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Peregrinación al cementerio: dos reflexiones sobre Casal

(Nota introductoria)

Francisco Morán

    A continuación ofrecemos, invirtiendo su orden cronológico, las contribuciones de Pedro Henríquez Ureña y de Manuel Márquez Sterling para El Fígaro, en ocasión de conmemorarse un aniversario más de la muerte de Casal. Estos trabajos fueron reproducidos en el volumen 1 de la «Edición del Centenario» de las Prosas del poeta.
    Fueron los redactores de El Fígaro quienes instituyeron la peregrinación a la tumba de Casal cada 21 de octubre. Una vez en el lugar, se hacía la fotografía del grupo, se depositaban flores y un escritor, previamente designado, leía un texto preparado para la ocasión. En 1910, como el aniversario coincidió con la visita de Darío a La Habana, le correspondió a éste leer las palabras en el cementerio. A Henríquez Ureña le llegó el turno cuatro años más tarde, en 1914. En cuanto a Márquez Sterling, éste cumplió con el mismo encargo en 1902, es decir, mucho antes que Darío y que el crítico dominicano.

I

    Tanto Henríquez Ureña como Márquez Sterling mencionan el supuesto  “olvido” en que había caído Casal. Decimos “supuesto” porque hacia la época en que escribe el primero, ya los poetas orientales – con José Manuel Poveda a la cabeza – estaban enfrascados en la organización de un amplio homenaje a Casal. Debe notarse, sin embargo, que mientras Henríquez Ureña registra meramente un hecho – el cual rebasa incluso el caso específico de Casal, puesto que se afirma que el mundo literario es “olvidadizo en ocasiones” – el tono de Márquez Sterling, en cambio, se caracteriza por un reproche de punzante ironía.
    Henríquez Ureña explica el “olvido” de Casal de manera bastante ambigua. Al principio parece que la fundamención es de índole académica: “Cambiaron los tiempos; todo se transformó; cambió, entre otras cosas, la orientación literaria, y no para bien.”  Pero, cuando el “vulgo” entra en escena, la argumentación patina: “Como el gusto dio un salto atrás, y volvió a un romanticismo sin color, sin elegancia, Casal, nunca leído, pero tildado de modernista, quedó en desgracia a los ojos del vulgo.” ¿Lo que cambia es la “orientación literaria” del “vulgo”? ¿El “vulgo” no lee a Casal porque éste era tildado de modernista? ¿Desde cuándo éstas han sido las preocupaciones del “vulgo”? De todo esto resulta que “la actual generación” [¿de escritores?] que supuestamente no conocía a Casal y el “vulgo” vienen a ser prácticamente una misma cosa.
    De todas maneras, la orientación crítica de Henríquez Ureña es, en efecto, académica; academicista sobre todo. El poeta y su obra quedan restringidos a un problema de orientación de escuela: ¿modernista o romántico?  Y el dictamen, por supuesto, va a lo segundo. No es tanto el “vulgo,” – que probablemente no leía a Casal – ni tampoco “la nueva generación” – sobre la que Henríquez Ureña no estaba muy bien informado – sino la crítica academicista la que negaba no sólo el modernismo de Casal, sino que eso hubiese ocurrido en Cuba.
    Según Henríquez Ureña, lo que hace romántico a Casal es su voz confesional. El problema con esto es siempre el mismo. Nos hablan de la “perpetua confesión íntima” de Casal, pero no nos dicen qué es lo confesado.  Entonces, claro, se mencionan la “herida interna,” el conflicto “profundo y singular,” y se salta al diagnóstico clínico: Casal es “el más interesante problema psicológico de la literatura cubana.” Y en la tierra paz y en el cielo gloria.

II
   
    Márquez Sterling dejó en el breve artículo que aquí ofrecemos, posiblemente la lectura más original, justa e inteligente de Casal hecha por cualquiera de sus contemporáneos, Martí incluido. Observemos que el olvido de que habla es uno que está por venir, y que más que del olvido que no recuerda, se trata del olvido que borbotea en la indiferencia con que se llevan a cabo, sin meditar, los rituales más convencionales de la memoria: la peregrinación al monumento funerario, las palabras de ocasión, los versos que se recitan, las flores que son depositadas, gestos, en fin, que ya no significan nada.
    Lo que Márquez Sterling observa con agudeza, no es la indiferencia o el olvido de los escritores, sino el soterrado desprecio de la Nación que obliga a pasar a éstos, una y otra vez, por el filtro de la “conmoción política.” Es el rito de pasaje de los poetas cubanos: o se van a la guerra y se alinean políticamente, o se les repudia con la alienación. “Le fue adversa la época en que comenzó su desenvolvimiento,” comenta Márquez Sterling, “pero más adversa le fue aún, para su memoria, la conmoción política que borró, de la conciencia cubana, el espíritu del artista soberano.” La ironía, fina y certera, contrasta el impulso soberano de la conmoción política que resulta, paradójicamente, en la supresión del artista soberano, de su memoria.
    Lo novedoso es que Márquez Sterling invierte la lectura tradicional del supuesto “exotismo” de Casal. No es que el poeta fuese afrancesado, o que hubiese vivido mentalmente en París sin importarle lo que sucedía en Cuba, sino que son el país y el ambiente nacional los que exotizan a Casal: “Para nosotros, un poeta como Casal era un exceso al que no resistíamos por falta de preparación; no nos era posible, tampoco, estimularle, y lentamente, como una luz que oscila y describe enigmas en la sombra, el poeta fue haciéndose exótico.” Es el país el que resiste al exceso, al crecimiento rizomático, transgresor, de la escritura casaliana. Era la hora de los hornos - pero ¿cuándo no lo ha sido? - y había que trazar la raya en el suelo. Casal, en cambio, zigzaguea, no se deja enfocar, encuadrar por las demandas políticas de su tiempo.                             
    Márquez Sterling, me atrevo a decir, es el único de los contemporáneos de Casal que tiene algo que decirnos sobre él, pero también sobre nosotros mismos:

Nuestra juventud literaria que si no está bien preparada, encuentra un campo que puede fecundar, comienza a echar sobre el pasado sus ojos y concluirá por ver mucha hojarasca en los inmortales, en los consagrados por el patriotismo, y por descubrir joyas de arte en donde nadie quiso detenerse. Estamos en un período de germinación en el que podrán brillar algunos que salvaron su lira en los estremecimientos revolucionarios.

    Si hay algo que podemos agradecerle a Casal esto es, en efecto, que salvara su lira de los “estremecimientos revolucionarios,” y que, por lo mismo, salvara la nuestra. Porque, después de todo, una vez que pasan las banderas, los tanques victoriosos, y las ráfagas de la alegría, siempre hay que volver a empezar por el principio, correr - como lo sabe muy bien Ponte - a esconder o a desenterrar el libro, llamar de nuevo en las tumbas de los poetas soberanos (los ensimismados, los tercos) y trabajar laboriosamente para traerlos de vuelta. Y para merecerlos.





Ante la tumba de Casal

Pedro Henríquez Ureña

     Año tras año, la piadosa peregrinación al sepulcro de Casal, instituida por El Fígaro, se esfuerza por traer a la memoria del mundo literario, olvidadizo en ocasiones, la figura del más personal de los poetas cubanos. Bien está, que así, mientras llega la hora, queda señalado el camino a la reparación.
     La obra de Julián del Casal, como toda la producción literaria de Cuba en los años inmediatamente anteriores a la independencia, ha quedado sumida en olvido extraño. Para leerle hay que acudir a las ediciones primitivas y únicas de sus tres libros, ya raras: sólo de Nieve conozco una reimpresión, antigua ya y rarísima, hecha en México con prólogo de Luis G. Urbina. La actual generación no lo conoce. Fuera de Cuba, sólo le queda el nombre de gran poeta. En Cuba, quizá ni eso, salvo para corto grupo de iniciados. Cambiaron los tiempos; todo se transformó; cambió, entre otras cosas, la orientación literaria, y no para bien. Como el gusto dio un salto atrás, y volvió a un romanticismo sin color, sin elegancia, Casal, nunca leído, pero tildado de modernista, quedó en desgracia a los ojos del vulgo.
     Hoy, sin embargo, el profano que lea los versos de Casal se asombrará al encontrarlos exentos, o poco menos de modernismo. A esta designación asocia el público de hoy libertades métricas, audacias verbales, sutilezas de emoción; y Casal, que conoció a Baudelaire, es decir, al iniciador apenas de la literatura decadente, no recibió el influjo de la evolución posterior y superior de la poesía francesa hacia el arte fino y profundo del símbolo. Ante nuestros ojos de hoy, Casal está más cerca del romanticismo que del simbo1ismo. Es verdad que todas las corrientes del arte contemporáneo son derivaciones de la romántica; pero Casal está lejos de la más reciente. Del modernismo hispanoamericano se le considera fundador, con Martí, Gutiérrez Nájera y Rubén Darío. En realidad, sólo éste último ha sido plenamente renovador. Los demás son precursores.
     De Gutiérrez Nájera dijo Justo Sierra que es «la flor de otoño del romanticismo mexicano». Cosa semejante acaso deba decirse sobre Casal en Cuba. Es el poeta cubano que realiza mejor este ideal del romántico: confesarse íntegramente en versos. Ni a la Avellaneda ni a Heredia se le clasifica, por la forma, en el romanticismo; en lo interno, tampoco les domina la pasión romántica de la auto-revelación.
     Romántico todavía por su estilo (en que hay mucho menos esfuerzo de depuración del que vienen exigiendo los gustos posteriores), romántico por su perpetua confesión íntima, Casal se nos muestra oscilando entre dos tendencias: la una, su pesimismo, la melancolía trágica de su espíritu; la otra, su pasión por el arte, la fascinación que sobre sus ojos ejercía el mundo exterior, su maravillosa percepción de formas y colores (léase, si no, el deslumbrador Camino de Damasco), las cuales no bastaban, sin embargo, a hacerle olvidar la herida interna. Singular y profundo conflicto, que el poeta expresó a veces, como en el soneto que termina

            ...sólo siento
ansia infinita de llorar a solas,

y el final de las intensas Páginas de vida:

... Miro cuanto a mi ludo gozoso existe,
y pregunto, con lágrimas en los ojos:
¿Por qué has hecho, Dios mío, mi alma tan  triste?

     Por ese conflicto interno, es Julián del Casal el más interesante problema psicológico de la literatura cubana. Por él, y por su indiscutible superioridad artística, debe estudiarle con entendimiento de simpatía la actual generación cubana.

El Fígaro, octubre 25 de 1914


El espíritu de Casal

Manuel Márquez Sterling

     En un diario, acabo de leer estas líneas escritas por un íntimo de Julián del Casal:
«Hoy hace nueve años que dejó de existir en plena juventud y cuando ya su gran talento e inspiración eran geniales, el soñador y exquisito artista de Hojas al viento, Nieve y Bustos y Rimas, los tres primorosos libros que tanta fama dieron al poeta cubano, más apreciado fuera de su patria – triste es decirlo – que en su patria misma. Sin embargo, su memoria agrandada por el cariño de fieles amigos y de otros que, sin haberlo conocido, lo aman y admiran, perdura en Cuba.
Otra vez han de ir hoy, a la tumba que guarda sus restos, a recitar sus versos y a llevarle flores, los que nunca lo olvidan.»
     Y, en efecto, fueron. En la mesa de un café oí hablar del poeta y de su tumba; varios escritores de la nueva generación, opinaban, a capricho, acerca del mérito de Hojas al Viento; algunos bostezaron, en honor del difunto, y en las tinieblas insondables del olvido, me pareció que se perdía, por el plazo de un año, la figura del poeta. El íntimo amigo, el que asume la noble misión de recoger sus cenizas, tocará de nuevo, en el próximo aniversario, a la puerta de los pocos elegidos, y extenderá su mano en demanda de una limosna, la limosna de una lágrima para el poeta muerto.
Casal fue un error de las musas, que le enviaron a esta tierra anticipadamente. Le fue adversa la época en que comenzó su desenvolvimiento, pero más adversa le fue aún, para su memoria, la conmoción política que borró, de la conciencia cubana, el espíritu del artista soberano. Murió joven, en los principios de su esplendor, cuando aún no divisaba el término medio de su obra literaria. Tal vez la Naturaleza, compadecida, le arrancó la existencia, rectificando una triste equivocación que dejó, por huella, una ternura infinita en corazones piadosos.
     Para nosotros, un poeta como Casal era un exceso al que no resistíamos por falta de preparación; no nos era posible, tampoco, estimularle, y lentamente, como una luz que oscila y describe enigmas en la sombra, el poeta fue haciéndose exótico. No pudo ejercer la influencia que su arte necesitaba; no tuvo horizonte; su verso palpitaba solo, en el hastío de su retiro, y la vida, para él, era algo triste, una cueva insoportable, de la que tenía que escapar, con las alas que al espíritu lleva la muerte. Este proceso pasó inadvertido para las multitudes; su fin se lamentó porque las gentes le consideraban un «buen muchacho, un muchacho de talento...» y sus versos, reproducidos con escasa frecuencia, eran gemidos de ultratumba que apenas lograban conmover a los mismos que hoy van a recitar sus versos y a llevarle flores...
     Fuera de Cuba, en la inmensidad sudamericana, en donde vive y prospera tanto poeta medianejo, su obra fue más preciada, su nombre obtuvo más gloria, y acaso ejerció un influjo de que aquí apenas nos damos cuenta. Allá, el arte tiene campo, aquí el arte es una mentira. Allá la obra tiene su valor, el mérito tiene su premio, como la religión su altar sagrado. Aquí nuestro espíritu, enfermo, no se detiene a libar, en los buenos versos, el ritmo divino, y allá recogen, sin propósito deliberado, las flores que aquí no nos sirven.
     Nuestra juventud literaria que si no está bien preparada, encuentra un campo que puede fecundar, comienza a echar sobre el pasado sus ojos y concluirá por ver mucha hojarasca en los inmortales, en los consagrados por el patriotismo, y por descubrir joyas de arte en donde nadie quiso detenerse. Estamos en un período de germinación en el que podrán brillar algunos que salvaron su lira en los estremecimientos revolucionarios.
     Tendremos, al fin, más lectores y más adictos, los que borrajeamos cuartillas; se harán ediciones de la obra de Casal, se recogerá del montón anónimo lo que consérvase en viejas revistas, ignorado ya por los que no fueron de su tiempo, y cada año, mientras viva el fiel amigo, tendrá el poeta sobre su tumba la limosna de una lágrima y recitarán en ella sus versos y la cubrirán de flores los que nunca le olvidan...

Octubre, 1902.
El Fígaro, octubre 26, 1902. 

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