Una extraña entre las piedras
Ena Lucía Portela
Demasiado habanera para ser newyorkina,
demasidado newyorkina para ser,
aun volver a ser
cualquier otra cosa.
Lourdes Casal
Según las circunstancias actuales, ¿sería adecuado comenzar diciendo que la bella Nepomorrosa trabajaba en una fábrica de lentejuelas? No lo sé. Cuando Sombra nos lo contó en un barcito del East Village, a todos nos pareció de lo más gracioso. Quizá tuvo la culpa, pienso ahora, nuestro alegre paseo por los alrededores de Broadway y la 42, donde todo, al menos por aquella noche, parecía hecho con la materia misma de los espacios virtuales, con sus colores, formas y movimientos y, desde luego, con los chorros interminables del Clan Campbell, negro, gris, blanco, dorado y rojo. No puedo asegurar que no me sintiera alucinada.
Como era de esperar, alguien comentó que a partir de la bella Nepomorrosa por aquel entonces no sabíamos que era bella , con su nombrecito y su empleo y alguna otra extravagancia por el estilo, como las muñecas vestidas de lentejuelas que inundaban el baño de Sombra, se podía escribir una historia entretenida, pintoresca, un poco lo real maravilloso pasado por agua como ese liquido insulso e indecente que los americanos llaman coffee. A pesar de todo, pensábamos, era posible que nuestro coffee, con la debida publicidad, llegara a convertirse en un best seller y quizás hasta consiguiera interesar a algún productor. A la manera de Isabel Allende, recuerdo que pensé con un escalofrío que todavía no se me pasa.
Como solía suceder cada vez que hablaban en mi presencia de lo que se vende y lo que no se vende, aunque fuera de un modo tangencial y nada obsesivo, como jugando a ser pragmáticas, a partir de ese instante casi nada logró conmoverme. Ni siquiera la evocación de cierto día grandioso hacia finales de los sesenta (¿o principios de los setenta?), cuando algo más o menos truculento sucedió con la esposa de Polanski y sus invitados, algo parecido a las películas mismas de Polanski a quien prefiero todavía como a nadie , mientras, en un perdido y no muy caudaloso río de República Dominicana, nacía, al mismo tiempo (tanto así, que las bandas sonoras de ambos sucesos llegaron a fundirse en un mismo y espeluznante susurro), la bella Nepomorrosa.
La corriente, decía Sombra con su voz cansada y hermosa, la había arrastrado un centenar de metros o algo así, arrojándola una y otra vez contra las chinas y los bejucos, mínimos arrecifes imprescindibles en esta clase de escenografías intrépidas. Bueno, si bien las palabras de Sombra no fueron exactamente éstas (no era su estilo), la cuestión es que la bella Nepomorrosa, personaje del agua, abrió bien pronto sus ojazos a los peligros e incertidumbres que el azar o lo que fuere habría de prodigarle por el resto de sus días, persiguiéndola hasta el deslucido cuchitril que 22 años más tarde, como en los cuentos de O. Henry, rentaría en la zona más deprimente de Queens. Allí donde, a partir de cierta hora, se aposenta en la entrada del subway un copioso rebaño de policías con el entrecejo fruncido.
Una vida llena de contratiempos la suya. Plena de sentidos perversos y de pequeños errores imperdonables. Sólo ella podía, por ejemplo, caerse dentro de la bañadera llena de agua forever al agua junto a la secadora de pelo encendida. Al menos es eso lo que me han explicado y lo que todavía no consigo entender. ¿Quién le dijo que anduviera haciendo acrobacias, eh? ¿Y yo, dónde estaba yo? Sólo recuerdo que salí a vigilar no sé qué en la tienda de antigüedades y cosas raras de Madame Vigny Nepomorrosa y yo siempre le teníamos echado el ojo a algún tareco en lo de la francesita, desde muebles y lámparas hasta juegos de cartas, sombreros con plumas y pelucas rojas; con tal de no ser irresponsables dábamos muchas vueltas antes de comprar, pero aun así éramos las mejores clientas , y que después encontré el apartamento inundado y lleno de gente. Policías, paramédicos, periodistas incluso. Lo primero que pensé fue que no valía la pena tratar de huir, los periodistas son como la muerte, siempre terminan agarrándolo a uno.
Pero en el fondo no hay de qué asombrarse: Nepomorrosa tenía un lindo pelo (nunca le dio por teñirse las canas) y siempre fue de la misma manera. Ya desde el primer día, si no es porque un sanguinolento y gastado torbellino maternal se lanza al rescate de la criatura y consigue al fin atraparla entre coágulos y espuma por el pie izquierdo, la industria de la lentejuela y yo hubiéramos sufrido una irreparable pérdida. De hecho, según supe algún tiempo después, pues Sombra en aquella ocasión tuvo a bien ahorrarnos el detalle, la bella Nepomorrosa era coja.
Una génesis tan accidentada y al fin gloriosa no podía dejar de ser recibida con gran entusiasmo por todas nosotras. El Clan Campbell hacía de las suyas (recuerdo, incluso, que brindamos por la salvación de la muchacha), mientras Sombra nos miraba con aprensión antes de recordarnos más o menos cada veinte segundos que no había nada de qué reírse, pues su querida alumna Ramírez-Miranda, Nepomo que así figuraba en los registros de York College por imperdonable estrechez de la columna de los nombres de los estudiantes, siempre incapaz de contener la belleza en toda su extensión era muy buena persona y como una hija para ella. Más tarde descubrí que la muchacha sólo trataba de ganarse los créditos de la manera menos onerosa posible y que experimentaba con relación a la profesora algo parecido al miedo.
Sombra inspiraba a muchas personas algo parecido al miedo. Además de ser una feminista radical y de poseer un extraordinario, yo diría que hasta susceptible, sentido de la dignidad gay, era una de esas mentalidades totalitarias que temen a la risa, las parodias, la ironía, la retórica negra y los juegos de palabras, a los contrastes hiperrealistas con fin en sí mismos que, como fotos de pasaporte ampliadas hasta el desastre, suele producir la sustancia pulp. No había nada en el mundo que para Sombra fuese más asqueroso (sórdido, decía ella) que la sustancia pulp. De alguna manera siempre se las arreglaba para ordenar, para idealizar, para producir un signo absoluto y completamente ineficaz.
Con toda la vehemencia y la impenitente estupidez de mis 25 años (un cuarto de siglo me parecía entonces la gran cosa), me propuse de inmediato para poner en blanco y negro la historia de la bella Nepomorrosa. ¿Cómo prever el futuro? ¿Cómo imaginar mi propio papel en esa historia transparente y deshilachada que ya no podré contar? Recién había comprado mi primera computadora ¡oh, Mac, quién te vio y no te recuerda! , señal inequívoca de mi pronta civilización en el sentido de convertirme en una young lady; como me llamó por primera vez el tipo de la tienda. Pero lo más patético del caso es que ni antes ni después de Mac pude escribir ni una palabra por encargo (nada que ver con supuestos principios, pura dejadez de sobremesa), lo cual no ha dejado de ocasionarme dificultades a lo largo de todos estos años. Esa vez todas me miraron y luego volvieron a mirar a Sombra.
La de la frente estrecha, Luzángela a menudo me inquieta mi persistente memoria para los nombres propios , me advirtió, compasiva aunque sin mirarme, que ni siquiera debería intentarlo si no quería exponerme al más espectacular de los descalabros. A ti no te saldría bien, fueron sus palabras. Dudo mucho que la muy fresca se hubiese atrevido a decirme aquello de no haber estado borracha. Por esos días en que me contemplaba en el espejo cada mañana convencida de mi excepcionalidad, del éxito aplastante con quien tenía cita en algún rincón no muy dilatado del futuro, yo no era demasiado tolerante con eso de que se pretendiera coartar mis iniciativas, por más impetuososas y desaforadas que pudieran ser. Era muy celosa de mi propia Declaración de Independencia, de mi propia Libertad que sentía constantemente amenazada por casi todos los que me rodeaban. Procuraba mostrarme assertive, como se decía en nuestro apresurado espanglish, la mayor parte del tiempo posible. Yo era muy tonta.
Según Luzángela, quien a mis espaldas (no faltaba más) solía dedicarse al sano ejercicio de especular como Luce Irigaray en sus malos momentos lacanianamente acerca de mis antecedentes familiares, mi disonante e incomprensible personalidad no incluía ni un miligramo de ternura, lo cual, como a Torvaldo Elmer, me incapacitaba de por vida para el mayor de los milagros, es decir, para todo aquello que fuera sencillo, cotidiano, dulce y amable. En otras palabras, para lo que en su opinión debía ser la escritura femenina. Ella, con su cara de primate, se consideraba una dama de ideas avanzadas y a sus ojos yo era un fracaso en potencia que ya la vida la vida: espasmo gelatinoso de, una City donde cualquier puerta puede ser perversamente the last one", decía Laïs, fugitiva del bajo mundo de San Juan por problemas de drogas, llena de historias y a sus horas poetisa se encargaría de poner en su sitio junto a los escombros para edificante enseñanza del resto de los mortales. ¿Junto a los escombros de Queens o de La Habana Vieja? Creo que ahora me daría lo mismo, porque los escombros como el land art y las bolsitas plásticas se parecen en todas partes.
Su juicio, sin embargo, no era del todo acertado. Y no porque yo lo diga, aquí y ahora. Han transcurrido más de cuarenta años y creo que cierto libro, cierto único libro quizá gelatinoso y espasmódico, me autoriza, en esta especie de breve memoria que intento hacer pasar por una fábula de amor, a hablar de lo que he sido de lo que he creído ser sin necesidad de sonrojarme. No puedo negar que me agradaba el hecho de ser considerada una brujita, indeseable carne para la hoguera de las vanidades, por algunos seres que, en el estilo de los cortesanos de la reina Sofía Carlota de Prusia, me recordaban, mucho mejor que a Leibniz, que existe lo infinitamente pequeño. Así como hay alabanzas criminales, también hay desprecios que ennoblecen y el ego, quién lo duda, puede ser un animalejo muy raro. Por otra parte, añadió Luzángela, no estaba bien eso de robarle las historias a Sombrita.
Se hizo un silencio bastante espeso. Las historias no tienen dueño, recuerdo que dije, sin saber aún que nadie en el mundo se apropiaría de la bella Nepomorrosa tanto como yo. El Clan Campbell seguía fluyendo y alguien creo que fue Nita, incondicional admiradora de John Barth, bandolera y culpable de aquel delicioso cuentecito titulado La hermana de Natalia y otros turistas encendió un cigarro de marihuana, que no era legal ni mucho menos, pero todos sabíamos que en un barrio como aquél, donde ocurrían tantas cosas todos los días, la policía, a veces ecuestre y un poquito irlandesa, acostumbraba hacerse de la vista gorda ante las infracciones menores.
Dalilah M., una escandalosa rubia platino con algo de travesti, a quien solíamos llamar La Frambuesa, siempre quejumbrosa y obstinada en una absurda vida vegetariana en ella era absurda con tal de bajar de peso, me miró de reojo como simulando un fallido para afirmar con cierta nasalidad apenas perceptible que los críticos serios, los críticos de verdad (el hecho de ser de verdad se iba convirtiendo cada día en un privilegio más discutible y, por tanto, menos exclusivo), habían demostrado con creces y con semiótica que Djuna ésa era yo, gracias a otro fallido, a una amante de ojos amarillos y a otra noche aunque habanera muy parecida a ésta no era tan buena como algunos se empeñaban en creer.
Y en realidad no debía serlo Nightwood, lejos de constituir un paradigma, estaba a punto de ser declarada una solemne mierda , pienso ahora, porque cada vez que oía esos argumentos, si es que se les puede llamar así, me quedaba literalmente sin palabras qué rollo para una escritora , sin poder asistir a la Epifanía de aquellas recónditas divinidades sin nombre y no por ello menos dueñas de la Razón que las otras invocaban tan a gusto. Era como si no compartiéramos el mismo código, el mismo sabor de la hispanidad, del orgullo latino tan proclamado de costa a costa por Univisión y que tal vez nos atribuían los wasp de la mesa de al lado.
Por aquellos días yo amaba y odiaba a Sombra, una gran señora pequeña. Sí, era bien chiquita, como la mayoría de las personas que, según Remarque, tienden a causar problemas. Por su edad, bien hubiera podido ser mi abuela, mi Saethel a pesar del Inglés sin Barreras y del Curso de Ciudadanía, nunca supe deletrear bien ese nombre . Como es de suponer, murió hace mucho tiempo. No sé cómo murió. Yo estaba con Nepomorrosa en algún lugar de Europa, si mal no recuerdo, cuando sucedió. Tampoco sé si la enterraron o si, como ella deseaba, tuvo un funeral budista presidido por el fuego, su elemento favorito.
Fue una mujer cristalina, frágil, delicada al extremo de inspirar crueldades, y no por eso menos déspota y necesitada del poder que implica ser el centro de un grupo. Una vez alguien se refirió a ella como a una rata financiera en apuros y me pareció adecuado. Tenía cara de gato, como Henry Ford. Capaz de desplegar una increíble energía, arrastraba consigo las debilidades y grandezas propias de los líderes. Para alguien tan de la niebla, tan al margen de la Causa como yo, era imposible no amarla. Por lo menos era lo que yo creía.
Pero eso no es todo. Además de sentir adoración por ella y de desearle toda clase de males, durante aquella primavera a su lado yo había descubierto con asombro que mis lecturas cuando hablo de lecturas también me refiero, por supuesto, a la fotografía, a la música, en fin, al cine no me habían engañado. Tantos autores como los que durante un par de siglos y algo más se dedicaron a fijar lo que ellos consideraban la esencia del imaginario newyorkino, trabajaron sobre algo que de algún modo podía tomarse por bello, bueno y verdadero. Por una vez conseguí (¿fui yo?) acortar la distancia que de manera casi trágica me separó siempre de las certezas y esperanzas de la ficción.
También en New York (una ciudad muy querida para mí y que me encantaría compartir contigo, decía Sombra en una de sus cartas), la ansiada, la tremebunda, la mítica, la incomparable Capital del Mundo, allí donde viajar es redundancia supongo que semejante paisaje delata sin remedio mi condición de extranjera, y no es que quiera compararme con Julia Kristeva , se podía ser muy infeliz. No con la manera propia de sufrir de los norteamericanos, esa que según Albee, otro assertive, pertenece sólo a su tierra, sino con una infelicidad otra, mucho más impersonal, inefable, anónima.
La misma que sentí una nebulosa tarde, casi noche, en el aeropuerto de Newark, en New Jersey, donde, según lo acordado, nadie me esperaba. Sombra andaba formando líos allá por Nicaragua ella detestaba a la señora Violeta Barrios y aún no éramos amantes. (Yo sólo debía recoger una llave que estaba debajo de una alfombra, tomar Coca-cola, comer beagles con queso crema y ponerme cómoda.) Aterricé todavía aturdida por la Cuaresma y el viento sur de mi país, por el estigma de una resolana que estaba a punto de volverme loca y bastante debilitada por una hemorragia incontenible. No tenía problemas políticos ni económicos demasiado serios; en realidad no tenía problemas, acababa de cumplir la mayoría de edad y emigraba como los pájaros, por razones de clima. No conocía aún, pobre de mí, los rigores del verano newyorkino y de la nieve.
Como esperaba, me retiraron el pasaporte y me condujeron a un local que más tarde, al referir el percance, llamaría el cuartico del desorden público. El mismo sitio con bandera americana donde, años antes, Dalilah M. se había desmayado mientras Luzángela sufría un terrible ataque de asma. Donde Nepomorrosa descubrió que no todo se resuelve llorando. Allí me dispuse a esperar lo mismo diez minutos que diez horas, mientras se sucedían ante mis ojos otras escenas no desprovistas de violencia, en las que participaban haitianos, filipinos, árabes e incluso un blanco, un pérfido albión, que al parecer quería hacerse el gracioso con eso de los aranceles. Hubo un largo interrogatorio y recuerdo que, como de costumbre, me era difícil hacerme entender. Lo de los pájaros fue lo más complicado. Por alguna razón que ignoro, los tipos de uniforme parecían convencidos de que yo era una mezcla de narcotraficante con terrorista con agente secreto del comunismo. Nunca creí que mi aspecto pudiera resultar tan amenazador, incluso después del fin de la Guerra Fría. Si su propósito consistía en desestabilizarme, en ponerme nerviosa, lo consiguieron ampliamente. Por suerte para mí, una computadora del Departamento de Estado tuvo la bondad de probar desde Washington mi inocencia angelical y entonces se disculparon (¡los muy bandidos hablaban español!), me devolvieron el pasaporte y me dejaron ir.
A la salida del aeropuerto tomé un taxi de esos amarillos y con anuncio de Virgina Slims (ahora los anuncios son otros), cuyo chofer era un negro grande y fuerte sin ánimo de ofender a nadie, yo no sabía que debía decirse afroamerican; en mi país a los negros se les llama negros y nadie en su sano juicio se pone bravo por eso, pero Sombra me formó un escándalo tremendo y hasta me calificó de racista , que parecía bien molesto y al cual no se le entendía propiamente nada, excepto al término de nuestro viaje, cuando pronunció clarito clarito y hasta un poco exigente la frase fifty dollars, please. Era lógico, pienso, que al entrar en Manhattan yo mirase en dirección al Empire y a las torres gemelas del World Trade Center con una tristeza exhausta y sorprendida donde ni siquiera cabía el horror.
A Sombra le extrañaba que yo, tan inteligente para algunas cosas según ella, hubiese podido pretender lo contrario. Como un ingenuo y erudito peregrino polaco que, recién llegado a Ellis Island y sin saber aún cuán ignorantes y groseros suelen ser la mayoría de los norteamericanos de la calle (a veces ni siquiera saben dónde queda Polonia, pues consideran que no les hace falta, comentaba pesaroso nuestro amigo, el anciano Dr. Klibansky), se inclinase para besar la Tierra Prometida, el Imperio de las Posibilidades Innúmeras, la Roma Cuadrata de nuestro tiempo. O como Nita, quien dejó para siempre de sentirse mexicana tanto como aquello era posible, a pesar de ser rubia y de ojos claros , tan pronto como se le secó la ropa y tuvo sus papeles en orden gracias a los servicios de Israel Cohen, uno de los seres más astutos que he conocido, quien se anunciaba para la comunidad hispana con aquello de si no ganamos, no cobramos; estamos de su lado y hablamos su idioma. (Con acento alemán o yiddish, no sé, pero no importa.) O como cualquiera de los otros que un día llegaron a New York en el intento de realizar un sueño. O como el protagonista de la novela América.
En realidad, Sombra y yo nunca nos entendimos mucho. De sus dos actos más elegantes en relación conmigo, el primero, en orden cronológico, consistió en obsequiarme una reproducción de El mundo de Cristina (que aún conservo), con tal de que yo abandonara mi nada aconsejable proyecto de perpetrar un latrocinio en el Museo de Arte Moderno, a donde asistí todos los días durante algún tiempo, si bien por aquel entonces el oscuro objeto de mi deseo era Man Ray con esa acróbata que se acompaña por sus propias sombras. Lo cierto es que El mundo de Cristina resulta un cuadro muy sedante, el perfecto, si se viene a ver, para tranquilizar a los locos arrebatados que se apasionan más de la cuenta con los fantasmas de las vanguardias y sus efusiones líricas.
El segundo acto, mucho menos apacible, pero también con efectos terapéuticos, consistió en apuntarme con un arma. Con un revólver de calibre diminuto, pero revólver al fin. Una escena digna de Johnny Guitar. No recuerdo bien sus motivos, es probable que Latïs me hubiese deslumbrado por su fulminante parecido con Jessica Rabbit. Simpre fui sensible a los dibujos animados. Como diría Valmont, me es incontrolable. Y yo tenía que hacer, por otra parte, mi papel de mujer. Si todo el mundo se enteraba de que yo había despreciado a semejante diosa por el cuento ése de la fidelidad, ¿qué iba a pensar de mí? Por lo menos iba a tener que mudarme de barrio.
En aquella ocasión Nita me había llamado aparte, donde Yolanda de su corazón no pudiera escucharla, y me había dicho que no me preocupara por tan poca cosa, que ella en mi lugar hubiera hecho lo mismo y que Sombra, aunque tuviera dinero, no podía ser tan controladora. ¡Quién tuviera tu edad!, suspiró. Nita, con su estampa y sus modales de Pancho Villa, era una buena amiga, muy comprensiva. Pero no me hubiera gustado aparecer en las sangrientas noticias de Primer Impacto, le dije, al menos no como victima.
Y hubo algo más. Algo muy bonito, creo. La primera vez que Sombra y yo hicimos el amor, ella, haciendo honor a su nombre, dudó por un breve y vertiginoso instante cuando le hablé de la posibilidad de encender al menos una lucecita. A mí me encantaba mirar y ser mirada. Sombra, a pesar de toda la parafernalia feminista en el sentido de que todas las mujeres eran bellas solo por ser mujeres, de que los estereotipos glamorosos, ya fuera el sensual Laïs , el etéreo Nepomorrosa, toda una figurita , o el deportivo yo misma, si bien nunca me consideré lo que se dice linda, pues prefería llevar el pelo corto y vestirme en el departamento de caballeros, en tu caso, Djuna, opinaban Nita y el Clan Campbell, en tu caso no se dice pretty, no es adecuado, se dice handsome , no eran más que instrumentos de la opresión sexista, censurables incluso en un travesti descarado de ésos que imitaban a Sharon Stone porque no tenían nada en qué entretenerse, a pesar, en fin, de su complicada ideología, Sombra tuvo miedo de mi reacción ante los estragos que el tiempo había ocasionado en su cuerpo. ¿Qué podía yo, tan parecida a un muchacho, tan ortodoxa en cierto sentido (nunca me acosté con hombres) y, sobre todo, tan joven, tan impetuosamente joven, qué podía yo entender de partos difíciles, de cicatrices? Pero no había nada qué entender, ni por un momento tuve que ser generosa. La deseé tal como era. Y la deseé mucho, casi con dolor. La deseé incluso cuando dejé de amarla, cuando por fin nos separamos. Con ese gesto que ella nunca admitiría, Sombra consiguió derretir el hielo que todas decían que había dentro de mi. Hasta llegué a pensar que sería para siempre.
Mi infelicidad, de naturaleza cambiante, no era (no es) tan fácil de historiar como el nacimiento y posterior desarrollo de la bella Nepomorrosa, esa pícara ingenua que ahora me ha devuelto a la desesperación, enfermedad mortal. Mi infelicidad, común y a un tiempo sólo mía, no era tema de descarga alcohólica ni de hierba. Eso hubiera sido degradarla, convertirla en veleidad existencialista, en miseria. Era justo lo que hacía con sus depresiones la pobre Dalilah M. cuando le daba por no bañarse y andar con la ropa sucia como una hippie extemporánea y fuera de contexto. Transgresión punto menos que inadmisible, pensaba yo, en el país de los más sofisticados cuartos de baño, y eso que La Frambuesa, viuda primero de un ministro y luego de un general (ambos corruptos, según se estilaba en su país), todo antes de meterse a lesbiana a tiempo completo, según confesaba, no carecía precisamente de dinero. Ni por asomo quería yo parecerme a ella.
Ahora reviso papeles descoloridos por el tiempo y viejas fotografías, algunas ya famosas, como ésta del pulóver rojo en la parada gay & lesbian (lo más lindo de la parada no era yo, ¿puedes creerlo?, era ese Empire iluminado en rosa o violeta que a la noche mirábamos desde nuestra ventana), que a Lorraine y Cindy traducción, edición, café express, una visita a Boston y largas conversaciones se les antojó ideal para la contracubierta de mi primera novela, a pesar o tal vez porque aquí parezco una réplica algo distorsionada de Wyatt Earp y a un tiempo la dichosa reina del puente de Brooklyn. En aquella época estaban de moda las imágenes ambiguas y el juego con la inversión de roles como otras tantas derivaciones de la sustancia pulp.
Mi padre, republicano y tan sureño como el que más, me escribió desde Texas a raíz del ejemplar que le envié (los campesinos a veces valoran esos detalles, pensaba yo, urbana para siempre y downtown hasta la médula como la mayoría de mis personajes habaneros y newyorkinos) para hacerme saber, muy indignado, que precisamente por causa de semejantes exageraciones y escándalos (pachangas y relajitos, decía) era que no soportaba ni en pintura a los maricones y a las tortilleras, que si por él fuera los metía a todos dentro de un saco y los mandaba para la luna sin boleto de regreso. Era simpático el viejo. Yo lo quería mucho y no me puse brava, no con él ni con los famosos veinte siglos de represión que han hecho llorar a tanta gente. Tortillera es una palabra muy fea, ya lo sé, pero el viejo no conocía otra. ¿Qué iba a hacer, el pobre? Sombra, sin embargo, lo acusó de caníbal y me dijo que me estaba bien empleado por involucrar a la familia en mis problemas, yo, la más pequeña, la consentida, y a ver si aprovechaba el incidente para crecer de una buena vez.
No dije nada, pero pensé que, por mucho que yo creciera, ella siempre me llevaría un buen bulto de años, con todas las desventajas que tan marcada diferencia implicaba para ambas. Jamás entendí por qué se tomaba tan a pecho las cosas de un viejo que era como cualquier otro viejo, ni por qué asociaba mi novela con esa entelequia de mis problemas. Tal vez pensaba que yo escribía perramente mal (nunca me lo dijo por lo claro, la muy manipuladora prefería hacer que otros lo dijeran por ella, como la noche del bar), lo cual no es de extrañar si tomamos en cuenta que sólo se interesaba en literatura por el aspecto sociológico, por la mayor o menor contribución a la Causa el resto era para Sombra un puro ornamento , y que alguna vez me había llamado cínica y decadente. Era una de esas profesoras de Literatura Hispana capaces de arrasar con los Siglos de Oro y de convertir al Quijote y al Lazarillo, para beneficio de sus alumnos, en una lamentable piltrafa. Fue una suerte, pienso ahora, que la bella Nepomorrosa, agotada por la fabricación de lentejuelas, casi siempre se quedara dormida durante las conferencias.
Otra foto que me gusta es ésta, donde quedé algo borrosa, como desvaída nada podía ser más simbólico: yo estaba por el suelo , y abrazada a Sombra, quien no luce nada mal cuando sonríe, en un banco del Conservatory Garden, uno de los secretos mejor guardados de Manhattan. Fue tomada de mañana por un vagabundo amable del Central Park un día en que por poco nos matan de tarde unos tipos encaprichados en poseer las numerosas cadenas de oro que ella se colgaba del cuello como para que el viento no se la llevara consigo.
A pesar de los golpes, Sombra, quien por fortuna nunca sacaba su artillería a la calle en New York, como en otros lugares, el homicidio, the simple art of murder, aun en legítima defensa, sólo adquiere su precaria legalidad en el dulce espacio del hogar se horrorizó cuando le dije que lo mejor que se podía hacer con semejante bosque inoportuno, con semejante nido de ratas donde no había seguridad ni para los mismos delincuentes, era urbanizarlo. Ella era demasiado ecologista para apreciar ciertas bromas contra el indefenso reino vegetal. Sobre todo porque había sido yo quien finalmente le arrancara las cadenas para dárselas a los tipos junto a la promesa formal de no denunciarlos. Les hubiera dado cualquier cosa que me hubiesen pedido con tal de que la soltaran. Pienso que le salvé la vida, así de simple. Pero ella no apreciaba mucho la vida. De temperamento heroico, desmesurado y kamikaze, le encantaba arriesgarse y provocar a los más fuertes. Mi diplomática actitud le pareció cobarde, rastrera, humillante y vil. Por momentos te desprecio, me dijo sin lograr que yo me arrepintiera, por supuesto, de haber salvado también mi propia vida, la cual nunca me había parecido lo suficientemente horrible como para renunciar a ella así como así. Muy graciosa lucía Sombra diciendo todo aquello mientras sangraba por la nariz y la boca y yo trataba de limpiarla con mi camisa rota.
También hay fotos más privadas, composiciones secretas y a menudo horizontales que me hizo ella misma casi siempre con énfasis en el tatuaje, era deliciosamente fetichista en situaciones menos tensas y que llenaban de júbilo al tipo que las revelaba. Lo ponían tan alegre, que Sombra estuvo varias veces a punto de instalar un cuarto oscuro para hacer el trabajo ella misma. Lo que más le gustaba de mí, me dijo uno de esos días con fotos, no era sólo mi cuerpo flexible y duro, apenas construido en el gimnasio y que a mí misma, se veía, me gustaba tanto (cierto, aunque no me molesta ser ahora una gata vieja y flaca, a veces todavía extraño mi cuerpo de hace cuarenta años y tengo que vigilarme para no hacer demasiadas ridiculeces), sino también mi talento eso mismo, talento para permanecer relajada, siempre extranjera, como si nada sobre la tierra me importara. Se trataba, según ella, de una virtud poco frecuente en New York, una ciudad rápida donde la gente se pasaba las veinticuatro horas del día y parte de la noche corriendo de un lado para otro.
En realidad había cosas, demasiadas cosas, diría yo, que me importaban de una manera atroz. Sería difícil explicar ahora en qué consistían. Eran fantasmas, raíces como pequeños diablos, historias raras. Ruidos al otro lado de la pared. Una vez llamé por teléfono a mi país, a una amiga de otra época, para decirle que había visitado la casa de la otra Djuna, pero mi amiga no sabía de quién coño yo estaba hablando, eso de que hubiera otra la pareció horrible, me habló de desdoblamiento y esquizofrenia, entonces sonaron unos tiros en la calle y después una sirena y yo, casi por instinto, me aparté de la ventana. Situaciones así. Temores y temblores. Mucho alcohol. A veces ni siquiera podía dormir o escuchar música o leer algo o sentarme delante de la computadora. Salía entonces y me sentaba en cualquier parte a ver pasar la gente.
La gente era interesante. (En New York es raro que te miren a los ojos, que te miren incluso, creo que sólo algunos hispanos lo hacen y fue así como la Mirada llegó a convertirse para mí en el más preciado de los bienes.) Me gustaba fabular. Inventar pasados, vaticinar futuros. Me sentaba entre los homeless, o entre los drogadictos baratos que se pinchaban en cualquier esquina como los personajes grotescos de Bacon o los dibujos obscenos de los baños que imitaba De Kooning; o entre los nuevos hippies, muchachos y muchachas europeos, con dinero y sin ideales, que vivían a escondidas de sus padres la gran aventura de un verano newyorkino en grupo y a la intemperie. Por lo general se trataba de personas inofensivas y silenciosas, pero lo cierto es que yo prefería casi siempre andar sola, por nada del mundo me metía en una disco o en una barra gay. No quería tomar una pastillita, como recomienda Kurt Vonnegut, porque las pastillitas, incluso los analgésicos, siempre me han inspirado una profunda desconfianza. Tampoco quería enredarme en ninguna clase
de terapia, porque veía que las personas a mi alrededor regresaban de la terapia mucho más desequilibradas que antes. Ése era mi lado Salinger. Me molestaba que en casi todos los lugares públicos estuviera prohibido fumar.
Hablando de fumar, una vez estuve en Washington. Y no hay en eso nada de arterioesclerosis, ya verán. Fui para estrenar mi primer auto, para machacarlo bien (era un regalo de Sombra) en un largo viaje por carretera, para atravesar Filadelfia y otros sitios muy parecidos entre sí, New Jersey, Pennsylvania, Delaware, Maryland, para ver si era verdad que el Capitolio era idéntico al de La Habana, para ver también lo neoclásico y algunos escenarios de Forrest Gump, para descansar de Sombra y, sobre todo, de mí misma. Allí me invitaron a una actividad cultural en la Oficina de Intereses de mi país y luego a una fiesta en la residencia del embajador, porque yo no me metía en política y eso había que premiarlo de alguna manera, supongo. Por esos días solía gritarse mucho frente a la sede de la ONU y en la parada del 20 de Mayo, que es el día de una república que no llegué a conocer, muchos de mis compatriotas vivían aún en los años cincuenta, mientras otros manifestantes se plantaban frente a la Casa Blanca a exigir todo tipo de cosas en los más diversos idiomas y agitando las más diversas banderas mientras el presidente demócrata daba una vuelta por América Latina no recuerdo para qué. El señor embajador me dijo aquella vez que yo era una señorita muy elegante (mi traje se parecía bastante al suyo) y me regaló una rueda entera de H. Upmann, algo que yo casi había olvidado y que sin duda era mucho mejor que las porquerías de tabaco rubio que fuman los americanos. También me dijo que allí sí se podía fumar, porque aquel recinto era algo así como el templo de la única democracia verdadera. De vuelta en New York, descubrí un encantador lugarcito, con algo de bar y de cafetería, que me atrajo por un luminoso cartel que decía Welcome, Smokers! y tuve la agradable sensación de hallarme en una sucursal de la democracia.
Me hubiera gustado contarle todo eso a Sombra, decirle que me sentía extraña y pedirle ayuda, cualquier clase de ayuda. No era cómodo sentirse extraña, incapaz de pertenecer, sobre todo cuando la diferencia (todavía ignoro en qué radicaba la diferencia, tal vez era sólo una sensación, una abrumadora sensación que ahora parece volver) parecía transformarse en peligro, en amenaza. Pero sabía que ella me escucharía tanto como el presidente demócrata a los manifestantes variopintos. Me había acostumbrado a que ella no aceptara entrar en el espacio, no sé si bueno o malo, que yo le proponía. Era un espacio demasiado privado, demasiado ajeno a la Causa y a sus slogans. De algún modo, quizá triste, conforme y hasta miserable, me gustaba gustarle así, desde afuera. Según Luzángela yo era eso y nada más que eso: una linda por fuera, un juguete costoso que Sombra podía darse el lujo de tener como se tiene una cabaña en Aspen o un automóvil de último modelo. Como de costumbre, la primate se equivocaba: si bien era cierto que de vez en cuando le abría tremendos huecos a mi amante en las tarjetas de crédito me las quitó una vez y me calificó de irresponsable, pero sólo por una semana en el fondo yo no era tan cara como los otros juguetes de Sombra. Yo era una idiota que la amaba y permitía que el mundo se cerrara en torno a mí. Muchas veces me han acusado (ella la primera) de tener una idea demasiado elevada de mí misma; es posible, pero no dejo de pensar que mi amor le quedaba grande, que si me hubiera dado por cobrar enserio, hubiese tenido que dejarla por insolvente.
Sombra recortaba mi pluralidad para apropiarse de los fragmentos que le eran más afines, de los retazos que no le hacían daño. Me exhibía le encantaba arrastrarme a sus fiestas, a algún que otro brunch sólo para mujeres, y que yo la besara en la boca delante de las otras , me coleccionaba igual que a un perro de raza, un dálmata de esos que, a partir primero de Disney y luego de Glenn Close, se habían vuelto muy populares. Yo, su trofeo, la demostración más irrefutable de su prestigio en nuestra comunidad, sabía que no podía esperar mucho más de ella. No hacemos lo que queremos, sino lo que podemos, somos imperfectos y no por ello culpables, me repetía día tras día a mí misma (sin creerlo del todo) para no sentirme tan fuera de lugar, tan descolocada, tan inexistente. Nunca antes me habían tocado tan de cerca el malentendido y el desencuentro, tal vez porque nunca antes había hecho planes con nadie. ¿Quién me iba a decir que yo lograría recuperarme tan fácilmente de aquel romance con forma de garabato? ¿Quién me iba a decir que en New York existía al menos otra persona que...? No, de Nepomorrosa no se puede predicar tanto. Yo tiraba el dinero y me zambullía a gusto en el Clan Campbell y en la cama de Laïs y en la de aquélla otra preciosidad que no me quiso decir su nombre una WASP de lo más loca que necesitaba para ser feliz que le dijeran barbaridades en español , mientras ella, ni más fea ni más bruta, trabajaba en una fábrica de lentejuelas y vivía en Queens con un tipo que le pegaba.
Sombra, por el contrario, era una mujer de contornos muy definidos. Yo sabía que no podía esperar más de ella porque la había visto, ramplona y snob, ejercer una indiferencia vergonzante reprimida, closed, ella tan alardosa, tan gritona en política ante los signos más apabullantes del Metropolitan. Esa mole capaz de contener tres millones de obras de arte, sin contar las innumerables exposiciones itinerantes, no llamaba su atención (era yo quien la arrastraba hasta allí a cambio de las payasadas en el brunch), probablemente por ser una propiedad estatal con un precio de entrada apenas simbólico. Los cipreses y el autorretrato de Van Gogh, por ejemplo, le importaban un bledo, no entendía que yo me pasara horas y más sentada frente a ellos. Qué tanto mirar, si tú no eres pintora..., me decía. Quizá temía que yo volviera a apasionarme de una manera poco civil. (En realidad no había peligro: me sentía capaz de poseer a Man Ray o a Duchamp, pero no a Van Gogh.) Cuando trataba de explicarle lo inexplicable, cuando intentaba traducir en palabras las emanaciones de esa espléndida locura para ponerlas a su alcance, ella, impermeable y como de piedra, me despachaba con un impaciente sí, sí, muy interesante, muy bonito. Cualquier ignorante y grosero de esos que disgustaban al Dr. Klibansky, cualquier ejecutivo de la turba que invadía los alrededores del Rockefeller Center o de Wall St. a la hora del cierre, cualquier estudiante revoltoso de la NYU, cualquier afroamerican de paseo por Broadway con su enorme grabadora a cuestas y a todo volumen, cualquier asaltante del Central Park, en fin, cualquier transeúnte vulgar hubiera sido más honesto. Admito que tengo muchos prejuicios todo un bosque de ellos , que no me siento mucho más libre que el resto de los mortales, puesto que soy tan sensible como los demás al efecto de los estereotipos y las imágenes publicitarias, pero no, no me hacía muchas ilusiones en el sentido de que Sombra llegara a amarme alguna vez como yo la amaba.
Ahora reviso esas fotos y otras frente al altar de Saint Patrick, con la hermana de Natalia y los otros turistas también provistos de amenazadoras cámaras, con los rascacielos al fondo en las alturas de Promenade, donde escribí mis primeras (y casi únicas) malas palabras en inglés, varias cuadras más abajo, en una servilleta que le dejé de recuerdo al capitán del restaurante griego más abominable del mundo; en una librería peculiar del Soho donde alegremente coincidí con Woody Allen, convalesciente de un divorcio y disfrazado de espermatozoide judío que sólo espera cambiar de religión; a la entrada del Guggenheim; llena de siglo XVIII en la Van Cortlandt, la casa más antigua del Bronx; perdida entre los monstruosos y no muy organizados anaqueles de Strand, donde buscaba, creo, un libro de Margaret Rose o de Linda Hutcheon necesario para el Ph.D. sobre la parodia posmoderna; en el experimental Joyce Theater de Chelsea; en el ferry con Laïs; junto al vuelo del pájaro de Brancusi en la segunda plana de mi adorado MoMA; en el Apollo, un teatro de vaudeville en Harlem; en un restaurante de comida tailandesa cerca de casa; en Radio City con Nita y Yolanda; en Wave Hill, el más hermoso lugar de toda New York según el alcalde David Dinkins; en Chinatown o quizás en el barrio italiano, junto a una tarja nada sorprendente dedicada a Félix Varela sobre un muro umbroso y cubierto de musgo; por ahí, en los otros diversos y casi olvidados rincones de la gran ciudad que nunca ha sido del todo mía.
Durante los últimos años no he salido mucho o, al menos, no he pretendido cargar con tantos ambientes. Como si hubiera advertido al fin la imposibilidad de volver a los tiempos anteriores a la sustancia pulp, cuando aún no se había perdido del todo la inocencia y uno esperaba llegar a ser de alguna manera auténtico u original. Hasta hace muy poco Nepomorrosa me decía que nadie como yo, el pájaro traumatizado de los aeropuertos, para guardar fotos del lugar donde habito. Ella, a diferencia de Sombra, intuía que no se trataba sólo de narcisismo aunque, de ser así, tampoco le hubiera molestado con esas imágenes, donde se superponen lo verdadero, lo falso y algún anhelo borroso, yo procuraba de alguna manera integrarme al paisaje, al mundo que me rodeaba sin penetrarme y que, según la mayoría, no me había recibido mal. Nepomorrosa lo sabía bien. Ella, que no aparece en ninguna foto porque se sentía transparente, mujer del agua, y la asustaban las cámaras. Yo quería adueñarme de la ciudad, llevarla conmigo. Porque yo llegué a la ciudad sin nada. Quería echar raíces que no parecieran pequeños diablos. Construirme un pasado como se los construía a los transeúntes, inventarme unos ancestros menos apócrifos que los perdidos en la noche triste de América.
Mínimas reliquias, también conservo algunos viejos manuscritos anteriores a Mac (cuentos, aforismos, apuntes de viajes por hacer, proyectos), tarjetas de Navidad, teléfonos, números de fax y de mail, direcciones anotadas en cualquier trozo por mis amigos de Chicago, de Orlando y de San Francisco, el primer pasaporte que tuve (azul plomizo y no negro como el segundo), la simpática guía de Lynn Gordon (un monumento a la filosofía del pragmatismo y a William James), recetas de cocina y de magia blanca, un plano del subway, cartas, comprobantes, aquel pasaje imprescindible y sin descuento que no llegué a usar en la vertiginosa tarde de la Disyuntiva. Tales son los materiales muertos con que voy reconstruyendo la historia. Porque, aunque incierta y dilatada, en el fondo hay una historia. Ella se deja leer entre líneas, dibuja ondas en los espacios vacíos. Y no puede ser de otra manera, con tanto desgarramiento.
Durante aquella primavera en que Julian, el calvo hijo único de Sombra, negociante por más de veinte años en Saint Thomas junto a su padre y uno de los seres más neuróticos y más impertinentes que he conocido en mi vida se había enredado en su yate con un italoamericano traficante de no sé qué, lo cual le valió un largo proceso judicial, una escapada por los pelos y la idea luminosa de que los Estados Unidos eran un país de mierda donde uno no puede hacer todo lo que le gusta se quejaba de que el sinvergüenza alcalde republicano, su camarilla y los desgraciados contribuyentes de Staten Island (virtuales dueños de la ciudad) nos habían escamoteado el verano una vez más por causa del abstencionismo hispano; durante aquella primavera estúpida yo me defendía, quiero creer, del ridículo que para mí entrañaban las insistentes proclamas que tenían lugar en Hunter College en favor de las escritoras felices y en contra de la autocensura, de Virginia, de Sylvia Plath y de otras tantas suicidas que nos habían legado una tradición negra, dando así un pésimo ejemplo a las generaciones futuras.
Tal vez me hubiera gustado ser una escritora feliz, pero el hecho es que no lo era. Y nunca lo he sido, al menos no en el sentido que ellas y algunos ellos complacientes le daban al término. Ser una escritora a secas ya me parecía bastante, incluso demasiado, sobre todo porque tampoco veía nada especial en ser mujer. Sigo sin verlo. Ser mujer, como ser hombre, animal, vegetal, mineral o extraterrestre, es una fatalidad y no una elección. Se es mujer pese a todo y sin esfuerzo, sin responsabilidad. No había por qué armar tanto ruido, reescribir la Historia, demostrar que fulanita había sido mejor que fulanito, profanar las tumbas de nuestras ilustres antepasadas y descubrir el Hudson. No era necesario privilegiar los temas eróticos, los espacios interiores y familiares, la página descuidada con errores gratuitos de sintaxis y de puntuación, la ignorancia iconoclasta, la inmediatez más burda, la trivialidad, la falta de rigor en la critica, el color local, la propaganda torpe y las pasiones baratas. EI determinismo a ultranza.
Por otro lado, tampoco era necesario que me preocupara tanto. Las niñas jugaban a cambiar el mundo y a darse importancia. No era tan grave. Muchas personas necesitan refugiarse en un grupo cueste lo que cueste, porque en la soledad se parecen bastante a ese ser conocido por absolutamente nadie. Lo que a mí me incomodaba y me ponía los pelos de punta otorgaba un sentido a la vida de otros. Y en New York el invierno es duro, hay que sobrevivir. Pienso ahora que tal vez pude haber sido más nice, más condescendiente. Más elegante. La sustancia pulp, tan semejante a los detritus y al fanguito, a las instalaciones con basura y a los personajes siniestros de los comics, existía por sí misma. ¿Qué más daba si alguien la ponía en tela de juicio? Ella nunca necesitó apologistas. Era tan simpática y traicionera que prefería a sus detractores. Defenderla era una tarea ardua, no sólo porque implicaba ir en contra de los compromisos, de las oposiciones en apariencia más evidentes, sino también porque era difícil predicar cualquier cosa acerca de ella. La sustancia pulp era el dios de los noventa. Nepomorrosa se parecía a la sustancia pulp.
Yo ansiaba la libertad (¡casi nada!) para jugar en serio, para el deseo de estrangular a mi amante a Sombra le gustaban esos ade-manes y yo hubiera podido hacerlo con una sola mano, sólo me pedía, como Ava Gardner a Frank Sinatra, que no le dejara marcas en la cara; con Nepomorrosa, más tierna y más fuerte a la vez, todo fue diferente en principio un par de veces a la semana, luego, cuando nos mudamos juntas, todas las noches; la libertad para el deseo siempre latente de hacerla desaparecer con todo su brócoli, su jugo de apio (yo sentía tanta repulsión por el apio como ella por la sustancia pulp), su yoga, sus planetas en Leo, sus vitaminas, su estampa bohemia, su predilección frívola por un templo budista en Chinatown y sus rollos políticos que nunca entendí del todo y que traducía en señales represivas y castrantes esta palabra también le molestaba por la insidiosa asociación que establecía, según ella, entre el espíritu y la virilidad.
A veces es preciso ser riguroso, pensaba cuando le dije que ella y yo no teníamos ya nada en común (lo de ya era una concesión, un antídoto contra el arrepentimiento) y que, por lo tanto, ni siquiera quería discutir para ajustar el contrato, que sus razones me interesaban lo mismo que le interesaban a ella los pintores impresionistas, que prefería vivir en el peor barrio de Queens o irme de homeless a donde me llevaran mis pasos antes que seguir soportándola. Yo renuncio, concluí y creo que entonces me sentía mucho más desolada que ella. Sólo me miraba con espanto, como tratando de sobrevivir en el invierno duro de New York. No sé cómo luciría yo en ese momento, creo que Sombra temía que le pegara de verdad, lo cual no hubiera estado nada mal, pero el cansancio integral de aquellos días tan convulsos me impedía acercarme a ella y a su apego desmesurado y ciego a las convenciones de la tribu izquierdista y clase media donde siempre permanecí como una extraña entre las piedras aún bajo el sol amable de este día de verano como ya para siempre permaneceré extranjera, aún cuando regrese a la ciudad de mi infancia, cargo esta marginalidad inmune a todos los retornos, como dice Lourdes Casal en Para Ana Veldford.
Y ha llegado la zona más blanca de la historia, el momento de decir lo que no quiero, lo que hasta ahora he estado parafraseando como alguien que pretende olvidar con tal de no revivir su propia muerte, de lo que se vuelve terrible y desconcertante ahora que la bella Nepomorrosa no está. Porque hace tres semanas que ella no está a veces ocurren accidentes y yo seco el piso y me escondo de mi editor y de los periodistas y escribo de Sombra y del Clan Campbell y de New York para hacerme la idea de que no vuelvo a estar sola, de que envejecer sin miedo me ha valido de algo, de que la tregua pactada con la ciudad por un lapso de cuarenta años no era un acuerdo ficticio. Ya no escribo para divertir y divertirme y de paso acceder al hall de la fama. Escribo para no volverme loca. También Marguerite Yourcenar y la otra Djuna perdieron a sus amantes, a las mujeres qué (¿ingenuamente?) habían elegido para toda la vida. Pero no puedo compararme con ellas, nunca le hice caso a Sombra, nunca crecí. Demasiado desasida, demasiado romántica y egoísta era yo, pienso, para dejar de ser la más pequeña, la consentida. La que todo lo tiene y no consigue ser feliz ni por casualidad. ¿Por qué tenía que ser ella primero?, no dejo de preguntarme.
Hay que decir mal y rápido que mi primera novela tuvo el gran éxito que yo esperaba y que, sinceramente, no merecía. Era inmediata, fácil, y resultó comercial. Un gran coffee con todos los ingredientes que exigía el fin del milenio. Se me abrieron las puertas de las revistas y las editoriales de libros y casi de inmediato se rodó aquella película infame cuyo guión redactamos Lorraine y yo. A mi padre por poco le da un infarto con lo de la nominación al Oscar. Debió pensar que el mundo se había vuelto loco y en cierta forma era verdad. Gané muchísimo más de lo que había ganado en toda mi vida. Un caso de suerte, apuntó Luzángela por lo bajo y Sombra trató de permanecer neutral ante lo que parecía y en efecto era el principio del fin. Me ofrecieron un empleo en L.A. como escritora y estuve a punto de abandonar la ciudad bruja, tantas veces perdida y tantas veces recuperada, para convertirme, como Andy García y otros compatriotas con gran capacidad de adaptación, en una gloria hispana, es decir, en alguien que de momento se ha salido del ghetto para triunfar en el propio terreno de los WASP y con sus mismas reglas.
¿Qué hubiera sido de mí en L. A.? ¿En qué hubiese terminado todo de no ser por el ataque de pánico que sufrí en La Guardia casi con un pie en el avión? Otra vez el pájaro traumatizado asomando la pluma. Recuerdo que me clavaron una multaza enorme por fumar escondida en el baño del aeropuerto. Mas prefiero no pensar en eso, en la inesperada solución que tuvo mi Disyuntiva en un tiempo en que yo parecía esperar que las disyuntivas se resolvieran solas. Cualquier conclusión sería equivocada, lo sé. Nos adentramos más y nos en la zona blanca.
Cuando salí de La Guardia, toda silenciosa, acompañé a Sombra a York College sin saber por qué. En aquel momento me dije que tal vez era necesario pues, a pesar de la violenta ruptura, ella seguía estando allí, a mi lado, esperando no sé qué. Había ido a despedirse de mí, a decirme que de todas formas me quería, que era mi amiga y un montón de mentiras más. No me gustó la cara que puso al saber que me quedaba. Sombra no tenía derecho a identificarse con la ciudad. No dije nada, pero tengo los ojos grandes, negros e indiscretos, y de joven siempre tuve que usar espejuelos oscuros para que no me adivinaran los pensamientos. Ella me miraba como procurando descubrir qué rumbo le daría a mi vida, porque era seguro que a nuestro apartamento no pensaba regresar ni por una noche. Tampoco me explico cómo fue que pasamos juntas, nadando en un caldo espeso y repleto de tallarines, aquella última tarde tan larga y tan decisiva. No hay nada más lacerante, pienso ahora, que un conato de sinceridad entre dos personas que se tienen lástima mutuamente y aún así se desean.
Yo nunca había estado en York College y lo único que recuerdo ahora lo único que recordaré siempre, pues ya no le temo a la cursilería fue la Mirada agresiva, penetrante y acariciadora, de una muchacha más o menos de mi edad y mucho más bella. Se acercó a nosotras arrastrando un pie y Sombra nos presentó. Djuna y Nepomorrosa. ¿Cómo recordar algo más? Me miró como si quisiera arrancarme no sólo la ropa, sino también la piel, las marcas, la voz, el final de este cuento, los últimos residuos del bosque de la noche. No me reí de su nombre porque no podía reírme sin todo aquello que me estaba quitando como si se hubiera propuesto hacerme sentir muy ligera, aliviada, desprovista del peso y de las culpas de una Disyuntiva que así, de repente, había dejado de existir. Me miré en sus ojos y me gustó una vez más mi propio reflejo. New York volvía a ofrecerme una oportunidad. Un segundo aire.
Debió ser algo muy especial, nítido y concluyente, algo sumamente redondo, lleno de curvas acariciables como la cola de una ardilla o la escultura para ciegos tallada en mármol, porque cinco minutos más tarde, ya en la oficina, Sombra me advirtió, resentida y tal vez celosa, que no me hiciera ilusiones, que ella conocía muy bien a Nepomorrosa y sabía que era straight. Y el pueblo straight en general es retrógado Sombra nunca pudo dejar de exagerar . Además, ella es prácticamente analfabeta, dijo, y vive con un tipo que es alcohólico y la maltrata, añadió. No le pregunté en qué quedábamos, si por fin quería o no a la muchacha. No le recordé su historia en el barcito ni sus muñecas vestidas de lentejuelas que tantas incomodidades ocasionaban. Ella me quería a mí, ya se sabe de qué manera, y no le importaba parecer mezquina. A mí tampoco me importaba lo que ella pareciera. Verme en los ojos de Nepomorosa y deshacerme de un montón de preocupaciones como de otros tantos tarecos inútiles fue lo mismo.
Nita, mi consejera autotitulada, movió la cabeza aquella vez como hubiera hecho un general de la División del Norte y me preguntó si yo estaba segura de lo que había visto. La sustancia pulp, en efecto, había venido a complicar los múltiples sentidos de la mirada gay de manera tal que a veces ni siquiera podíamos reconocernos. Se había perdido la pureza y no era raro que la gente straight quisiera, como quien dice, probar. En ese caso no era conveniente fabricarse una historia de amor. Fíjate, me dijo, que te puedes meter en un gran rollo, eso de competir con un tipo no me parece nada saludable y, en el mejor de los casos, vas a tener que empezar por el principio. ¿Y por dónde si no empiezan todas las cosas?, le pregunté. Por ahí se encuentran personas muy lindas, pero también muy difíciles de civilizar. ¿Tú entiendes? Más o menos. ¿Pero qué coño te pasa ahora? ¿Acaso no lo tienes todo? Deberías estar en L. A. y no aquí enredándote la vida.
Por supuesto que no lo tenía todo. Nadie lo tiene todo, porque la totalidad es un atributo divino. Así pues, me fabriqué una nueva historia de amor, y le declaré la guerra a Billy, el cavernícola. Tal fue mi modesta contribución a la Causa, mi etapa heroica. Dicen que gané porque fui más canalla que él, porque puse en práctica todos los recursos sádicos y demoledores que se recomiendan cuando se trata de triturar al enemigo, de convertirle la vida en un pan viejo, de reducirlo a polvo y ceniza; porque apliqué todas las maliciosas triquiñuelas e inescrupulosos tripilingos que había aprendido al lado de Sombra; porque alguna vez en la vida Blanche tenía que derrotar a Stanley en su batalla por el alma de Stella.
Pero no, no es así. Hay días, como hoy, en que estoy segura de que nadie posee a nadie, de que las batallas casi siempre son inútiles. Pienso que Nepomorrosa me dejó creer que yo ganaba porque ella conocía mis debilidades, no sé de dónde, pero las conocía, y todo aquel rollo (el cavernícola llegó a agredirme con una navaja y no quedó más remedio que internarlo) fue un gesto suyo de amor. Porque, gracias a Dios, fue Nepomorrosa quien me eligió a mí en una época en que yo aún no sabía elegir ni para bien ni para mal y de vez en cuando semejaba una copia fiel de aquel particular que se describe en... da lo mismo. Y es que ahora comienza la verdadera historia. |