La Azotea de Reina | El barco ebrio | La dicha artificial |  Ecos y murmullos La expresión americana
Hojas al viento  | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal

Presentación

Jorge Brioso

     No se me ocurre mejor manera de prologar esta selección de japonerías que rememorando la visita que hice al Kabuki hace un par de años.
     El teatro al que fui queda en una zona muy comercial de Tokio. Es un teatro gigantesco que simula el clásico palacio japonés. El teatro es bastante grande, había sillas para unas 500 personas. El Kabuki es la experiencia del teatro puro, del teatro total: danza, actuación, acrobacia, canto, pantomima. Todos los géneros que Occidente se empeñó en subdividir. Incluso tiene de algo de cabaret, de circo y de vaudeville. Lo que lo caracteriza es ese juego constante entre la total ilusión teatral y un sentido de conciencia, de ruptura, de contrapunto, comentario y crítica a esa misma ilusión. Los actores muchas veces cambian de vestuario en la escena. La figura a cargo de esta función, cambiarle el traje al actor, es quizás una de las mas interesantes. Viene vestida de negro, convencionalmente es invisible y sin embargo lo hace todo en el medio de la escena, delante de nuestros ojos. También llaman mucho la atención los actores que se encargan de mover el telón.
Al principio de cada acto, cuando la cortina que cierra la cuarta pared todavía esta tendida, estas figuras empujan el telón hacia el público. Parece como si estuvieran marcando el espacio escénico. Esta tensión en el telón, esta fuerza que empuja la cortina hacia nosotros, marca el inicio de la obra y el comienzo de la ilusión teatral.
     Con respecto a la ilusión teatral debo corregir lo que dije anteriormente. Los elementos que comentan, incluso interrumpen la ilusión teatral no tienen, como pensaba Brecht, esa función de
distanciamiento, de ruptura con respecto a la identificación del público con el espectáculo. En el Kabuki la total identificación del público con el espectáculo pasa por esos elementos didascálicos, de comentario teatral. Estos elementos constituyen más un guiño cómplice que una supuesta mirada crítica y distanciada hacia el espectáculo. Pongo un ejemplo. El Kabuki, como ustedes saben, es una obra sólo representada por hombres. Por lo tanto una de las habilidades más apreciadas en los actores es su capacidad de representar personajes femeninos. Esto, como todo en este teatro, se hace a través de una convención: la voz del actor masculino más que tratar de imitar la voz femenina modula un tipo de tesitura que se mueve entre la declamación y el canto. En la pieza que vi uno de los personajes dentro de la obra simula ser una mujer y nos expone con su voz una versión farsesca de lo que los otros actores que imitan mujeres están haciendo dentro de la obra. Esta voz que falla, y por eso nos hace reír, en producir la tesitura que en este teatro se asocia con la voz femenina sirve para que admiremos mas y mejor el artificio de los actores que simulan ser mujeres para nosotros. El comentario, incluso la burla, completa la ilusión. La ilusión, por su parte, incluye el artificio y la convención.
     La diferencia entre el Kabuki y Brecht se ve mejor en la forma en que cada uno entiende la interrupción de la acción. Para Brecht la interrupción del gesto, de la acción, permite arrancar al gesto social de su ambiente "natural", del ritmo que la historia le impone. La dilatación o aceleramiento del gesto, su extrañamiento del contexto que naturaliza su sentido, le permite al público la disección de las tramas sociales que condicionan y producen nuestro actuar social,  rompe la identificación que establecemos con la trama que trata de convertir a este gesto en destino. El Kabuki rompe, en muchas ocasiones, la continuidad que establecemos entre causa y efecto, entre acción y reacción. En una escena podemos ver como un actor cae del techo de una casa mientras combate con sus enemigos, sin embargo, tenemos que esperar a otra escena, varios minutos después, para ver como el personaje no murió, como pensábamos, sino que se salvó al caer
sobre un bote. En la primera escena lo vemos caer pero no sabemos dónde, en la escena posterior esta acción se culmina con la caída del actor sobre el bote. La dilatación de la acción le añade suspenso a la trama pero sobre todo enfatiza el artificio y la convención que le son inherentes a la ilusión teatral. El espectador del Kabuki no pretende estar espiando el mundo a través de la caída de una pared que le da acceso a otras vidas. El espectador se conmueve y se ilusiona ante un espectáculo que no quiere en ningún momento que él se olvide que esto, como cantaba la Lupe en la película de Almodóvar, es puro teatro.
     La autoexégesis, la autorreflexividad en el arte japonés es concebida como uno de los momentos constitutivos de la ilusión estética y no como una ruptura o interrupción de la misma. El otro rasgo esencial de la estética japonesa es su fascinación por la sombra: “[la belleza] no está hecha para ser vista en un lugar iluminado, sino para ser adivinada en un lugar oscuro, en medio de una luz difusa que por instantes va revelando uno u otro detalle”. A los japoneses, a diferencia de los occidentales, según afirma Tanizaki en su bello libro El elogio de la sombra: "[...] la vista de un objeto brillante nos produce cierto malestar[...]esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza [...] A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás”. Los textos que recopilo en esta sección tienen algo de teatro de sombras: luces filtradas que se proyectan contra paredes desnudas.


El Genji monogatari: el último avatar de la novela

Pablo Ruiz, Princeton University

I

De las muchas causas de fascinación que ofrecen las artes y las letras de Japón, tal vez ninguna más merecedora de asombro que el Genji monogatari. Escrito a comienzos del siglo XI por una mujer de la corte imperial, casi de inmediato se transformó en lo que todavía es: el gran clásico de la literatura japonesa, y seguramente su incuestionable obra maestra. 
     El libro cuenta la historia de un príncipe que no llega a ser emperador. Hijo de emperador y de una mujer sin suficiente abolengo, el destino del príncipe Genji (se pronuncia aproximadamente ‘guenshi’) está marcado por el signo de esos ancestros contrariados. De extrema belleza, de superior talento para la danza, la música o la caligrafía, y de gran carisma personal, es llamado desde su infancia Hikaru, “resplandeciente”, “luminoso”. La historia, como el personaje, no carece de rasgos excepcionales: en una narración en la que predomina el realismo psicologista, delicadamente marcado por cierto tono melancólico ante el paso del tiempo y la fugacidad de las cosas, y en la que se cuentan los amores sucesivos, y sobre todo simultáneos, del héroe, además de sus avatares en la vida de la corte, su exilio por razones políticas, o su maestría en el arte de hacer perfumes, no faltan los sueños proféticos, los espíritus vengadores o las predestinaciones anunciadas.
     No menos novelesco es el ámbito en el que el libro fue escrito: la corte imperial del período Heian, alrededor del año mil, con sede en lo que hoy es la ciudad de Kyoto. Como ningún comentarista occidental deja de afirmar, esta fecha es muy anterior a la llegada del zen, de la ceremonia del té, del surgimiento de los samurais, del desarrollo del kabuki o del noh, y de casi todo lo que hoy identificamos como japonés. Pero sí coincide con otro hecho igualmente japonés: la existencia de una clase dominante que ya profesaba con aplicación el culto de la estética, y que entrenaba a sus hombres, y también a sus mujeres, en la inteligencia y el ejercicio de las artes. A una de estas mujeres, que conocemos por el nombre de Murasaki Shikibu (nombre del que en realidad ella está ausente, ya que deriva de la combinación del de la heroína de su libro y del cargo administrativo de su padre), debemos este libro inagotable, que empieza con el tono de los cuentos tradicionales y las narraciones populares, y termina más de mil páginas después como si hubiera recorrido la historia de la literatura.
     En el origen podemos postular el pudor. El modo de comunicación entre los hombres y las mujeres de la corte consistía casi exclusivamente, contra toda verosimilitud, en el intercambio de poemas escritos. Limitadas a puestos secundarios en la vida política y social, recluidas en cámaras del complejo palaciego a las que entraba poca luz, ocultas detrás de series de biombos opacos y debajo de varias capas de vestimenta, con los dientes pintados de negro y las caras maquilladas de blanco, esas mujeres sólo podían interactuar con el mundo masculino mediante el manejo de un complejo código de convenciones retóricas. A partir de un vocabulario limitado y de estrictas normas de versificación, esos poemas breves, muchas veces improvisados, debían ser capaces de comunicar todas las circunstancias de la vida cotidiana. Previsiblemente, esas prácticas derivaron en sofisticados mecanismos verbales de alusiones, sugerencias y sobreentendidos, de verdades apenas indicadas que dependían de la habilidad interpretativa del destinatario, habilidad que a su vez se basaba no sólo en el manejo de las convenciones de ese código sino también en el conocimiento del vasto repertorio de poesía china y japonesa, al que potencialmente se abría cada línea de esas composiciones pintadas a pincel.
     Estos hábitos son una condición para entender el prodigio. Pero desde luego no son suficientes. Cientos de mujeres durante más de trescientos años los practicaron, pero sólo una escribió el Genji monogatari. Tal vez no haya análogos en la literatura del resto del mundo de una obra tan radicalmente nueva con respecto a lo conocido hasta entonces en el ámbito de su lengua. Ningún título es excesivo para la comparación: la Divina comedia, el Quijote o el Ulises proponen en sus literaturas mundos verbales novedosos, de vastedad y riqueza no mayores a las que propone el libro de Murasaki Shikibu. Un libro que, como el Quijote, parece anticipar y hasta parodiar las obras que serán su descendencia. Innumerables páginas se escribieron para comentar la maestría de sus proustianas observaciones psicológicas, de la caracterización minuciosa de decenas de personajes, de la sutileza y humor de los comentarios de la narradora, o de la ambigüedad irónica en el tratamiento de las virtudes morales del héroe. En las notas que siguen me propongo analizar, de sus muchísimos méritos técnicos, dos que considero particularmente relevantes, además de haber sido inatendidos por la crítica.

II

Debería escribirse una historia de la autoexégesis en literatura. Es decir, una historia de los mecanismos por los que obras literarias de diversas épocas y tradiciones se explican o interpretan a sí mismas, o al menos ofrecen indicios para hacerlo. Obras que incluyen, digámoslo así, indicaciones para su propia exégesis. Parece un recurso esencialmente moderno: lo encontramos en Kafka, que hace leer e interpretar a un personaje de El proceso el texto, incluido en la misma novela, de “Ante la ley”; lo encontramos en varios textos de Borges, por ejemplo en la primer página de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”; lo encontramos muy explícitamente en Pálido fuego de Vladimir Nabokov, y muy elípticamente en La disparition de Georges Perec. También lo vemos en cierto pasaje memorable, protagonizado por Humpty Dumpty, de las aventuras de Alicia. Pero por cierto hay antecedentes muy anteriores: Dante, el Arcipreste de Hita, los autores del Roman de la rose, San Juan de la Cruz, entre otros, han recurrido al comentario o a la exégesis incluida o incorporada a los propios textos comentados. El Genji monogatari, seguramente a causa de la conciencia que su autora tenía de la novedad de su invención, abunda en indicaciones, directas o indirectas, de lectura.
     Podemos empezar por un episodio del capítulo veinticinco, que arroja luces y penumbras sobre el resto del libro. Tamakazura, ávida lectora y recién llegada a la mansión de las mujeres de Genji, está en su habitación leyendo. Genji entra, la interrumpe, y empiezan a hablar de literatura. El disparador es un tópico literario retomado y popularizado por Flaubert más de ochocientos años después: las mujeres como lectoras crédulas que toman por verdades las fantasiosas invenciones de los escritores. “Las mujeres parecen haber nacido para ser engañadas,” dice Genji. “Saben perfectamente que en esas viejas historias no hay un ápice de verdad, y aún así se dejan hipnotizar por esas colecciones de trivialidades, y hasta a veces después ellas mismas escriben otras.” El Genji monogatari, digamos de paso, nos hace notar cuánto habría ganado Madame Bovary si Flaubert hubiera sido mujer. Antes de que Tamakazura pueda contestar, Genji modera su comentario y admite el placer que muchas veces encuentra en la lectura de monogatari, aunque los atribuye a personas que, supone, estarán acostumbradas a mentir. Tamakazura contesta que esa seguramente es la opinión de alguien que miente, y que ella, por su parte, los acepta en lo que tienen de verdad. Con gran habilidad, Murasaki Shikibu lleva la discusión hacia donde le interesa: Genji, como Aristóteles, compara los monogatari, es decir la ficción, para mejor entenderlos, con las crónicas históricas. “Las crónicas de la historia de Japón son sólo un fragmento de la verdad; son tus novelas las que completan los detalles,” dice el héroe después de admitir lo injusto de su comentario anterior. Un tercer género aparece inmediatamente: las parábolas del Buda, que abundan en la literatura mahayana o del Gran Vehículo, y que, según la observación de Genji, apuntan oblicuamente a la verdad.  Los encantos de la escena siguen: Genji especula sobre la posibilidad de que uno de los dos escriba la historia de ellos mismos, que juzga particularmente interesante, y Tamakazura responde que de todos modos el mundo la notará, aún si ellos no se toman el trabajo de escribirla. Pero el efecto de la escena ya está logrado y el Genji monogatari ya estableció su relación de similitud y diferencia con otros tres géneros: los viejos monogatari, las crónicas históricas y las parábolas budistas.
     Las referencias a estos géneros y sus características en el resto del libro son numerosas. A veces los personajes se ven en situaciones que les resultan inverosímiles y comentan que es como si estuvieran protagonizando historias de viejos monogatari. Otras veces la narradora afirma que no va a presentar la historia completa de determinados episodios y que no contará los detalles, como si se tratara de crónicas. Estos comentarios empujan al Genji monogatari, que nunca deja de ser tal, hacia el realismo de las crónicas históricas, hacia el relato de hechos verdaderos. El resultado es un monogatari que pareciera tratar de no serlo, de absorber las características de sus géneros vecinos y que pide ser leído de un modo diferente y nuevo. Hay otro recurso, tal vez aún más importante, que pone en juego mecanismos de autocodificación. Me refiero al rol de la poesía en el libro. 
     Si en una cultura el intercambio de poemas es un hábito cotidiano, no sorprenderá encontrarlos en las obras en prosa que esa cultura produzca. Y en la prosa japonesa previa al Genji de hecho abundan. En la Historia del cortador de bambú (Taketori monogatari, el más antiguo que se conserva), los poemas aparecen en la narración como un elemento más de la realidad, indiferenciados en ese rol de muebles, árboles o jóvenes enamorados, y su función se limita, como en la realidad, al diálogo entre personajes. En los así llamados uta monogatari o historias de poemas (de los cuales el Ise monogatari, conocido en español como Los cuentos de Ise, es el más famoso), los poemas se transforman en algo así como personajes textuales, ya que las prosas que los acompañan cuentan la historia de su origen y composición, además de proveer un contexto de interpretación.
     Una cierta relación entre prosa y poesía, aunque implícita, está ciertamente presente en el Kokinshu, la primera antología imperial de poesía japonesa (aclaremos que ya existía una antología no imperial de poesía japonesa, el Manyoshu, y por lo menos tres compilaciones de poesía china). Completado unos cien años antes de la composición del Genji, el Kokinshu incluye más de mil poemas escritos por decenas de poetas. Su autoridad, tanto formal como temática, fue inmediata, y es el modelo, vigente hasta fines del s.XIX, del que surge la literatura japonesa de los siguientes mil años. La compilación está dividida en veinte partes temáticas. Las más importantes, por cantidad de poemas asignados, son las dedicadas a las estaciones del año y al amor. A su vez, dentro de las partes, los poemas están organizados siguiendo una suerte de criterio cronológico, de modo que los poemas sobre las estaciones siguen el orden de calendario, y dentro de cada estación están a su vez ordenados desde el comienzo hasta el final de la estación. La sección de poemas de amor sigue el ordenamiento narrativo que corresponde al de una relación amorosa, desde los primeros signos de enamoramiento hasta la declinación y el fin del amor. De modo que el resultado es una estructura cuidadosamente armada que hace de la antología una unidad consistente mediante criterios de la narración.
    En el Genji, versos y prosa, poesía y narración, establecen una relación que se descubre progresivamente compleja. Vemos a los personajes intercambiar sus poemas, y los vemos también interpretarlos. A veces aparecen comentarios de la narradora sobre los poemas: “Un poema improvisado, si es dicho musicalmente, con una cadencia al principio y al final como de algo no dicho, puede parecer que transmite un mundo de significados, aún si después de una reflexión detenida no parezca haber dicho casi nada.” Hay comentarios similares sobre las conversaciones entre los personajes, como cuando To no Chujo escucha hablar a una de sus hijas y la narradora comenta: “A su padre le encantaba el modo en que ella hacía que pareciera que quedaba mucho sin decir”. Los comentarios sobre interpretación y significado como el siguiente no son infrecuentes: “No había trazos de ambigüedad en la carta, pero estaba redactada de un modo tan discreto que alguien ajeno a la situación no la hubiera entendido.” No hace falta demasiada imaginación para entender que estos comentarios y otros similares podrían aplicarse a la novela misma, narrada de un modo frecuentemente elusivo y que a veces deja al lector preguntándose si no será él mismo quien es ajeno a la situación. La prosa y la poesía, que en los antecedentes de la tradición se mantenían separadas sin interferencias, ahora parecen querer borrar o debilitar esos límites. Es decir que el Genji, mientras se presenta y se define en términos de la tradición, también se diferencia de esa tradición y se propone como algo nuevo. Requiere ser leído de un modo novedoso y ofrece para ello una serie de elementos de autocodificación en forma de comentarios sobre literatura y sobre géneros afines, y sobre poesía y sobre su significado y propósito. El Genji, digámoslo así, a medida que progresa va inventando a su lector.
     ¿Hasta dónde llegará esta invención de sí mismo?, se pregunta curioso el lector. Y sigue leyendo. Y lee que el príncipe Genji, el Resplandeciente, no mucho después de la mitad de la novela, muere. Después de su muerte, la narración se centra en dos de sus descendientes, Kaoru y Niou, mencionados como sus posibles sucesores. Ambos son bellos y talentosos, y uno y otro comparten distintas características de Genji, como si la novela los presentara como sus dos mitades. Nombre que participa también de un nivel simbólico, Genji es llamado el Resplandeciente, es decir que su nombre corresponde a una imagen visual. Los nombres de Kaoru y Niou significan, respectivamente, fragante y perfumado. Lo visual ha sido reemplazado por lo olfativo. Hay otras instancias de esta yuxtaposición de lo visual y lo olfativo, y están dadas por la poesía. En una ocasión, Kaoru es convocado para recibir a un mensajero: “La nieve, que se había acumulado, era tenuemente iluminada por las estrellas. La fragancia que Kaoru dejó a su paso hacía pensar que ‘la oscuridad de la noche de la primavera’ se esforzaba inútilmente en eliminarla.” Lo que está marcado entre comillas simples es una alusión al poema cuarenta del Kokinshu:

En vano la oscuridad de la noche de la primavera cubre al ciruelo.
Destruye el color pero no el aroma de sus flores.

Los colores y los aromas están unificados en las flores de primavera, lo que a su vez los vincula a las estaciones y al paso del tiempo. En el mismo pasaje hay también otra alusión, pero esta vez a la novela misma. En el caso que acabamos de ver se trata de Kaoru recibiendo un mensaje de su amante Ukifune. Cuatrocientas páginas antes, Genji sale a visitar a su amante Murasaki. También se describe a la nieve apenas iluminada, esta vez por el primer resplandor que anuncia el final de la noche, y también se menciona la fragancia que él deja a su paso. Y en la descripción de la escena, el mismo poema cuarenta del Kokinshu es aludido. En la misma página en la que Kaoru deja su fragancia cuando pasa, hay un pasaje que es casi idéntico a otro muy anterior. Ambos cuentan la celebración de concursos: en uno, Kaoru y Niou participan de un concurso de poesía china; en el otro, Genji participaba de uno de perfumes, al que había enviado dos perfumes hechos por él, como si la novela estuviera previendo a las dos figuras que lo sucederán. Sería casi imposible que estos paralelismos, premoniciones, autoalusiones, no fueran signos de una construcción cuidadosamente concebida y ejecutada con oficio consumado.
En ese concurso de perfumes, en el que Genji es también juez, hay una alusión a otro poema, el treinta y ocho del Kokinshu:
 
 ¿Quién juzgará el color, el aroma del ciruelo?
¿Quién si no tú? El que sabe es el que sabe.

Este poema introduce lo estético en el mundo de significaciones asociadas al color y al aroma de la flor del ciruelo. Hay en realidad toda una tradición del uso de estos elementos en función del juicio estético, que puede verse también en el prefacio del Kokinshu (el primer texto de crítica literaria escrito en Japón), en el que Ariwara no Narihira, figura central a quien se atribuyen numerosos poemas del Ise monogatari y en quien parece estar modelado su personaje principal, es evaluado en estos términos: “En su poesía el sentimiento excede a las palabras. Sus poemas recuerdan a las flores que ya no tienen color, pero que aún retienen la fragancia.”
     También en esta línea simbólica pueden verse los últimos capítulos del libro, conocidos como los capítulos de Uji, nombre de una región algo al sur de Kyoto donde transcurren buena parte de los episodios amorosos de los aromáticos Niou y Kaoru. La palabra ‘uji’ significa algo entre oscuro y lúgubre, por lo que esos capítulos podrían verse, en relación con aquellos en los que reina el luminoso Genji, como la noche de la primavera que elimina el color pero no el perfume. Para decir lo que ya es obvio, la historia de Genji, los muchos años que van desde su nacimiento hasta su perduración en sus sucesores, es también la de la breve vida de una flor de primavera, y la novela completa, con sus decenas de capítulos, personajes y episodios es también, o quiere ser, un breve poema.
     En un sentido, el Genji es a la prosa lo que el Kokinshu es a la poesía: mientras la antología de poemas se organiza con criterios cronológicos propios de la narrativa, la novela en prosa adquiere su estructura y su unidad mediante recursos simbólicos propios de la poesía. La autoría de estos capítulos posteriores a la muerte de Genji fue puesta en duda por críticos que los creían obra de manos espurias, convencidos de que un libro carece de sentido una vez que su héroe ya murió. No están del todo equivocados. Pero esa convicción prueba en este caso lo contrario: que esos capítulos fueron seguramente escritos por la misma persona que muchas páginas antes los había preparado, presentando la supervivencia en forma de aromas que permanecen aún cuando la luz ya no está. Capítulos que son la larga despedida de Murasaki Shikibu de su héroe y la culminación de su novela-poema, su flor de ciruelo. Sin duda entre las más espléndidas que la literatura ha conocido.

III

El lector de esta novela no está del todo seguro al terminar de leerla si es él el lector que la novela ha inventado o si no es él quien ha inventado la novela. Pero quiere sin embargo agregar algunas líneas. Henry James, hacia el final del siglo XIX, auguraba un largo futuro para la novela ya que siempre habría nuevas áreas que explorar de la vida de los hombres. Esta es la visión ortodoxa de la novela: una prosa extendida, con un núcleo narrativo de mayor o menor relevancia, que explora el mundo de la experiencia humana. Elementos de forma y lenguaje, en esta visión, son considerados secundarios y más bien propios de las preocupaciones de la poesía. Con el Ulysses de Joyce se llega a una confluencia entre la novela y esas preocupaciones poéticas por la forma y el lenguaje, cumpliendo casi literalmente la profecía de Flaubert cuando decía que la novela todavía esperaba a su Homero. Pero el precio pagado por Joyce es excesivo para muchos: el sacrificio casi total del componente narrativo y el interés en una trama. Proust, por su parte, parece haber explorado la experiencia humana con una ambición y amplitud sin precedentes, pero la forma estaba lejos de ser una preocupación para él, y su novela ha sido acusada de carecer de forma, o de adoptar la forma tediosa que le impone la vida. Los rigurosos experimentos formales de escritores como Queneau, Perec o Calvino constituyen sin duda una literatura de enorme valor, pero es igualmente evidente que son pobres en cuanto a la exploración de lo humano. Si no me equivoco, entre los tres no han inventado un solo personaje que no sea más autómata que persona. Todavía esperamos una novela que combine todos esos elementos: interés narrativo, exploración sostenida de la experiencia humana y una alta preocupación por la forma y el lenguaje, por múltiples modos de sentido y por una trabajada complejidad estética. Sólo que esa novela del futuro ya ha sido escrita. Por una mujer, en Japón, hace cerca de mil años.


Perlados y nacarados

Arturo Casanova

Recuerdo la primera vez que lo noté. Caminaba por Shinjuku con un amigo de la oficina que quería mostrarme la zona rosa (y hétero) de Tokio. Entre bares y salones de todo tipo vi un cartelito de lo más discreto en el quinto o cuarto piso de un edificio. Me pareció estar de nuevo en Bangkok y ver aquel volante con un acróstico, pero ese es otro cuento. El cartel se asomaba de una ventana y decía simplemente GAY. No pregunté nada, simplemente me llamó la atención. Ya me habían dicho que la movida, y en particular la movida gaya en Tokio era bastante cerrada, sólo para los de aquí. Que las discotecas no eran sitio para levantarse a nadie, porque cuando bailaban, bailan solos, viéndose al espejo. Me los imaginé claramente, danzando en una especie de paja visual, como en un video de karaoke, todos esos muchachos encendidos por las luces de la pista y cada mirada fija en el espejo de cualquier pared viéndose deseados. Yo, por mi parte, resignado ya a pasar estos meses en Japón con el muchachote noruego rubio (¡qué tautología!) que me contaba aquello y con quien por fin sorpresivamente singué tras habernos visto y no hecho nada en tres continentes.

Cuando estuve en Shinjuku aquella primera vez, llevaba más de un mes en Tokio y la perplejidad de la llegada era ahora la rutina del trabajo diario. El calor comenzaba y la oficina era eso, una oficina en Ropongi a donde iba por la mañana, salía al almuerzo y donde básicamente dormitaba las tardes larguísimas hasta que llegaba la hora de irme. Unas clases de castellano y un tigre que otro además de la oficina me daban lo suficiente para gastar sin pensarlo y darme cualquier gusto en esa ciudad que tiene de todo.

Había terminado el "tsuyu" y las lluvias dieron paso al calor húmedo de julio. La ciudad entera sudaba. En las calles, los paraguas que una semana antes hacían de las aceras un mar multicolor eran ahora pañuelos en el cuello para evitar manchar las camisas. Las mangas cortas dejaban ver brazos pálidos y alguno que otro fogonazo de los del personaje de Mishima en Memorias de una máscara (cuando de niño queda paralizado en un miasma de deseo por las axilas y los brazos de un conductor de autobús). No es, o no era frecuente ver grandes musculaturas en Tokio, además de que no me interesan, ese fetiche de los clones en Chelsea se me hace aún más invisible acá, quizás por ese aspecto femenil que veía Gómez Carrillo en el porte del anamita y que se traduce fácil a muchos pueblos asiáticos. Claro está, todo depende de quien mire a quién.

Una de las cosas que ocurre con las lluvias de junio, aparte de las hortensias que florecen, es que el deseo se represa, la libido se amansa, diluida. El morbo por el otro, este otro tan fijo como otro que es el japonés, se va como ocultando. Como si los paraguas fuesen multitud de condones que te deforman caras y siluetas y te construyen un muro de hojas, de signos ilegibles en este imperio. Lo cierto es que a veces parecía que querían ser o hacerse ilegibles para nosotros los gaijin. Tienen siglos en ello, pero algunas técnicas son un tanto menos sutiles que otras. En Japón, me di cuenta, aunque me lo había contado Víctor mucho antes cuando leíamos juntos muñequitos yaoi, que no se puede publicar imágenes ni fotografías de los genitales. En realidad es el vello púbico lo que no puede hacerse público. Las revistas porno importadas que vi en la oficina tenían raspadas con hojilla todas las fotos donde apareciera el insultante vello, pero sólo allí. Me imagino todavía una escena kafquiana de un mesón de funcionarios de aduana, hojilla en mano y erección perpetua, "afeitando" las revistas para cumplir con severa ley nipona.

Las lluvias habían acabado y era como estar poco a poco volviendo a Caracas. Quiero decir, a ese respirar del deseo que el calor va despertando. La imagen de aquel anuncito quedó conmigo y cobró más importancia cuando Arlen, el catire noruego, se mudó al otro lado de Tokio y nuestros encuentros se complicaron. Aunque aquella placita no muy lejos de Shibuya nos vio un par de veces, furtivos, besándonos en la madrugada cuando cualquier viandante pensaría que estaba demasiado ebrio como para enterarse de lo que vio, o simplemente no le importaría como en aquel tan colonial “ellos son blancos y se entienden”. De cualquier modo, estaba claro que explorar el calor que no el color local se me hacía cada vez más apremiante.

La ocasión se presentó una tarde. El ritmo de trabajo en la oficina y los planes de salida con grupos se habían reducido por las vacaciones. Los vernissages, defiles de moda, las partidas de tenis y hasta las salidas a nuevos bares y restaurantes se habían minimizado porque mi jefe estaba de viaje como muchos de mis conocidos y amigos. Me encontré en la estación de Shinjuku de vuelta de una diligencia, o fue quizás que a propósito había escogido aquella ruta, y salí a pasear por aquella zona detrás de la estación. No me costó mucho encontrarla, quizás secretamente, cual Hansel erotizado, había marcado la ruta desde el parque por el laberinto de calles que son las barriadas de Tokio. Cargaba conmigo el maletín Mandarina Duck que llevaba a todos lados para mis libros y papeles de la oficina y también con la esperanza de no parecer un turista. Pienso que por eso me abrieron. Me dejaron pasar por un corredor hasta una ventanilla desde donde podía ver varios muchachos sentados con las piernas cruzadas en el tatami de un cuartico. Me pidieron, como en Bangkok pero eso es otro cuento, escoger uno. ¿Por qué no? aun podía dar marcha atrás, serían diez mil yenes según me dijeron en la entrada; pero la curiosidad mezclada con el morbo de varias semanas sin mayor alivio que un par de besos me impulsaban a seguir.

Se llamaba Taro, parece mentira, lo sé. Taro como el personaje del cuento de hadas que crece en un durazno. El otro sería Naoki, un poco menos genérico y más lindo él que Taro. Creo que me dijo que tenía veintiuno, es posible. Apareció detrás de mí después de haberlo señalado. Por suerte, el japonés tiene el mismo sistema de pensar la distancia desde el que habla que el castellano. Éste, ése o aquél, kono, sono, ano. Los nervios y el corazón ensordeciéndome no me hubieran dejado pensar en otro sistema, ni siquiera en el más simple del inglés que en realidad termina complicándolo todo. Volaba por instrumentos y con todas las defensas en alerta máxima. Tonterías mías, parecía que nunca habiese estado antes en un burdel ni en un baño ni en una sala de masajes; pero los nervios son los nervios y aquello era como si de un jalón estuviese en aquella cama por primera vez con un varón, virgencito uno y el otro. En fin.

Quizás lo más difícil fue entrar. Taro me llevó a un cubículo con su catre, unos paños y la caja de kleenex. Me pidió que dejase el maletín allí y nos desnudamos y antes que pudiese empezar a acariciar aquella piel tersa y bronce como un duraznito se tapó con un paño, me dio otro a mí, abrió la puerta, me cogió la mano (más bien la atrapó) y salió conmigo detrás de él. Yo pensaba en el maletín, no porque hubiera muchos robos en Tokio, pero por si acaso. Y de la posibilidad del robo y un muchacho japonés de unas nalgas preciosas que me llevaba por el pasillo me di cuenta que estábamos entrando a un baño de vestuario. Abrió una regadera y me pidió que me bañara. Me lavó y se lavó conmigo. Allí lo noté por primera vez. Tenía el vello púbico afeitado cortico, sólo pude pensar en las fotos de las revistas y sonreir. Sonreir como tantas veces en Japón, donde las cosas parecen a veces descasilladas de tal modo que tienen su lógica muy particular y encajan perfectamente en su devenir. Taro, lampiño y todo suave, terso, de labios como tallarines y mirada melancólica ligeramente profesional, tenía que estar también brevemente censurado aunque a su erección le faltaba la tachita oscura que en los manga yaoi nos indica que no debemos ver lo que andamos viendo. Después del baño pasamos al mismo cubículo donde nos desnudamos, allí seguía mi maletín y mi ropa doblada con cuidado en una esquina. Estoy seguro de que fue Taro mismo quien la dobló, pero no he podido recordar cuándo ni cómo lo hizo.

La sesión duraba media hora. Lo supe al pagar. Lo que no sabía era qué incluía y sobre todo qué no estaba incluido. Me di cuenta después de cuán clínico era todo. Esa primera vez sólo sentí maravillado las manos de Taro aliviarme esa falta de cuerpo obsecuente que ya se me hacía infernal. Como los pajilleros de Donatien Alphonse François, el divino Taro me sorprendió; pero quedé con ganas de otras rochelas mientras me limpiaba con cuidado y una breve sonrisa la leche con los kleenex del cuartico.

No pude volver hasta dos semanas más tarde, y mal que bien mejor así porque por más que me sobraran los reales diez mil yenes por una paja no son ninguna tontería. Taro no estaba esa tarde, pero precioso como un ángel estaba Naoki de Yokohama, me dijo que tenía dieciocho. Lindo, como una fantasía, de cara radiante y facciones perfectas. La pollina le caía apenas sobre los ojos para hacerlo parecer aún más aniñado, como a los samurai les gustaban. De tez más clara, menos definido de musculatura que Taro. Desnudo era un poema. Echado en el catre sobre el tatami no dejé que me hiciera casi nada. Lo acosté y lo volteé y poco a poco lo hice acabar mientras me decía con voz suave "dameé yoo", una de esas negativas desganadas, o más bien con ganas de que no te hagan caso. Sonrojado por el espectáculo de su propia leche y la mía que le cortaban el pecho creo que estaba sorprendido de sí mismo y trató de alcanzar los kleenex. Me le adelanté con el paño de baño, la toalla que daban para la regadera y lo sequé con ella. ¡No! ¡qué horror! eso no era para eso me dijo con ojos casi de pánico; pero se quedó tranquilo ante aquel fait accompli con el que no había más que hacer y ante ese gaijin que había roto las reglas, había hecho que se corriera, ensuciado la toalla con leche y ahora le ofrecía llevarlo a su casa a Yokohama. Tenía carro esa tarde y tiempo y ganas de pasear; pero Naoki no quiso.

Volví otras dos veces, a Naoki no lo vi otra vez. A Taro sí. Quedé con la sospecha de que al verme venir por los pasillos al salir del ascensor del edificio en las cámaras de la entrada, los celestinos reordenaban a los muchachos y hasta restringían la oferta. Uno me preguntó, no, me aseguró que yo era beisbolero, jugador de pelota importado, quedé intrigado; pero no me quejo...


Trece vistas de la nieve en Japón

Kokin Wakashu

Casi no hay cuadra en Tokyo en la que no haya un lugar para comer. Estos lugares tienen en el exterior, frente a la puerta de entrada, unas cortinas muy cortas, generalmente puestas a la altura de la cara, que hacen que el interior sólo pueda ser entrevisto. Cuando las cortinas se sacan y el local parece estar abierto, es que está cerrado. Mientras que cuando las cortinas se interponen entre el local y uno, obstaculizando la visión y el paso, es que está abierto. El principio básico del erotismo y la estética (a saber, que para que algo resulte más atractivo hay que ocultarlo parcialmente), parece estar tan asentado en la sociedad y la cultura japonesas, que hasta se aplica a las fondas de comida.

Lo primero que experimenta el viajero en Japón es una confirmación de la propia existencia. Quien se sienta angustiado con respecto a la realidad del propio yo, en Japón sentirá rápido alivio, y hasta puede ocurrir que se sienta no sólo existir sino existir en exceso: hasta tal punto la sola propia presencia obliga a los japoneses a la reverencia, al pedido de perdón o de disculpas y al agradecimiento sin descanso. Se entiende que el budismo y las disciplinas ascéticas y meditativas del zen hayan sido tan valoradas a lo largo de la historia japonesa, ya que la disolución del yo que propugnan en ningún otro lugar del mundo debe ser tan difícil de conseguir. “¡¡Irashaimasé!!” El grito repetido que es la señal de bienvenida en cualquier negocio, local o restorán al que uno entre, brota de un modo automático no tanto del individuo que lo emite sino del ser social japonés, y se repite como un eco en el tiempo. Yuki me pregunta qué opino del servicio en general ofrecido en los comercios japoneses. Digo sin dudar que no puedo imaginar un servicio mejor. Me pregunta si no me parece exagerado. A veces sí. El grito de bienvenida me resulta tan impersonal y afectado que preferiría una recepción muda. No dejo de notar que esa legendaria hospitalidad tiene mucho de retórica, es decir, de convención y de artificio, pero nunca es vana. Que posee sustancia es fácil de verificar dirigiéndose a cualquier persona en la calle con alguna pregunta, duda o dificultad. Los esfuerzos por ayudar son tan genuinos que uno hasta termina entendiendo lo que le dicen en japonés. Y también es espontánea. Un día, yendo de Himeji a Okiyama en un tren casi colmado, me disponía a beber un néctar de durazno recién comprado, cuando descubro que la pajita plástica que lo acompañaba, necesaria para beber de un modo decoroso del recipiente de cartón, había desaparecido de la bolsita en la que me lo habían vendido, por lo que me dispuse a tomar directamente del cartón. Como si hubiera estado sentada esperando ese momento, como si esa hubiera sido su función en el tren o incluso en el mundo, cuando me di vuelta para ver quién me golpeaba en el hombro me encuentro con una señorita con la mano extendida ofreciéndome justamente una pajita. En definitiva, la primera lección aprendida por el viajero en Japón, amable y afantasmado lector, es de orden ontológico y se resume en unas pocas palabras: los demás existen, yo existo.

Como bien la describe una de mis guías, Tokyo es menos una ciudad que un anillo de ciudades, interconectadas por autopistas y ferrocarriles subterráneos o elevados. Una buena medida de sus dimensiones se obtiene en las estaciones de subte. Como en todo el mundo, estas estaciones tienen varias salidas. Comete un serio error el viajero que crea que puede optar por cualquiera en la suposición de que no estarán separadas más que por no demasiados metros y que una vez en la superficie corregirá la precisión de su andar tentativo. Me pasó en Ueno, donde ya había estado unos días antes y por cuyo enorme parque ya había paseado. Cuando volví a ir salí por una escalera cualquiera, convencido de que a pesar de la vastedad de la estación saldría en algún sector del parque y que rápidamente me orientaría. Después de caminar varias cuadras sin ver ni rastros del parque, y ya preguntándome si no me habría bajado en la estación equivocada, decidí desandar mi camino y salir por la salida adecuada. Pareciera que cada salida correspondiera no tanto a distintas partes de la ciudad como a ciudades diferentes, o incluso a ciudades de mundos paralelos que sólo se contactan brevemente en las estaciones de subte. Tokyo es un mandala urbano, un acertijo y un enigma, sólo apreciable desde la cuarta dimensión de lo que vendrá.

¿Qué es un escarbadiente? Yo diría que es un cilindro delgado de madera con dos puntas afiladas para hacerle cumplir su función. Descripto de esa manera, para un japonés es una redundancia y una oportunidad perdida, e incluso un modesto escándalo. El japonés razona que una única punta afilada es necesaria y suficiente para el correcto funcionamiento del escarbadiente y procede a sacrificar la segunda en el altar que lo acompaña desde hace siglos: el de la estética y el diseño. Sólo una vez que ha hecho en ella dos prolijas ranuras anulares paralelas, que ha redondeado el fragmento intermedio de madera, y que ha incluso delicadamente oscurecido el extremo apenas convexo de esa punta del instrumento, es que el japonés puede proceder con tranquilidad a extraer los fragmentos de yakitori que le hayan quedado entre los dientes. Yuki se ríe.

El arroz es el gran enemigo del fútbol japonés. Todos los lugares que en Argentina serían potreros, en Japón son plantaciones de arroz: al costado de los caminos, junto a los puentes o las vías del tren, en lotes vacíos entre edificios o construcciones. Lo que es ciertamente de lamentar, ya que las dos veces que vi jóvenes jugando, lo hacían con habilidad y movimientos propios de la más pura y milenaria tradición sudamericana, y casi todos, para mi sorpresa, juegan con las dos piernas. Sólo tienen el defecto de la muy escasa presencia física. El día que agreguen a su indudable comprensión estética del juego la decisión con la que encaran un combate de sumo, serán rivales de temer.

Ninguna guía me había advertido sobre un riesgo muy concreto que me esperaba no en las calles sino en las veredas de Tokyo y de Kyoto: las bicicletas. El japonés se desplaza por las veredas de su ciudad, sépalo el desprevenido lector, a toda velocidad. El peligro es real, hasta el punto de que una noche fui arrollado por una silenciosa bicicleta que me atacó desde atrás en las veredas de Kawaramachi Dori, a orillas del Kamogawa. No importa adónde dirija uno sus pasos, se encontrará con los ubicuos ciclistas haciendo girar sus dobles ruedas, tal vez como permanentes recordatorios budistas de la rueda del karma y del dolor, y de su contrarrueda y antídoto, la rueda del dharma y el conocimiento que hace dos mil quinientos años echó a rodar un príncipe nepalés.

En un McDonald’s de Nara pedí un poco de sal para mis papas fritas. Una vez comprendido el pedido, el estupor de lo inesperado recorrió las caras de las empleadas. Hasta que una de ellas tomó una bolsita de papel de las que usan para poner las papas fritas, tomó el gran salero que usan para cocinar y virtió unos cuantos granos de sal en la bolsita, que enrolló con cuidado y me entregó con una sonrisa, para alivio de sus compañeras y para restauración del orden universal.

El jardín de Rikuji-en en Tokyo está construido de modo que las distintas vicisitudes de sus senderos, estanques, elevaciones y puentes aluden a ochenta y ocho poemas japoneses célebres. Lo que me hace pensar en el teatro de títeres o bunraku, donde el titiritero actúa a la vista del espectador. Lo que me hace pensar en el teatro noh, donde los actores, cuando no usan la máscara, la imitan con su cara. Lo que me hace pensar en el kabuki, en el que los actores acostumbran imitar a los títeres del bunraku. Para los japoneses, la idea de que la naturaleza imita al arte es de tal obviedad, que hace siglos que su arte consiste en imitar a la naturaleza imitando al arte.

En los templos budistas y shintoístas se practica la quema de inciensos. Grandes incensarios ubicados frente a los principales recintos del templo convocan el fervor de los creyentes, que los colman de grandes bastones de incienso de colores, y que usan las manos para esparcir el humo sobre sus cuerpos y sus cabezas. Prácticas similares en el cristianismo, el hinduismo y tantos credos del mundo, sugieren una íntima conexión entre el humo y la religión. El misterio, lo entrevisto, lo que es materia de revelación, el secreto, las posibles visitas desde el más allá, se avienen a la compañía del humo y sus remedos de tiniebla. Ahí te ofrezco, humeante y tenebroso lector, materia para tus cavilaciones.

El templo budista en cuyo cementerio eligió ser enterrado el escritor Junichiro Tanizaki no es una atracción turística, y por lo tanto carece de información que ofrecer al visitante. Después de recorrer el cementerio y tratar infructuosamente de ubicar la tumba, le pregunté a una mujer que barría el lugar. Intenté hablarle en inglés, pero sólo obtuve su reacción temerosa. Nuestras lenguas infranqueables resultaron compartir un único vocablo, pero ese vocablo fue suficiente. Ni bien pronuncié la palabra “Tanizaki” sus ojos emitieron un brillo y empezó a repetir “Tanizaki Junichiro”, tal vez sorprendida de que un bárbaro de ojos redondos pronunciara ese nombre querido. Abandonó la pequeña escoba y estiró su índice curvo y huesudo, haciendo señas para que la siguiera. “Sákuro tri, sákuro tri”, me decía la mujer, caminando encorvada. Lo que finalmente entendí que quería decir “árbol sagrado”, o sea “sacred tree” en su inglés de fonética japonesa, y que se refería al ciruelo plantado junto al par de lápidas que señalan la tumba de Tanizaki, colega en el amor de Murasaki Shikibu y admirado apólogo de la sombra.

Yuki, la siempre entrevista y fragmentaria Yuki, me explica que su nombre significa “nieve”, pero que esta palabra se escribe con un carácter chino diferente del que corresponde a su nombre, y que por lo tanto no es su nombre. Es decir, el nombre de una persona en Japón no es la serie de sonidos que pronuncia cuando se lo preguntamos, sino el o los caracteres chinos con que lo escribe. Me pregunto si sus manos serían sus manos y su piel su piel, o si también necesitaban una escritura que las revelara.

De la infinidad de comidas que deleitan o sobresaltan el paladar del visitante, mi preferida es dragón en su fuego. He aquí la receta: se caza un dragón joven y se lo cuelga de modo que la boca apunte a una de sus patas traseras, por otra parte convenientemente elevada de modo de frenar la irrigación. La furia que el cautiverio provoca en el dragón le hace expulsar fuego de las fauces, lo que lentamente va cocinando la pata. El dolor genera más llamas, lo que asegura una correcta cocción. Un sablazo preciso del cocinero decapita al dragón y señala el momento en que la pata está en el punto de cocción exacto. El acompañamiento consiste de arroz y de una salsa que cambia de acuerdo a la estación. Algunas sectas shintoístas argumentan que la verdadera delicia reside en comer la pata que quedó cruda, porque no ha sufrido las consecuencias del fuego impuro de la ira. Los monjes budistas se abstienen de la polémica, porque son vegetarianos.

El tren me lleva a Shimonoseki, el puerto lejano desde el que un barco me va a cruzar a Corea. Llevo una carta de Yuki, pero prometí no leerla hasta no salir de Japón. El tren va prácticamente vacío. El guarda lo recorre regularmente. Noto con sorpresa que cada vez que termina de recorrer un vagón, se da vuelta y hace una leve reverencia, gira, abre la puerta del siguiente vagón, y antes de empezar a recorrerlo hace otra leve reverencia, que repetirá en ese mismo vagón cuando termine de recorrerlo y gire, antes de pasar al siguiente. El viajero, que al principio se mostró complacido y hasta halagado por esas muestras de civilidad, ahora se pregunta si no son más que movimientos automáticos, no diferentes de los que las ruedas de ese mismo tren están haciendo ahora mismo al rodar sobre las vías, indiferentes de su presencia. Esas reverencias, entiende el viajero, no están en realidad dirigidas a él, sino al pasaje anónimo o incluso potencial, al vagón, es decir, al vacío y a la ausencia. Y están hechas menos por el guarda que por un ente indiferenciado que sólo se manifiesta a través del guarda, y que es una especie de espíritu intangible, una emanación del Japón que se dirige a sí misma, y se repite como un eco en el tiempo. El viajero se replantea las primeras lecciones aprendidas, y se pregunta si será cierto que efectivamente existe. Se pregunta incluso si será cierto que lo que deja atrás es un país en el que estuvo, e intuye que no hay manera de discernir y separar, dentro de ese todo que es un viaje, aquello que es viaje a la ilusión, al espejismo y al engaño.






La Azotea de Reina | El barco ebrio | La dicha artificial | Ecos y murmullos La expresión americana
Hojas al viento  | En la loma del ángel | Panóptico habanero | La Ronda | La más verbosa
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal
Arriba