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Darío y Casal en La Habana de 1892

Francisco Morán, Dallas

     Examinemos unas páginas traspapeladas de la Autobiografía del poeta nicaragüense Rubén Darío: ésas que corresponderían a su estancia en La Habana de 1892.
     A pesar de la calurosa acogida de que fue objeto por parte de los escritores cubanos, Darío sólo comenta, de pasada, en su Autobiografía: “En Cuba se embarcó Texifonte Gallego que había sido secretario de ya no recuerdo qué capitán general” (82). Como puede apreciarse, ni siquiera recuerda haber desembarcado en Cuba. Otros textos suyos, sin embargo, sí aluden y dan cuenta de su visita a La Habana en 1892.  Ellos son la crónica “El General Lachambre. Recuerdo de La Habana,” publicada en La Nación de Buenos Aires el 7 de marzo de 1895, y el prólogo que escribió para un poemario del cubano Manuel Serafín Pichardo.
     En “El general…,” Darío refiere que, durante su estadía en La Habana conoció a Raoul Cay, cronista de El Fígaro, quien, a la noche siguiente de esa presentación, lo invitó a su casa donde le presentó al Sr. Cay, su padre y “antiguo canciller del consulado imperial de la China en la capital de la isla” (87). Fue presentado también a María Cay, la hermana de Raoul, y al general Lachambre, su prometido. Después – continúa Darío – Raoul, él y Casal pasaron “a un saloncito contiguo, a ver chinerías y japonerías” (88). El pasaje marca textualmente, pudiéramos decir, la entrada al Barrio Chino de la crónica. No solamente por la ritualización implícita en el pasaje mismo, sino también porque connota una reducción espacial: el «saloncito». Ese «saloncito» es, hasta cierto punto, la primera chinería que nos ofrece la crónica, puesto que evoca la característica miniaturización con que se estereotipa lo oriental. “Pasamos Julián del Casal, […] Raoul Cay y yo,” dice Darío asumiendo una especie de ojo grupal que pasea por la vitrina orientalista. Y continúa: “Primero las distinciones enviadas al Sr. Cay por el gobierno del gran imperio: los parasoles, los trajes de seda bordados de dragones de oro, los ricos abanicos, las lacas, los kakemonos y surimonos en las paredes, los pequeños netskes del Japón, las armas, los variados marfiles” (88). Al reproducir – sin citarla directamente – la voz de Raoul Cay, que es quien guía su paseo, Darío de hecho lo reemplaza y toma a su cargo hacernos pasar al saloncito a nosotros, los lectores, y pasearnos después por sus intimidades orientales. Estos desplazamientos identitarios, sin embargo, no rompen con la homogeneidad del grupo. Tal ruptura se produce cuando, sorpresivamente, Darío se hace a un lado para reportar la extrañeza de Julián del Casal: “Julián del Casal, el pobre y exquisito artista que ya duerme en la tumba, gozaba con toda aquella instalación de preciosidades orientales: se envolvía en los mantos de seda, se hacía con las raras telas turbantes inverosímiles” (88). El nosotros del grupo se distancia de un él (Casal), descarrilado por la pose oriental.  
     Pero años más tarde – y ahora me refiero concretamente al «Prólogo» para los poemas de Pichardo, de 1911 – la memoria de Darío, al aludir a esta escena, varía significativamente: “Raoul Cay, aquel charmant Raoul, en cuya casa bebimos un té digno de Confucio y nos vestimos [afirma] de mandarines chinos con espléndidos trajes auténticos” (609).  
     En la primera versión, Darío es un mero observador que sólo cuenta lo que ve. Desde su privilegiado espacio construye lo que podríamos considerar el primer reporte “oficial” del acto travestista de un escritor cubano. En cuanto a la segunda versión, además de narrador, es también actor, participa de la puesta en escena, sólo que esta vez los elementos trasvestistas (los «mantos de seda», las «raras telas», los «turbantes inverosímiles», así como el cuerpo que se envuelve en ellos) han sido cuidadosamente removidos y suplantados por un vestirse o, incluso, por un disfrazarse, pero ya sin los elementos de ambigüedad que habíamos visto inicialmente. En efecto, ahora (nos) vestimos se opone a (se) envolvía (como nosotros, a él), y trajes auténticos a raras telas y turbantes inverosímiles. Esta manipulación se extiende, además, a las construcciones verbales: el imperfecto se envolvía describe perfectamente la sinuosidad de los movimientos danzarios, remedos de los de Salomé, mientras que el pretérito simple nos vestimos alude, por el contrario, a una acción más enérgica, ejecutada sin interrupción ni titubeos, y rápidamente. Cuando leemos ambos textos como lo que son – un continuum – vemos más claramente como la construcción de la diferencia obliga al hablante a reproducirla performativamente. Los cruces e intercambios – el franco titubeo – entre nosotros y él sugieren el pánico homosexual de Darío, pánico suscitado por la volatilidad del estilo, de las telas raras de un Oriente estereotipado en el que el modernismo no podía sino extraviarse. La brecha abierta por la memoria de Darío entre envolverse y vestirse resulta ineficaz – y al mismo tiempo reveladora – en el sentido de que ambos participan de una misma aventura: disfrazarse. De entre el “envolverse en” y el “vestirse con” emergen, pues, una sexualidad y un erotismo constituidos en y a través del acto de posar.

     La máscara en el espejo
   
     La crítica al orientalismo parte por lo general – y Said es uno de sus ejemplos más evidentes – de un Oriente mal representado y sometido por el discurso colonizador. Raras veces ese orientalismo toma el camino contrario – quizá porque resulta inconcebible – al Occidente apropiado, ocupado, por el deseo oriental. De ahí las dificultades que encuentra Marguerite Yourcenar al intentar fijar el lugar del escritor japonés Yukio Mishima. “Es, sin embargo,” según Yourcenar, “esta adición [de Occidente a Oriente] lo que hace de él, en muchos de sus libros, un verdadero representante de un Japón que fue, como Mishima mismo, violentamente occidentalizado, y no obstante se siguió distinguiendo por ciertas inmutables características” (Mishima, 3). En esta lectura Mishima puede ser “violentamente occidentalizado,” y, no obstante, preservar ciertas características “inmutables,” no ya de Japón, sino de un (¿cuál?) otro Japón. Uno tiene que preguntarse en virtud de qué sería posible esta doble “autenticidad,” particularmente si se trata de una duplicidad constituida, como es el caso, de culturas que no han dejado de ser percibidas como opuestas. Lo mismo sucede cuando se trata de dilucidar la relación vida-obra en Mishima. Así, aunque para Yourcenar, “la realidad central [de Mishima] hay que buscarla en la obra del escritor,” admite que su muerte, “cuidadosamente premeditada, es parte de su obra” (5). Cualquiera que sea el punto de enfoque, la foto de Mishima siempre queda borrosa.            
     Quizá dos de los momentos más significativos de la lectura de Yourcenar sean sus referencias, primero, a la frustración del niño que descubre que lo que él había creído que era un caballero (Juana de Arco), había resultado ser una mujer; y luego, a la conocida escena en que Mishima se masturba por primera vez al ver una imagen de San Sebastián. Respecto a lo primero, “[para] nosotros,” dice Yourcenar, “lo interesante es que fuera Juana de Arco la que motivara esta reacción, y no alguna de las muchas heroínas del teatro Kabuki disfrazada de hombre” (6 – 7) (énfasis mío).
    No deja de ser irónico que la imagen del caballero occidental que cautiva el deseo del niño que Mishima era entonces resultara ser una mujer. Y no sólo porque invierte la lectura, siendo ahora Occidente lo feminizado, sino porque aquí también el deseo está atado al cuerpo velado, al rostro semi oculto (precisamente una de las imágenes más estereotipadas de lo oriental). “Había un bello escudo de armas en la armadura de plata que vestía el caballero. Su hermoso se atisbaba tras la vicera,” recuerda Mishima en Confesiones de una máscara (Confessions, 11). La visera del yelmo, como la cortina o el velo en tantos escenarios orientales, promete el cuerpo y lo oculta. La fuerza de la imagen que nos ofrece Mishima reside en su poder de subversión del estereotipo oriental. La visera y el yelmo cambian de lugar; al entrar en el juego de la seducción pierden sus respectivas – o sus supuestas – fijezas.  Ambos signos hechos de veladuras, se revelan propicios al engaño, a la pose.   
     Podemos comprender mejor esto si repasamos otra anécdota de la infancia de Mishima, tal y como él mismo la refiere en sus memorias.  Habiendo visto en el teatro la actuación de la maga Shokyokusai Tenkatsu, nos dice que sintió el deseo de “convertirse en Tenkatsu” (17). Un día entró en el cuarto de su madre y abrió una de las gavetas de su ropero:

    De entre los kimonos de mi madre saqué el más divino, el más colorido.  Para la faja escogí un obi que tenía rosas escarlatas pintadas al óleo, y le di vueltas y vueltas en mi cintura al estilo de un pacha turco.  Me envolví la cabeza con papel crepé de China.  Mis mejillas se ruborizaron de delicia salvaje cuando me paré frente al espejo y vi que este turbante improvisado se parecía al de los piratas de la Isla del Tesoro (17 – 18).

    De manera similar, en el performance travestista ante el espejo – que no falla en recordarnos el de Casal – emerge un Oriente que, al autorepresentarse, descubre, del otro lado, una imagen monstruosa, bicéfala. El pirata escapado de una de las novelas de Robert Louis Stevenson y travestido, revestido con un kimono de un colorido escandaloso, pudiera ser, pues, el antídoto a la mirada orientalista, su parodia. Alienado del gesto heroico y de la acción, el pirata se atasca en el gozo de contemplarse en el espejo. Pero cuando es el caballero con la espada desenvainada – esto es, la imagen heroica misma – el que se constituye en espejo, él resulta ser ella. Cada traje y cada rostro son, pues, llamadas a escena, una máscara agregada a otra.
     Tanto en el performance travestista de Mishima – como en el de Casal – la identidad de género, y con ella, inevitablemente la sexualidad, se producen a través de un proceso que es crucial en ambos casos: el devenir. El proceso por el cual alguien o algo deviene – se transforma – en otra cosa, nos fuerza a ver la subjetivación no como un resultado, sino como representación de poses sucesivas.  En realidad uno siempre está en vías, en camino de convertirse en algo. Ese estar en camino, en movimiento, es lo que le niega su fijeza al significante. Por eso el modernismo es raro. Al usar el término devenir, lo hago siguiendo la propuesta de Gilles Deleuze, quien define el becoming en términos de una simultaneidad “cuya característica es eludir el presente,” no tolerando “la separación o la distinción de antes y después, o de pasado y futuro,” puesto que su esencia es “moverse y halar en ambas direcciones al mismo tiempo” (“What is Becoming,” 39).  Tenemos, entonces, concluye Deleuze, que “[la] paradoja de este puro devenir, con su capacidad de eludir el presente, es la paradoja de la identidad infinita” (40).  
     El deseo de Mishima de convertirse en Tenkatsu es el propulsor de la pose. Pero, como podemos ver, el camino a esa máscara está guardado por otras máscaras (la del pasha turco, la del pirata de la Isla del Tesoro). Son estos disfraces – es decir, los obstáculos que encuentra el sujeto para encontrarse con su deseo – los que, en última instancia, constituyen el goce. La identidad, en efecto, queda clausurada, porque pasa a ser, en el campo constitutivo de la pose, una instantánea, el pestañeo del deseo.     
     Podemos ver, en lo que respecta a Casal, cuán significativo resulta que Darío intentara fijar su diferencia, o su extrañeza, a través del uso del imperfecto. El singular resultado de esta operación discursiva es que, cada vez que leamos la crónica, estaremos “condenados” a revivir, a actualizar la pose: “se envolvía en los mantos de seda, se hacía con las raras telas turbantes inverosímiles.”  El pasado – al no acabar de pasar – no nos permite distinguirlo del presente. Somos, pues, contemporáneos de esa pose; una más, pues, para agregar a nuestro repertorio.            
     Si el discurso orientalista produce o procura un saber, es decir, producir un Oriente real, significado y delimitado en tanto objeto de estudio, la seducción, en cambio, “al producir sólo ilusiones,” dice Baudrillard, “obtiene todos los poderes, incluyendo el poder hacer retornar a la producción y a la realidad a su ilusión fundamental” (Seduction 70). En el apogeo de la máscara y el disfraz Oriente y Occidente intercambian sus signos, se borran y reescriben uno a otro. Lo único que queda es la representación, el artificio, la pose. Mishima posando como San Sebastián y seducido por el cuerpo asaeteado; San Sebastián, a su vez, seducido por las flechas; la página-espejo en la que vemos a Mishima, y en la que él ve a San Sebastián representándolo, deseando ser Mishima mientras posa como San Sebastián. Mishima y Casal envolviéndose en las telas raras de la escritura, y arrastrando en ellas a Darío y a nosotros. Sujeto y objeto, Oriente y Occidente, afuera y adentro, revelación y ocultamiento, se vuelven canjeables, barajas con las que apostamos a la seducción y lo perdemos y ganamos todo.

Obras citadas

Baudrillard, Jean. Seduction. New York: St Martin’s Press, 1990.

Darío, Rubén. “Recuerdos de La Habana. El General Lachambre”. Prosa dispersa. Madrid: Mundo Latino, 1919. 87-90.
 
-----  “Autobiografía.” Obras Completas. Tomo 1. Madrid: Afrodisio Aguado, 1950. 15-177.

----- “Manuel Serafín Pichardo”. Obras Completas. Tomo 1. 607-615.  

Deleuze, Gilles. “What is Becoming?” The Deleuze Reader. New York: Columbia University Press, 1993. 39-41.
 
Mishima, Yukio. Confessions of a mask. Conneticut: A New Directions Book, 1958.
 
Yourcenar, Marguerite. Mishima. A vision of the void. New York: Farrar, Straus and Giroux, 1986. 

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