba, nadie
lo recordaba, a nadie
se le parecía.
No recordaba a nadie, ni el nombre recordaba
con el que había caído, entre el río y la tarde,
con el que había caído sobre Cuba, como cae la noche,
con el que había caído, prendido de los ojos de su madre,
llorados ojos que nunca
se pusieron buenos, que se quedaban en el Cerro
ardiendo a sus espaldas, cada vez que volvía a las canteras.
He buscado la casa y he encontrado
escuelas, guarderías, hospitales
abarrotados por la revolución, elementales
muros, hechos por manos elementales,
elementales patios divididos
entre los restos de la gramática. He buscado la casa
y he encontrado
oficinas, refugios, pedregales
arrebatados por la revolución
entre rudos decretos, como salmos
desollados. He buscado la casa y he encontrado
ergástulas, polígonos, prisiones
como museos de sed
junto a las fuentes prohibidas. He buscado
la casa, he atravesado
interminables túneles, he vuelto
sobre mis pasos interiores,
saqueado por la espera, ensordecido
por las tribunas
como trenes voraces
hacia voraces campos
entre voraces
lámparas, sobre los mapas
de voraces cosechas, en el umbral de la tierra
que sostendría la casa. Y no la he hallado
y he vuelto a buscar la casa, la casa que he buscado
prendido de los ojos de mi madre, de las palabras
de mi padre, los desolados ojos
que no han visto la casa.

(1989)


Del poemario De tus playas la arena (inédito)







I

En la vacía,
indiferente luz del domingo,
en El Cerro, El Vedado, Montparnasse,
en el Upper East Side, en la baldía,
indiferente luz del domingo.

II

Domingos, al caer
las últimas claridades sobre Belleville:
nombres que apenas
recordarán habernos visto.

(1997)

















I


Abril es el mes más cruel, desentierra
abriles de la tierra muerta.

II

Vivir
es el mes más cruel.

(1997)



I

Los que no tuvieron
sino lo que nadie
les quiso arrebatar,
nada más que lo que nadie
les dió, ni Dios.
Cerca de todo estuvieron, lejos,
eximidos de ser.

II

Imágenes de Dios en todas partes:
Dios todavía amante, Dios
cansado de nosotros, Dios
ya ido para siempre, Dios
ausente que nunca estuvo:
no elegimos sino entre
dioses eternamente griegos,
a la medida de nuestras
humanas necesidades.

III

Señor, tú me has pedido
demasiado, tú me has dado
demasiado. Y yo sólo
quise un poco de paz.

IV

Tampoco Dios.

V

Oh, mortal, cuando encuentres
a tu Señor
lo perderás: entonces
será ya tarde para volver
adonde estabas solo.
Pero tú quisiste ver,
tú quisiste.

VI

Tan poco Dios.

(1997-2000)


I

Aléjate de ti mismo,
como de la peste.

II

Date la espalda
y acércate
a ti mismo.

(1997)


I

Si no puedes estar
conmigo donde esa música, si no puedes
estar donde esa música conmigo,
si tú no puedes estar
donde esa música conmigo,
donde esa música,
conmigo donde esa música...

II

Que no se suponía
que ésta fuese la música oh no
que ésta oh no fuese la música que no
ésta fuese oh no se suponía que ésta fuese
oh no la música oh no
la música.















III


En la lengua mortal
de don Luis de Góngora.

IV

Ni la música.

(1997-2005

La Azotea de Reina | El barco ebrio | Ecos y murmullos
Hojas al viento | La lengua suelta | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa
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