Todos
los caminos conducen al templo (Respuesta a las preocupaciones del escritor Antonio José Ponte) Argel Calcines Me he convencido estos días de que pertenezco a unas fuerzas de ocupación de La Habana, a las fuerzas de Cosmópolis. No llevamos casacas rojas como los ingleses en 1762; somos una tropa variopinta — sin uniforme — de historiadores, arquitectos, arqueólogos, restauradores, museólogos… que, al mando de Eusebio Leal Spengler, hemos sitiado el Centro Histórico y avanzamos peligrosamente por la Avenida del Puerto en forma extraña y dispareja…, al punto que estamos causando preocupación a un escritor cubano que reporta desde Madrid. Le preocupa a Antonio José Ponte que en 1998 hayamos creado un pequeño parque en memoria de Lady Diana, apenas seis meses después que miles de flores cubrieran el lago de Althorp, donde fuera sepultada la princesa de Gales. Quizás tenga razón: eso de haber plantado no ya flores, sino un jardín permanente a una mujer tan hermosa y generosa como desdichada resulta un acto riesgoso. Y es que podrían darse cita aquí todos los amantes del mundo que, por una u otra razón, han tenido que esconderse de la mirada pública, del infierno que es la mirada de los otros. Tal vez alguien como Ponte hubiera deseado dedicarle un jardín a Oscar Wilde o Jorge Luis Borges; yo, personalmente, a Louise Brooks, quien por cierto se dio una escapada relámpago a La Habana en la década de los años 20, huyendo de Hollywood… con su amante. Así, la actriz más enigmática, pero sólo reconocida en la vejez, del cine silente — la protagonista de la mítica La caja de Pandora —, sería recordada como lo es John Lennon en el parque de 17 y 6, en el Vedado… o lo es también alguien mucho más humilde, pero que ahora se hará universal al quedar precisamente perpetuado en bronce: el Caballero de París. Eso de haberle erigido una estatua en la calle Oficios a un psicótico, sí que es un delirio imaginativo de las tropas de Cosmópolis. Sobre todo porque está a pocos metros del jardín dedicado a Diana. ¿Qué pueden unir a una princesa y a un orate en el Centro Histórico de La Habana? Esa cualidad humana que se llama conmiseración: el sentimiento de pena por alguien que padece; compasión, lástima, misericordia, piedad… Esa condición humana era inmensa en alguien de pequeña estatura, enjuta pero firme como una estatua en su fe: Madre Teresa de Calcuta, premio Nobel de la Paz en 1979, quien visitara Cuba en dos ocasiones. Hoy lo sabemos gracias a que lee un devocionario en un rincón de La Habana Vieja, sentada sobre una roca del antiguo Convento de San Francisco de Asís. Alguna vez ella dijo que, cuando le pedía ayuda financiera a la princesa de Gales, la recibía sin reparos. Ese dinero era usado para ayudar a indigentes, leprosos, enfermos del sida, desvalidos… locos que, en otras partes del mundo, yerran como el Caballero de París, sólo que este último fue venerado siempre por los habaneros porque era auténtico en su parafrenia: nunca pidió limosnas. De ahí que su locura tenga de mito poético y nos siga inspirando a nosotros: las tropas de Cosmópolis. ¿Pero qué significa Cosmópolis? El término es muy antiguo y se ha referido siempre a una condición utópica: la idea de que el individuo pueda sentirse ciudadano del mundo. En sentido opuesto, también significa «una ciudad grande en la que vive gente de variadas procedencias». Tras extraerlo por los pelos de una crítica literaria de Manuel de la Cruz a la prosa de Cirilo Villaverde — el debate entre dos escritores cubanos del siglo XIX —, Antonio José Ponte aplica ese término peyorativamente a los especialistas de la Oficina del Historiador de la Ciudad en su artículo «Una catedral rusa para La Habana», publicado en la revista Encuentro en la Red (disponible en http://www.cubaencuentro.com/es/encuentro-en-la-red/cuba/articulos/una-catedral-rusa-para-la-habana/ (gnews)/1166677200), y cuyos refritos han reproducido los periódicos El País (España) y Clarín (Argentina). Sin embargo, ese concepto sigue siendo actual, pues forma parte de las intensas reflexiones urbanísticas que tienen lugar en la era postmoderna, como puede inferirse del excelente ensayo escrito por Leonie Sandercock: Towards Cosmopolis: Planning for Multicultural Cities (John Wiley, Chichester, 1998). Para esta socióloga, «Cosmópolis» es una utopía diferente, que nunca llega a realizarse, sino que hay que construirla continuamente: «Una ciudad/región en la que se establece una conexión genuina con — y respeto y espacio para — el Otro cultural, y la posibilidad de trabajar juntos en asuntos con un destino compartido, un destino como reconocimiento de que nuestros sinos están entretejidos». ¿Podríamos trabajar juntos los cubanos de adentro y afuera con un destino compartido que sea la «utopía diferente» de La Habana Vieja? ¿Podríamos dejar a un lado miserias y rencores para que — al margen de los diferendos políticos — aquí encuentre espacio y respeto el Otro cultural, ya sea de índole racial, religiosa, sexual…? Creo que sí, aunque esa utopía nunca llegue a realizarse, sino haya que construirla continuamente. Por eso me siento orgulloso de pertenecer — como simple editor de la revista Opus Habana — a esa tropa de historiadores, arquitectos, arqueólogos, restauradores, museólogos, carpinteros, herreros, ebanistas, canteros… que seguimos el impulso utópico de Eusebio Leal Spengler. Ellos se multiplicarán en el recién inaugurado Colegio Universitario de San Gerónimo de La Habana, en cuya torre repicarán las campanas originales de la primigenia Universidad cubana cada vez que tengamos una victoria. Y cuando veo levantarse en la Avenida del Puerto los pilares de la Catedral rusa, digo a mis hijos — nacidos en la Unión Soviética como tantos otros —, que son tan rusos como cubanos y fueron bautizados en la iglesia ortodoxa: —Aquí, si así lo desean, podrán venir a profesar la religión de sus antepasados. Como hoy suelen hacerlo católicos, evangélicos, judíos, musulmanes, santeros… que ya tienen sus espacios de culto en La Habana Vieja. Recuerda, Ponte, si hasta ahora perviven la fe, la esperanza, el amor… es porque, a fin de cuentas, quiérase o no… todos los caminos conducen al templo. Respuesta a una Respuesta de Argel Calcines Antonio José Ponte Argel Calcines, editor de la revista Opus Habana que dirige Eusebio Leal Spengler responde a dos artículos míos, publicado uno en el diario digital Encuentro y en la Red y el segundo en El País (reproducido en el diario Clarín de Buenos Aires). Puesto que Calcines se dice editor, no me detendré a explicarle que no se trata de “refritos” sino de dos artículos distintos, uno centrado en algunas nuevas construcciones de La Habana Vieja y el otro dedicado al estado ruinoso de toda La Habana. Tampoco voy a burlarme de las cursilerías que él reparte por sus líneas. (Llama a Lady Diana “mujer tan hermosa y generosa como desdichada”, y uno creería enfrentarse a alguna crónica social o novelita lacrimógena. Por no hablar de la convocatoria que hace a “todos los amantes del mundo que, por una u otra razón, han tenido que esconderse de la mirada pública, del infierno que es la mirada de los otros”.) Y pasaré por alto sus intentos de ironizar, puesto que la ironía, ligada a lo cursi, es pólvora húmeda. Calcines se preocupa de justificar cada estatua levantada por el equipo de Eusebio Leal Spengler, justifica las nuevas catedrales ortodoxas de La Habana, griega y rusa. Nada dice, sin embargo, de la apremiante necesidad de viviendas en La Habana Vieja (y otros municipios), mientras él y el equipo liderado por Leal Spengler ejecutan sus fantasías de “thematic park”. En su respuesta, me recomienda “dejar a un lado miserias y rencores” para llegar a reconocer el trabajo hecho por ellos. Y habla de dar espacio y respeto a “el Otro cultural”. En verdad, él y sus colegas dejan a un lado, apartan y pierden de vista, las miserias y rencores de aquellos a quienes se les cae encima la casa mientras ven alzarse en La Habana Vieja nuevas catedrales. Calcines y otros como él apuestan por el género humano, a la par que olvidan a los ejemplares de ese género que les quedan más próximos. Al final de su respuesta, se impulsa en lo hímnico para afirmar que todos los caminos conducen al templo. Pese a que descreo de tal afirmación urbanística, respeto el sentido religioso que la dicta, y me gustaría encomendar a esa religiosidad el versículo de San Marcos (2,27) que reza que el sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado. Es decir, sería recomendable no poner a La Habana por encima de sus moradores, y desvelarse más por la suerte de éstos. Claro que no se me ocurriría esperar a que el último vecino de La Habana Vieja tuviese solucionado su problema de techo para que comenzasen allí las obras de jardines y estatuas y templos. Pero lo que considero criticable (y ya se sabe cuán sensibles a la crítica resultan las instituciones cubanas) es la continua atención a esas labores de adorno mientras que tanta gente vive en condiciones desesperadas. ¿Calcines le recomendaría a éstos un paseo hasta el templo? ¿Visita al parque dedicado a Lady Diana, para aquellas parejas que no encuentran en toda la ciudad hotel o posada o rincón propio donde amarse? ¿Consideraría terapia adecuada para ellos el sonido de “las campanas originales de la primigenia Universidad cubana”? (Su hincapié en la legitimidad de esas campanas procura resacirse de la mamarrachada del campanario, del cual no dice nada.) Pregunta él si no podríamos trabajar juntos, en La Habana Vieja, los cubanos de adentro y de afuera. Hermosa pregunta retórica… Retórica, porque dudo mucho de lo cooperativo que pueda mostrarse quien no admite crítica y echa mano a la ironía para responderla. Pregunta retórica, ya que empieza por creerme exiliado (de otro modo no se entiende su alusión a “cubanos de adentro y de afuera”) para establecer discusión. Y no es casual que las dos respuestas a mis textos de las que he tenido noticias (la de Calcines y una de Zenaida Castro Romeu) me supongan exiliado o poco caminador de las calles habaneras. ¿No parece una manera de reservarse para ellos el derecho de opinión? Para terminar, le ofrezco esta nota biográfica que reciproca la suya sobre la educación religiosa de sus hijos: escribo estas líneas en Madrid, donde me encuentro de visita, pero resido en La Habana Vieja. Si he publicado esos textos fuera de Cuba, ha sido porque ninguna publicación de allá aceptaría incluirlos. Y, menos aún, la editada por Calcines. Gran parte de la población cubana vive hoy en condiciones miserables. La mayoría de las opiniones son hoy, dentro de Cuba, impronunciables. En tanto editor general de una publicación oficial habanera, Argel Calcines se encarga de la censura. En tanto intelectual ocupado en pensar la ciudad, elige cuidadosamente la realidad que se muestra dispuesto a aceptar. La Habana postulada por él está bordada de templos, estatuas y parques. Y deja afuera a mucha, mucha gente. |