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Como el presente número de La Habana Elegante está dedicado al período republicano, insertamos aquí fragmentos de las crónicas "La Habana vista por un turista cubano" de Alejo Carpentier que fueron apareciendo en la revista Carteles desde el 8 de octubre hasta el 17 de diciembre de 1939. Decidimos incluir asímismo una selección de las fotos tomadas en La Habana en 1933 por el célebre fotógrafo norteamericano Walker Evans. Las fotos de Evans, puestas en relación con las impresiones de Carpentier, establecen un peculiar contrapunteo de atmósferas e intenciones. Hay una distancia significativa entre La Habana que disfruta Carpentier como un turista cubano, y esa otra que Evans descubre con una peculiar sensibilidad periodística. No hay que preguntarse cuál de ellas es la auténtica, la real, porque esa es, a no dudarlo, la otra. Y, también, por supuesto, la de Carpentier y la de Evans.
LA HABANA VISTA POR UN TURISTA CUBANO
(fragmentos)
II
La Habana se dibuja, crece, se define, sobre el cielo luminoso del atardecer. Y con esta visión que se precisa, extiende y profundiza, se afirman los valores eminentemente espectaculares de la ciudad.
Porque estas características de espectacularidad son privilegio de pocos puertos en el mundo. Amberes, Rotterdam, El Havre, son puertos que sólo libran avaramente sus secretos. Son ciudades envueltas en recintos de tanques negros, de lonas alquitranadas, de maquinarias hostiles y quillas de barcos viejos, huérfanos de carena, que llevan en sus tablas desteñidas la lepra de todos los mares remotos... Un laberinto de canales y pasadizos acuáticos, estanques de aguas muertas, amarillas o tornasoladas por arcos iris de gasolina, las circunda mal olorosamente... Y cuando por fin, después de muchos preámbulos, logramos acercarnos al corazón de la urbe, a la catedral cantada en voces de gesta, a la casa que habilitó Van Dyck, a la calle en que Erasmo meditó sobre la locura de sus contemporáneos, llevamos las retinas cansadas ya por un desorden de mástiles y cordajes, por un panorama de barriles y grúas, que ha neutralizado, en cierto modo, nuestro poder de receptividad.
Nada semejante ocurre con La Habana. La entrada de su puerto parece obra de un habilísimo escenógrafo. Como en Brujas, donde un arquitecto ha tenido la idea genial de instalar la estación de ferrocarril en una catedral gótica, el turista se encuentra con una visión que no defrauda sus ilusiones románticas; la de castillos coloniales, con fosos y atalayas, que son una materialización tangible de imágenes impuestas a su espíritu por la lectura de novelas o relatos históricos. Porque no debe olvidarse que un estruendo de combates y piratería llena la mayoría de los libros cuya acción se desarrolla en las Antillas, en siglos pasados: desde Un ciclón en Jamaica, de Hughes, hasta el celebérrimo Anthony Adverse, pasando por la extraordinaria historia de aventuras verídicas que es Pedro Blanco, el negrero, de Lino Novás Calvo.
Una joven turista americana que se encuentra a mi lado me hace esta pregunta adorable, alargando el índice hacia el Morro y la Cabaña:
-- Pero... ¿son castillos de verdad?
La Habana es, además, de todos los puertos que conozco, el único que ofrezca una tan exacta sensación de que el barco, al llegar, penetra dentro de la ciudad.
Provincialismo y modernismo
Cuando me marché a Europa, hace once años, La Habana era todavía una ciudad provinciana, o sea: de espíritu eminentemente provinciano.
¿En qué se reconoce el espíritu provinciano de una ciudad?, me preguntaréis... En esto: es provinciana la ciudad cuyos habitantes llevan, por el imperativo de prejuicios ambientes, una vida idéntica a la del vecino; aquella en que ciertas manifestaciones de una actividad colectiva se repiten cada día, a la misma hora, con desesperante monotonía; aquella en que una persona honesta no se atreve a realizar ciertos actos perfectamente morales y lícitos, para no contrariar tradiciones sin fundamento lógico...
En aquellos tiempos, nuestra máxima manifestación de espíritu provinciano era aquel inacabable, monótono y giratorio paseo en automóvil por Prado y Malecón, que cobraba cada día categoría de actividad trascendental. Manifestaciones de provincialismo, el hecho de que fuese preferible ir al cine los días de moda; el hecho de que una persona decente no pudiese comer en fonda de chinos. La importancia concedida a la llegada anual del Circo Pubillones, las tertulias de hombres en la barbería de Donato Milanés, el terror a las corbatas y camisas de color, la imposibilidad para una mujer de concurrir a ciertos cafés, las aglomeraciones de pepillos en la Esquina del Pecado, el miedo a usar cualquier prenda de vestir susceptible de provocar el choteo ajeno, la subestimación de lo criollo -- en cocina o música --, el prurito de ocultar ciertas auténticas manifestaciones de nuestro folklore a los extranjeros... todo ello constituía otras tantas manifestaciones de provincialismo habanero.
-- Anoche te vi pescando con un tipo rarísimo, rarísimo... -- me decía irónicamente, por aquellos años benditos, una muchacha deformada espiritualmente por cien prejuicios ambientes.
El tipo rarísimo (porque era rubio, ligeramente melenudo y usaba jacket) era Arthur Rubinstein.
-- Parecía un zacatecas -- añadió mi interlocutora.
... Reflejo de aquella mentalidad fue la visita de aquel criollo ingenuo que vino a preguntarme un día, en París, cuáles eran los días de moda en los bulevares.
La más grata sorpresa que ha recibido el turista cubano que firma esta crónica es la de observar que todas las manifestaciones de aquel espíritu provinciano habanero han desaparecido de nuestras costumbres. Y sobre todo, el paseo cotidiano Prado arriba y Prado abajo, que rebajaba los automóviles a la categoría de carrozas de tiovivo.
Por esto tiene La Habana de hoy atmósfera y palpitación de gran capital moderna.
Refrescos y cocktails
La Habana es la ciudad del mundo en donde mejor se sabe beber -- me decía, hace algunos meses, el novelista francés Andrés Demaison.
Y no se refería a bebidas alcohólicas, sino a la prodigiosa gama de los refrescos criollos, que lo habían dejado absolutamente maravillado, induciéndole a estudiarlos desde el punto de vista químico... Y se explica, porque el europeo es el hombre que menos imaginación ha demostrado, desde hace siglos, en la invención de bebidas refrescantes o alcohólicas. En plena época romántica, Teófilo Gautier, en su Voyage en Espagne, increpa a los propietarios de cafés de París por su escasa imaginación creadora. Sorprendido gratamente por el descubrimiento de horchatas y limonadas granizadas, observa, por vez primera, que el refresco es cosa desconocida en el Viejo Continente, fuera de las tierras ibéricas.
En días de calor resulta casi imposible tomar un jugo de fruta en Europa. Sólo existen tres o cuatro refrescos de botella, bastante mediocres, y el clásico citron pressé que un hombre de nuestras latitudes consideraría como una verdadera tomadura de pelo; limón único, traído al consumidor con un aparatico de vidrio, para que lo exprima, y se confeccione personalmente su limonada, con mucha agua y poca azúcar... En todo París sólo existen tres o cuatro establecimientos especializados donde puede tomarse jugo de frutas. Y en cuanto a batidos de leche y chocolate, éstos sólo hicieron aparición en Lutecia hace unos cinco meses (antes eran perfectamente desconocidos).
La apreciación de Andrés Demaison hubiera podido hacerse extensiva a los cocktails, ya que los barmen cubanos son, a mi juicio, los primeros del mundo. La pobreza del cocktail, en Europa, es más explicable que la penuria en jugos de frutas y refrescos por el hecho de que el hombre del Viejo Continente prefiere saborear licores caracterizados al estado puro: el aterciopelado coñac de Charente, el calvados normando, el duro acquavit nórdico, el kümmel con sabor a música de cámara, o la organología suntuosa de los brandies. Esto, sin hablar del vino, que es cosa tan misteriosa como insustituible en su esencia y aroma.
Pero ello no justifica que las batidoras automáticas sean cosa poco menos que desconocida en París, y que el parisiense, tan aficionado al aperitivo, ignore las delicias del cocktail transformado en escarcha perfumada o del compuesto realzado con hierbas aromáticas, tales como los conciben y realizan nuestros barmen.
La Habana es indiscutiblemente la ciudad del mundo que mayor variedad de bebidas puede ofrecer al paladar curioso del viajero.
Criollismo y cultura
Algo tiene que llamar poderosamente la atención del cubano que, como yo, ha estado alejado de la patria durante más de dos lustros: la generalización de una cierta curiosidad por las cosas de afuera, unida a una evidente revalorización de lo cubano dentro de las costumbres.
Me explico: hace once años, lo norteamericano disfrutaba en nuestra tierra de un prestigio absolutamente exagerado. Los árboles criollos de nuestras avenidas se sometían a inquisitoriales métodos de poda, impropios del clima. Las casas de nuestros repartos se inspiraban en el estilo de Miami -- mientras los millonarios americanos, más astutos, compraban nuestras viejas tejas criollas, para cubrir con ellas sus residencias. Los niños bien se hacían llamar Charlie o Johnny, vistiendo a lo neoyorquino y entronizando en todo el esnobismo de lo yanqui. Eran aquellos tiempos en que los escritores franceses venidos para asistir al Congreso de la Prensa Latina oyeron esta respuesta inverosímil, al preguntar dónde podían escuchar los ritmos de una rumba.
-- ¿La rumba?... ¡Baile de otros tiempos! ... ¡Ya no existe en Cuba!
Eran aquéllos los tiempos en que, deseando obsequiar al caricaturista mexicano Covarrubias con una comida criolla, recorrimos toda La Habana, amigos míos y yo, sin hallar un restaurante aceptable que hubiese inscrito los nombres barrioteros de «moros y cristianos» o de «tamal en cazuela» en sus menús internacionalizados.
Hoy me resulta gratísimo observar cómo se ha vuelto al jipi, a la tela tropical, al plátano frito y al ajiaco, sin hablar del descubrimiento de la fruta bomba, considerada en mi época como fruta de menor cuantía. El odio por el árbol -- característica de los primeros tiempos de la época machadista -- ha desaparecido de nuestros urbanizadores. Y mientras nuestros palacios coloniales, libres de caretas de yeso, revelan sus bellezas arquitectónicas a los forasteros, en los repartos crecen residencias y villas cuyas líneas se inspiran en las más puras tradiciones constructivas del estilo colonial cubano...
Ahora, después de veinte años de prohibición absurda, se ha comprendido, por fin, que La Habana necesitaba cafés al aire libre.
Y lo alentador es que, parejamente con esta revalorización de lo criollo, que ha levantado el tabú creado en torno a las fondas populares por prejuicios rastacueros, la cultura colectiva se ha orientado visiblemente hacia los grandes horizontes del mundo... Donde dejé una librería hace once años, encuentro tres. Los grandes periódicos políticos y literarios de Europa y América están expuestos en las vidrieras. La calidad general de los libros presentados en los estantes nos hace olvidar las exposiciones pasadas de novelones de Ponson du Terrail y Emilio Gaboriau, con portadas macabras o sanguinolentas, y de libros no más estimables, obra del pintoresco Vargas Vila, que hicieron las delicias de tantos lectores ingenuos... Casi me atrevería a afirmar que ninguna señorita sensible de nuestros días conoce los lacrimosos relatos de Carolina Invernizio y Carlota Brontë, que hicieron correr tantas lágrimas de mala calidad a lo largo de mejillas merecedoras de mejor premio...
Mi limpiabotas me habla de Chamberlain y de Eden... Alarga un cepillo despectivo hacia la máquina suntuosa en que viaja un personaje panzudo, diciendo: «Mire..., ahí va un político tradicional...». El cantinero del café de la esquina me preguntaba por el Gobierno de Daladier, y censura duramente los errores de Léon Blum...
(... ¡Y yo, que al llegar a Francia, hace once años, ignoraba cuáles eran las doctrinas que diferenciaban exactamente a un partido radical de un partido socialista!...)
Cambio de enfoque
Pero veo que hasta ahora sólo os he hablado de generalidades. Generalidades que tienen su interés ya que son las primeras que se han impuesto a mi atención-- afirmándose con ello que son de las que han de captar la mirada del viajero extranjero que visita nuestras tierras. Pero son los detalles los que me interesan más profundamente. Aquellos, sobre todo, que no había sabido ver antes de mi partida.
Aquellos que se refieren principalmente a la existencia de un arte popular habanero, cuyas creaciones más características estudiaremos en la próxima crónica.
III
Arte popular habanero
Habéis visto ya la plaza de la Catedral y los palacios municipales habaneros, tan inteligentemente liberados de su repello criminal; habéis coleccionado imágenes de viejos balcones o partidos umbrosos en La Habana antigua; habéis visitado edificios históricos o suntuarios, culminando el necesario e insustituible itinerario del turista... Ha llegado el momento para el visitante de echar a andar por barrios, calles y plazoletas, emprendiendo el descubrimiento de la ciudad por cuenta propia.
« -- Es que fuera de las piezas conocidas y catalogadas, no existe cosa alguna que ver -- responderá un escéptico --. No es como en Europa, donde, en cualquier esquina, se tropieza uno con una estatua antigua, una fuente preciosa, un bajorrelieve interesante... ».
Algo cierto hay en ello; pero la objeción no entraña una verdad absoluta... La escuela poética más rica y fecunda de nuestros tiempos, la del superrealismo, ha sentado una verdad que ha modificado en cierto modo la óptica del viajero moderno. Y es ésta: En lo que el hombre crea no sólo lo artístico es bello. O sea, que un objeto humilde, una obra de artesanería popular, un exvoto enternecedor, un juguete, hechos sin pretensiones artísticas, pueden estar cargados de un fluido poético más valioso que la estética fallida de una creación malograda.
Al instalar el nuevo Museo del Hombre de París, del que es director actualmente uno de los más grandes etnógrafos de los tiempos modernos, Georges Henri Riviere, nos explicaba cierta vez a qué se debía el encanto y la variedad de las colecciones expuestas en sus vitrinas:
-- Cada vez que puedo dar consejos a un etnógrafo novato le digo ante todo: «Desconfía de lo artístico, porque no siempre es revelador del carácter popular...». Por ello, en mi museo, verán ustedes que al lado de la pieza arqueológica, de la creación valiosa, incluyo el objeto casero, la litografía ingenua, el fruto de alguna industria arrabalera... Es indiscutible que dentro de trescientos años, una lata de sardinas, con tapa iluminada, será documento tan importante para el hombre que quiera estudiar nuestra época como un cuadro cubista.
Hoy es indiscutible que el concepto de los poetas suprarrealistas, paralelo del precepto de Georges Henri Riviere, forma parte del bagaje intelectual de todo viajero enterado. Ese viajero no ignora que una de las primeras cosas que deben visitarse en una ciudad es el mercado -- lugar en que florecen siempre manifestaciones humildes de arte popular. Además, el mercado es el lugar de contrastes, y el contraste es el máximo generador de imágenes poéticas.
Desde hace muchos años, los viajeros europeos y americanos han aprendido a sentir lo popular. Hoy, los barquitos construidos dentro de botellas lacradas por marineros ociosos (cosa que se vendía en los puertos de Bretaña por unos francos) se han vuelto adorno obligado de todos los estudios de París. Se paga muy caro por tales objetos, que son, además, absolutamente encantadores... Las fachadas de las pulquerías, en México, consideradas antaño como mamarrachos pictóricos, han sido el objeto de estudios, artículos y folletos... Lo mismo ha ocurrido con las tallas pueblerinas, objetos policromados, frescos arrabaleros, muestras de tiendas, tablas pintadas, etcétera, que se nos revelan a veces como verdaderas obras maestras de ingenuidad, cuya enseñanza no despreciaron los pintores modernos... Porque ¿qué sería de maestros contemporáneos como Dufy o Chagall, si no hubiesen tenido, en tal alto grado, el sentido del arte popular-- casi podríamos decir populachero.?...
Pues bien: en La Habana ese arte popular o populachero se nos hace tangible a cada paso. La técnica de los barcos construidos en botellas existe... También existen tallas en madera y bajorrelieves admirables, de varios metros de ancho. Y también, a condición de desechar pinturas falsamente eruditas, hay pinturas murales superiores a las que los turistas cazan con sus cámaras en los puertos mediterráneos... Y no hablemos de los altares cándidos, que están floreciendo actualmente en ciertos barrios, con una prodigiosidad increible...
Y prueba de que no me dejo entusiasmar por piezas más o menos desprovistas de interés, es esta frase que he oído ya múltiples veces, al detenerme ante una pintura popular o bajorrelieve:
-- Esto lo retrataron unos americanos la semana pasada.
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IV
No conozco calle más viviente -- en el exacto sentido de la palabra -- que la calle habanera. Y no se trata aquí de confundir viviente con pintoresco. Las calles andaluzas, los corsos marselleses, las avenidas de las ciudades mediterráneas pueden dar análoga sensación de vida. Pero esa sensación se afirma en función de pintoresquismo. Intervienen acentos, trajes típicos, sedimento -- si bien lo analizamos -- de tradiciones añejas.
Nada semejante ocurre en La Habana. Hay barrios enteros que no poseen un edificio antiguo capaz de otorgar decorado a una escena de vida popular. La gente aparece vestida con relativa uniformidad. Todo es moderno, actual... Y, sin embargo, la calle habanera se crea una vida nueva cada día. Se inventan comercios, industrias, humildes modos de «buscárselas», con pasmoso poder imaginativo. Brota la frase oportuna, la salida ingeniosa, con un salero eminentemente tropical. La mitología de los billetes, la simbólica freudiana de los números pone un olor de prodigio en el ambiente. Nada me regocija más que esos encuentros entre dos imágenes, surgidos al conjuro de cifras pregonadas por un billetero: «El toro con corbata... Majá navegando... La mariposa y la viuda... »
«Belleza del encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disecciones» -- exclamaría una vez más, oyendo a los billeteros de La Habana, el ilustre Isidore Ducasse, conde de Lautréamont.
El billete de lotería es, además, por sus virtudes de signo de interrogación, por su actividad misteriosa en el futuro -- ya que conoce su muerte o su transfiguración el día del sorteo -- un objeto situado, hasta cierto punto, en tierra de santos. Rara es la vidriera popular habanera que no tenga por alguna parte una estampa de la Virgen de la Caridad u otra divinidad propicia. En algunas, las imágenes votivas constituyen verdaderos museos... Museos cuya catedral se encuentra en la vieja Plaza del Vapor, donde una vidriera aparece colocada bajo el patronato de grandes figuras de porcelana y cerámica, dignas de situarse, por su auténtico valor, en una galería de arte popular... Figura de un enorme gallo en actitud de anunciar victoriosamente el alba dorada de un premio mayor; figuras de una Virgen finísima, de un San Lázaro de altar italiano, y de un delicioso guerrero chino, montado en caballo gris, cerámica que sabría entusiasmar a un anticuario inteligente. El cuadro es completado por cuatro jarrones llenos de rosas artificiales, una pintura china ejecutada en seda, y una litografía procedente del barrio de Zanja, que nos muestra el estado mayor de Chang-Kai-Shek reunido en consejo. Esta vidriera constituye una perfecta manifestación de folklorismo habanero.
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Rótulos de La Habana
Ya os hablé, en crónica anterior, de mi estupefacción ante el descubrimiento de una pollería llamada El Escorial.
El contraste era ya, por sí mismo, un precioso caso de humorismo involuntario... He pasado nuevamente, esta semana, frente al Escorial. Debajo del nombre ilustre del panteón de los reyes de España, había florecido un nuevo letrero: HAY JUTÍA AHUMADA.
Pero esto es un simple detalle. Podría hacerse un verdadero florilegio de rótulos habaneros, y nombres de establecimientos. Junto a los ya clásicos Recuerdo del Porvenir, La Segunda de Agua Tibia, El segundo tigre reformado, han nacido ahora títulos de kioskos y cafés de a kilo, no menos jugosos.
En la calzada de Vives, hay un café de a kilo titulado: ALFREDO, BÁÑATE EN EL MAR.
En Luyanó, otro, evocador de poemas del siglo de oro español: LA FUENTE DEL CAMINANTE.
Y dejo para lo último el nombre de este carretón de carbonero, cuya revelación me dejó cierta noche absolutamente alucinado: LOS PRELUDIOS DEL INFIERNO.
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