El Japón
heroico y galante*
Enrique Gómez Carrillo
(fragmento)
Los
sables
Una ley feudal de la provincia de Latzuma
decía: “Si un hombre, en público, por este motivo o por ese
otro motivo, sacara su hoja de acero contra alguien, no la
envainará sino después de matar a su adversario en combat
leal.” Esta, que ya no es ley escrita, sigue siendo ley practicada. El
sable, símbolo del hombre, como el espejo es emblema de la
mujer, conserva siempre su prestigio místico. En las iglesias
sintoístas el pueblo lo venera. En cada casa, por modesta que
sea, por modernizada que esté, hay un sitio en el cual una bella
arma luciente, con su empuñadura de marfil, con sus adornos de
cobre labrado, con sus correas de cuero antiguo, con sus estuches ricos
cual joyeles, es objeto de veneración familiar.
Basta con pasar una cuantas horas en el Museo
del parque Uyena para comprender la importancia que los japoneses dan a
sus armas. En esas vastas galerías, en que los tesoros
artísticos abundan, se ven los más venerables kakimonos
sin marco, expuestos al polvo; las más ricas sederías
colgadas en las vidrieras más humildes; las lacas más
suntuosas en los lugares más obscuros. Pero en cuando se llega a
los sables, todo cambia. Cada hoja de acero está colocada en un
altar de raso; cada vaina de madera tiene un estuche de terciopelo. Y
no creáis que es a causa de sus adornos artísticos, ni
siquiera por el prestigio de su historia, por lo que cada una de esas
armas ocupe sitio de preferencia. Los japoneses tienen por las hojas de
acero forjadas un entusiasmo para nosotros incomprensible. En tiempos
antiguos los armeros eran considerados como los más nobles
señores del reino. “Las hojas japonesas – dice Gonse –
indiscutiblemente son las más bellas que se han hecho en el
mundo, y las de Damasco y Toledo parecen, comparadas con ellas, puros
juguetes de niños.”
En varias ocasiones, en efecto, los
coleccionistas de
Tokío han apostado que un sable cualquiera del siglo XVI, de
Nara, de Kioto o de Yedo, puede cortar un sable de caballería
alemán o francés de un solo golpe, y siempre han
ganado
las apuestas. Esto explica los precios fabulosos de cualquier arma de
samurai. Dar mil duros por una hoja sola, sin empuñadura, sin
vaina, no es raro. Las crónicas antiguas hablan de las armas que
fueron enviadas por el shogún a Felipe II como de cosas
maravillosas. “¡Eran las obras maestras del sin igual Miotshiu”,
dicen, y la leyenda agrega que uno de aquellos sables había sido
ensayado por la mano del gran daimio, “que cortó con él,
de un solo mandoble, las cabezas de dos cadáveres frescos”.
Otras lamas hay, firmadas por
la dinastía de los Goto, que
tienen fama de haber partido a guerreros cubiertos de armaduras.
*
En este país en que la etiqueta es una
religión, el sable
tiene un protocolo más complicado y estricto que el del cetro.
Llevar la mano a la empuñadura en presencia de alguien equivale
a una provocación; colocar el arma en el suelo con la punta
vuelta hacia una
persona es un insulto sangriento; antes de sacar el
sable del cinturón es preciso pedir permiso a los que se
encuentran presentes; el que entra en casa de un amigo con su espada al
cinto es que quiere romper los lazos de la amistad; en cada puerta hay
un servidor a quien el noble debe entregarle su arma envuelta en un
pañuelo de seda blanca. Cuando alguien pone su sable a su
derecha, es que teme ser atacado. Enseñar una hoja desnuda sin
que se lo pidan es signo de mala crianza. Y esto, que hace
sonreír visto de lejos, es un ritual que ha costado mucha
sangre. En las Relaciones del
presidente de la Sociedad Holandesa,
publicadas por Melchisedech a fines del siglo XVII, hay una
anécdota significativa. Dos amigos nobles se encontraron un
día en la escalera del palacio shogunal. Al pasar, sus espadas
se entrechocaron.
Uno de los nobles detúvose en el acto e
interrogó
al otro, que, con la mayor cortesía, le aseguró que
aquello había sido obra de la más pura casualidad. Y
agregó sonriendo: “Después de todo, una vale tanto como
la otra, y chocando así no han podido hacerse agravio las
espadas nuestras.” Su amigo le contestó: “Mi espada no es igual,
sino superior a todas las otras, como he de probarlo en seguida.” Y
sacándola del cinto abrióse con ella el vientre. El otro
noble, que había ofrecido al shogun ir a verle a aquella hora,
continuó su camino escalera arriba; pero al salir se detuvo en
el sitio en que su rival había muerto momentos antes, y se
arrancó también las entrañas, murmurando: “Mi
espada no puede permitir que se la crea inferior a la de otra
persona,
viva, o muerta.”
En los poemas antiguos, en los dramas
populares, en las
oraciones sintoístas, en todo lo que refieja el alma popular, el
sable aparece como el supremo símbolo de lealtad, de bravura, de
nobleza, de elegancia, de virtud. “El que olvida su espada – dice un
aforismo del shogun Yayas – olvidará también su honor.” Y
las leyendas hablan de pobres capitanes caídos en la desgracia,
que después de vender sus riquezas, después de pedir
limosna, después de cometer robos, muérense de hambre sin
separarse de sus sables de valor. El sable es el último refugio
de la honra. Cuando ya no hay ilusiones de ninguna especie; cuando se
han perdido las esperanzas; cuando la vida misma es una cosa
despreciable, la hoja de acero, clara y orgullosa, conserva aún
su prestigio.
Los más abyectos lacayos se inclinan
ante su esplendor.
Las historias que lo prueban son innumerables. A cada momento se ve un
hombre vestido de andrajos que llaman a las puertas de un piso
señorial y que pide a los criados que le conduzcan a la estancia
del daimio. Al principio, los servidores sonríen
desdeñosos; pero cuando ven que el miserable visitante lleva al
cinto una espada venerable, de esas que no se confunden con las armas
vulgares, inclínanse ante su pobreza y obedecen a su miseria.
Esto explica que los artistas más eminentes, los
más grandes, los más altivos cinceladores, hayan
consagrado sus vidas a cincelar una simple empuñadura de cobre.
*
Visitad a un japonés artista y rico. Antes que sus
venerables kakimonos, firmados por los Kano y los Harunobu; antes que
sus cajas de laca de Ritzuo el mago o el divino Korin; antes que sus
menudos marfiles cincelados por Manzano; antes que sus tesoros de
porcelanas antiguas; antes que todo y con más respeto que todo,
os hará admirar sus sables antiguos, sus soberbios, sus ricos
sables tradicionales. Y si al hacerlo tiene derecho a deciros que son
obras de Sukerada, de Masamuné, de Sinosoku, de Munetsika o de
algún otro maestro inmortal, no podréis dejar de notar la
expresión religiosa con que sus labios pronuncian aquellos
nombres. Los templos mismos se enorgullecen más de sus sables
que de sus artesonados y de sus esculturas. Entrad en los santuarios de
Nikko, preguntad a un monje guardián cuál es el mayor
tesoro que posee. En el acto os contestará: “Los sables del
shogun Yeyas.” Luego, en Kamakura, en el templo de Hatsiman y en las
capillas santas de las montañas, las más preciadas
reliquias son los sables, siempre los sables.
¡Cómo me acuerdo del día
en que Hayashi me
hizo admirar sus hojas de acero! Estábamos en el hall
semi-europeo de su casa. Por las anchas ventanas entraban los efluvios
perfumados de su jardín de lirios, y el sol de primavera
acariciaba sin violencia las superficies lucientes de los aceros.
– Aquí hay muestras de todos los
siglos, de todos los
estilos. Vea usted la variedad.
Yo, con vergüenza lo confieso, no
conseguía
distinguir una de otra hoja. Todas me parecían iguales
en la
forma y en el carácter, sin más diferencias que los
puños y las cinceladuras. Pero justamente lo que menos importa
es esto.
Los adornos son cosas secundarias. Lo que
interesa es el acero
mismo, y su temple, y su sello especial. Así, cuando alguien
enseña sus colecciones tiene cuidado de no sacar al mismo tiempo
las vainas de laca, los estuches artísticos; Lo que se ha de
ver, lo que más se tiene que admirar, es la hoja. ¿Os
figurabais acaso que en el Japón una lámina de acero es
cosa sencilla? Pues ved el análisis que hace de una de ellas el
director del museo de artillería de París: “Hemos roto la
hoja en tres pedazos y hemos podido observar que su alma está
constituída por una lámina de hierro muy nerviosa,
envuelta en sus dos costados anchos y en el filo de una camisa de
acero. El acero de los costados es menos intenso que el del filo, y
esto obedece al método de templarlo. Suponemos que el armero
envuelve un hierro delgado en tres de sus superficies con una tela de
acero y que las une por medio de un martelaje metódico que llega
a producir un laminaje verdadero. La resistencia de los dos metales
está calculada de una manera muy perfecta, y esto debe necesitar
un gran trabajo. Los armeros europeos que han visto esto no
creían que tales labores fueran humanamente posibles.”
En este punto más de un japonés
diría:
– En efecto; las hojas que de verdad son
admirables no han sido
hechas por los hombres, sino por los dioses.
Una tradición popular atribuye al dios
Inari las
más bellas espadas. Cuando un forjador ama con amor profundo su
trabajo, la divinidad protectora de los soldados y de las mujeres lo
ayuda en su labor y da a las armas que salen de sus manos un alma. Esto
explica las mil leyendas en que el sable, sin que nadie lo
empuñe, salta de su vaina de laca, y venga, castiga o defiende.
Un lacayo robó un día una espada y mató con ella a
otro lacayo. La sangre no se borró nunca del noble acero. El
lacayo la hizo limar. La sangre había penetrado hasta el fondo
del metal. Otra espada rompióse un día cuando su
dueño quiso servirse de ella sin justicia. Así, pues,
nada tiene de extraño que los samurais vean en sus hojas de
acero leales compañeras, amigas fieles, hermanas nobles, y que
las bauticen y las halaguen. En su testamento, el emperador Gomiwo
dice: “Lego a mi hijo un sable que se llama Dyoky Masamé y que
es querido de mi corazón: le lego también otro más
pequeño, cuyo nombre es Bungo Disero.” Y el buen monarca agrega:
“He tenido siempre en grande cariño las armas y quiero que mi
heredero les conserve veneración.”
Todo esto me lo decía mi ilustre amigo
Hayasy mientras el
sol de primavera acariciaba respetuosamente las admirables hojas de su
colección antigua.
*
Los sables modernos no tienen igual
mérito, según los doctos tratadistas. “A partir del siglo
XVIII –
dice Gonse – los forjadores carecen de historia.” Los
anteriores, en cambio, figuran en primer término en todas las
páginas gloriosas de la crónica nacional. En el siglo
VIII florece Shiumun. Sus sables son maravillas de elegancia y de
resistencia. En la corte de Kioto, a la sombra de la paz y de la
prosperidad pública, los nobles se consagran a adornarlos.
Algunos señores emplean familias enteras de cinceladores durante
años y años para hacerse fabricar una empuñadura.
Después de Shiumun aparecen Shinsoku y Sanemori, cuyos aceros
están considerados como las obras maestras por excelencia. La
época es propicia al arte de la armería suntuosa. Los
fujivara, vencedores, dueños del gobierno, tiranos del
país, necesitan que sus capitanes muestren en todo una
superioridad invencible. Los sables adquieren cuando salen de los
talleres célebres un prestigio antes desconocido y nunca
después superado. Hoy mismo, el que posee, como Montefiore, el
coleccionista italiano, una hoja auténtica de Sanemori, adquiere
en el mundo de los japonistas universal renombre. En el siglo X, el
más famoso armero es Muneshika. En el siglo XI, Yoshihé.
Algo más tarde, un emperador optimista, el buen Gotoba, cree que
protegiendo a los que se consagran a forjar aceros se logrará
una producción mayor sin menor mérito. Los sables
abundan. Cada noble tiene uno para cada mes del año, uno para
cada traje, uno para cada fiesta. Pero de tantos productores pocos
dejan un nombre imperecedero. Los forjadores más célebres
del siglo XIII son Yosimitsu, Koniyuky y Kunitosy; los del siglo XIV,
Masamuné, Kaniuje y Okenemitzu; los del siglo XV, Kanesada,
Kanezané y Ujifura. En el siglo XVI, siglo de aventuras, de
duelos, de pendencias, de caprichos, de arte, de lujo, figuran los
Ubedada Miojin, los Harumitsu, los Sukerada, los Kiyomitsu, los
Yazutzugu. Ningún momento más a propósito para
producir bellas armas. Los ceremoniales de la corte han
estáblecido las reglas de la caballerosidad y de la elegancia.
Todo está sujeto a un protocolo de pompas. Cada función
erige un arma. El lenguaje del sable toma una importancia
trágica. No inclinarse ante un arma es insultar mortalmente a su
dueño. Los forjadores adquieren en la corte rango
altísimo, y sus obras se venden a precios fabulosos; llevar una
hoja fabricada por un maestro es como ser portador de un salvoconducto.
Estas costumbres duran mientras dura el shogunato.
*
Para ver hasta dónde
llega en el siglo XVII el amor de
los samurais por sus armas, hay que recurrir a la historia
anecdótica del teatro. Hacia 1680, una ordenanza shogunal,
asimilando los teatros a las casas de placer, ordenó que nadie
pudiera penetrar en ellos armado. La clase guerrera, en aquella
época la más culta, la más artista, pidió
que tal decreto no se pusiera en vigor, pues el único gusto que
tenían los nobles en tiempo de paz era el espectáculo. La
autoridad desatendió este ruego, y ordenó que se
cumpliese la ordenanza con el más estricto rigor. Entonces los
samurais, sin cólera, sin ánimo de protestar, sino
únicamente por no presentarse en un sitio público sin sus
bellas armas, cesaron de ir a aplaudir los dramas. “El verdadero hombre
de honor del antiguo régimen – dice Arima Sukemara – no se
separaba de sus dos sables ni siquiera cuando permanecía en la
soledad de su hogar, sentado en sus esteras.”
*
Lafcadio Hearn refiere una anécdota muy
significativa en Glimpses of
unfamiliar Japan. Un inglés de
Yokohama tenía a su servicio, como profesor de japonés, a
un samurai venido a menos, que no conservaba de sus antiguos
esplendores sino un sable admirable, obra de un armero del siglo XVI.
Un día, el pobre noble pidió al inglés mil yens
prestados y le dejó en garantía su sable. Al cabo de un
año, Dios sabe a costa de cuántas privaciones, el
japonés logró reunir la suma y pagó su deuda.
Pasó el tiempo. Las relaciones entre profesor y discípulo
se enfriaron. Al fin, en un momento de mal humor, estalló la
disputa, y el inglés dio una bofetada a su amigo.
Instintivamente el ofendido llevó la mano al puño de su
espada, pero no la sacó. Grave e impasible, el samurai se
alejó. El europeo, una vez tranquilo, prometióse dar toda
clase de excusas a su maestro al día siguiente. Por la noche
recibió una.carta que decía: “Tengo el honor de
participar a usted que me he suicidado. Cuando un hombre recibe una
ofensa grave y no puede vengarse, su honor queda mancillado. En
cualquier otro caso yo habría sabido, a pesar de mis
años, castigar el insulto recibido. En el caso presente, no,
pues mi sable sabe ser fiel, y no olvida que usted lo tuvo en su poder
durante un año. ¿Cómo hubiera, pues, podido sacar
tal arma contra usted? Prefiero morir.” Y en efecto, hizo el harakiri.
*
Aun en el supremo instante de morir, los japoneses hacen ver el
respeto que tienen por sus armas. En cualquier relato de harakiri el
historiógrafo describe las reverencias del “oficiante” ante el
sable que va a servirle para abrirse el vientre. El amigo, o mejor
dicho, el padrino de la víctima, le presenta en un lujoso fukusa
de seda, igual a los que sirven para envolver los regalos de precio, un
sable pequeño, afilado cual una navaja de afeitar. El suicida
acepta el arma, la contempla, se inclina ante ella, la eleva dos veces
hasta su frente, y al fin la toma por la empuñadura. Es el
momento supremo. Más tarde, cuando la cabeza ha rodado sobre la
alfombra de honor, gracias a la clemencia de un amigo, que evita,
decapitando, la lenta agonía del harakiri, el padrino se acerca,
saca del vientre la hoja de acero, y sin limpiarla, la envuelve en un
paño blanco con religioso respeto. Ese sable se convierte en una
reliquia. Los parientes del suicida lo conservan en el altar de la
familia y lo enseñan con orgullo. Yo he visto uno que
había servido a un cierto samurai del siglo XVII, y que un
coleccionista parisiense pagó a precio fantástico en una
venta pública de Tokío. No tiene firma ninguna, pero esto
no significa que su autor haya sido modesto. Al contrario. En las
buenas épocas, los grandes forjadores no ponían su
nombre, seguros de que todos los inteligentes reconocerían el
origen sin la menor dificultad.
– Por veinte mil francos – decíame el
coleccionista – no sería fácil encontrar un arma como
ésta. Los japoneses saben lo que valen sus tesoros, y no
sólo los hacen pagar caros, sino que ponen dificultades para
dejarlos salir del país.
En un catálogo de 1690 se encuentran hojas sin montar,
forjadas por artistas célebres, marcadas ya a diez mil francos.
Los holandeses, que dan este dato, agregan: “No nos atrevimos a
comprarlas, a pesar de nuestro deseo, porque sabíamos que era
imposible exportarlas y venderlas a los museos europeos.” En efecto,
los japoneses de aquella época acababan de hacer un escarmiento
crucificando al gobernador Sié-Luga-Feso, daigan de Nagasaki,
por haber reunido una colección de sables admirables, que se
proponía enviar fuera del imperio.
* Tomado de: Enrique
Gómez Carrillo. El
Japón heroico y galante. México: Editorial Novaro,
1958. pp. 59 – 69. |