Homenaje de

   La Habana Elegante

     a Jorge Mañach 

 
Jorge Mañach (óleo de Jorge Arche) La sección Bustos y Rimas (título del último libro--y publicado póstumamente--de Julián del Casal) está dedicada a homenajes y conmemoraciones. Hemos querido iniciarla con un tributo especial a Jorge Mañach al conmemorarse este año el centenario de su nacimiento. Jorge Mañach nació en Sagua la Grande, Las Villas, el 14 de febrero de 1898. De 1908 a 1913 residió en España. Hacia 1920 obtiene en la prestigiosa Universidad de Harvard el título de Bachelor y trabaja un año como instructor del Departamento de Lenguas Romances en dicho centro. Posteriormente viaja a Francia y matricula Derecho en la Universidad de París. Es uno de los protagonistas de la histórica Protesta de los Trece que tuvo lugar en 1923 durante el gobierno de Alfredo Zayas.
 
 
Jorge Mañach integró también el Grupo Minorista. Obtuvo los doctorados en Derecho Civil (1924) y en Filosofía y Letras (1928) en la Universidad de la Habana. Fue uno de los fundadores de la Revista de Avance (1927-1930) y colaboró en la revista Social. Fundó en 1932 el programa de radio la Universidad del Aire, con el propósito de difundir la cultura. Estuvo entre los fundadores del ABC, organización política que combatió la dictadura de Gerardo Machado, y fue director del periódico Acción (vocero del ABC) de 1934 a 1935. Fungió como Secretario de Instrucción Pública en 1934 durante el gobierto de Mendieta. Vivió exiliado en los Estados Unidos desde 1935 hasta 1939. Durante esta etapa, Mañach trabaja en la Facultad de Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad de Columbia en Nueva York siendo nombrado director de Estudios Hispanoamericanos en el Instituto de las Españas de dicho centro docente, donde perteneció al consejo de redacción de la Revista Hispánica Moderna. De vuelta a Cuba se le nombra delegado a la Asamblea Constituyente (1940). Fue profesor titular de la cátedra de Historia de la Filosofía de la Universidad de la Habana y ministro de estado el período final del gobierno constitucional de Fulgencio Batista (1944). Es uno de los dirigentes del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). En 1957 marcha a España y regresa a Cuba en 1959. En 1960 sale de Cuba y da inicio a su último y definitivo exilio. Al morir, el 25 de junio de 1961 en Puerto Rico, era profesor de la Universidad de Río Piedra. Entre sus obras más importantes figuran: La crisis de la alta cultura en Cuba [Conferencia], publicada en la Habana por la imprenta La Universal en 1925, //Estampas de San Cristóbal [Ensayo], Editorial Minerva, La Habana, 1926.// La pintura en Cuba. Desde sus orígenes hasta nuestos días.La Habana, Sindicato de Artes Gráficas, 1926.// Indagación del choteo [Conferencia], Revista de Avance, 1928.y Martí, el apóstol. Madrid, Espasa-Calpe, 1933. Hemos tomado la información para este resumen de la vida y obra de Mañach, del tomo II del Diccionario de la literatura cubana, pág. 545-47,Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980. 
    Si algo caracterizó a Mañach fue su vocación de servicio. Ensayista agudo y conocedor como pocos del carácter y la naturaleza del cubano, su obra demanda, hoy más que nunca, una lectura atenta y cuidadosa. La Habana Elegante ha querido conmemorar modestamente el centenario de su natalicio y se complace en ofrecer la conferencia de Mañach La crisis de la alta cultura en Cuba, que fue pronunciada por su autor en 1928 ante los miembros de la Sociedad Económica de Amigos del País. Debido a nuestras disponibilidades de espacio nos vemos imposibilitados de ofrecerla ahora en su totalidad. El resto lo encontrará el lector en la entrega de invierno, con la cual concluye el homenaje que hemos tributado a nuestro compatriota durante 1998. 

LA CRISIS DE LA ALTA CULTURA EN CUBA 

Despojémonos, para indagar el desolado tema, de toda riesgosa exaltación, de todo premioso  extremismo, de toda actitud, en fin, que no sea la del más cauteloso análisis. Harto hemos divagado, con cuitas y con endechas, en torno a esos gravámenes del ideal. Parece como si ya fuese hora de que la crítica nacional, absorta ante nuestros problemas como el bonzo sobre su ombligo, hubiera aprendido a trascender las dos posiciones elementales y extremas que hasta ahora ha tomado: el narcisismo inerte y la estéril negación propia. Pangloss nos ha llevado ya mucho de la mano; y Jeremías también. Los cubanos hemos venido figurando en una u otra de dos greyes igualmente mansas: los que opinan que aquí ya todo está perdido y los que proclaman a nuestra tierra como el mejor de los mundos posibles. Entre estas dos posiciones puede que acertemos a encontrar — puede que estemos encontrando ya, en esta resurrección de esperanzas políticas porque atravesamos — aquella posición que nos permita mirar a nuestros problemas con una suerte de positivismo de laboratorio: con la fría prosopopeya del investigador analítico que no se entusiasma, que no se deprime, que desconoce igualmente la oratoria de los himnos y la de los responsos, que examina las cosas como son, ateniéndose a los hechos, y que al cabo — pero solo al cabo — enardece sobre ellos sus esperanzas. 

Yo, personalmente, no podría, sin desmentir mi partida de bautismo, alzar una voz de mera queja. La juventud — por lo menos la juventud, que no ha gastado aún su lote de esfuerzo — tiene el derecho y el deber de confiar a todo trance. Pero de confiar desconfiando; de esperar sobre una base de convicciones claras y de robustos anhelos. Nuestro optimismo ha de ser el genuino, que se refiere siempre al futuro: el optimismo que se refiere al presente no es sino conformismo. En esta disposición de acuciosa objetividad, acerquémonos, pues, al problema de la crisis de la alta cultura en Cuba. 

Fijaos que he dicho crisis, y que aludo sólo a la alta cultura. El concepto de crisis implica la idea de cambio; esto es, supone la existencia anterior y posterior de estados de cosas diferentes; denota un momento de indecisión frente al futuro en que no se sabe si el cambio ha de ser favorable o adverso. Tanto respecto del pasado como con relación al porvenir, nuestra alta  cultura se encuentra actualmente en un instante crítico. ¿Cual es esta alta cultura a que me refiero? 

No es, claro está, la educación pública. Ni forma, por lo tanto, parte capital de mi propósito el hablaros del analfabetismo y de la deficiencia de la instrucción en Cuba. A esas furnias abismales,  más de una vez os ha invitado a asomaros vuestro ilustre Presidente, y solo por alusión tendré yo  que referirme a aquellos problemas y a estos testimonios para insinuar cómo el analfabetismo y la insuficiencia de la educación nacional son condiciones en gran parte responsables del estado de  bancarrota que atraviesa entre nosotros lo que llamamos la alta cultura; es decir, el conjunto organizado de manifestaciones superiores del entendimiento. 

Pero sería error ingenuo pensar que un problema equivale al otro, o que el retraso de la cultura superior sea una mera repercusión, en un plano más elevado, del estado precarisimo de la  enseñanza. Cierto, los dos hechos se tocan en su origen. Una colectividad en que se descuida el  interés primario de la instrucción pública, o en que esa función no goza de todo el alcance que  para ella reclama la opinión, es ya, por esas mismas limitaciones, un pueblo pobre en aquellas iniciativas individuales de superación que contribuyen principalmente a determinar, a la postre, la formación de la alta cultura. Mas no existe, por eso, una relación de causalidad entre ambos  fenómenos. La instrucción, la educación, responden a necesidades elementales y de orden general. En una sociedad civilizada, todos los hombres han de tener, claro está, un grado mínimo de  preparación intelectual para que puedan participar de un modo activo y consciente en la organización social. La instrucción pública es, pues, una función extensa, de índole democrática.  La alta cultura, por el contrario, es una gestión intensa — un conglomerado de esfuerzos  individuales, especiales y tácitamente co-orientados — que crea una suerte de aristocracia. Por la  instrucción los pueblos se organizan; sólo logran, empero, revelar su potencialidad espiritual  mediante ese cúmulo de superiores aspiraciones y de abnegadas disciplinas que constituyen la alta cultura. 

Una cultura nacional es, pues, un agregado de aportes intelectuales numerosos, orientados hacia un mismo ideal y respaldados por un estado de ánimo popular que los reconoce, aprecia y estimula. Consta, por lo mismo, de tres elementos: los esfuerzos diversos, la conciencia y  orientación comunes, la opinión social. Ninguno de estos elementos — ni el principal de ellos, siquiera, que es el de los aportes individuales —, se basta por sí solo. La mera coexistencia  territorial, es un país determinado, de numerosos espíritus de intelectualidad superior — hombres  de ciencia, pensadores, artistas — no constituye por sí un estado de cultura nacional, como una  multitud de hombres no basta para constituir una tribu o un ejército. 

¿Os habéis parado a pensar por que decimos de Francia que es un pueblo culto, negándole, en cambio, esa excelencia a los Estados Unidos, por ejemplo? ¿Será porque Francia es un pueblo más instruido? No, ciertamente. Todos sabemos que el país donde la instrucción pública ha  alcanzado un grado superior de organización difusiva y de general eficacia es el norteamericano,  con su admirable prurito de didactismo democrático, su espíritu de emulación y de cooperación,  su independencia municipal, su muchedumbre de instituciones docentes. Y sin embargo, Francia  es, por unánime consenso de opinión, un pueblo mucho más culto. ¿Será, preguntamos otra vez, porque, con referencia a la población total, esta vieja nación ha dado al mundo en un período  justamente determinado para la comparación, más y mejores hombres de alta cultura que los  Estados Unidos? A mi juicio, este criterio meramente cuantitativo (pues, a la postre, toda cualidad  se resuelve también en cantidad...) no es el que preside nuestro discernimiento. Sería harto difícil, en efecto, probar, que en el medio siglo anterior a la guerra, por ejemplo, los Estados Unidos no han hecho a la cultura universal aportes tan numerosos y tan importantes como aquellos de que Francia blasona; pero aunque esa inferioridad fuese indubitable, repito que su consideración no me parece haber influido sobre el concepto comparativo que nos hemos formado al estimar la cultura de ambos pueblos. No: lo que da y ha dado siempre a Francia su prestigio tradicional de pueblo culto es, con la cantidad de hombres excelsos que produce, la evidencia de que entre esos  hombres existe una suerte de unión sagrada, una fe y un orgullo comunes, una coincidencia de actitudes hacia la tradición del pasado y hacia los destinos del futuro; y además, en todo el pueblo francés, en el campesino o en el obrero más humildes, un aprecio casi supersticioso de las virtudes intelectuales de la nación. La cultura francesa, más que un concepto: bibliográfico, es un concepto sociológico: el tono espiritual de todo un pueblo, una realidad intangible, un ambiente. 

Advertimos, pues, que la cultura se manifiesta como una unidad orgánica, no como un agregado  aritmético. Muchedumbre de poetas, de inventores, de filósofos, no formarían nunca, en la  estimación ajena al menos, un estado de superior cultura, a no ser que todos esos esfuerzos,  aunque aislados en la apariencia, se hallen superiormente vinculados en una aspiración ideal  colectiva, movidos por una preocupación fraterna. Este vértice de comunes alicientes es la  conciencia nacional, con todos sus orgullos, sus anhelos, sus bríos asertivos, su dignidad patriótica. Por eso la formación de la alta cultura en los pueblos jóvenes suele estar condicionada por la aparición de un ideal de independencia y de peculiaridad, es decir, de independencia  política, como Estado, y de independencia social, como nación. Una vez realizados esos dos ideales, la cultura propende a su conservación y ahinco. Así en Francia, la cultura nos parece superior, y lo es en realidad,  porque la hallamos siempre puesta al servicio de una  personalidad  colectiva ya cuajada. En cambio, los Estados Unidos no han tenido hasta ahora sino una cultura aritmética, sin apariencia alguna de organicidad, debido a que la conciencia nacional está todavía esbozándose en ese crisol insondable de todas las escorias europeas. La región más verdaderamente culta de ese país — la Nueva Inglaterra — es precisamente la que de todas ha  tenido siempre una conciencia étnica y social más definida; y aún allí vemos que la decadencia  contemporánea de su prestigio intelectual coincide con la debilitación de aquella conciencia puritánica al influjo de ciertas inmigraciones que la han adulterado. 

Entre nosotros también, la cultura nació con los primeros albores de la conciencia insular. No es menester (...) detenerse a señalar pormenorizadamente los viejos avatares de nuestro progreso colectivo. Pero si se intentara, a guisa de tabla de referencia, una síntesis de esa evolución desde la época primitiva de la colonia hasta ésta que hoy vivimos, parece que pudieran fijarse  escuetamente cuatro extensos períodos, cuatro fases en el desenvolvimiento de nuestro esfuerzo  y de nuestra conciencia nacionales. Esas fases son: la que convendría a nuestro objeto llamar  pasiva, que comprende toda la primera época inerte y fideísta de la colonia, hasta 1820; la fase especulativa, caracterizada por la incipiencia de las inquietudes intelectuales y patrióticas; la fase ejecutiva, que abarca todo el período libertario iniciado en el 68; y, en fin, la fase adquisitiva, durante las dos décadas de vida republicana que nos traen a los días actuales. Pues bien: mientras,  a lo largo de ese proceso histórico, la instrucción se desarrolla entre nosotros lenta y, por así  decir, horizontalmente, la cultura, en cambio, fuera de toda correlación, describe una trayectoria  ascendente que alcanza su nivel máximo en la época inmediatamente anterior a las guerras por la independencia. Verifiquemos esta síntesis. 

El primer cuarto del siglo XIX — la fase que he llamado pasiva, dando a la palabra un sentido social e histórico — solo conoció, para la cultura, escasos esfuerzos individuales por parte de  algunos espíritus deleitantes — curiosos, como se decía entonces — desprovistos de toda mira  trascendental. El Padre Caballero, D. Francisco de Arango y Parreño, D. Ventura Pascual Ferrer,  el mismo D. Tomás Romay, tan nutrido y fecundo, eran meros eruditos de sociedad colonial, hidalgos leídos, pero sin ningún anhelo riguroso de disciplina, de perfección, de aplicación práctica del saber; y lo que es más importante: sin ninguna aspiración ideal suficientemente concreta que hiciera de sus elucubraciones verdaderos aportes a un acervo de cultura. Fue necesario que se formase paulatinamente, a partir de 1820, un ideal más o menos definido, más o  menos puro, de dignificación colectiva, para que se estableciera entre los altos espíritus una vinculación espiritual propicia al desenvolvimiento riguroso de las disciplinas intelectuales. El movimiento liberal reflejo de 1820, y la misma reacción política que le siguió, estimularon  los  ánimos a la especulación, engendrando en ellos un anhelo de personalidad, de afirmación insular,  de independencia relativa, en una palabra. Poco perspicaz sería quien pensase que los prístinos  orígenes de nuestra libertad no aparecen sino hasta cuando, mediado el siglo, comenzaron a urdirse las primeras intenciones separatistas. El espíritu de independencia, anterior siempre a la voluntad de independencia, data de muy antes. Aunque se revistiera de eufemismos y de actitudes  no políticas, aunque se tradujese en esfuerzos y programas de mera reforma social o económica,  como el educacionismo, el abolicionismo, el librecambismo y tales, la inquietud íntima tenía ya ese  carácter afirmativo de la propia capacidad que es el caldo de cultivo de todas las emancipaciones.  Y nótese, porque esto es lo capital desde nuestro punto de vista, que a medida que ese anhelo de  afirmación insular se iba cuajando en los espíritus, la cultura adquiría más inequívocos visos de  seriedad. Numéricamente, aumentaban sus cultivadores. Cualitativamente, la especulación  intelectual se hacia más rigurosa, más intensa, más pugnaz: el diletantismo cedía al profesionalismo ideológico; el concepto de la disciplina se establecía prestigiosamente; germinaba  el espíritu crítico evidenciado en el debate y en la polémica; cundía la noble pugna de los métodos y los conceptos; reñidas eran las oposiciones universitarias; la prensa exigua se animaba, en su  elementalidad, de preocupaciones trascendentales. Un prurito de emulación, de honradez, de sinceridad en las cosas del saber; una preocupación más honda por el sentido y el alcance de las ideas; un  ansia de extranjeras novedades; una actitud de análisis hacia los problemas; un desdén  de lo fútil y lo improvisado; un afán de aplicar prácticamente los principios a las instituciones; una  vaga ansia de albedrío y substancialidad local, en fin, caracterizaban ya las especulaciones de aquellos cultos del 36, modelos para nuestros simuladores de hoy. En lo hondo, la aspiración era una, no importa qué diversas sus manifestaciones. El ideal de Patria, aunque todavía sin connotaciones políticas muy perfiladas, animaba aquellas voluntades. Cuando se hablaba de la  tierra, empezaba a decirse la Isla, en vez de el País. Y aunque la enseñanza era todavía, a  mediados del siglo, José Antonio Saconotoriamente inadecuada; aunque ni por la cantidad ni por la calidad de su  producción intelectual pudiera decirse de los Varela, Luz y Caballero, Saco y Del Monte que  fuesen representantes de un apogeo deslumbrador, ¿quien negará que fue aquella la época en que 
nuestra cultura ha sido más rigurosamente tal, debido, en cierta medida, a la comunidad de  ideales que la integraba? 
 
Respecto de aquella fase especulativa de nuestra evolución intelectual, la época de hoy es, con toda su aparente superioridad, una época de merma y de crisis. Al período especulativo de Saco y  de Heredia — porque también los poetas especulan a su modo — a  aquella época que engendró el espíritu de nacionalidad y, por éste, la incipiencia de una cultura verdadera, sucedió una era de  resoluciones, la época que he llamado ejecutiva, porque ya, en efecto, no se trataba tanto de  ventilar como de realizar. El 68 marcó el ascenso de la voluntad sobre la curiosidad. A su manera indirecta, y a las veces pacata, la cultura había ido formando el brío sedicioso que ahora iba a  cuajar en libertaria violencia. El dinamismo de la acción nació, como suele, del aparente estatismo  de las ideas — estatismo de redoma — en que las reacciones se producen recónditamente, bajo la  densa calma exterior del precipitado. 

Pero se dijera que es sino de las culturas el retardarse a sí mismas por la virtud de sus propios  efectos. La cultura, en un pueblo sometido, engendra la acción, y la acción siempre sumerge  temporalmente la meditación. Así, las guerras libertarias, consecuencia en cierto modo intelectual, ahogaron la intelectualidad. Aunque la acción libertadora no fuese entre nosotros ni tan intensa ni tan unánime que enlistase en un servicio todos los espíritus superiores, antes bien se desarrolló como al margen de las disciplinas ciudadanas, estas disciplinas, sin embargo, perdieron la unidad  y la tonicidad interiores que habían tenido antes de la Revolución. Toda, o casi toda, la cubanidad  fervorosa se trocó en esfuerzo para la manigua. En las ciudades quedaron, abogando por el integrismo y sus matices, espíritus de indudable vigor; en el silencio de las bibliotecas y de los  gabinetes, continuaron sus devociones algunos cruzados de las letras y de las ciencias; pero la unanimidad espiritual, la comunión de ahincos, el fervor de idealidades remotas, se diluyeron en la  atmósfera cargada de inquietudes y disidencias. La guerra de independencia, pues,  al destruir la unidad espiritual de la cultura, desterró de entre nosotros la contemplación, nodriza perenne del saber, y nos conquistó la dignidad política a cambio del estancamiento intelectual. 

El ideal libertario lo absorbía todo. Una vez realizado, quedó nuestra sociedad estremecida del  gozo de su conquista y harto fatigada también del espasmo para cortejar nuevos ideales, porque  todos los delirios de amor cobran su tributo de cansancio. Agotados de momento todos los bríos,  se perdía la disposición al nuevo esfuerzo. Gastados todos los impulsos del espíritu colectivo en  una concentración militante, la hora del triunfo marcó también un momento de penuria espiritual  que todavía estamos viviendo. Nuestra Cuba se abandonó a una gozosa lasitud, a una como  disposición apoteósica, franca a todas las voluptuosidades, reacia a todos los rigores y alucinada  de líricos optimismos, como el mozo que entra en posesión, sin trabas al fin, de su cabal hacienda. 
¿Ha de extrañarse, pues, que las primeras décadas de nuestra vida republicana hayan sido nada  más que un epinicio confuso y estéril, un desbandamiento de mílites orondos, con algo de  vandalismo hacia la cosa pública y mucho de caudillaje y de indisciplina? La Historia no improvisa   halagos ni ofrenda regalías. Lo que da, lo cobra. Toda conquista culminante pide su sacrificio previo y exige sus réditos de desengaño. Una revolución política que triunfa trae consigo,  fatalmente al parecer, un período sucesivo de apatía, de indigencia ideológica y de privanza de los apetitos sobre el ideal. Abocados al panorama ubérrimo de juvenil albedrío, creyeron los cubanos  de la pasada generación que podían seguir viviendo en usufructo de los viejos ideales triunfadores  y que el progreso se nos daría por añadidura. Hubo un descenso general en el tono anémico de  nuestro pueblo. No se comprendió la necesidad urgente de buscar un contenido trascendental  para la patria meramente política que acababa de ganarse. Creyéndolo totalmente utilizado, se desechó el espíritu colectivo, y el individuo se afirmó reclamando sus derechos en la conquista de todos. Al desinterés, siguió la codicia; a la disciplina, el desorden pugnaz; a la integridad de aspiración ideal, una diversificación infecunda; a la seriedad colectiva, el choteo erigido en rasgo típico de nuestra cubanidad. 

El choteo fue, en efecto, uno de los elementos perniciosos que entró entonces en el vivir cubano. Con él, la irresponsabilidad individualista y el prurito adquisitivo que le dio su tono peculiar a la nueva etapa. Esos tres agentes sutiles de amoralización, se combinaron para retardar el  resurgimiento de nuestra cultura. 

Del regocijo que nos dio el advenimiento a una vida nueva, plácida y libre, se engendró esa  primera disposición, que han dado en llamar característica de nuestra índole. Consiste el choteo — todos los sabéis — en pensar con Oscar Wilde que la vida es algo demasiado serio para  tomarla en serio; paradoja que está muy bien cuando por seriedad se entiende ánimo grave, gesto  ceñudo y falta de flexibilidad comprensiva para las flaquezas humanas. Pero si la seriedad consiste  en la virtud de ponderar racionalmente las cosas, ajustando nuestra conducta a ese discernimiento  cuidadoso, la máxima del  ironista británico es sólo una pirueta que puede dar con los huesos en  una cárcel, como le aconteció al pobre cínico de Reading Jail. 

Pues bien: la falta de esta suerte de seriedad — y no el ánimo divertido y el pronto gracejo —  constituye lo que en Cuba llegó a señalarse como vicio nacional. El choteo, no sólo invadió las  actitudes y criterios de los individuos, sino que trascendió, por consecuencia, al orden social, intelectual y político. Época hubo entre nosotros en que el miedo de ser choteado — como  decimos — impidió a los políticos tener alteza de miras, a los abogados rehusar pleitos infames, a  los hombres casados ser fieles, a los estudiantes ser filomáticos, es decir, estudiosos, y al ciudadano en general ir a un entierro con chistera. Poco a poco, por contagio y por intimidación, la mofa llegó a formar ambiente, enrareciendo el aire moral del país. 

Y a este influjo enervante, que descorazonaba todos los esfuerzos y rendía los más nobles entusiasmos, se añadió para hacer aun más estéril nuestra adolescencia republicana, la  irresponsabilidad engendrada por la falta de sanciones serias y efectivas. En la improvisación  enorme que fue nuestro estreno como pueblo libre, nadie pedía cuentas a nadie, porque la guerra  había agotado a unos jueces y silenciado a otros; porque se habían perdido todas las pautas  estimativas y porque, en último caso, todos, aptos o no, nos reconocíamos igualmente facultados  por la victoria para el aprovechamiento de sus múltiples posibilidades. Así como en la política se entronizaron hábitos de incautación, de inconsulta insuficiencia y de favoritismo, convirtiendo la cosa pública en tesoro de todos y revistiendo al gobernante de una sonreída inmunidad, así también se desvalorizaron todas las demás funciones: fue catedrático quien quiso, periodista quien lo osó, intelectual el primer advenedizo capaz de perpetrar un libro, de pulsar una lira clarinesca o allanar una Academia. 

El esfuerzo serio hacia la cultura fue, al través de estos tiempos orondos y libertinos, una actividad recóndita de algunos — muy pocos — espíritus aislados. Pero ¿podrá decirse que su labor fue indicio de verdadera cultura — en el sentido parcial de integración que antes le  hallamos al concepto — cuando el mismo tímido aislamiento de aquellos trabajadores y la discontinua parvedad de su producción intelectual hacían de ellos verdaderas excepciones? 

La gestión educativa de la democracia, la instrucción pública, claro es que iba extendiendo entre tanto su dominio. Mal que bien, gracias al brío inicial que supieron infundir a nuestros administradores públicos los gobernantes de la Ocupación, y a la inercia con que se sostuvieron  esos ajenos impulsos, íbanse abriendo escuelas y adoctrinando maestros, con lo que se le dieron  las primeras embestidas al denso analfabetismo reinante en la República. Al cabo de diez años de esta labor, el nivel de educación general había subido al punto de suscitar no pocos optimismos  que nos inducían a blasonar de ser ya un pueblo culto. Pero ni ésta era más que una pretensión  insubstanciable, ni podía ella, en todo caso, justificar la confusión de la enseñanza con  la  verdadera cultura. Se había ganado en difusión, más no en intensidad ni en nobleza de luces. En  agricultura, como todos sabemos, se distingue cuidadosamente entre el método extensivo y el  método intensivo de cultivación. Mientras aquél consiste en ir utilizando sucesiva y superficialmente los terrenos feraces de una tierra virgen, abandonándolos por otros a medida que  su rendimiento deja de ser espontáneo, el método intensivo de los pueblos viejos consiste en extraer de cada terreno fatigado, mediante los estímulos o abonos artificiales del hombre, su  máxima potencialidad. Pues bien: aplicando esa fraseología a la cultura — que al fin y al cabo es  también, como la palabra lo indica, una forma de cultivo — podemos decir que nuestro desarrollo  cultural ha sido hasta ahora extensivo y no intensivo. Se han ido cultivando superficialmente  nuevas inteligencias; pero no se ha organizado la cultura intelectual en forma de que cada  inteligencia dé, merced a los estímulos oportunos, su cabal rendimiento. El resultado es que hoy, a los veintitrés años de vida republicana, estamos todavía en un estado de estancamiento respecto a anteriores apogeos. 

Echémosle, si no, una rápida ojeada a las condiciones actuales que justifican esa aseveración. Sin perder de vista la obvia necesidad de generalizar y de apreciar los hechos relativamente a nuestra capacidad intelectual como pueblo, veamos en qué fenómenos notorios se manifiesta la dolorosa  decadencia. 

Notemos, en primer lugar, la falta casi absoluta de producción intelectual desinteresada entre  nosotros. Llamo yo así a aquella que en otros países se produce al margen de las actividades profesionales, no como un diletantismo o escarceo sin importancia, sino con el rigor, con el  ahinco disciplinado y las serias ambiciones de una segunda profesión. (Las actividades académicas  quedan, pues, descartadas de la colación presente, puesto que ellas suponen una función  retribuida). E impuestos estos límites, ¿cuántos ejemplos podréis citarme entonces de hombres que  (...) sepan o quieran robarle tiempo al tiempo para dedicarlo a las nobles cuanto improductivas tareas del gabinete, del laboratorio, de la biblioteca? Se dirá que la vida es muy  exigente, que la apreciación es escasa, que el clima es impropicio, que los medios materiales  necesarios no existen. Todo eso es cierto en parte, y la consideración de tales disculpas tendrá su  momento cuando aludamos a las causas de nuestra penuria intelectual; pero el hecho en sí es que  carecemos de ese alto y denodado esfuerzo, de esa briosa y heroica vocación a las labores más  altas del entendimiento. Los Varona, los Aramburo, los Ortiz, los Guerra, los Chacón y Calvo, ¿no podéis contarlos con los dedos de una sola mano? 

Aparte esa falta de dedicación marginal a ciertas especiales disciplinas, advirtamos que también va desapareciendo entre nosotros el tiempo del culto enciclopédico, del hombre versado con alguna  intensidad en múltiples ramas del saber. Se ha contagiado a tal punto nuestra curiosidad intelectual — ¿pero es que en realidad tenemos verdadera curiosidad intelectual? — del prurito especializante, teorizado por el pragmatismo norteamericano; ha cundido tan extensamente entre  nosotros el moderno afán hacia lo utilitario y lo práctico, que ya no se cosecha aquel curioso de antañazo, con el cual podía discurrir el coloquio por los más apartados y sinuosos meandros del  humano conocimiento. ¿Cuántos hombres de nuestro tiempo han leído de veras a Ovidio y a  Goethe, o cursado añejas teologías, o abrevado siquiera de paso en los manantiales filosóficos?  Antiguamente, el bisabuelo de cada uno de nosotros era o no era partidario de Krause, había leído  sus clásicos y sus enciclopedistas y esperaba con fruición la última entrega de alguna rara y abstrusa obra que los morosos veleros traíanle de Europa. Hoy día, apenas si nos preocupa otra cosa que los artículos de fondo (sin  fondo) y quizás alguna novelita de ambigua notoriedad. 

Cierto que existen todavía raros espíritus de capa raída y hasta algún mozo barbiponiente a quienes no les son del todo extrañas aquellas curiosidades de otrora; pero aparte la exigüedad numérica de tales excepciones, no cifran ellas tampoco verdaderos esfuerzos en el sentido de una  copiosa asimilación por el gusto de la sabiduría en sí. Se limitan a ser curiosidades en el sentido  más frívolo, sin integralidad y sin método. 

Una de las consecuencias — que es a la vez indicio — de esa desaparición del tipo enciclopédico,  es la decadencia actual del coloquio. Buenos conversadores, conversadores amables por la amena fluidez, los tenemos todavía y los tendremos siempre como no degeneren las facultades de imaginación y facundia en que la raza abunda, pero crisólogos de la vieja hechura, aptos para la  continuidad profunda en el discurso, agotadores del tema, ricos en la alusión erudita, vastos en el señorío ideológico, — de esos apenas nos quedan ya. La conversación se depaupera en el  contenido como en la forma; pierde en médula lo que acaso cobre en agilidad y en audacia; no es ya exploración ponderada y grave de los asuntos, sino leve y veleidoso mariposeo. Y por consecuencia, la tertulia — aquella inefable institución de nuestros mayores — o no existe, o toma visos veniales de peña de café. 

Y si es verdad que nos va faltando cada día más la superior producción liberal y el tipo de rica cultura y el conversador erudito, ¿no podremos afirmar otro tanto de la alta especulación en los órdenes menos desinteresados del saber; es decir, en aquellos que más estrechamente se relacionan con la profesión del medro cotidiano? Yo, señores, que, como os dije al principio, quiero ser y soy profundamente optimista, pero con el optimismo riguroso que se refiere al porvenir y mira sin indulgencias al presente, tampoco hallo, en estas esferas de nuestra actividad  intelectual, dechados que nos rediman de la condición indecisa y precaria por que nuestra cultura  atraviesa. Tenemos, es verdad, en el orden profesional y científico, hombres que llamamos con frecuencia ilustres. Del campo, entre nosotros amplísimo, del Derecho, podemos espigar hasta media docena de nombres muy cuajados en su eminencia — nombres de jurisconsultos sapientes — que, desde la cátedra, desde el bufete y los estrados, y a veces desde los tribunales y  asambleas más prestigiosos por su función universal, han conquistado, para sí mismos y para su  patria, genuina distinción. Pero también estos hombres son excepcionales; y aún a los más de  ellos habría que reprocharles en justicia, el no haber contribuído a la cultura jurídica estante de su  país aportes menos efímeros, recogiendo en la obra escrita el fruto de su saber y de su experiencia. Entre los demás de su dedicación, desaparece a ojos vistas el antiguo tipo del jurisconsulto profundo y erudito, cediendo el paso a la avalancha de abogados sin más disciplina  que la muy positiva de las aulas universitarias, cursada a veces con una rapidez de meteoro. No  sólo ha degenerado la profesión de abogado en su tono moral, sino también en su cultura. Ya no  se producen abogados sabios: sólo se dan abogados listos

Aunque yo no quiero aventurar juicios condenatorios en terrenos vedados a mi directa experiencia, tengo entendido que algo muy semejante, aunque no tan manifiesto ni tan general, se  echa de ver en las demás profesiones. En la Medicina, donde no deja de ser significativo el hecho de que el tipo erudito, o sea el clínico, ceda terreno al tipo práctico, o sea el cirujano. En las  dedicaciones llamadas técnicas, como la Arquitectura y la Ingeniería, para las cuales el título  profesional ya se considera menos que innecesario, porque bastan el experto mecánico y el  contratista para satisfacer la demanda corriente, de donde se va engendrando una depauperación  gradual de la alta pericia, del buen gusto y de la ambición innovadora. 
 

En otras profesiones más alejadas de las exigencias utilitarias, la falta de estímulos a la superior disciplina va enrareciendo al entusiasmo y el deseo espontáneo de sobresalir, de perfeccionarse. Así sucede en la pedagogía,Padre Félix Varela donde apenas se echa de ver el émulo del viejo maestro cubano,  mentor espiritual de generaciones, a la manera del Padre Varela y de Don José de la Luz. La decadencia de la cátedra, por otra parte, es un fenómeno que se ha hecho últimamente tan  notorio, con José de la Luz y Caballerola ventilación de los problemas universitarios, que casi no sería menester subrayarlo si no fuese porque a ella, más que a ninguna otra influencia aislada, se debe nuestra actual penuria de cultura. 

(Continuará)