jagüey (dibujo de Samuel Hazard)   En La Loma del Ángel seguramente hará evocar tanto la novela Cecilia Valdés como a su creador, el novelista cubano Cirilo Villaverde. Será éste, pues, el espacio dedicado a la narrativa y a los estudios, crítica y artículos acerca de obras y autores destacados de este género. 
   Ofrecemos en esta oportunidad dos cuentos. El primero de ellos es de Alfonso Hernández Catá (Aldeávila de la Ribera, Castilla, España, 24.6.1885-Río de Janeiro, 8.11.1940) con una breve introducción, escrita especialmente para este número por Uva de Aragón. A la generosidad de Uva debemos también el retrato del escritor que aquí incluímos. Al cuento de Hernández Catá le sigue otro de Virgilio Piñera (Cárdenas, 1912-La Habana, 1979. Narrador, poeta y dramaturgo, Piñera nos dejó un valioso legado en el que se destacan obras como: Aire frío (teatro), La carne de René (novela), Cuentos fríos (cuento) y La vida entera (poesía).
 
 
"La quinina" fue publicado por primera vez en Social (La Habana: 1926, Vol 11, No. 1, pag. 20) bajo el título de "Mandé quinina".  Aparece al año siguiente en la colección de cuentos del autor Piedras preciosas (Madrid: Mundo Latino, 1927, 281-92) bajo su actual título. Se reproduce una vez más en Memoria de Hernández-Catá  (La Habana, 1954, Vol 1, No. 8, 248- 261) con exhaustivas anotaciones de Antonio Barreras con respecto a los elementos autobiográficos de la narración. "La quinina" ha sido incluído en varias antologías, entre ellas 20 relatos cubanos (La Habana, 1980) y El cuento cubano. Panorámica y antología (San José, Costa Rica: Litografía e Imprenta Ltd., S.A., 1983). 
 Al publicarse por vez primera, "La quinina" suscitó numerosos elogios, y fue pronto considerado como una pequeña obra maestra dentro de la cuentística catiana.  Uno de los juicios más repetidos de la época fue el aserto de que era integralmente autobiográfico.  Y en efecto, como explica detalladamente Barreras en Memoria..., la narración está basada casi en su totalidad en experiencias personales del autor.  La escena de un hogar cubano en suelo extranjero, en que adultos y niños se reúnen a conmemorar un 20 de mayo al rededor de manjares criollos, que da marco a la historia, reproduce con fidelidad las circunstancias de Hernández-Catá que residió casi la totalidad de su vida adulta fuera de Cuba, debido a su carrera diplomática, pero que vivió obsesionado por la isla, y por inculcarle a sus hijos el amor a la tierra, donde, por azares del destino, ni nació ni murió, pero a la que consideraba su Patria.  La Alfonso Hernández Catá (1885-1940)evocación de la Guerra de Independencia a través de los ojos de un niño responde fielmente las vivencias del autor.  Inclusive los nombres propios tanto de calles, lugares como de personas han permanecido inalterados. La descripción del singular Tío Alvaro -- quien alcanzó el grado de Coronel del Ejército Libertador, contrajo tuberculosis durante la guerra, sirvió en la primera Cámara de Representantes de la República, y murió prematuramente en 1908-- queda constatada por fotografías de la época. Según testimonios del escritor a sus contemporáneos, la acción del narrador corresponde fielmente a la verdad.  Sólo hay dos datos que parecen haberse alterado para mejor servir los propósitos literarios del autor.  Aunque el niño protagonista cuenta con poco más de once años, Hernández-Catá (nacido el 24 de junio de 1885) no alcanzaba los diez cuando estalló la guerra.  Otra licencia con respecto al tiempo, esta vez de mayor envergadura, le permite al escritor atribuir a su progenitor un bello gesto, cuando en realidad había muerto en 1893, dos años antes del Grito de Baire.  Sin embargo, Hernández-Catá conocía, a través de su madre, una situación similar en su hogar durante la primera guerra independentista. 
 Además de los aspectos autobiográficos del cuento, vale destacar que Hernández-Catá, testigo en suelo europeo del horror de la primera guerra mundial, aborreció desde temprana edad la violencia, los uniformes militares, las armas.  Entre 1914 y 1917 publicó una serie de cuentos y de artículos que sustentan su filosofía pacifista.  Durante la dictadura de Machado, abogó repetidamente por el cese del derramamiento de sangre.  Nótese que en este cuento no se glorifica la guerra. El tío Alvaro es un personaje débil, humano, enfermizo.  El niño confiesa repetidamente su miedo.  La heroicidad de ambos no está en su fuerza sino en vencer la poca disponibilidad para la guerra en aras de un deber ineludible.  Pero en realidad el verdadero héroe de "La quinina" es el padre, el hidalgo español, de sabiduría salomónica.   El ambiente de amor en un hogar cubano- español en medio de un conflicto bélico cobra dimensiones universales y atemporales.  El triunfo de la convivencia amorosa de personas en bandos opuestos de una guerra ofrece un mensaje imperecedero que da a "La quinina" su perdurable vigencia. 
       Uva de Aragón 
 

                      LA QUININA 

                                     por Alfonso Hernández-Catá 

                                            A José Manuel Carbonell 
 

     Habían cerrado las ventanas para que el paisaje externo no destruyese el ilusorio, y la familia, agrupada en torno a la mesa, disponíase a saborear el almuerzo hecho al modo de allá.  Los manjares servidos simultáneamente, permitían librarse de la presencia de la criada, que de seguro habría manchado con esa risa burlona propia de la gente ordinaria ante las costumbres ajenas, el hechizo de la fiesta. Y porque aquel día era 20 de mayo, la necesidad cotidiana iba a elevarse a comunión patriótica en uno de esos hogares aventados por el destino lejos de la tierra natural. 
     -!Yo quiero galleticas de plátano! 
     -!Yo, tasajo! 
     - Echame a mí un tamal. 
     -No, primero el ajiaco. !Silencio! 
     La gula de los pequeños era alegre; pero el vaho de las viandas estimulaba en los mayores más la fantasía que el apetito. De tiempo en tiempo los tenedores quedaban indecisos sobre las frituras o sobre los pedazos de boniatos, cuyas venas azules hacían pensar en un mármol jugoso.  Casi todos los chicos habían nacido fuera de la patria y no habían podido conocerla aún, a causa de los obstáculos económicos.   Los padres procuraban recompensarlos con libros y conversaciones; más siempre quedaban zonas oscuras imposibles de penetrar.  Hacia el final de la comida, cuando la pasta de guayaba y el queso blanco bajaron del aparador al mantel, uno de los pequeños tuvo el recuerdo súbito, de una frase de sentido equívoco, leído en un periódico de la Habana, y preguntó: 
     -¿Qué quiere decir '"Ese mandó quinina", papá? 
     -Quiere decir...igual que tantas frases, casi lo contrario de lo que expresa.  Donde tú la leíste será, casi de seguro, un sarcasmo, un insulto.  Y, sin embargo...,yo conozco una historia de quinina, que nunca, por pudor, he de descubrir a nadie, a pesar de haber sido muchas veces tentado a ello por la jactancia de tantos usureros de la patria.  Voy a contarla a vosotros y así sabreís lo que "mandar quinina" quiere decir. 
     Empequeñecióse la mesa al inclinarse los bustos en un círculo de atención, y el padre habló así: 
     -Cuando en 1895 estalló la guerra liberadora, yo vivía en Santiago de Cuba y tendría poco más de once años.  Mi casa era una casa de confluencia, como hubo tantas; padre español, militar; madre cubana, nacida en Baracoa, y criada en Sagua de Tánamo, es decir, cubana reyoya.  El grito de Baire resonó de modo bien distinto no sólo para los dos grandes elementos opuestos en la isla, sino en el seno de muchos hogares.  En el mío fueron primero cuchicheos, sombras de preocupaciones,; pero, sin duda, la argamasa de cariño era muy recia, porque nada se resquebrajó en él.  Toda la famila de mi madre debía simpatizar con la causa separatista, y toda quería y respetaba a mi padre, cuyo sentido liberal de hombre de estudios y de viajes era doblemente raro en su posición de patriota y en su profesión de militar.  Yo no he sabido hasta mucho después por qué, en tono bondadoso, solían llamarle don Capdevila - Capdevila fue un oficial español de heroica honradez, que defendió a los estudiantes fusilados ignominiosamente en 1871: siempre que salíamos con mi padre y paseábamos por la calle de San Tadeo, cerca del Parque de Artillería, se detenía para enseñarnos la casa en donde él vivió-; pero el caso es que con una deferencia rara cuando fermentan las pasiones, ni una alusión a la guerra se hacía en su presencia.  Recuerdo que mi casa, una casita baja con su techa de viguetía donde anidaban pájaros, y su patio, donde un flamboyán inmenso ponía la sombra encendida de sus flores sobre una malanga de gigantescas hojas y savia picante, me parecía un oasis. 
     Todo rumor de la contienda me llegaba de fuera.  En esa edad en que hasta los acontecimientos adversos, si vienen a romper el paso monótono de los días, parecen sucesos venturosos, susurros, noticias, esperanzas, temores, exacerbaban casi a diario la curiosidad de los niños. Y en tanto que los mayores aplicaban trabajosa prudencia al disimulo, los muchachos, en plena calle, jugábamos a españoles y mambises, haciendo con piedra y palos simulación de lo que, con fuego y con sangre, hacían en la manigua.  Por nuestras bocas inocentes pasban las noticias con temblor de pasión. 'En Ramón de las Yaguas ha habido un cambate!' '!Lo ganamos nosotros!' ; '!Mentira, tuvisteís que chaquetear y meteros en el cementerio!.." 'Sziwikoski huyó...''Santolices es un valiente..' 'Más lo es Maceo." Y pescosones y chirlos sellaban las opiniones en aquellos desmontes del Pozo del Rey, donde las batallas conocidas por nosotros tenían minúscula copia.  Al llegar a mi casa, mi hermana mayor, mayor que yo cuatro años, me arreglaba las ropas o me curaba los golpes, diciéndome: "Dí que reñiste por un libro." Yo asentía sin darme cabal cuenta de aquella complicidad delicada.  Y en las amonestaciones paternales, los dos convenían en exhortarme a no reñir, y en no inquirir nunca los motivos de tan continuadas pendencias. 
     Una tarde, junto a la confitería La Nuriola, un muchacho llamado Satién, me dijo a gritos, con un gesto confidencial: 
     -Tu tío se ha ido al monte desde Gibara. 
     Ya se sabía lo que era "irse al monte". Ahora pienso que si los gobernantes españoles hubieran querido averiguar el misterio de muchas casas, mejor que dar oído a delaciones y sospechas, habrían hecho fijándose en los juegos de los muchachos.  La noticia fue para mí como un secreto pesado y doloroso.  Aquel tío tan delgado, tan pálido, de continuo vestido de negro, que usaba pañuelos de seda, barbita en punta y un absurdo sombrero de copa, !se había ido a la guerra!  Siempre me había parecido el tío Alvaro un ser misterioso.  Yo me lo imaginaba en la manigua con un gran machete y siempre con su chistera inverosímil.  ¿Lo sabían ya ellos?¿Qué diría mi padre? ¿Y mi madre, que hablaba de él como de un ser débil, indefenso, por quien ella tuviera obligación de velar? Fui a casa de unos parientes y, del mismo modo que Satién, solté la nueva: 
     -El tío Alvaro se ha ido con los mambises, tía Leonor. 
     -Usted lo que debe hacer es callarse, muchacito, y no meterse en cosas de grandes. 
     El sofión casi me advirtió que la noticia era conocida de todos, y no me atreví a renovar en mi casa la prueba.  No, no debían de saberlo.  Aquel día precisamente, mi padre y mi madre tenían sobre sus caras cierta serenidad dulce, que casi les daba un parecido.  Ahora pienso que debió ser antes, un día que me dijo con sigilo mi hermana: ' Vete a la calle y no vuelvas hasta la hora de la comida', cuando la noticia ahondase en ella las ojeras y tendiese en él, sobre el rostro blanquísimo, una sombra. 
     Pasaron los días, los meses. Alternativas diversas conmovieron la ciudad.  En mi casa esas peripecias apenas se marcaban en silencios y en sonrisas difícilmente perceptibles.  Una discreción, no de las palabras, sino de las almas, debía aliarse con el cariño para lubricar los pasos peligrosos.  Tengo hoy la certeza de que mi madre estaba por completo junto a los que en el campo combatían, y que mi padre, aún comprendiendo la justicia de la causa cubana, estaba junto a sus compatriotas por ese instinto superior a nuestra razón, que nos dicta tantas acciones.  Cierta noche --recuerdo hasta el color del cielo, hasta el olor del aire--mi madre me llamó aparte y me dijo: 
     -Mira, ya pronto vas a ser un hombre y, como las circunstancias obligan, tengo que contar contigo para una cosa, para un secreto.  Se trata de tu tío Alvaro, que está enfermo en el campo y me ha escrito...Me pide quinina y un cubierto.  Hay que dejárselo en una tienda de Dos Caminos del Cobre, a nombre de un tal Miguel, que irá a recogerlo.  Allí saben...Por causa que cuando seas mayor sabrás, esta es la única cosa que voy a ocultarle a tu padre en mi vida...Es un deber mío no dejar morir a mi hermano, y también es un deber no comprometer a nadie por él...Si a ti te cogieran, dirías la verdad, yo la diría también y.. Como eres un niño, y al fin y al cabo no se trata de...Pero no creo que te cojan. Tú eres listo..¿Te atreverás? 
     Mis ojos chispeantes debieron respnder antes que mis labios.  A la mañana siguiente fui a la botica de un señor italiano llamado Dotta y me entregó cuatro frasquitos amarillos llenos de tableticas blancas.  De allí marché a la ferretería El Candado y compré un cubierto.  Recuerdo que me dieron a escoger, y que, sin duda, por destinarse a un guerrero, elegí uno de largo cuchillo puntiagudo.  Orgulloso de haber realizado la primera parte de la aventura, fui a mi casa y, entrando por el traspatio, entregué a mi madre el paquete.  La carta de mi tío debía marcar día fijo para la entrega, pues mi madre me hizo esperar, y hasta pasada casi una semana, no me dió las intrucciones finales.  Para preparar el paso, desde cuatro días antes, ya a pie y con otros amigos, ya en el caballo de un pariente oficial de la Gurdia civil, de apellido Alcolado, iba yo hasta cerca de Dos Caminos.  Había que cruzar junto al cementerio y esto era lo único grave para mí, hasta de día. Jamás ningún soldado me detuvo ni me preguntó nada; los muertos que dormían tras la puerta de piedra, me turbaban más que todos los ejércitos del mundo.  En el viaje de ida nada falló.  Al llegar a la tienda el hombre me hizo pasar a un colgadizo interior y abrir el paquete. 
     -Es para saber lo que hay y evitar luego reclamaciones-explicó. 
     El bulto, cuidadosamente comprimido, encerraba la quinina, sin frascos, y el cubierto, pero faltaba el cuchillo.  Yo mostré mi sorpresa y el guajiro masculló: "¿Ve usté, niño?" Y salimos de la trastienda porque una mulata solicitaba un real de luz brillante.  Creyendo que aún quería el hombre algo más, esperé y cuando él se dió cuenta y me dijo "puedes irte", empezaba uno de esos crepúsculos breves de nuestra zona, en que las tinieblas caen sobre el sol.  Monté a caballo y al instante me acordé del cementerio.  Yo no conocía otro camino; era, pues, preciso pasar junto a la puerta terrible.  Un rato antes de llegar canté para enardecerme y cuando entre la mezcla azulosa de día y de noche surgieron las blancas tumbas, el caballo, tal vez contagiado de mi terror, empezó a temblar y a encabritarse.  Fue un miedo loco, tan grande por lo menos como el que habrán tenido que dominar cien héroes.  Agarroté los pies debajo de la cincha, me abracé al cuello del bruto soltando las riendas y, en un galope frenético en el que nuestros sudores se juntaron, cerrados los ojos, cerrada el alma, salté barrancos y crucé breñales...Los muertos no pudieron cogerme, pero llegé a mi casa ensangrentado.  El susto de mi madre fue tal, que apenas prestó oído a mis explicaciones acera del cumplimiento del encargo.  Dudo que ninguno de los sacrificios que, de ser hombre hubiese hecho por la independencia de mi tierra, me hubiera sido más penoso que aquel pavor.  
     Años después, en un viaje, mi madre, vieja ya, sacó de entre sus reliquias un envoltorio y me lo entregó. 
     -¿Reconoces esto?-me dijo. 
     Casi antes de abrirlo, sólo con el tacto, reconocí el cuchillo que en un azar misterioso se separó del paquete que yo llevé a la tiendecita de Dos Caminos del Cobre.  Junto a la empuñadura un papel mostraba aún varias líneas escritas con lápiz.  Era la letra primorosa y generosa de mi padre, pero con un temblor que nunca le había visto. Y esas líneas decían: 'He dejado que fuera lo demás por ser para tu hermano..Pero el cuchillo, no; es casi un arma...Perdóname.' Los rasgos trémulos de la escritura nos hablaban aún de su delicadeza infinita cuando la mano que los trazó hacía mucho tiempo ya que estaba agarrotada e inmóvil sobre el pecho, bajo la tierra. 
     Hoy durmen los dos, juntos, en aquel mismo cementerio, cerca del camino que yo pasé aterrorizado. !Ah, ahora no tendría miedo! Ahora - disculpadme, hijos míos -, en vez de huir, entraría por la puerta de piedra, buscaría la tumba, y me acostaría a descansar a su lado, para siempre." 

EL QUE VINO A SALVARME 

     Siempre tuve un gran miedo: no saber cuándo moriría. Mi mujer afirmaba que la culpa era de mi padre; mi madre estaba agonizando y él me puso frente a ella y me obligó a besarla. Por esa época yo tenía diez años y ya sabemos todo eso de que la presencia de la muerte deja una huella profunda en los niños... No digo que la aseveración sea falsa, pero en mi caso es distinto. Lo que mi mujer ignora es que yo vi ajusticiar a un hombre, y lo vi por pura casualidad. Justicia irregular, 
es decir, dos hombres le tienden un lazo a otro hombre en el servicio sanitario de un cine y lo degüellan. ¿Cómo? Pues yo estaba encerrado haciendo caca y ellos no podían verme; estaban en los mingitorios. Yo hacía caca plácidamente y, de pronto, oí: "Pero no van a matarme..." Miré por el enrejillado y entonces vi una navaja cortando un pescuezo, sentí un alarido, sangre a borbotones y piernas que se alejaban a toda prisa. Cuando la policía llegó al lugar del hecho me encontró desmayado, casi muerto, con eso que le dicen shock nervioso. Estuve un mes entre la vida y la muerte. 
     Bueno, no vayan a pensar que, en lo sucesivo, iba a tener miedo de ser degollado. Bueno, pueden pensarlo, están en su derecho. Si alguien ve degollar a un hombre, es lógico que piense que también puede ocurrirle lo mismo a él, pero también es 1ógico pensar que no va a dar la maldita casualidad de que el destino, o lo que sea, lo haya escogido a uno para que tenga la misma suerte del hombre que degollaron en el servicio sanitario del cine. 
     No, no era ése mi miedo; el que yo sentí, justo en el momento en que degollaban al tipo, se podría expresar con esta frase: ¿cuál es la hora? Imaginemos a un viejo de ochenta años, listo ya para enfrentarse a la muerte; pienso que su idea fija no puede ser otra que preguntarse: ¿será esta noche?, ¿será mañana?, ¿será a las tres de la madrugada de pasado mañana?, ¿va a ser ahora mismo en que estoy pensando que será pasado mañana a las tres de la madrugada? Como sabe y siente que el tiempo que le queda de vida es muy reducido, estima que sus cálculos sobre la hora fatal son bastante precisos pero, al mismo tiempo, la impotencia en que se encuentra para fiar el momento, los reduce a cero. En cambio, el tipo asesinado en el servicio sanitario supo, así depronto, cuál sería su hora.. En el momento de proferir: "pero no van a matarme...", ya sabía que le llegaba su hora. Entre su exclamación desesperada y la mano que accionaba la navaja para cercenarle el cuello, supo el minuto exacto de su muerte. Es decir, que si la exclamación se produjo, por ejemplo, a las nueve horas, cuatro minutos y cinco segundos de la noche, y la degollación a las nueve, cuatro minutos y ocho segundos, él supo exactamente su hora de morir con una anticipación de tres segundos. 
     En cambio, aquí, echado en la cama, solo (mi mujer murió el año pasado y, por otra parte, no sé la pobre en qué podría ayudarme en lo que se refiere a lo de la hora de mi muerte), estoy devanándome los pocos sesos que me quedan. Es sabido que cuando se tiene noventa años (y es esa mi edad) se está, como el viajero, pendiente de la hora, con la diferencia de que el viajero la sabe y uno la ignora. Pero no nos anticipemos. 
     Cuando lo del tipo degollado en el servicio sanitario, yo tenía apenas veinte años. El hecho de estar lleno de vida en ese entonces y, además, tenerla por delante casi como una eternidad, borró pronto aquel cuadro sangriento y aquella pregunta angustiosa. Cuando se está lleno de vida só1o se tiene tiempo para vivir y vivirse. Uno se vive y se dice: ¡qué saludable estoy, respiro salud por todos mis poros, soy capaz de comerme un buey, copular cinco veces por día, trabajar sin desfallecer veinte horas seguidas...!, y entonces uno no puede tener noción de lo que es morir y morirse. Cuando a los veintidós años me casé, mi mujer, viendo mis ardores, me dijo una noche:¿vas a ser conmigo el mismo cuando seas un viejito? Y le contesté ¿qué es un viejito, acaso tú lo sabes? 
     Ella, naturalmente, tampoco lo sabía. Y como ni ella ni yo podíamos, por el momento, configurar a un viejito, pues nos echamos a reír y fornicamos de lo lindo. 
     Pero, recién cumplidos los cincuenta, empecé a vislumbrar lo de ser un viejito, y también empecé a pensar en eso de la hora... Por supuesto, proseguía viviendo pero, al mismo tiempo,empezaba a morirme, y una curiosidad enfermiza y devoradora me ponía por delante el momento fatal. Ya que tenía que morir, quería al menos saber en qué instante sobrevendría mi muerte, como sé, por ejemplo, el instante preciso en que me lavo los dientes. 
     Y a medida que me hacía más viejo, este pensamiento se fue haciendo más obsesivo, hasta llegar a lo que llamamos fijación. Allá por los setenta, hice de modo inesperado mi primer viaje en avión. Recibí un cablegrama de la mujer de mi único hermano, avisándome que éste se moría. Tomé, pues, el avión. A las dos horas de vuelo se produjo mal tiempo. El avión era una pluma en la tempestad, y todo eso que se dice de los aviones bajo los efectos de una tormenta: pasajeros aterrados, idas y venidas de las aeromozas, objetos que se vienen al suelo, gritos de mujeres y de niños mezclados con padrenuestros y avemarías; en fin, ese memento mori que es más memento a cuarenta mil pies de altura. 
     Gracias a Dios — me dije — , gracias a Dios que por vez primera me acerco a una cierta precisión en lo que se refiere al momento de mi muerte. Al menos, en esta nave en peligro de estrellarse ya puedo irLa Anunciación por Antonia Eiriz calculando el momento. ¿Diez, quince, treinta y ocho minutos? No importa, estoy cerca, y tú, muerte, no lograrás sorprenderme. Confieso que gocé salvajemente. Ni por un instante se me ocurrió rezar, pasar revista a mi vida, hacer acto de contricción, osimplemente esa función fisio1ógica que es vomitar. No, sólo estaba atento a la inminente caída del avión para saber, mientras nos íbamos estrellando, que ése era el momento de mi muerte. 
     Pasado el peligro, una pasajera me dijo: "Oiga, lo estuve viendo mientras estábamos por caernos y usted como si nada". Me sonreí, no le contesté; ella, con su angustia aún reflejada en la cara, ignoraba mi angustia que, por una sola vez en mi vida, se había transformado, a esos cuarenta mil pies de altura, en un estado de gracia comparable al de los santos más calificados de la Iglesia. 
     Pero a cuarenta mil pies de altura, en un avión azotado por la tormenta — único paraíso entrevisto en mi larga vida —, no se está todos los días; por el contrario, se habita el infierno que cada cual se construye: sus paredes son pensamientos; su techo, terrores, y sus ventanas, abismos... Y dentro, uno, helándose a fuego lento, quiero decir perdiendo vida en medio de llamas que adoptan formas singulares: a qué hora, un martes o un sábado, en el otoño o en la primavera... 
     Y yo me hielo y me quemo cada vez más. Me he convertido en un acabado espécimen de un museo de teratología y, al mismo tiempo, soy la viva imagen de la desnutrición. Tengo por seguro que por mis venas no corre sangre, sino pus; hay que ver mis escaras — purulentas, cárdenas —y mis huesos, que parecen haberle conferido a mi cuerpo una otra anatomía. Los de las caderas, como un río, se han salido de madre; las clavículas, al descarnarse, parecen anclaspendiendo del costado de un barco; los occipitales hacen de mi cabeza como un coco aplastado de un mazazo. 
      Sin embargo, lo que la cabeza contiene sigue pensando y pensando en su idea fija; ahora mismo, en este instante, en mi cuarto, tirado en la cama, con la muerte encima, con la muerte que puede ser esa foto de mi padre muerto, pienso que me mira y me dice: te voy a sorprender, no podrás saberlo, me estás viendo pero ignoras cuándo te asestaré el golpe... 
     Por mi parte, miré más fijamente la foto de mi padre y le dije: no te vas a salir con la tuya, sabré el momento en que me echarás el guante, y antes gritaré ¡es ahora!, y no te quedará otro remedio que confesarte vencida. 
     Y justo en ese momento, en ese momento que participa de la realidad y de la irrealidad, sentí unos pasos que, a su vez, participaban de esa misma realidad e irrealidad. Desvié la vista de la foto e, inconscientemente, la puse en el espía del ropero que está frente a mi cama. En él vi reflejada la cara de un hombre joven, só1o su cara, ya que el resto del cuerpo se sustraía a mi vista debido a un biombo colocado entre los pies de la cama y el espía. Pero no le di mayor importancia; sería incomprensible que no se la diera teniendo otra edad, es decir, la edad en que uno está realmente vivo y la inopinada presencia de un extraño en nuestro cuarto nos causaría desde sorpresa hasta terror. Pero, a mi edad y en el estado de languidez en que me hallaba, un extraño y su rostro es sólo parte de la realidad-irrealidad que se padece. Es decir, que ese extraño y su cara era, o un objeto más de los muchos que pueblan mi cuarto o un fantasma de los muchos que pueblan mi cabeza. En consecuencia, volví a poner la vista en la foto de mi padre y, cuando volví a mirar el espejo, la cara del extraño había desaparecido. Volví de nuevo a mirar la foto y creí advertir que la cara de mi padre estaba como enfurruñada, es decir, la cara de mi padre por ser la de él, pero al mismo tiempo con una cara que no era la suya, sino como si se la hubiera maquillado para hacer un personaje de tragedia. Pero vaya usted a saber... En esa linde entre realidad e irrealidad todo es posible y, lo que es más importante, todo ocurre y no ocurre. Entonces cerré los ojos y empecé a decir en voz alta: ahora, ahora... De pronto sentí un ruido de pisadas muy cerca del respaldar de la cama; abrí los ojos y allí estaba, frente a mí, el extraño, contodo su cuerpo largo como un kilómetro. Pensé: bah, lo mismo del espejo, y volví a mirar la foto de mi padre. Pero algo me decía que volviera a mirar al extraño. No desobedecí mi voz interior y lo miré. Ahora esgrimía una navaja e iba inclinando lentamente el cuerpo mientras me miraba fijamente. Entonces comprendí que ese extraño era el que venía a salvarme. Supe con una anticipación de varios segundos el momento exacto de mi muerte. Cuando la navaja se hundió en mi yugular, miré a mi salvador y, entre borbotones de sangre, le dije: gracias por haber venido.