Del
joyero del orientalismo cubiche
¿Quién dice que Cuba
no era el Catay?
¿Quién niega que por las tiendas por departamentos
habaneras se hubiera podido pasar-entrar alguna vez a los bazares
marroquíes, o a la Alcaicería granadina?
¿Quién se atreve a poner en duda que las criollas más criollas no
fueran después de todo sino geishas
tapiñás? En fin, ¿quién va a venirnos con
el cuento chino de que un paseo por La Habana no podía hacer
desvariar al viajero más ilustrado, al europeo más
entendido en cuestiones de nativos y natividades, hasta el punto de
hacerlo producir eso que están a su vez a punto de leer los
más avispados lectores de La
Habana Elegante: un retrato de la ciudad que, por momentos,
parece extrapolado de un cuento de Las
mil y una noches? ¿Y quién nos iba a decir que
Florian Borchmeyer, y hasta Ponte mismo - que nos vino primero con el
cuentecillo - no hicieron sino darnos gato
por liebre con lo del Nuevo
arte de hacer ruinas, o con el Arte
nuevo de hacer ruinas, o con Instrucciones
nuevas para hacer ruinas viejas; o, en fin, como quiera
llamársele a los tratados, cuentos, y documentales, libros de
fotografías, etc. con que han plagado de ruinas habaneras los
ruinosos paisajes de este mundo y del porvenir? Entonces que cada quien
agarre su alfombra, y
a volar se ha dicho por entre los escombros del palacio encantado, y
los pliegues de los kimonos de las geishas habaneras, y hasta por las
villas italianas y ruinas pompeyanas de la Habana Vieja, convertida,
desde ahora y para siempre, en Pompeya
Tropicalis de l'Humanité. ¡Ay, Casal,
gracias por iluminarnos el camino! Incienso y guanábana con
leche para tu aire. Recibamos otra vez a Colón con un carnaval
en el barrio chino, abierto al negocio con los chinos de ultramar y
ultramarinos. Aquí, reportando en el Barrio chino, y desde el
show de Cristina.
Francisco Morán, La Habana
Elegante
La Habana y los
habaneros1
Cuba. Past and Present*
Richard Davey
pesar
del fastidio de los mosquitos y de las aguas albañales, la
primera impresión del viajero al llegar a La Habana es
característicamente placentera, y esa sensación agradable
nunca llega a destruirse completamente. El puerto es maravillosamente
pintoresco. Opuesto a su entrada, se levanta el Castillo del Morro,
contruido en 1573 por el rey Felipe II de España. Fue en el
pasado casi un facsimil de
esa pequeña almenada fortaleza morisca que está frente al
bello monasterio e iglesia de Belén, en Lisboa, pero que ha sido
alterada considerablemente en los últimos años en el
proceso de adaptarla a los usos de la guerra moderna. Entonces aparece
a la vista la otra histórica fortaleza, La punta, también
erigida por el siniestro consorte de nuestra reina María. A la
izquierda hay dos bastantes escarpados promontorios, coronados por
varias magníficas iglesias, una de las cuales
– la de “Los
Ángeles” – ya ha cumplido doscientos años completos – una
edad que, en el Nuevo Mundo, sería como vanagloriarse de
antigüedad en el Viejo. Más allá de los
mismos, sobre un número de pequeñas colinas, se levanta
la ciudad, una masa irregular de casas de una sola planta, pintadas de
vívido ocre, e intercaladas con cúpulas y torres de
iglesias, y salpicadas aquí y allí con largos cocoteros o
un grupo de hojas de plátano ondeando sobre los muros del
jardín. Naves de cada parte del mundo, pequeños veleros
con sus velas en forma de golondrina, algunos de un blanco
deslumbrante, otros, de rojo oscuro, ocupan el primer plano – mientras
mercados en botes con forma de canoa, cargados de frutas tropicales,
pescado, vegetales, y flores, e impulsados por negros desnudos hasta la
cintura que reman, se deslizan en todas direcciones sobre las aguas
profundas y azules.
Llegando, como lo había hecho yo, de Nueva
York, al que había dejado enterrado en la nieve, esta escena de
verano tiene que resultar casi excitante y la sumamente transparencia
de la atmósfera cubana se añadía considerablemente
a su belleza. Todo parecía inusual, de novela, y, por encima de
todo, completamente diferente a lo que había esperado. La
impronta de la madre-patria, España, se siente y ve por doquier,
y las influencias americanas apenas se perciben todavía. Desde
el mar, La Habana podría ser Málaga o Cádiz, pero
cuando desembarcas, pero al desembarcar, inmediatamente los recuerdos
de Pompeya se amontonan sobre uno. Eso que debemos llamar la ciudad
propiamente dicho, el barrio comercial de la capital cubana, consiste
de un laberinto de callejones estrechos, atravesados por una o dos
calles anchas, de las cuales las dos principales son conocidas en toda
Sudamérica y en las Indias Occidentales como Calle O’Reilly y
Calle O’Bispo, y van desde el Palacio del Gobernador hasta las las
murallas de la ciudad. Pocas de las casas que se alinean en estos
callejones tienen más de un piso de altura, pero ese piso es tan
excesivamente elevado que representaría tres pisos de una casa
promedio en Londres. La mitad más baja de cada casa está
pintada, o de un azul profundo y oscuro, un profundo rojo egipcio, o de
un vívido amarillo ocre. Como en Pompeya, notas hileras de
columnas de
estuco, pintadas la mitad de un color y la mitad de otro.
Al echar un vistazo a través de las puertas siempre abiertas,
mientras pasas por la calle, obtienes algo más que una mera
mirada del interior de esas moradas. Si te levantas lo suficientemente
temprano, puedes mirar la familia mientras se asea, porque hay muy poca
privacidad en cualquier lugar en Cuba. De modo que cada acto, desde la
entrada hasta la salida de la vida, del bautismo al entierro, es
serenamente realizado con la mayor publicidad. Las ventanas más
bajas, que dan a la calle, están protegidas por duras barras de
hierro, y detrás de ellas podrías, en ciertos barrios de
la ciudad, ver animados grupos de Geishas habaneras, los rostros
espesamente empolvados con polvos de arroz, sus largas y negras
cabelleras trenzadas, y sus opulentos encantos exhibiéndose con
liberalidad – “sono donne che fano all’amore!”
Las frecuentes y curiosas, sobresalientes
ventanas, con sus barras de hierro, le darían al lugar una
apariencia de prisión, si no fuera porque están pintadas
con los colores más brillantes – naranja, escarlata, y verde
guisante. Con más frecuencia que no, la fragancia de la cena
familiar cae placenteramente en tu nervio olfatorio, y puede que hasta
consigas ver a la cocinera, una negra, presidiendo invariablemente la
estufa de carbón en la cocina, un turbante en la cabeza, una
saya de algodón estampado, moviéndose detrás de
ella, y en su boca el infaltable cigarrillo, y sin el cual ninguna
mujer cubana de color estaría feliz.
No hay un West End, por así decirlo, en La
Habana, y las mansiones de los ricos están dispersas a
través de cada parte de la ciudad. Algunas de las mejores casas
son extremadamente bellas, pero todas están construidas sobre un
mismo plan, en el estilo clásico, con un patio interior, rodeado
por bellas columnas de estuco o de mármol. Las
imagino
diseñadas casi con el mismo plan que las antiguas villas de
Roma. Primero ves un elegante pasillo – casi siempre construido de
mármol blanco o de estuco que parezca mármol. Aquí
se guarda el Victoria o la vieja volanta de la familia. También
está aquí, más como ornamento que para uso, una
silla de palanquín, la cual está, más a menudo que
no, ricamente pintada y dorada. Más allá de este pasillo
vemos el Patio [Pateo, en el original], en el centro del cual hay
usualmente un rico jardín de vegetación tropical,
sombreando una fuente o un gran aviario dorado, lleno de cotorras y
periquitos. En algunas casas hay una estatua o un cuadro de la Virgen,
o de algún santo, con una lámpara delante de la imagen,
ardiendo día y noche. En el Pateo, las familias se reúnen
por las tardes, las damas bien vestidas; y como casi siempre
está brillantemente iluminado, la placentera escena se
añade grandemente a la alegre apariencia de las calles, que se
llenan de sillones en el fresco de la tarde.
Las tiendas habaneras tienen un amplio surtido
de mercancias europeas y nativas, pero, como en casi todos los
países tropicales, muy pocas de ellas tienen ventanas, y las
mercancías están abiertamente expuestas, como en un bazar
oriental. Sólo unos pocos años atrás las tiendas
de joyeros y orfebres gozaban de renombre en todo el mundo
occidental,
pero hoy, desafortunadamente, están completamente arruinadas.
Incluso en 1878, cuando por primera vez el zapato empezó a
apretar en Cuba, muchas joyas exquisitas, y algunos bellos
especímenes de vieja plata española, Luis XV, abanicos,
cajas de rapé, y baratijas de todo tipo fueron puestos en venta.
A menudo una negra llegaba a un hotel llevando un cofre lleno de cosas
para inspección; la dueña que habría enviado a la
buena mujer debió tener implícita confianza en su
sirvienta, porque ella frecuentemente vendió sus
mercancías por sumas muy considerables. A pocos de los magnates
habaneros y ricos hacendados les queda nada valioso que vender en estos
días, pero sólo unos pocos años atrás La
Habana fue un feliz suelo de caza para los buscadores de gangas.
La calle más bella de La Habana es el
Cerro, una larga vía que se extendía arriba, hasta una
colina, detrás de la ciudad, y bordeada a ambos lados de enormes
y viejas villas, en la bruma de jardines magnificentes. La más
elegante de estas mansiones pertenece a la muy antigua familia
Hernández, y está construida en mármol blanco en
el usual estilo clásico. La villa adyacente, Santovenia
[Santoveneo, en el original], posee un bello jardín, y era
famosa por su colección de orquídeas, siendo la difunta
Condesa de Santoveneo, una dama muy opulenta, y una gran coleccionista.
Era una mujer inteligente, agradable, bien conocida en París,
donde pasaba el verano y el otoño. En medio de un perfecto
bosque de cocoteros, se alza la antiga villa de verano de los obispos
de La Habana, ahora una residencia privada.
Entonces, una tras otra, siguen las bellas
mansiones de la aristocracia habanera – del Marqués dos
Hermanos, del Duque de Fernandina, del Conde Peñalver, de la
Marquesa d’Aldama, etc. Los cactus en estas villas jardines son de
maravillosa forma y tamaño, y algunos exhiben hojas tan gruesas
y fuertes que podrían soportar el peso de un hombre
completamente crecido. En los jardines del Conde Peñalver hay
una gloriosa mata de mangos, la primera que yo haya visto nunca, y la
más bella. Desafortunadamente, estos edenes habaneros
están infectados todo el año por enjambres de mosquitos.
Los residentes parecen tener una piel a prueba de picaduras, y no
parecen sufrir de los ataques de los mosquitos. ¡Pero la congoja
espera a esos incautos recién llegados que tientan la suerte al
entretenerse en estos bellos jardines!
Hay varios deliciosos paseos públicos
en la ciudad y sus suburbios, el Paseo de Isabel, por ejemplo, con su
amplio pavimento y su majestuosa avenida central de árboles
floridos. Aquí está un monumento sumamente imponente, la
Fontana de India, que haría avergonzarse en Trafalgar Square a
todas nuestras demasiado notorias “brochas de afeitar.” En la cima de
un pedestal de mármol blanco como la nieve está una fina
estatua de las Antillas, representada por una doncella india
displicentemente ataviada con ropajes de nada, y adornada con cuentas y
un tocado de plumas. Cornucopias llenas de flores y frutas tropicales
descansan a sus pies, y cuatro delfines monstruosos vierten
volúmenes de agua espumosa en una espaciosa taza de
mármol. Sirviéndole de telón de fondo a esta
notable obra de arte están los jardines de La Glorieta, con sus
bosquecillos de adelfas y sus palmas. En el gran estanque la Victoria
Regia flota sus colosales copas de plata. Muy cerca de aquí
está el Campo de Marte o Mar’s Field, donde entrenan los
soldados, y más allá del cual está el
espléndido Palacio de Aldama, en medio de un glorioso
jardín tropical.
The Calzada de Reina es otra amplia avenida,
que corre desde el Campo de Marte, hasta la Calzada de
Belascoaín [Belancion en el original] y el Paseo de
Tacón. Esta es la calle de compras que está de moda, y,
por lo general, llena de carruajes en las horas tempranas de la
mañana, cuando
las damas cubanas hacen sus compras. Ninguna dama
habanera condesciende a dejar su victoria para entrar a una tienda –
invariablemente el tendero le lleva al carruaje sus mercancías
para que las inspeccione, teniendo lugar el regateo en la calle, y a
veces es muy animado y divertido.
El Paseo de Tacón es, sin embargo, el
más elegante de la ciudad, y uno del que podría
enorgullecerse cualquier capital del mundo. Un muy ancho camino pasa
entre una doble hilera de espléndidas acacias de la variedad
“pavorreal” – llamada así por sus grandes mechones de sus flores
amarillas y carmesíes. El origen del Paseo se remonta a 1802, y
está adornado por varias bellas estatuas y columnas
conmemorativas. En las tardes se ilumina con la luz eléctrica, y
lo que es más, se jacta de un interminable zigzagueante
ferrocarril, una gran fuente de diversión para los niños
habaneros. Al otro extremo de Tacón, el cual, por otra parte, se
anima a veces con carruajes y peatones como los Champs Elyseés,
están los jardines botánicos, que son sorprendentemente
bellos. Imagine todos los conservatorios de Kew y el Crystal Palace sin
sus techos de cristal, y usted podría entonces formarse una vaga
noción de las glorias de esos jardines. Hay aquí una
avenida de cocoteros que es casi de una belleza extraterrenal. Recuerdo
haber visto estos jardines iluminados para una fiesta con
miríadas de luces de colores, y sobrepasar como en una belleza
de cuentos de hadas cualquier escena de transformación que se
haya concebido jamás en el viejo y querido Drury. Los tallos de
las palmas, “todos situados en majestuosa hilera,” parecían
convertidos en pilares de oro, y más lejos arriba, unos cien
pies y más, centelleaban racimos de pequeñas
lámparas, como joyas entre sus ondulantes frondas.
Nota (del autor)
1. Según las versiones más autorizadas, Diego
Velázquez, el Conquistador de Cuba, fundó la famosa
ciudad de San Cristóbal de La Habana en 1519, y
habiéndose impresionado inmensamente por la anchura y
profundidad del puerto, y por su situación, generalmente
favorable para el comercio, la llamó la llave del Nuevo Mundo, the key to the New World.
* Tomado de: Richard Davey. Cuba.
Past and Present. London: Chapman & Hall, 1898. pp. 121-28.
Traducción, especial para La
Habana Elegante, de Francisco Morán. |