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El estante vacío

Literatura y política en Cuba

Rafael Rojas

Lo político, si esta palabra puede designar el ordenamiento de la comunidad en tanto tal, en el destino de su partición, y no la organización de la sociedad, no debe ser la asunción o la obra del amor o de la muerte. No debe encontrar, ni reencontrar, ni operar una comunión que habría sido perdida, o que estaría por venir. Si lo político no se disuelve en el elemento social de las fuerzas y de las necesidades, debe inscribir la partición de la comunidad. Político sería el trazado de la singularidad, de su comunicación, de su éxtasis. "Político" querría decir una comunidad que se consigna al desobramiento de su comunicación, o en cuanto destinada a dicho desobramiento: una comunidad que hace conscientemente la experiencia de su partición.

Jean Luc Nancy, La comunidad desobrada (Madrid, Arena Libros, 2001, pp. 76-77)

Fotos de turistas y testimonios de viajeros han contado lo que sucedió en las librerías de la Habana tras la caía del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética. Los estantes se vaciaron. Aquellos ejemplares acuerpados del esplendor editorial de la Revolución, como los volúmenes en pasta dura que Letras Cubanas dedicó a Carpentier, Guillén, Marinello, Lezama, Diego y Vitier, fueron absorbidos por el mercado de libros viejos. Sólo permanecieron los volúmenes políticos y científicos, editados por la Academia de Ciencias y el Consejo de Estado, los materiales de estudio y propaganda y una pequeña muestra de la literatura más comprada y leída en la isla, durante los años 70 y 80, como las novelas clásicas de las colecciones Huracán y Cocuyo y los best-sellers insulares del género policíaco, editados por Radar.
    En una época en que Rusia y los países de Europa del Este comenzaban a transitar a la democracia y la economía de mercado, los libros soviéticos de la editorial Progreso, que apenas cinco o diez años atrás ocupaban las mesas de novedades y los estantes más visibles, también desaparecieron -como Novedades de Moscú y Sputnik de los estanquillos- bajo el clima de desconfianza que rodeaba todo lo proveniente de aquellos países, antes “hermanos” y ahora traidores a la causa. De la gran maquinaria editorial del mundo socialista, sólo sobrevivieron los volúmenes libres de toda sospecha de perestroika o glasnost, como las obras de Marx, Engels y Lenin, aunque, para llenar aquel vacío, reaparecieron las ediciones chinas y coreanas de Mao Tse Tung y Kim Il Sung.
    Desde mediados de los 90, superado ya el peor momento de aquella depresión, a la vez económica e ideológica y que las autoridades bautizaron con el eufemismo de la “crisis del papel”, la industria editorial cubana comenzó a recuperarse y la política del libro, que había quedado suspendida en una suerte de limbo doctrinal, fue retomada a partir de nuevos criterios. Cuba, de acuerdo con la Constitución de 1992 y según varios escritos de sus políticos culturales, seguía siendo un país socialista, pero sus fuentes de legitimación no provenían del marxismo o el comunismo, sino del nacionalismo cristiano y revolucionario, una tradición “autóctona” de discursos y prácticas que se remontaba al siglo XIX, con Félix Varela y José Martí, y desembocaba, a mediados del XX, en Fidel Castro y Cintio Vitier.
    Aunque “revolucionaria”, esa tradición se definía como “nacionalista”, lo que significaba que los criterios de pertenencia o exclusión del espacio literario nacional no se basaban, como en el período soviético, en las diferencias de clase o en el respeto a los dogmas del materialismo dialéctico e histórico. Sin llegar a una plena reformulación del patrón republicano, la nueva política cultural y editorial de los 90, según la conferencia “Cultura, cubanidad y cubanía” del entonces Presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Abel Prieto, establecía que para un escritor de la isla o de la diáspora existían tres posibilidades: la “cubanidad”, la “cubanía” y la “anticubanía”. La primera categoría abarcaba a los escritores “no revolucionarios” o neutrales, la segunda a los “revolucionarios” y la tercera a los “contrarrevolucionarios” y exiliados.1
    Desde mediados de los 90, la política cultural y editorial se ha abierto gradualmente a los escritores de la “cubanidad“, es decir, a aquellos autores que residen en la isla o la diáspora y que no hacen intervenciones críticas sobre el régimen. Sin embargo, esa misma política no sólo se ha mantenido cerrada a la considerable franja de autores cubanos que dentro y, sobre todo, fuera de Cuba se posiciona públicamente frente al sistema sino que ha intensificado su descalificación discursiva, como parte de la llamada “batalla de ideas”, una de las prioridades del gobierno de Fidel Castro en los últimos siete años. De acuerdo con esta lógica aduanal, los escritores que expresan públicamente su oposición al régimen cubano, en la isla y en la diáspora, no pertenecen a la cubanía ni a la cubanidad, ya que son -en términos de Prieto- “pseudointelectuales”, “anexionistas”, “postmodernos”, "plattistas" y, por tanto, anticubanos. La forma más frecuente de descalificar a esos escritores, en los últimos quince años, ha sido recordarles algún pasado “revolucionario”. Como si haber estado con la Revolución, ayer, fuera algo vergonzoso para los revolucionarios de hoy.
    A pesar de tantos límites y escamoteos, el canon nacional de las letras cubanas se ha abierto y fragmentado en la última década, no precisamente por interés del poder sino por presión de segmentos críticos del campo intelectual. La afirmación de subjetividades resistentes a la hegemonía de discursos blancos y machistas, como la que postulan las literaturas negra, gay y de género, han ganado terreno, como puede constatarse en ensayos recientes de Norge Espinosa, Roberto Zurbano y Zaida Capote, que actualizan las aproximaciones al tema que hicieron en los 90 Victor Fowler y Nara Araújo, y en tres números referenciales de La Gaceta de Cuba: el dedicado a “La voz homoerótica” (septiembre-octubre de 2003), el que incluye el dossier “Raza y nación” (enero-febrero de 2005) y el titulado “Repasar El Puente” (julio-agosto de 2005), en el que se entrecruzan las tres subjetividades. Sin embargo, además de que ese avance desconoce el debate teórico entre republicanismo y multiculturalismo, que lo subyace, y muestra una fuerte tendencia a la constitución de contracánones, donde los valores estéticos se subordinan a la representación de identidades subalternas, la diáspora no está incluida en el mismo, ni como sujeto cultural ni como territorio donde se manifiestan esas mismas alteridades.
    Hoy en Cuba, el exilio y la oposición, la diáspora y la disidencia conforman interdicciones, silencios e invisibilidades más plenas que las subjetividades gay, feminista o negra. Es en esa zona exterior del campo intelectual donde se producen los discursos que el Ministerio de Cultura engloba dentro de la anticubanía, ya que es allí donde se cuestionan frontalmente los dos pilares simbólicos del régimen: la figura de Fidel Castro y la institución del Partido Comunista.  De modo que habría que regresar a la pregunta sobre cómo se han llenado los estantes habaneros en los últimos quince años ¿Qué libros ocupan los mostradores de las librerías oficiales? ¿Cuáles son los autores que más abundan en las bibliotecas privadas? ¿Quiénes son los escritores reconocidos en la esfera pública de la isla? ¿Qué obras se reseñan en las principales publicaciones?
     No se trata, desde luego, de interrogantes ociosas, ya que el libro o el autor que se lee y, sobre todo, se posee y se muestra es un doble productor de sentido: por un lado, conforma un campo referencial para la cultura letrada y, por el otro, se constituye como presencia simbólica, demostrativa, que alude a un posible estado social de la lectura. Pero tampoco se trata de una demanda de reconocimiento de discursos opositores dentro del campo intelectual totalitario, en el que la obra o el autor reconocidos no pueden eludir la incansable maquinaria de legitimación. Una crítica de las reglas de funcionamiento del espacio literario de la isla, centrada en las exclusiones y los límites, corre el riesgo de ser leída como “queja”, como deseo de inclusión o como estrategia de reconocimiento, que es, en resumidas cuentas, la principal motivación de toda política intelectual. En este ensayo me gustaría colocarme deliberadamente más allá de ese tipo de demanda, afirmando el carácter ilusorio y perverso de una política cultural postcomunista, que procede como si la literatura de un país gobernado por un partido único y un líder perpetuo pudiera ser administrada democráticamente. La literatura de la isla se produce bajo un régimen político concreto y para ser administrada de manera plural e inclusiva, de acuerdo con criterios “nacionales”, antes tiene que cambiar dicho régimen y democratizarse la vida cultural del país. 

El gusto literario del caudillo

Si los cubanos de hoy compran y colocan en sus libreros privados el libro Cien horas con Fidel, de Ignacio Ramonet, suerte de testamento intelectual y político, que abarrota las estanterías públicas y se distribuye en forma de tabloide y a precio subsidiado en las esquinas, no es un dato menor. Y no sólo por tratarse de una buena manera de medir el grado de veneración doctrinal que los ciudadanos profesan por su caudillo, sino como una forma de explorar las tensiones entre la República de las Letras y las élites del poder. Los escritores de la isla, por ejemplo, difícilmente podrían eludir aquellos pasajes en que Fidel Castro habla de literatura. El gusto literario del caudillo, tema introducido por Gabriel García Márquez en El olor de la guayaba (1982), ha sido recurrente en casi todos los libros sobre Castro, favorables o críticos: las entrevistas con Frei Betto y Gianni Miná  y las biografías de Tad Szulc, Georgie Ann Geyer, Sebastián Balfour, Jean Pierre Clerc, Claudia Furiati, Norberto Fuentes y Serge Raffy.2  En estos libros se retoma el dilema, tímidamente trabajado por historiadores oficiales como Mario Mencía o Pedro Álvarez Tabío, de la relación de un político como Fidel Castro con la literatura.
    Las preferencias literarias del caudillo no son suficientes para conformar una política editorial de Estado. En sus estudios sobre Stalin, Richard Overy y Donald Rayfield destacan ese momento en que el líder de un régimen totalitario no puede presentarse como un político profesional, al que resultan ajenas ciertas esferas de la sociedad, pero al mismo tiempo es incapaz de dominarlas todas.3  El caudillo se relaciona, pues, con la literatura como un amateur y, a la vez, como un experto, es decir, como alguien que no domina el arte literario pero aspira a dominarlo desde otra racionalidad, la de la ideología y la política, que lo subordinan y controlan. El gusto literario del caudillo es un aire que se respira en palacio y que se proyecta, quieran o no los intelectuales orgánicos, en la política cultural del Estado. Lo curioso es que los escritores bajo regímenes totalitarios, tan dados al refinamiento y el esteticismo, frecuentemente consideran que el caudillo y sus gustos son temas irrelevantes o indignos, que afean la literatura y el arte. La invisibilidad del caudillo en la alta literatura es, como se demuestra en los estudios de Orlando Figes sobre la vida cultural rusa de los años 30 y 40, un síntoma de su omnipresencia en la vida pública y privada de los ciudadanos.       
     Son conocidas, por ejemplo, las lecturas que el joven revolucionario cubano hizo en la cárcel de Isla de Pinos, luego del asalto al cuartel Moncada, y que Manuel Vázquez Montalbán inventarió en Y Dios entró en la Habana: El Capital, de Marx; El Estado y la Revolución, de Lenin; Los miserables, de Victor Hugo; La feria de las vanidades, de Thackerey; Nido de hidalgos, de Turgueniev; La estética trascendental, de Kant; Julio César, de Shakespeare…4  En sus Cartas del presidio (1959), al líder ortodoxo Luis Conte Agüero, Fidel comenta las lecturas de estos y otros libros, como Técnica del golpe de Estado, de Curzio Malaparte, y en La historia me absolverá se citan muchos clásicos de pensamiento occidental, la mayoría republicanos antiguos y liberales modernos (Cicerón, Polibio, Lutero, Locke, Montesquieu, Rousseau, Jefferson…), que conoció siendo estudiante de derecho en la Universidad de la Habana.5 
    En sus biografías, Fidel Castro aparece, no como un presidente o caudillo letrado, a la manera, digamos, de un Sarmiento en Argentina o un Gallegos en Venezuela, sino, exactamente, como un político y, sobre todo, un militar que se interesa en la literatura desde los asuntos de la guerra y el Estado. En su conversación con Plinio Apuleyo Mendoza, García Márquez dice que “Fidel es un lector voraz, amante y conocedor muy serio de la buena literatura de todos los tiempos...”, pero los ejemplos concretos que ofrece describen a Castro como un lector bastante ajeno al mundo literario: “un lector atento y minucioso, que encuentra contradicciones y datos falsos donde quiera”. García Márquez cuenta que en Relato de un náufrago Fidel descubrió un error de cálculo en la velocidad del barco y que en Crónica de una muerte anunciada le corrigió unas especificaciones sobre un fusil de cacería. El interés de Castro en la literatura proviene, pues, de la conciencia del desempeño de un oficio distinto y, en buena medida, superior: la política. De ahí su famosa confesión a García Márquez: “en mi próxima reencarnación quiero ser escritor”.6   
    En el gigantesco libro de Ramonet volvemos a leer sobre la admiración que siente Fidel por Ernest Hemingway, el único narrador moderno mencionado por sus virtudes literarias, ya que las referencias a Jean Paul Sartre, Graham Greene, Arthur Miller, Gabriel García Márquez, José Saramago y Eduardo Galeano no aluden a éstos como escritores sino como aliados políticos. Sobre Hemingway -presencia diaria de Castro, quien posee en su despacho una foto junto a un enorme pez espada, con el siguiente autógrafo: “al doctor Fidel Castro, que clave uno como este en el pozo de Cojímar. Con la amistad de Ernest Hemingway” - dice haber leído Por quién doblan las campanas unas cuatro veces y haber aprovechado, durante la insurrección contra Batista, las descripciones de la “lucha en la retaguardia de un ejército convencional” y la estrategia de los guerrilleros republicanos, quienes actuaban en un “territorio supuestamente controlado por las fuerzas franquistas”, pero “conseguían apoderarse de sus armas”.7
    El interés de Castro en Hemingway, sin embargo, no es únicamente militar. Más adelante, por ejemplo, formula esta definición de su juicio y su gusto literario: “Hemingway lo hace ver todo con realismo, con gran claridad y limpieza. Todo es realista y todo es convincente. A uno se le hace difícil olvidar lo que ha leído porque es como si lo hubiera vivido, porque Hemingway tiene la virtud de trasladar al lector a los escenarios de aquella cruel guerra civil española”. Luego, Fidel le comenta a Ramonet que ha leído, también, más de una vez Adiós a las armas y El viejo y el mar y que lo que le atrae de esas novelas es que “Hemingway siempre pone a su personaje principal a dialogar consigo mismo. Es lo que más me gusta en Hemingway, los monólogos, cuando sus personajes hablan consigo mismo”.8  En su clásica "reconsideración" de Hemingway, Philip Young sostenía que aquellos monólogos y aquel realismo eran -valga la redundancia- muy poco realistas, sino intensamente simbólicos y hasta metafísicos.
    De la literatura latinoamericana, Castro no se refiere a ninguno de sus históricos amigos, sino a dos autores menos cercanos: el venezolano Arturo Uslar Pietri y el brasileño Jorge Amado. Del primero recuerda su lectura de Las lanzas coloradas, donde se describe la lucha de José Tomás Boves y los llaneros contra las fuerzas bolivarianas. Una vez más, lo que atrae a Fidel es la narración realista de la guerra: “Uslar Pietri -dice- parece describir hasta el tronar de la caballería avanzando por los llanos”. Sobre Jorge Amado, evoca su lectura de Prestes, el caballero de la esperanza, la biografía del oficial brasileño, a la que incorrectamente llama “novela”: “Jorge Amado escribió de la marcha aquella de Luis Carlos Prestes, una bella historia, El caballero de la esperanza, entre sus magníficas novelas -yo tuve oportunidad de leerlas todas...”9  La referencia a Amado y a Prestes está insertada en un pasaje sobre el “papel progresista” que han desempeñado algunos militares en la historia latinoamericana.
    Cien horas con Fidel es, entre los tantos libros biográficos dedicados al político cubano, el que más se detiene en cuestiones literarias. Así, por ejemplo, encontramos una curiosa queja de Castro a propósito de que los padres jesuitas que lo educaron, en su niñez, no le enseñaron a Shakespeare ni a Dickens y otros autores de lengua inglesa: “todos los libros eran españoles. Ni literatura francesa, ni literatura americana. Al famoso Tío Tom, lo vine a leer ya casi cuando salí de la escuela”.10  Se refiere, naturalmente, a la novela antiesclavista Uncle Tom’s Cabin de la escritora norteamericana Harriet Beecher Stowe. Pero los temas literarios no terminan ahí: en este libro encontramos algunas de las pocas opiniones de Fidel Castro sobre poesía. ¿Quiénes son los buenos poetas, según el Jefe de Estado que desde hace medio siglo gobierna Cuba, país de poetas?
    De manera incidental, menciona la Oda al Niágara de José María Heredia, dice que “tu pequeña figura de Capitán” es un “verso muy bonito” de Pablo Neruda y, en algún momento, habla de sus poetas preferidos. A una pregunta de Ignacio Ramonet sobre Raúl Rivero, “¿no piensa usted que es negativo, como imagen, para un país, encarcelar a un gran poeta?”, Castro responde: “habría que definir qué es un gran poeta. Si un gran poeta puede ser alguien  que esté divorciado de la ética, que esté divorciado de la patria, que viva del dinero de los que bloquean a su país, de los que quieren matar de hambre a su país, de los que fraguan planes para destruirlo, entonces, puede haber alguien que técnicamente organice y elabore palabras pero para mí nunca será un gran poeta. Para mí un gran poeta es José Martí, que da su vida; Antonio Machado, García Lorca, Miguel Hernández, aquellos que murieron acosados o fusilados por el fascismo, porque hace falta algo más que bellas y armoniosas frases”.11  Y luego de este derroche del juicio, agrega: “a Raúl Rivero no lo he leído, no puedo juzgarlo”.
    Raúl Rivero y Norberto Fuentes son, además de Heredia y Martí, los dos únicos escritores cubanos que Castro menciona en el libro de Ramonet. Ni una sola referencia a Alejo Carpentier, a Nicolás Guillén o a José Lezama Lima, por poner tres casos de escritores cubanos clásicos del siglo XX, pero tampoco menciona a Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero o Abel Prieto, cuatro escritores que prestan valiosos servicios a la legitimación del régimen. La alusión a Rivero, como vimos, es descalificadora y la de Fuentes es, por lo menos, exógena, ya que Castro se refiere a éste no como el narrador de Condenados de Condado, sino como alguien implicado en la Causa Uno, contra el general Ochoa y los hermanos De la Guardia, y como el autor del libro Hemingway en Cuba, editado por Letras Cubanas en 1985, con prólogo de Gabriel García Márquez.
    ¿Qué tanto intervienen las preferencias literarias del jefe de un Estado como el cubano en la canonización nacional de la literatura? Muy poco, seguramente. Pero el gusto de Fidel concuerda más con la visión de la literatura establecida por el Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971 que con otras formulaciones menos rígidas o más ambiguas de la política cultural de la Revolución, como la planteada por él mismo en el discurso Palabras a los intelectuales de 1961 o en la estrategia seguida por el Ministerio de Cultura desde su fundación en 1976. Una visión de la literatura como arma y el artista como soldado de la Revolución, en la que el valor de una novela está dado por su realismo social y el talento de un poeta está determinado por su patriotismo moral. Una visión, en suma, bastante ajena al “realismo mágico” de García Márquez y a la narrativa lírica de otros de sus amigos escritores, como José Saramago, Eduardo Galeano y Mario Benedetti. Aún así, los ciudadanos de la isla pueden leer sin problemas a esos escritores “amigos”, pero no a críticos de Fidel como Mario Vargas Llosa, V.S. Naipaul, Martin Amis, Susan Sontag, Carlos Fuentes o J.M. Coetzee.     
     En el útil libro Gabo y Fidel. El paisaje de una amistad (2004) de Ángel Esteban y Stéphanie Panichelli no se explora plenamente esta contradicción. Una lectura del bien cuidado texto “La novela de sus recuerdos”, que Castro escribió en homenaje a García Márquez para la revista Cambio (7/10/ 2002), arroja que, más allá de la amistad o la complicidad entre dos patriarcas latinoamericanos, lo que realmente atrae a Fidel de la escritura es el realismo y no la magia: “el obstinado y persistente detallismo en que (Gabo) apoya como en una piedra filosofal toda la credibilidad de sus deslumbrantes exageraciones”. A Castro le interesa la “inobjetable veracidad” con que García Márquez describe “sucesos increíbles” como aquel caballo de cien años, al que se le revienta el corazón, en Del amor y otros demonios.12  A partir de esta visión obsesivamente instrumental e ideológica de la literatura se ha operado el ensanchamiento del canon nacional de las letras, propio del período poscomunista, y se han llenado los estantes en Cuba.
     El Castro anciano e interesado en la literatura, que le habla al amigo francés, es muy distinto a aquel joven comandante que, en junio de 1961, se dirigía a los intelectuales confesando su “timidez” y su desconocimiento de los asuntos literarios y artísticos. Ha pasado ya medio siglo y el objetivo fundamental de aquellas reuniones en la Biblioteca Nacional, el control político de la intelectualidad, ha sido logrado con creces: cuatro generaciones de escritores y artistas de la isla son leales a su gobierno. Una vez consolidado un sistema que repliega la disidencia en la marginalidad o el exilio, por medio de periódicas jornadas represivas y exhibiciones de poder, el régimen político puede, entonces, conceder la “libertad formal” prometida en los orígenes, reconocer y premiar a sus letrados orgánicos y limitarse a contener la vocación pública de unos pocos con el siempre socorrido argumento de la amenaza externa y la manipulación enemiga.
     La más visible paradoja del campo intelectual cubano, en la actualidad, es que mientras el caudillo -amenazado por su futuro en los libros- se interesa cada vez más en la literatura, los escritores se cuidan con celo creciente de no transgredir la interdicción que rodea su figura y su régimen. La mejor comprobación de esta paradoja se vivió en enero del 2007 con el revuelo electrónico en torno a las vindicaciones televisivas de los burócratas Luis Pavón Tamayo, Jorge Serguera y Armando Quesada. La mayoría de los escritores de la isla, involucrada en el debate, excusó de responsabilidades a Fidel Castro, quien clausuró con un discurso vehemente el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, por los abusos contra los intelectuales entre 1971 y 1976, los cinco años en que, de acuerdo con una historia no escrita de la política cultural cubana, se intenta comprimir medio siglo de intolerancia y dogmatismo.          
   
La interdicción y el límite

¿Cómo se trazan los límites de tolerancia en el campo intelectual de la isla? ¿Cuál es la lógica que regula la circulación o la inexistencia, la autorización o el descrédito de autores y obras? El estudio de la forma en que se han llenado los estantes en los últimos quince años en Cuba implica, también, una exploración del trazado de nuevos límites, de nuevas formas de exclusión que garantizan el control del espacio literario por parte del Estado. Las reediciones de clásicos de la República y el Exilio (Gastón Baquero, Eugenio Florit, Jorge Mañach, Lydia Cabrera, Severo Sarduy...) y de algunos autores de la diáspora (José Kozer, Mayra Montero, René Vázquez Díaz, Pedro Pérez Sarduy, Mireya Robles, Achy Obejas...) deben entenderse, a la vez, como ejercicios de visualización y ocultamiento, de transparencia y tachadura practicadas sobre dos zonas del campo intelectual cubano, el pasado y la diáspora, con las que el poder sostiene una relación conflictiva.
    Pongamos algunos ejemplos recientes de estos ejercicios de visibilidad y ocultamiento, tomados de importantes publicaciones de la isla como las revistas Temas, Unión, La Gaceta de Cuba y La letra del escriba. Como es sabido, estas publicaciones son instancias fundamentales de la interacción con la literatura de la diáspora, la cual se vuelve una referencia cada vez más ineludible para una comprensión plena e incluyente del espacio literario cubano. Una observación superficial sobre el tipo de vínculo que esas revistas establecen con publicaciones de la diáspora, por medio de citas y reseñas, arroja que la diáspora sólo es asumida como sujeto literario cuando se trata de exhibir su reconocimiento por parte de las instituciones culturales del Estado. Baste, para ilustrar dicho desencuentro, el dato elocuente de que cada número de esas publicaciones es reseñado en la sección “La isla en peso”, de la revista Encuentro de la cultura cubana, y que, en cambio, ésta importante publicación de la diáspora nunca es mencionada y cuando se le menciona, en medios como el magazine electrónico La Jiribilla, es para descalificarla como “operación” del gobierno de Estados Unidos y la CIA.  
      Así como, después de diez años y cuarenta y tres números, Encuentro no existe, tampoco existen decenas de escritores de la diáspora con una obra internacionalmente reconocida por prestigiosas editoriales de la lengua castellana y, en algunos casos, merecedores de los más importantes premios literarios concedidos a autores cubanos en los últimos quince años. Pienso, naturalmente, en los poetas Raúl Rivero, Manuel Díaz Martínez, Orlando González Esteva, Ramón Fernández Larrea, Néstor Díaz de Villegas y Damaris Calderón, en los narradores Zoé Valdés, Eliseo Alberto, Carlos Victoria, Juan Abreu, Rolando Sánchez Mejías y José Manuel Prieto o en los ensayistas Roberto González Echevarría, Enrico Mario Santí, Gustavo Pérez Firmat, Francisco Morán, Iván de la Nuez y Ernesto Hernández Busto. Ninguno de los últimos libros de estos autores ha sido reseñado en publicaciones de la isla y ni siquiera la prensa habanera ha dado noticia de los premios que algunos han ganado. Hablamos, pues, de escritores que no existen en Cuba porque, según el Ministerio de Cultura, están comprendidos en la categoría de escritores “anticubanos”. La explicación más frecuente en círculos oficiales es que esa literatura no se reseña porque no se edita en la isla, pero hay novelas como Muerte de nadie (2004) de Arturo Arango, editada en República Dominicana y España, que fue enjundiosamente reseñada por Waldo Pérez Cino en la revista Unión.13
    El crítico cubano más especializado en la literatura de la diáspora, Ambrosio Fornet, ha escrito algunos textos donde se expone nítidamente la nueva lógica del límite. En varios dossiers para La Gaceta de Cuba, en su libro Memorias recobradas. Introducción al discurso literario de la diáspora (2000) y en su intervención en la Mesa Redonda “Emigración y Literatura”, a fines del 2005, Fornet sostiene la idea de que la literatura emigrada rescatable es, ante todo, la escrita por autores cubanoamericanos. En este último texto, luego de un merecido elogio a la antología Isla tan dulce y otros relatos de Carlos Espinosa Domínguez –crítico exiliado, miembro del Consejo de Redacción de Encuentro- publicada en 2002 por Letras Cubanas, con prólogo de Francisco López Sacha, Fornet cita, como escritores de la diáspora, sólo a autores cubanoamericanos: Roberto González Echevarría, Gustavo Pérez Firmat, Eliana Rivero, Emilio Bejel, Román de la Campa, Roberto G. Fernández, Achy Obejas, Uva de Aragón… Junto a esa zona “recuperable”, existe otra, despreciable, que es la diáspora de los 90 (Jesús Díaz, Eliseo Alberto, Zoé Valdés, Daína Chaviano, Yanitizia Canetti, Luis Manuel García, Andrés Jorge, José Manuel Prieto, Rolando Sánchez Mejías, Ronaldo Menéndez…), todo un fenómeno literario que Fornet reduce a una “novela anticastrista escrita por antiguos jóvenes castristas” y a una “operación mercantil y política” que, a su juicio, hace que la literatura del exilio “adquiera un segundo aire y, lo que es más grave, empiece a aparecer como que ésa es la literatura cubana”.14
    En un texto más reciente, “La literatura cubana de la diáspora y el dilema de las dos culturas: un testimonio personal” (2006), Fornet vuelve a tratar el tema y vuelve a mencionar, únicamente, a escritores cubanoamericanos: Antonio Vera León, Oscar Hijuelos, Lourdes Tomás, Cristina García, Gustavo Pérez Firmat y Eliana Rivero.15  Más allá de que es en esa literatura donde Fornet puede rearticular el viejo problema de la lengua, un enfoque heredado de Pedro Henríquez Ureña y el más rancio hispanismo peninsular, la identificación de la diáspora con la literatura cubanoamericana responde a otras motivaciones que podrían leerse en clave psicoanalítica y que operan una despolitización del exilio. De hecho, esa literatura representa para Fornet y otros intelectuales orgánicos de la isla una creación, no del exilio, sino de los hijos del exilio, es decir, una literatura escrita por la descendencia étnica del enemigo. El sujeto “cubanoamericano” es asumido en esa crítica oficial como no “responsable” de su exilio, a diferencia, por ejemplo, de exilios deliberados y autoconscientes como los de Lino Novás Calvo, Enrique Labrador Ruiz, Carlos Montenegro, Guillermo Cabrera Infante y, después, Reinaldo Arenas, Antonio Benítez Rojo, Jesús Díaz, Carlos Victoria o Zoé Valdés.       
    El arte de borrar al escritor y al artista exiliado, en Cuba, se ha vuelto tan sofisticado que hoy constituye toda una dialéctica de visibilidad y ocultamiento. En el número 46 de la revista Temas, por ejemplo, se publica el interesante ensayo “El triángulo invisible del siglo XX cubano: raza, literatura y nación” de Roberto Zurbano, que ganó una mención en el concurso de dicha revista en 2005. Este texto propone una exhaustiva reconstrucción de la literatura negra en Cuba, desde los años de Ediciones El Puente hasta la actualidad, y proyecta esa arqueología sobre el cuestionamiento de la hegemonía histórica de un canon nacional de las letras, edificado a partir de las demandas de legitimación de la élite blanca postcolonial. En el inventario de Zurbano, que va de Walterio Carbonell a Victor Fowler, de Nancy Morejón a Caridad Atencio y de Jesús Cos Causse a Ana Cairo, no falta nadie -blanco o negro- que, en la isla, haya realizado una contribución importante a la literatura afrocubana y a su teorización contemporánea.16
    Sin embargo, el ensayo de Zurbano traza una línea de tensión con la diáspora y excluye a intelectuales negros o a teóricos de la cultura cubana que han tratado el tema racial desde el exilio. Zurbano dedica algunos comentarios a Lourdes Casal, Esteban Luis Cárdenas y Pedro Pérez Sarduy, pero, dado el empeño de visualización abarcadora de su texto, cabría preguntarse por qué no se mencionan o se citan a Celia Cruz, Paquito D'Rivera, Bebo Valdés, Guido Llinás, Natalio Galán, Manuel Moreno Fraginals, Rafael Fermoselle, Antonio Benítez Rojo, Alejandro de la Fuente, Velia Cecilia Bobes, Octavio di Leo, Robin D. Moore, Aline Helg, Carlos Moore, Enrique Patterson, Jorge Pomar, Miguel Cabrera Peña, Francisco Morán, Rogelio Saunders, Rafael Saumell y tantos otros. En marzo de 2001, el diario electrónico Encuentro en la Red publicó la polémica “Raza, canon, tradición”, suscitada por un artículo de Ernesto Hernández Busto, y en la que intervinieron Rolando Sánchez Mejías, Jorge Camacho, Jorge Ferrer y Rogelio Saunders y donde fueron tratados la mayoría de los temas abordados por Zurbano.17  Pero estas referencias exiliadas son invisibles en el campo intelectual de la isla.
    La tensión con el espacio literario de la diáspora se vuelve más clara en el pasaje sobre Zoé Valdés. A propósito de un fragmento de la noveleta La hija del embajador, Zurbano afirma que la asunción de una identidad racial, cuyos ascendentes mulatos y chinos han sido afirmados por esta autora en varias de sus obras, también “puede resultar aberrante y manipuladora”, ya que la “construcción de una identidad ‘cubana’ en el mundo editorial europeo que signa los libros de Zoé Valdés se torna cínica..., discriminando sus partes ’desechables’ y asumiendo con toda naturalidad los códigos eurocéntricos con que funcionan sus libros en ese mercado”.18  En la nota al pie, Zurbano va más allá y reproduce un tópico del aparato de legitimación del régimen cubano: “esta visión identitaria -la de Valdés y el mercado europeo- forma parte de una intencionalidad más que ideológica, politizada de su autora”.19  Como si no fuera ideológica y politizada la propia literatura negra que, con tanta elocuencia, Zurbano reivindica.
     De manera que buena parte de los prejuicios y ocultamientos de la diáspora que se construyen en la Habana están relacionados con una visión diabólica del mercado editorial en lengua castellana. Una visión, por cierto, que intencionadamente desconoce el hecho de que son cada vez más los escritores de la isla (Miguel Barnet, Lisandro Otero, Ambrosio Fornet, Antón Arrufat, Leonardo Padura, Arturo Arango, Pedro Juan Gutiérrez, Abel Prieto, Pedro de Jesús, Jorge Ángel Pérez, Ena Lucía Portela, Wendy Guerra, Senel Paz...) que publican en editoriales iberoamericanas. Uno de esos escritores, con decenas de libros publicados fuera de Cuba, propuso, en un número reciente de la revista La letra del escriba, una de las formulaciones más nítidas de la concepción oficial del mercado editorial que rige la política cultural cubana y por la cual se justifica la invisibilidad de escritores de la diáspora. En el artículo “Éxito y literatura. ¿Creatividad o mercado?”, encargado por el director de la publicación, Edel Morales, escribe Lisandro Otero:

En cuanto al timbre de calidad que imponen las editoriales prestigiosas, sabemos que en los tiempos de la Guerra Fría la categorización que aporta un sello editorial se usó con fines políticos. Autores mediocres fueron publicados profusamente, rodeados de una considerable propaganda mediática, como es el caso de Planeta con Zoé Valdés, por la ácida agresividad demostrada por la autora contra la Revolución Cubana. Muchos escritores estimaron que una manera rápida de avanzar en el orbe editorial era mostrar distintos matices de disidencia. Los hubo que dieron el salto al enemigo esperanzados en poder obtener la ansiada legitimación más por su posición política que por la perfección de su escritura.20

Y más adelante, Otero, quien publicó sus memorias Llover sobre mojado (1999), precisamente, en Planeta, y quien, todavía a principios de los 90 publicaba en Le Monde y El País, formula el siguiente juicio sobre el Grupo Prisa:

Los nuevos amos son inmensos holdings insertados en lo que se llama la industria de la comunicación, y están ligados a periódicos, revistas, cadenas de radio y televisión. La aparición de consorcios editoriales españoles poderosos, como el surgido en torno al periódico El País, el llamado Grupo Prisa, fue posible por el dinero que la CIA canalizó hacia el PSOE español a través e la Fundación Alemana Friedrich Ebert. El padre de esa iniciativa fue el socialdemócrata Willy Brandt.21

Formulaciones como ésta, tan propias de la Guerra Fría -Otero, por cierto, fecha mal la obra de Valdés, ya que ésta ha sido publicada, casi toda, después de la caída del Muro de Berlín- y tan frecuentes, aún, en el campo intelectual de la isla, trasladan las diferencias políticas y estéticas al plano policíaco de la contrainteligencia, sin dejar margen alguno, ya no para el pluralismo, sino para cualquier debate. Pero, a pesar de su exageración, esta idea del mercado editorial como una instancia de perversión política de la literatura está muy difundida entre las élites intelectuales de la isla y constituye el sustrato de buena parte del desconocimiento oficial de la diáspora como agente de la cultura nacional. Otra muestra del escamoteo y la invalidación de la literatura exiliada, en ese mismo número de La letra del escriba es el fragmento del libro Por el camino de la mar o Nosotros, los cubanos, publicado por Ediciones Boloña, la editorial del historiador de la ciudad, Eusebio Leal, en el que Guillermo Rodríguez Rivera lanza una voz de alarma en torno una “peligrosa tendencia a la desacralización martiana” que se observa “entre algunos jóvenes” y agrega: “al menos, dos de ellos son exiliados”.22  Resulta que uno de esos dos “jóvenes”, a quienes se refiere Rodríguez Rivera, es Antonio José Ponte, quien entonces vivía en la Habana, pero, dada su invisibilidad en el campo intelectual de la isla, era asumido por el poder como un exiliado más.
    Sin citar el ensayo “El abrigo de aire” de Ponte, publicado en el número 16/17 de Encuentro -una revista incitable, pero en la que ha colaborado, por lo menos, diez veces-, Rodríguez Rivera afirma que esa lectura de Martí “funciona con la misma mentalidad de los magnicidas gratuitos o de Eróstrato quemando el templo de Diana de Éfeso, simplemente para conseguir un insano protagonismo. Es un puro acto escandaloso que quiere procurarse el auditorio que los escándalos confieren. Se trata de alcanzar, si no la fama, al menos notoriedad”.23  Baste este breve pasaje del rico ensayo de Ponte para desmentir la airada lectura de Rodríguez Rivera: “imaginó una nación e hizo la palabra Cuba su bajo obstinado. Imaginó un estilo arrasador, sublime, grave, que puede a veces llamarse, peyorativamente, patético. Imaginó para sí una existencia de mártir, la tuvo fatalmente, y a causa de esto se llenó de referencias a su propio cuerpo martirizado. Sus cartas, por ejemplo, están llenas de alusiones a un cuerpo devastado que todavía persiste, a un espíritu que alcanzaba a erguirse penosamente”.24
    En ese mismo número de La letra del escriba encontramos otro gesto de desprecio a la cultura del exilio, aunque diferido hacia la arqueología selectiva o el lavado de memoria: una práctica cada vez más recurrente en la política cultural cubana. Los editores de la publicación, con el fin de promover la antología de artículos de Lino Novás Calvo, Periodista encontrado (Matanzas, Ediciones Aldabón, 2004), coordinada por Norge Céspedes Díaz, insertaron el texto “El entierro de Pablo de la Torriente Brau”.25  A pesar de haber sido escrito en 1957, cuando Novás Calvo ya estaba de vuelta de su comunismo juvenil, el artículo es una evocación emotiva, en pleno batistato, de la muerte del joven socialista por un veterano del exilio republicano. Pero ni la antología de Céspedes ni el adelanto de La letra del escriba, así como ninguna de las “recuperaciones” de la obra de Novás Calvo en los últimos años -desde el prólogo de Jesús Díaz a la Obra narrativa (Letras Cubanas, 1990) hasta los trabajos recientes de la estudiosa Cira Romero-, asume con respeto el desenlace anticastrista del autor de Pedro Blanco, el negrero. Para que esto último se produzca tendría que admitirse algo elemental en cualquier cultura democrática, pero inconcebible en una totalitaria como la cubana: que los opositores existen, tienen historia y escriben buena literatura.
    Como ha sucedido con otros clásicos del exilio, Lydia Cabrera, Gastón Baquero, Severo Sarduy y, más recientemente, Eugenio Florit -a quien en 2003, ediciones Unión dedicó una Órbita, coordinada por Bertha Hernández, Jesús David Curbelo y Virgilio López Lemus-, basta con que un autor importante, residente fuera de la isla y con posiciones críticas frente al régimen cubano, se muera para que muy pronto se ponga en marcha la ceremonia del “rescate”. Aún en casos de irreductible vehemencia opositora, como Guillermo Cabrera Infante y Jesús Díaz, esta maquinaria avanza, si bien tímidamente. En el último número de 2005, de La Gaceta de Cuba, por ejemplo, apareció el bien titulado artículo “Chicho Charol y la isla. Entrada al universo literario de Guillermo Cabrera Infante” de Jorge Fornet. Allí, luego de reiterarse el tópico oficial de que Cabrera Infante no fue publicado en Cuba porque él no quiso, ya que “era un autor más interesado en la confrontación que en la conciliación”, asistimos a la primera valoración global de la obra de Cabrera Infante en una publicación oficial cubana.26  Una valoración espléndida, por suerte, que no se ciñe a la obra narrativa de Cabrera Infante sino a toda su prosa, incluida la política, y que, por tanto, tiene muy poco que ver ya con aquel juicio aduanero, formulado por Abel Prieto en su ensayo “Cultura, cubanidad, cubanía” (1994), texto básico de la nueva política cultural:

La línea ética que atraviesa la cubanía, tiene que resultarle indigerible a un anexionista como Cabrera Infante... Sólo un anexionista ganado por la geopolítica y por alguna tardía lectura de Sarmiento podría colocarse así ante el mapa de la isla. Está perdido, no puede entender nada: es un infante difunto, yerto, exánime, separado para siempre de los jugos subterráneos de lo cubano. Un anexionista puede sentirse cómodo en la cubanidad de la periferia, y puede incluso enriquecerla con bromas y textos antológicos; pero le está vedada la cubanía más honda, la cubanía de la resistencia, la que acumula creación y espíritu para la patria.27

En el caso de Jesús Díaz, la reciente edición en inglés de Las iniciales de la tierra por Duke University Press, en traducción de Kathleen Ross, prólogo de Fredric Jameson y epílogo de Ambrosio Fornet, aunque se trate de un acontecimiento editorial fuera de Cuba, ofrece una buena idea de la obra del autor de Las palabras perdidas que las instituciones oficiales de la cultura cubana y sus leales críticos están dispuestos a reconocer: la obra producida del “lado de la Revolución”, “con Fidel”, aquella que se extiende desde Los años duros (1966) hasta el exilio de Díaz en 1991.28  Las cinco novelas que escribió fuera de Cuba y los 25 números de la revista Encuentro, que dirigió hasta su muerte en Madrid, en 2002, forman parte de una obra no sólo irreconocible, sino atacable, por pertenecer a la categoría de cultura anticubana. Esta mutilación de biografías intelectuales se aplica también a otros célebres exiliados de los últimos quince años, como el historiador Manuel Moreno Fraginals y el poeta Raúl Rivero. El primero es sólo el autor de El Ingenio (1964), no de Cuba/España. España/Cuba (1995), y el segundo, a pesar de decenas de poemarios posteriores, es asumido como el eterno autor de Poesía sobre la tierra (1972).
    Esta idea telúrica de la literatura nacional queda claramente plasmada en una de las respuestas que el escritor Senel Paz dio recientemente al periodista Miguel Ángel Valdés Lizano, del periódico Escambray de Sancti Espíritus:

Muchos creadores (exiliados) nunca superaron lo que escribieron en Cuba. La relación de un artista con su espacio es vital y casi siempre el vínculo directo, genuino, se quiebra con la lejanía. Las obras escritas en el exterior, que de alguna forma pudieran considerarse cubanas, se encuentran más marcadas por la nostalgia que por el espíritu de la isla. Ellos rearman sobre la nostalgia una Cuba-otra. Fuera de esta perspectiva traumática no ha madurado una literatura que refleje nuestra identidad real, porque Suecia podrá producir muy buenos suecos; España, muy buenos españoles, pero solamente aquí pueden producirse cubanos. Algunos escritores abandonaron muy jóvenes nuestros países y su marco referencial se tornó exiguo, subjetivo. Otros, más que por valores estéticos, han trascendido por sus posiciones políticas.29

    A mediados de los años 80, Maurice Blanchot y Jean Luc Nancy, a partir de las reflexiones de Georges Bataille sobre la pérdida de la comunidad sagrada, formularon, cada uno a su manera, una mínima teoría de la interdicción política. El primero la llamó “comunidad inconfesable” o indecible y el segundo “comunidad desobrada”, sin obra. Eso es la diáspora en el campo intelectual cubano contemporáneo: una parte maldita, un límite radical, un silencio a voces, una creación desobrada. El "comunismo literario", como decía Nancy, al no tolerar nada exterior, nada que no pueda ser integrado a su producción de sentidos, impone una “partición de la soberanía”, una “exposición del límite”.30  En medio de esa fractura lo único que puede comunicarse y compartirse es el desobramiento de un país literario, la escritura de lo político como trazado de fronteras, como éxtasis de una singularidad.

Notas

1. Abel Prieto, “Cultura, cubanidad y cubanía”, Conferencia ‘La Nación y la Emigración’, La Habana, Editora Política, 1994, pp. 75-80.

2. Gabriel García Márquez, El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, México, Editorial Diana, 1993; Frei Betto, Fidel y la religión, La Habana, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 1985; Gianni Miná, Un encuentro con Fidel, La Habana, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 1987; Tad Szulc, Fidel. Un retrato crítico, Barcelona, Grijalbo, 1987; Georgie Anne Geyer, Guerrilla Prince. The Untold Story of Fidel Castro, Boston, Little, Brown, and Company, 1991; Sebastián Balfour, Castro, Madrid, Biblioteca Nueva, 1995; Jean Pierre Clerc, Las cuatro estaciones de Fidel Castro. Una biografía política, Madrid, Aguilar, 1997; Claudia Furiati, Fidel Castro. La historia me absolverá, Barcelona, Plaza y Janés, 2003; Norberto Fuentes, La autobiografía de Fidel Castro. 1. El paraíso de los otros, Barcelona, Destino, 2004; Serge Raffy, Fidel Castro, el desleal, Madrid, Aguilar, 2005.

3. Richard Overy, The Dictators. Hitler’s Germany, Stalin’s Russia, New York, W.W. Norton and Company, 2004, pp. 98-131; Donald Rayfield, Stalin and his Hagmen. The Tyrant and Those Who Killed for Him, New York, Random House, 2004, pp. 423-472.

4. Manuel Vázquez Montalbán, Y Dios entró en la Habana, Madrid, Aguilar, 1998, p. 301.

5. Luis Conte Agüero, Cartas del presidio, La Habana, Editorial Lex, 1959; Fidel Castro, La historia de absolverá, La Habana, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 1993.

6. Gabriel García Márquez, Op. Cit., pp. 158-159.

7. Ignacio Ramonet, Fidel Castro. Biografía a dos voces, Barcelona, Debate, 2006, pp. 192-193.

8. Ibid, pp. 193 y 539.

9. Ibid, pp. 27 y 477.

10. Ibid, p. 80.

11.  Ibid, p. 412.

12. Ángel Esteban y Stéphanie Panicheli, Gabo y Fidel. El paisaje de una amistad, Madrid, Espasa Calpe, 2004, pp. 218-219.

13. Waldo Pérez Cino, “Nadie en Calicito”, Unión. Revista de Literatura y Arte, núms. 55/56, julio-diciembre de 2004, pp. 90-92.

14. Ambrosio Fornet, “Emigración y Literatura”, Ventana. Portal Informativo de la Casa de las Américas, 22 de noviembre, 2005.

15. Ambrosio Fornet, “La literatura cubana de la diáspora y el dilema de las dos culturas: un testimonio personal”, La Gaceta de Cuba, Núm. 6, noviembre-diciembre, 2006, pp. 42-46.

16. Roberto Zurbano, “El triángulo invisible del silgo XX cubano: raza, literatura, nación”, Temas. Cultura. Ideología. Sociedad, Núm. 46, abril-junio, 2006, pp. 111-123.

17. Ernesto Hernández Busto, Inventario de saldos. Apuntes sobre literatura cubana, Madrid, Colibrí, 2005, pp. 165-180.

18. Roberto Zurbano, Op. Cit., p. 119.

19.  Ibid, p. 123.

20.  Lisandro Otero, “Éxito y literatura ¿Creatividad o mercado?”, La letra del escriba, Núm. 45, noviembre de 2005, p. 2.

21.  Ibid, p. 3.

22.  Guillermo Rodríguez Rivera, “Por los caminos de la mar. Los cubanos”, La letra del escriba, Núm. 45, noviembre de 2005, p. 7. Ver también Guillermo Rodríguez Rivera, Por los caminos de la mar o Nosotros, los cubanos, La Habana, Ediciones Boloña, 2006, pp. 92-94.

23.  Ibid.

24.  Antonio José Ponte, El libro perdido de los origenistas, México, Aldus, 2002, 114.

25.  Lino Novás Calvo, “El entierro de Pablo de la Torriente Brau”, La letra del escriba, Npum. 45, noviembre de 2005, p. 9.

26.  Jorge Fornet, “Chicho Charol y la isla. Entrada al universo literario de Guillermo Cabrera Infante”, La Gaceta de Cuba, Núm. 6, noviembre-diciembre de 2005, pp. 59-61.

27.  Abel Prieto, “Cultura, cubanidad, cubanía”, Conferencia ‘La Nación y la Emigración’, La Habana, Editora Política, 1994.

28.  Jesús Díaz, The Initials of the Earth, Duke University Press, 2006, pp. 410-420. En su reseña “Living With Fidel”, Terrence Rafferty captó muy bien la idea trasmitida por Fornet y Jameson en sus textos: la literatura “revolucionaria” es la única con “sentido histórico” en la obra de Díaz y todos los escritores cubanos de la segunda mitad del siglo XX. The New York Times Book Review, January 7, 2007, p. 16.

29.  Alejandro Armengol, “La fábrica de cubanos”, Cuaderno de Cuba (blog de El Nuevo Herald), 4/11/06.

30.  Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable, Madrid, Arena, 2001; Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada, Madrid, Arena, 2001, pp. 76-77.  

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