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Treno
por la muerte del príncipe Fuminaro Konoye Virgilio Piñera Tan, tan, tin, ton, tun, tran, tren, trin, tron, trun. Para que la representación comience es preciso que el Príncipe Fuminaro Konoye se convierta en: un fósforo, un caballo, un telón de boca un sable, un veneno, un antepasado. Príncipe: ¿está de acuerdo? ¿Conviene usted? El príncipe lleva su mano izquierda a su talón derecho, pone su mano derecha en su última vértebra cervical, los ojos en las plantas de sus pies, dirige su lengua al tope de sus cabellos ralos, hunde el pulgar en su antebrazo marmóreo, coloca el cuello en su ombligo, y dice sí silbantemente. Fuii, fuii, fuii... Se acerca, entorchado, un enano norteamericano. Príncipe: ¿tiene algo que declarar? El príncipe, rayadamente como una cebra, contesta: Ustedes no podrán comprar mi muerte. Acto seguido el príncipe vuelve a su anterior posición, y los jueces asumen la extraña figura del príncipe. La representación se interrumpe breves instantes, esos breves instantes que ellos requieren para salir del magnífico entrabamiento que es el príncipe Fuminaro Konoye. La primera escena es la del fósforo. Será un bello modo de deleitar la sangre de un príncipe, un fósforo terrible para alumbrar su cara y para conversar en la hora del azufre. El príncipe dice: Agradezco esta preferencia en esta hora extrema. El fósforo dice: Frotémonos, príncipe, para que se haga la luz, frotémonos, príncipe, para que las tinieblas sean, deje que me raye en sus riñones con llama azulada, mientras como arroz verde regado con orines, déjeme, príncipe, futuro de tinieblas, futuro de animal indiferente, cancillería dormida, déjeme rascar sus pulmones, yo puedo introducir una mariposa en su sangre, puedo sacar un fosfoaminolípido de su vejiga, déjeme, príncipe Fuminaro Konoye, Fuminaro con una flor en la mano, con un imperio en la boca, con un fuminaro en los labios, con un konoye en la calle, déjeme, graciosamente le suplico, rayarme en su sonrisa asiática. El príncipe responde: Yo soy la caja, yo soy el plano. yo soy el espacio cuadrado, yo soy la cuarta dimensión, tóqueme, huélame, gústeme: soy todo lo que puede ser una caja. Imperiosamente le digo: míreme, soy una caja. Nadie podría juzgarme. Mis jueces concluirían: Imposible que el príncipe Fuminaro Konoye, Criminal de Guerra, pueda ser juzgado bajo la forma de una caja. Grandes risas, estentóreas risas, risas a cataratas, risas apocalípticas, risas fosfóricas, risas hirvientes dicen: Pero el príncipe Fuminaro Konoye no se ha presentado bajo la forma de una caja, el príncipe es una caja en sí mismo. Caja Fuminaro Konoye, inclínate para ser rayado, visiblemente de gigantesca estatura, con grandes flores en la crin del caballo y flores diminutas en el yelmo, con cuarta dimensión, con grandes chorros de azufre por canales de alabastro, y con tan magnífica sequedad que el Príncipe-Caja seca el llanto de su pueblo en la hora suprema. Déjame rayarte, raya, rayadamente como tu leopardo pintado, déjate rayar Caja, déjate Konoye en la calle bajo una lluvia de metralla, ya en la raya, con restallantes bayas, seguido por diez mil ayas, de la democracia metido en sus mallas, déjame rayarte caja de tu mortaja, ¡Oh, Fuminaro Konoye, con un fuminaro en la mano!, Arden entonces en mil pavesas todas las postales de colores del sagrado Fujiyama, Adiós, Caja inflamada, que te sea leve tu eterno paseo a caballo. Ahora se va a representar entre el telón echado y la parte saliente del escenario. Un poco más tarde se representará sobre el telón mismo, y al final será bajado el telón. Dice el príncipe: Les doy toda la razón, les concedo que afirmen que soy príncipe, y príncipe del Mikado, que soy Fuminaro, que soy Konoye por los cuatro costados, que soy Criminal y Criminal de Guerra, que atenté contra la Democracia y contra el Estado de Ojaio, que no tuve el privilegio de padecer la poliomielitis, que no medité la bomba atómica, que jamás vi el Estado de Kansas, os concedo, jueces, que soy todo esto, pero os tengo que decir: Soy un telón de boca. Murmullos, toses enérgicas, arrullos y el volcán Sorullo, cabezas de abundante pelo chocan contra cabezas calvas, los jueces concluyen: El príncipe Fuminaro Konoye no puede ser juzgado bajo la forma de un telón de boca. Grandes risas, estentóreas risas, risas a cataratas, risas apocalípticas, risas fosfóricas, risas hirvientes dicen: Pero el príncipe Fuminaro Konoye Criminal de Guerra no se presenta bajo la forma de un telón de boca, el príncipe es un telón de boca en sí mismo, un telón de boca que cae para ser alzado. Es ahora precisamente, ahora y no antes, no antes cuando el príncipe leía en Oxford a Wilde, en esos tiempos en que el príncipe se hurgaba la nariz, tiempos en que Konoye en la calle no pensaba ni por asomo visitar el estado de Kansas, ni el tema de la bomba atómica meditaba, es ahora que el príncipe Telón de Boca enseña sus faisanes pintados en infinitos campos de arroz que jamás serán fotografiados. Es curioso, pero no imposible, que él mismo sea la escena que acaba su vida y la escena que va a comenzarla. Ello es un resultado previsible de la infinita astucia de un pueblo que no ha perdido sus manos. He ahí el magnífico resultado: abrir y cerrar la escena con la escena que articula y desarticula su vida, que cae como un faisán llameante en medio del incontrolable movimiento de sus labios. Príncipe Telón de Boca déjate alzar, Telón-océano dibujado en un grano de arroz, déjate levantar sin religiosidad, como un perro nipón que no conoce la dignidad occidental ni los siete pecados capitales. Déjate, en la hora extrema, soplarte en los pulmones, soplarte en la boca, soplarte en el ano. Hinchate, abómbate, hazte bufido, pompa de jabón, cadáver hinchado, cuba de vino fermentado, déjate alzar más allá del techo del teatro, Príncipe Telón de Boca, estalla, deja caer tus melancólicas partículas sobre Nagasaki absurda y atomizada. ¡Los sables, los sables! ¿Dónde se han metido los utileros? Que traigan los sables para el acto del sable, que traigan al príncipe, al Fuminaro Konoye y Sable. No, no puede haber descanso, imposible descansar en la escena japonesa – cuatrocientas horas de representación simultánea –. Es ésta la comedia del Sable, representada por el príncipe, ahora transformado en sable curvo, su cabeza es oro y rubíes, oro y rubíes engarzados en irónicos ópalos. Los jueces concluyen: Enviaremos el sable como trofeo de guerra al Presidente norteamericano, entiéndase bien que decimos el sable y no el príncipe Fuminaro Kenoye y Sable. El director de escena informa que el Sable es el príncipe, pero que el príncipe no es el sable. Murmullos, murmullos, arrullos, toses enérgicas y el volcán Sorullo, cabezas de abundante pelo chocan contra cabezas calvas. El príncipe Fuminaro Konoye Criminal de Guerra no puede ser enviado bajo forma de sable al Presidente norteamericano. Grandes risas, estentóreas risas, risas a cataratas, risas apocalípticas, risas hirvientes dicen: El príncipe Fuminaro Konoye Criminal de Guerra no se presenta bajo la forma de un sable, el príncipe es un sable en sí mismo. Príncipe, a fin de cortar sé cortado. Entonces el príncipe Fuminaro Konoye y Sable se mueve furiosamente, se curva, se mete en la nariz la cabeza de oro y rubíes engarzados en irónicos ópalos: tenias, lombrices, seudópodos, flagelos, tunicados, sables, sablistas, sablazos de su nariz salen, salen taumaturgos, cagliostros, nostradámuses, raíles de punta sobre Hiroshima caen. Déjate cortar, Konoye, déjate cercenar, Fuminaro, déjate cortar para no ser enviado, déjate cortar tus venas-sable, tu pelo-sable, tu orine-sable, Konoye en la calle desnudo bajo el sable, Konoye en la cama con las sábanas desordenadas, Konoye paseando en su sable por las calles de Nagasaki absurda y atomizada. Whisky and soda ofrecen los ujieres a los jueces, los porteros del teatro imperial nipón ofrecen la Nada. Va a comenzar el último Acto. El Generalísimo en Jefe de las Fuerzas de Mar, Tierra y Aire del ocupado Imperio del Sol Naciente, ordena: Nos, en representación del Presidente norteamericano, del presidente que espera ser por la poliomielitis visitado a fin de erigir un Hospital Pro Poliomielíticos mayor que el erigido por el otro Presidente por la Poliomielitis visitado, decretamos: Que el príncipe Fuminaro Konoye, (del cual se ha venido diciendo insistentemente en los días actuales que se ha convertido en una caja, en un caballo, en un telón de boca y en un sable; más aun, que no es que se haya convertido sino que él mismo, es por si mismo y para sí mismo una caja, un caballo, un telón de boca y un sable, y pretende insolentemente mediante un tormento más horrible que el del palo y el de la gota de agua influir en el ánimo de nuestros jueces repitiéndoles ad infinitum que el príncipe Fuminaro Konoye es una caja, un caballo, un telón de boca y un sable) sea ahorcado por Criminal de Guerra y por tener la osadía de pasear por las calles de la absurda y atomizada Nagasaki. Ipso facto el teatro se viene abajo, pero se viene abajo como los teatros japoneses que no se vienen abajo sino hacia arriba; muy diferentemente de los teatros occidentales, los japoneses, hechos de ébano y laca, no levantan nubes de polvo, no sepultan a nadie entre sus escombros, sólo caen de abajo hacia arriba y reconozcamos que ya esto es bastante. Ipso facto los jueces concluyen: Pero no bastante para ganar una guerra... Ellos ganan la guerra y los japoneses desploman su teatro lo desploman alzándolo hacia las nubes, una interpretación muy asiática de la bomba atómica mirada por el ojo supremo del arte. Pues en este momento de caer hacia arriba, el príncipe Fuminaro Konoye se encuentra herméticamente encerrado en su cámara leyendo atentamente el De Profundis de Oscar Wilde. No hay que confundirse si el príncipe en esta hora suprema subraya con lápiz rojo ciertos pasajes, no hay que asombrarse si Fuminaro en la calle, si Konoye en la cámara, si el príncipe entre el Ser y la Nada, persigue un poco lo espectacular de Occidente con unos subrayados del De Profundis, no hay que asombrarse si el príncipe exclama: I have nothing to declare, except my death, mi muerte en las calles de Nagasaki absurda y atomizada. Estoy entre el Ser y la Nada, estoy entre el veneno y mis antepasados. Nada tengo que declarar, excepto mi Muerte, Nada tengo que declarar en la calle, con Konoye volatilizado y Fuminaro atomizado, en esta cámara que se cae hacia arriba, yo, Fuminaro Konoye, girando plateadamente sin desesperación en la Nada. 1946 El pabellón del vacío José Lezama Lima Voy con el tornillo preguntando en la pared, un sonido sin color, un color tapado con un manto. Pero vacilo y momentáneamente ciego, apenas puedo sentirme. De pronto, recuerdo, con las uñas voy abriendo el tokonoma en la pared. Necesito un pequeño vacío, allí me voy reduciendo para reaparecer de nuevo, palparme y poner la frente en su lugar. Un pequeño vacío en la pared. Estoy en un café multiplicador del hastío, el insistente daiquirí vuelve como una cara inservible para morir, para la primavera. Recorro con las manos la solapa que me parece fría. No espero a nadie e insisto en que alguien tiene que llegar. De pronto, con la uña trazo un pequeño hueco en la mesa. Ya tengo el tokonoma, el vacío, la compañía insuperable, la conversación en una esquina de Alejandría. Estoy con él en una ronda de patinadores por el Prado. Era un niño que respiraba todo el rocío tenaz del cielo, ya con el vacío, como un gato que nos rodea todo el cuerpo, con un silencio lleno de luces. Tener cerca de lo que nos rodea y cerca de nuestro cuerpo, la idea fija de que nuestra alma y su envoltura caben en un pequeño vacío en la pared o en un papel de seda raspado con la uña. Me voy reduciendo, soy un punto que desaparece y vuelve y quepo entero en el tokonoma. Me hago invisible y en el reverso recobro mi cuerpo nadando en una playa, rodeado de bachilleres con estandartes de nieve, de matemáticos y de jugadores de pelota describiendo un helado de mamey. El vacío es más pequeño que un naipe y puede ser grande como el cielo, pero lo podemos hacer con nuestra uña en el borde de una taza de café o en el cielo que cae por nuestro hombro. El principio se une con el tokonoma, en el vacío se puede esconder un canguro sin perder su saltante júbilo. La aparición de una cueva es misteriosa y va desenrollando su terrible. Esconderse allí es temblar, los cuernos de los cazadores resuenan en el bosque congelado. Pero el vacío es calmoso, lo podemos atraer con un hilo e inaugurarlo en la insignificancia. Araño en la pared con la uña, la cal va cayendo como si fuese un pedazo de la concha de la tortuga celeste ¿La aridez en el vacío es el primer y último camino? Me duermo, en el tokonoma evaporo el otro que sigue caminando. 1ro. de abril y 1976 Fuga del tokonoma Félix Lizárraga El hombre viejo araña la cal de un muro aún más viejo. La cal se rompe con un débil chasquido polvoriento. El hombre viejo sigue arañando como si nadara, se vuelve en el reverso de sus uñas un pez de oro sonámbulo, se fuga en los espejos de la pleamar. Los labios (¿del pez, del viejo?) murmuran una frase mordida, «El tokonoma». El espejo del muro le devuelve otro rostro en las espumas de la cal que se deshace. El pez navega soñando, majestuoso, una galera con las velas de púrpura. Las uñas van ahondando. La reina va tendida entre la concha de las púrpuras, que olvidan sus reflejos en la carne bruñida de un joven faunecillo. El pez ondula el oro absorto de su fuga. Las uñas van ahondando, deshaciendo la cal del muro. El faunecillo sostiene en las dos manos un espejo de bronce. Las uñas van ahondando. La reina ríe, entreabre los muslos, largas cintas de seda que se enroscan. Las uñas en la cal. La seda de los muslos se entreabre sobre el bronce bruñido. Penetra el pececillo las espumas purpúreas. Las uñas acarician el bruñido del fauno, espejo absorto, cal en fuga, oro que se deshace. Los labios (unos labios) murmuran una frase mordida, «El tokonoma». A los pies del hombre viejo, arañando la cal de un muro aún más viejo, cae un espejo de bronce con un débil chasquido polvoriento. En su reverso un pez, una galera, un faunecillo de oro en fuga. Kendo José Kozer El maestro de esgrima pasó la madrugada en silencio. Pie derecho al frente; mano izquierda a la cintura, en jarra; la mano derecha asida a la empuñadura de la espada. Alzó vuelo la grulla; dejó su sombra en vilo sobre un pie, a los pies del maestro de esgrima: a sus pies el ciclamen postró sus floraciones. No se movió el maestro de esgrima en toda la noche: las briznas sin sosiego a la intemperie quedaron sujetas a la espera. Las hormigas dibujan con su rastro la sombra del maestro de esgrima que alza en vilo un pie, inclina el torso. Grulla causal Víctor Fowler En el tranquilo y supuesto arroyuelo de Kue Yan observa el curso de las grullas. Toda conjunción ha desaparecido y en su lugar la caída de una hoja absorbe el tiempo. Una hoja puede estar cayendo desde el amanecer hasta la noche, toca el suelo cuando los ojos somnolientos apenas saben distinguirla del rumor de bichos jugueteando en la yerba. Justo al llegar esa hora aparta el libro de las sentencias para juntar ramas con que hacer una hoguera. Nada enseñan entonces las arduas páginas de los maestros, sino que corresponde proteger el cuerpo de las bestias y el frío. Hemos tocado el punto en que la hoja dormirá en el suelo: cual leve porcelana suenan sus nervaduras al ser pisadas. Eliminar todo deseo, reposar el cansancio. Tomó la flauta para extraer la más fina melodía dedicada al entusiasmo de la naturaleza. Esos golpes de alas son las grullas pasando por el cielo. Kakemono Julián del Casal Hastiada de reinar con la hermosura que te dio el cielo, por nativo dote, pediste al arte su potente auxilio para sentir el anhelado goce de ostentar la hermosura de las hijas del país de los anchos quitasoles pintados de doradas mariposas revoloteando entre azulinas flores. Borrando de tu faz el fondo níveo hiciste que adquiriera los colores pálidos de los rayos de la luna, cuando atraviesan los sonoros bosques de flexibles bambúes. Tus mejillas pintaste con el tinte que se esconde en el rojo cinabrio. Perfumaste de almizcle conservado en negro cofre tus formas virginales. Con obscura pluma de golondrina puesta al borde de ardiente pebetero, prolongaste de tus cejas el arco. Acomodóse tu cuerpo erguido en amarilla estera y, ante el espejo oval, montado en cobre, recogiste el raudal de tus cabellos con agujas de oro y blancas flores. Ornada tu belleza primitiva por diestra mano, con extraños dones, sumergiste tus miembros en el traje de seda japonesa. Era de corte imperial. Ostentaba ante los ojos el azul de brillantes gradaciones que tiene el cielo de la hermosa Yedo, el rojo que la luz deja en los bordes del raudo Kisogawa y la blancura jaspeada de fulgentes tornasoles que, a los granos de arroz en las espigas, presta el sol con sus ígneos resplandores. Recamaban tu regia vestidura cigüeñas, mariposas y dragones hechos con áureos hilos. En tu busto ajustado por anchos ceñidores de crespón, amarillos crisantemos tu sierva colocó. Cogiendo entonces el abanico de marfil calado y plumas de avestruz, a los fulgores de encendidas arañas venecianas, mostraste tu hermosura en los salones, inundando de férvida alegría el alma de los tristes soñadores. ¡Cuán seductora estabas! ¡No más bella surgió la Emperatriz de los nipones en las pagodas de la santa Kioto o en la fiesta brillante de las flores! Jamás ante una imagen tan hermosa quemaron los divinos sacerdotes granos de incienso en el robusto lomo de un elefante cincelado en bronce por hábil escultor! ¡El Yoshivara en su recinto no albergó una noche belleza que pudiera disputarle el lauro a tu belleza! ¡En los jarrones, biombos, platos, estuches y abanicos no trazaron los clásicos pintores figura femenina que reuniera tal número de hermosas perfecciones! Envío Viendo así retratada tu hermosura mis males olvidé. Dulces acordes quise arrancar del arpa de otros días y, al no ver retornar mis ilusiones, sintió mi corazón glacial tristeza evocando el recuerdo de esa noche, como debe sentirla el árbol seco mirando que, al volver las estaciones, no renacen jamás sobre sus ramas los capullos fragantes de las flores que le arrancó de entre sus verdes hojas el soplo de otoñales aquilones. Autobiografía, 1893 Francisco Morán Un incensario vacío en el suelo manchado por la huella de un pájaro desconocido. El abanico cerrado aprisiona un cerezo entre sus varillas. La mano descansa levemente abierta sobre la pierna que cubre un paño de seda. No podemos ver el sexo. Lo ocultan lejanos, húmedos promontorios sumergidos en la encarnizada batalla de dos samurais que espejean como sables a punto de cortar el aire de su apasionada amistad. Nos mira desde el daguerrotipo purísimo de su ausencia. Con la otra mano se abanica, pone orden en las cuerdas vacilantes de la conciencia, y se adentra en el oscuro hallazgo de una forma. Marfil amarillento su frialdad se avecina, se abanica, con la semiseguridad de los muertos que tienen los ojos llenos de un agua pútrida por haber visto desnudo a un niño confabulado con la naturaleza. |
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