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Inicio de la construcción del primer tramo del Malecón*

Yara Duvergel Vidal
Arsenio Rodríguez Quintana

     Durante Ia primera intervención norteamericana (1898-1902) se cstablecieron las bases para una infraestructura urbana moderna que incluiría el abasto de agua, el alcantarillado, Ia red de alumbrado eléctrico, teléfonos y gas; la recolección de basura, la pavimentación de calles y eI tranvía eléctrico. En 1901 comenzó la construcción del primer tramo del Malecón, que junto a la aplicación de las teorías sanitarias de Carlos J. Finlay, quien desde 1881 había determinado que el mosquito era el agente transmisor de la fiebre amarilla, puso fin a los estragos de esta terrible enfermedad en Ia Habana.
     Varios fueron los factores que finalmente condicionaron que el gobierno interventor militar de El Morro, foto de William Henry Jackson (circa 1900)Estados Unidos pudiera iniciar la construcción del primer tramo. En el último cuarto del siglo XIX confluyeron cinco elementos que compulsaron su construcción: la costumbre habanera de refrescar nuestras noches calientes cerca del mar desde fines del siglo XVIII; el crecimiento de la población, que por causa de su inevitahle desarrollo demográfico tuvo que habitar nuevos espacios fuera de las murallas paralelos a la costa; la necesidad de eliminar los focos de mosquitos que generaban la insalubridad en los charcos entre los arrecifes, causando numerosos casos de fiebre amarilla, y la creación de un muro de contención que aminorara los efectos de las olas durante las temporadas ciclónicas, inevitables en esta zona del Caribe.
     EI estado material de la isla al cesar la dominación española era realmente. alarmante... No es extraño que el lugarteniente general Antonio Maceo, en su primer viaje a la capital, anotara en sus cuadernos: “Aquella Covadonga chiquita que se llama La Habana, con sus calles estrechas y asquerosas, como el sentimiento de los españoles, que se proponen gobernar a Cuba, sin mejorar la condición de este desventurado país”.
     Debe acreditarse a la administración norteamericana las gestiones por resolver – o al menos iniciar – los problemas de saneamiento más perentorios que la propia conservación de las guarniciones exigía. La población cubana secundó ardorosamente esas iniciativas. La gestión de Wood en Santiago de Cuba estuvo, como en La Habana, basada en el trabajo de obreros y empleados cubanos. Durante el gobierno interventor se construyeron 98 km de carretera. Al inaugurarse la república, el sistema vial alcanzaba una cifra total de 354 km aproximadamente.
     En La Habana, el gobernador militar general Brooke asumía una actitud más acorde con el compromiso moral de su país hacia el pueblo de Cuba, por lo que fue acusado de simpatizar con Ios cubanos. Las circunstancias del momento y la fuerte protección anexionista de Wood permitieron que se le declarase apto para sustituir a Brooke, lo que sobrevendría en diciembre de 1899. Desde luego, el nuevo gobierno siguió imprimiendo a su gobierno – como lo había hecho en Santiago de Cuba – una labor constructiva que merece destacarse.
     La intervención, desde luego, creó una serie de servicios administrativos, como la Secretaría de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas, ya existentes, aunque sin organización en el gobierno autonómico de la última etapa española.
     El propio gobierno intervencionista promulgaría además la Orden militar 159 que organizaba la sanidad en el territorio nacional y la ponía bajo la dirección científica de la Junta Superior de Sanidad, creando en cada término municipal, como sus delegadas, a las juntas locales, de las que eran presidentes los jefes locales de esa Secretaría. Fue esa nuestra primera organización sanitaria nacional.
     El Paseo del Prado o de Isabel II, el más concurrido de esa éppoca, fue transformado y embellecido. Al mismo tiempo, o como necesidad lógica de buscar una salida al mar a este paseo, se iniciaron los trabajos de nivelación y pavimentación de los arrecifes para el futuro Malecón.
     En 1901 se está construyendo el Boulevard Malecón, y se formulan una serie de artículos de lasel Malecón entre 1902 y 1910 Ordenanzas de Construcción que debían ser respetados durante la urbanización de este paseo.
En este mismo año se propone que vendiendo los metros cuadrados disponibles se podría cubrir el costo del muro y del paseo hasta la calle San Lázaro. El secretario de Finanzas, Leopoldo Cancio, solicita al brigadier general, Leonard Wood, gobernador militar de Cuba, se resuelva cualquier tipo de inconveniencias legales para que la proyectada Avenida del Golfo, de gran importancia y utilidad, fuese concluida, basándose en la necesidad del ensanchamiento de la ciudad. Finalmente el valor del metro cuadrado de la tierra sobre la cual se construiría el Malecón sería de $35.00. el Estado continuaría estas obras dando la prioridad de compra de estos terrenos a los dueños de las propiedades contiguas a estas parcelas, lo que se debió a que antes se había aprobado el proyecto de W. J. Barden, ingeniero jefe de la ciudad, comenzando a construirse finalmente el Paseo de Malecón. 
     EI proyecto contaba con ordenadas fachadas en los edificios, los cuales tenían la condicional del clásico portal haibanero; después entre dos aceras anchas había un espacio interior para árboles y césped. Luego venía la avenida propiamente dicha, trazada de acuerdo con los vehículos de tracción animal que estaban en boga; o sea, que era una avenida para pasear en coche; y finalmente, la ancha acera con el muro de Malecón que se apoyaba en los arrecifes, dando al mar, y doble fila de farolas para iluminar ambas aceras.
     Las autoridades de ocupación estadounidenses construyeron el Malecón hasta la cercanía de la calle Lealtad, y el total de las obras se pagó con la venta de los terrenos para las edificaciones. En los informes del superintendente del Departamento de Calles y del ingeniero jefe de la ciudad, W. N. MacDonald, puede además leerse:

"En el caso que la Ciudad obtenga del Estado Ia propiedad que pertenece a este[sic] de la parte Norte de la calle de San Lázaro, sobre el cual se está construyendo el (Boulevard) Malecón, tengo el honor de manifestarle que las casas en la calle de San Lázaro, que no sean las que estén situadas detrás de la línea trazada para el propuesto Malecón, podrán ser obligadas a venir a dicha línea bajo los siguientes artículos de las Ordenanzas de Construcción".

"Artículo 58. En los planos para el alineamiento de una calle o plaza, una vez aprobados, todas las casas en el mismo están actualmente (de facto) obligadas a venir a la línea, tan pronto como ellas sean demolidas o reconstruidas.

”De esta manera se demuestra que los actuales dueños de propiedades en la calle de San Lázaro pueden ser obligados a venir a la nueva línea del Malecón. No hay, sin embargo, en estos artículos nada que determine el tiempo en el cual esto sea hecho. Yo sugeriría que pudiera ser conveniente fijar el valor de la tierra, la cual puede ser vendida por la Ciudad después que ella obtenga la posesión de la misma, de acuerdo con los artículos antes mencionados, ofrecerla a los dueños de propiedades colindantes, a su valor fijado, estipulando que ellos comiencen las operaciones de construcción dentro de un año a partir de la fecha de la oferta. Si ellos no compraran la tierra dentro del tiempo especificado, entonces el precio será aumentado en un 25% y se les concederá otro año para comprar al precio aumentado. Si al final del segundo año fallara en comprar la propiedad, que la Ciudad confisque la propiedad perteneciente a aquellos quienes rehusaron comprar la propiedad intervenida, pagando por consiguiente, su valor en el tiempo que la primera oferta fue hecha y subastando la confiscada con la propiedad intervenida en una sola parcela al mayor postor." 

     En el punto focal, o sea, en la intersección del Prado con la Avenida del Golfo, allí frente al Castillo Malecón. Glorieta de La Punta (circa 1904)de la Punta, erigieron un pequeño templete clásico que fue la bien conocida Glorieta para la música que alegró a la juventud de varias generaciones de habaneros, quienes se reunían los domingos alrededor de esa zona para escuchar la retreta. Esta glorieta de hormigón en forma de templo circular, con una cúpula sostenida por haces de columnas en cuyo interior se colocaba la banda, creo escuela, se reprodujeron – aunque no con tanto acierto siempre – otras muchas en diversos parques de La Habana y ciudades del interior como Manzanillo y Santa Clara, entre otras.
     Inaugurada el 20 de mayo de 1902, fue construida – según Llilian Llanes – por un arquitecto norteamericano jefe del Departamento de Construcciones Civiles, graduado de la Universidad de Columbia y de la escuela de Bellas Artes de París, quien realizó diversos edificios públicos en Cuba y contribuyó a establecer en el país un estilo rígidamente clásico, que fue seguido después en la construcción de muchos palacios de justicia. Se decía que sus obras eran de buenas proporciones, pero de una rigidez casi griega.

Se paseaban por el Prado y la explanada del Malecón […] los días de moda se aglomeraban allí las gentes mientras una doble fila de carruajes daba vuelta monótamente alrededor; y una banda de música tocaba en el feísimo templete que cierra la avenida por el lado del mar. Las mujeres muy elegantes se exhibían con aire lánguido de odaliscas.  Los hombres miraban con cinismo […].

Miguel de Carrión
Las Honradas, 1917

*Tomado de la revista Extramuros, número 0, septiembre 1999.
La Habana Elegante agradece a Arsenio Rodríguez el envío de este trabajo para su publicación en nuestra edición electrónica.
 
 

El Malecón

(a la hora del crepúsculo)

por Enrique Hernández Miyares

     Cuando comienza la agonía del Sol, a esa hora lánguida en que van agrandándose las sombras de los árboles del Prado, suelo ir por allí, paso a paso, y observándolo todo, hasta llegar a la Punta, convertida hoy en el Malecón habanero.
     Recuerdo cómo era aquello hace ya muchos años, cuando la mar invadía una gran parte de lo que es hoy el nuevo paseo. Se hacinaban en aquel playazo grandes pilas de maderos, entre las inmundicias y basuras, que el abandono y la despreocupación arrojaban en los sitios apartados y oscuros. El tránsito, el polvo, las mismas basuras, hicieron atemorizarse al mar, que poco a poco fue batiéndose en retirada y dejándose tomar sus trincheras por la tierra.
     ¿Han visto ustedes el magnífico y lujoso Malecón que se halla al final del Prado, al comienzo de la calzada de San Lázaro, frente a la farola del Morro?
     Lo que era ayer lugar sombrío y mal oliente, rincón oscuro y peligroso, se ha convertido en lo mejor que tiene la Habana; así como lo digo. Ni me importa saber cuántos miles de dollars nosEl Malecón. Monumento al Maine. (entre 1900 y 1910) cargarán los ingenieros americanos por la obra. Desde hace más de cuatrocientos años estamos acostumbrados los cubanos a que nos carguen la mano en todo... Y antes era mucho peor, porque el dinero nos lo llevaban a barcadas, y ahora se lo llevan también, es cierto; pero dejan Malecones.
     Todo aquello de la Punta ha sufrido una maravillosa transformación. Apoyado en la antigua Fortaleza, en cuya alta planicie vénse siempre sentados y circunspectos algunos exóticos artilleros rubios y colorados que con las piernas descolgadas miran a los paseantes, arranca el macizo muro del Malecón, que se extiende desde el fuerte hasta la línea de calles de la parte oeste del Prado. Desde los railes del ferrocarril que va para el Vedado, hasta el Malecón, el lugar ostenta un naciente parquecito a la inglesa, con sus avenidas para carruajes, ya trazadas y practicables, las calles para los pedestres enarenadas, y cubiertos de hierbecillas los afeitados canteros.
     Después del parquecillo, se abre a la vista el Malecón, con su muro que defiende de las ondas azules el ancho y elevado piso de cemento romano, por donde se entrecruza una satisfecha concurrencia, que aspira a plenos pulmones el aire iodado del mar, saludable y fresco.
     El espectáculo es bello, imponente, animado y elegante. Hacia el norte se abarca de una mirada el horizonte, y hacia el sur, lujosos trenes particulares cargados de bellas damas; ligeros cochecillos charolados, hábilmente manejados por conocidos jóvenes; modestos y rápidos coches de alquiler y correctas cabalgaduras a la inglesa y a la criolla, forman enorme fila alrededor del nuevo paseo.
     Apóyase en el muro el público que curiosea a los que pasan y que a intervalos se entretienen en contemplar el rompimiento de las olas henchidas sobre las rocas puntiagudas, anegadas de irisada espuma efervescente.
     Hace algunas tardes podía mirarse al sol cara a cara, mientras iba a hundirse en el ocaso. Moría completamente rojo de vergüenza, porque toda la Habana lo había acusado de tirano, por el calor de agosto que hizo reinar ese día del mes de febrero. Se envolvía el astro en un sudario de escarlata.
     Parecíaseme a Petronio, con las venas abiertas, muriendo desangrado en el baño... ¡Arbiter elegantiarum!

1901.
 
 

El Muro del Malecón

por Jorge Mañach

     Quién negará que sea toda una institución este muro que huele a mar y, en sus esquinados repliegues, a otros líquidos igualmente salobres?... Es un tribuno de la plebe, un pícaro sabidor, un camarada de melancolías silenciosas ante el crepúsculo, un testigo de muchas farsas y tragedias urbanas que abre hacia el Malecón la sonrisa sardónica de sus grietas.
     Su democracia, sobre todo, cautiva a Luján. El Malecón, dice él, es en cierto modo una reserva, Malecón (entre 1900 y 1910)un coto aristocrático; pero el muro del Malecón, ¡ah, ése sí que no reconoce castas!... Allá enfrente están los edificios orondos de los ricos, con la barroca arbitrariedad de su perfil quebrado y de sus fachadas veleidosas. Allá están los soportales donde los niños gorditos que tienen grandes automóviles de verdad y pequeños automóviles de mentira, juegan – aburridos de unos y otros – los villanos juegos de los negritos junto al muro; los soportales donde las señoritas casaderas, ahítas de lejanía de mar, exponen tentadoramente sus medias de color carne, mientras las criadas de delantal y cofia platican, fingiendo seseos criollos, a la vera de las columnas. Por aquella acera pasean las señoras de sociedad que están a plan para adelgazar. Un mundillo de homogéneo ringorrango vive, pues, en aquella orilla del Malecón que el famoso “rayo verde” acaricia fantásticamente a la hora del véspero, dándole un decorado de revista.
     Pero enfrente están el muro y su acera, patrimonio del anonimato humilde. Entre este mundo y aquél se extiende, como una faja mixta de transición, el ancho paseo – la Avenida del Golfo –, que lo mismo admite al gran Packard charolado, de discreto zumbido y digno rodar, que al mísero “fotingo” de alquiler, estrepitoso y endeble. El paseo actúa de mediador, de amigable componedor. Se inclinará a los ricos, pero no se niega abiertamente al servicio de los pobres cuando éstos recaban su derecho.
     El muro y su acera ya son otra cosa. Esta ya es región decididamente democrática, hortus conclusus para el hidalgo con ínfulas. Un rico no puede discurrir cabe el muro sin que lo abrumen y lo fiscalicen las miradas recelosas del proletariado, que se lo permite por mera condescendencia. A lo largo de su acera, corren a toda velocidad los muchachos remendados que tienen un solo patín y los que compraron su bicicleta a plazos. Por ella deambulan también las criadas sin colocación, los artesanos fatigados, los horteras en asueto, los viejos con traje de alpaca negra, las mil variedades de El hombre en mangas de camisa.
     Cuando el sol ya no pica y el muro se ha refrescado, esas gentes suelen sentarse a lo largo de los tramos más bajos y menos expuestos al salivazo artero del mar, que también es algo aristócrata. Se sientan con un pie sobre el muro, el otro colgando. Algunos, vueltos hacia el Océano, con la vista errabunda por el horizonte flamígero o clavada meditativamente en las ríspidas pocetas de los viejos baños; otros, mirando con un aire entre critico y distraído la acera de enfrente y los automóviles que pasan, mientras un vientecillo fresco los despeina y deja en sus labios un sabor a papas fritas.
     Cuando el sol termina su mutis rojo, el paseo se despeja, recobra su unidad. Pero entretanto – advierte Luján – es todo él, con su orilla dorada, su cauce de asfalto y su otra orilla gris, como una bandera de tres franjas sociales: una bandera evolucionista...

El País, 1925
 
 

La Habana, ciudad sin terminar

(fragmento)

Alejo Carpentier

     Porque todos los elementos de la perfección coexisten en La Habana: un malecón comparable únicamente con los de Niza y Río de Janeiro, un clima que propicia flores en todos los tiempos; un cielo que no cubre los pavimentos con lodos grises; una situación geográfica que pone decoración de mar, nubes o sol, al final de cada calle...
     Y sin embargo...
     La Habana es la ciudad de lo inacabado, de lo cojo, de lo asimétrico, de lo abandonado. Desde niños estamos habituados a tropezarnos, cada día, con solares yermos, donde se amontonan latas cada vez más seculares, desperdicios cada vez más diversos. Durante años padecimos el desierto en donde habría de alzarse el Capitolio, cubierto de ruinas evocadoras de las primeras grandes mangaderas de nuestra vida republicana. (Al menos, tenían un valor histórico.) Durante años hemos estado padeciendo aquel erial que se extendía a un costado de la Terminal, ofreciendo al viajero que llegaba de la provincia un panorama capitalino lleno de acusaciones. Pero aún quedan otros... Me dirán algunos optimistas que esos terrenos abandonados en pleno centro de la capital suelen ser útiles a las novenas de pelota que en ellos sientan sus fueros de bate y mascota los domingos. Pero a ello podría objetarse que esta inesperada contribución a la Comisión de Deportes resulta – y es lo menos que pueda decirse – oficiosa y casi indeseable.
     Para desgracia nuestra, el Malecón fue poblado de casas en épocas en que los contratistas catalanes hacían estragos en nuestras avenidas y repartos, con sus columnas compradas al por mayor y balaustradas a tanto el metro. Pero también debe reconocerse que se ha hecho muy poco por embellecer ese corso que disfruta del adorno de puestas de sol únicas en el mundo. La explanada de la Punta – remate del Prado – se ha transformado, después de su ensanche, en un pedregal, donde hasta los perros temen aventurarse, por miedo a lastimarse las patas. ¡Y no se hable del extraño sedimento de glorieta, resto de algo informe, que nos hace pensar en ciertas fotos recientes de bombardeos de Londres!... Sic transit...

Tiempo, La Habana, 10 de diciembre de 1940
 

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