Un
brindis por Reinaldo Montero
No siempre La Habana Elegante tiene la oportunidad de celebrar un
nacimiento. En esta oportunidad, gracias, primero, a la sugerencia
de nuestro amigo Emilio Ichikawa y, segundo, a la receptividad de otro
amigo, el escritor Reinaldo Montero, podemos ofrecer a nuestros lectores
una primicia de la novela de este último, Misiones.
Ichikawa nos había hablado acerca de ella con mucho entusiasmo,
y este número que, por muchas razones reviste un carácter
especial (celebra nuestro tercer aniversario y estrena un nuevo formato)
se enorgullece de ofrecer un regalo de tales kilates a los distinguidos
lectores habaneros y a las no menos distinguidas y elegantes damas de nuestra
ciudad. Unos y otras, mientras disfrutan en la paz del hogar de los
chocolates y confituras de El modelo cubano (por aquello de que
consumir lo que el país produce, es hacer patria), podrán
entregarse al placer de hojear nuestra revista y, sobre todo, a la lectura
de estos fragmentos de una novela que, estamos seguros, los harán
salir corriendo a comprar el libro en La Moderna Poesía,
o en Ediciones Universal, Barnes & Noble, El
Ateneo, Borders, Alorda, o en cualquiera de las otras
librerías habaneras tan diseminadas ya por los siete mares.
Por nuestra parte, y en nombre de nuestros compañeros de redacción,
y del Celeste Imperio, felicitamos a nuestro amigo y esperamos que, con
la misma fidelidad que hasta ahora, siga cumpliendo sus Misiones.
Brindemos, pues, por Reinaldo, y deseémosle que muchos más
gatos -- con nuestro mismo entusiasmo -- se acerquen a su novela.
Y hasta aquí la nota, porque vino a buscarme Manuel de la Cruz para
ir a la Charanga de Bejucal.
En cuanto a Misiones, que así se llama el macuto que entusiasma
a algunos amigos, hay un problema, cada capítulo anda por las cien
páginas. Imposible publicar completo alguno de esos daños
(un libro extenso es un extenso daño, un capítulo extenso
es ídem de ídems). Pero un fragmento sí
cabe
anunciarlo, y aquí te va. Lo he titulado "Historia Con Príncipes
o El Origen De Un Himno A La Yerta Luna".
Según lo que ha redactado Ana María Muñoz Bach y que
aparecerá en la solapa, "Misiones es novela de aprendizaje,
viaje sentimental, y es además una aguda reflexión sobre
la muerte. Misiones cuenta una historia de amor y la preparación
de un crimen perfecto, tal vez por razón de ese amor, y a la vez
trata temas históricos y personajes de historicidad probada, partiendo
siempre de una subjetividad y una imaginación que asombran. Y Misiones
es también una indagación en las complejidades de la vida
adolescente y de la vida adulta desde la aventura que es novelizar. Esta
obra
cuidada
hasta en los más mínimos detalles, escrita con rigor, humor
y pleno dominio del lenguaje, es un libro desde todo punto de vista extraordinario,
y poco menos que inclasificable, que da la impresión de una totalidad
cumplida. El autor la subtitula "volumen III de SEPTETO HABANERO". Los
dos volúmenes anteriores, Fabriles y Donjuanes (que
fue Premio Casa de Las Américas 1986) más los
volúmenes
en preparación (Herejías y Carnavales), van
conformando uno de los frescos más ambiciosos y admirables de la
literatura de nuestro tiempo."
Te lo copio para que tengas una idea del material. Lamento contradecir
a los augures, sé que en ningún caso la novela será
"un exitazo", pero estoy muy contento, y los cuatro gatos que se han empujado
las 1200 páginas me han dado mucho aliento.
Si el fragmento que te envío lo incluyes como mi homenaje a tu 3er
aniversario, me sentiré feliz.
Un
abrazo,
Reinaldo
Montero
Historia
Con Príncipes o El Origen De Un Himno
A
La Yerta Luna
Cuando
la zafra, El 6-10 y Chen se escapaban. Empezaron a fugarse un domingo sí
un domingo no, como cogiendo confianza. Hacía falta prudencia, los
dos eran alumnos de un tecnológico militar, y estaban en misión
de trabajo productivo, como decían los jefes. Era desesperante,
por la única carretera del universo los transportes pasaban de Pascuas
a San Juan, como dicen las abuelas. Y el tiempo se alargaba, tomaba cuerpo,
se hacía peligroso, aquel tiempo.
«Caballo,
si nos agarran en el brinco, olvídate,» era la cantaleta de
Chen. Porque el peligro entre dos ni toca a menos, ni es más llevadero.
Y lo peor era la angustia del regreso, cuando resolvían la ida.
«Caballo, si el De Pie nos agarra por el camino, olvídate.»
Fueron pésimas fugas aquellas, las primeras.
La
hora de las fugas-fugas sonó cuando hizo su aparición el
yipi.
El
yipi era verde y nuevo y vivo. El yipi llegó al otro día
de que Ferro discurseara sobre estrategia de zafra,
esfuerzo decisivo y pueblo enfrascado. Y en exclusiva para El 6-10. «Hay
que entregar un parte diario de los estimados en el Puesto De Mando, y
usted, como sabe conducir y tiene licencia, además de probadas condiciones,
ha sido elegido para enfrentar la tarea.» Elegido y enfrentar, palabras
dilectas del teniente Ferro. «Hago un llamado a su conciencia porque
entendemos que usted debe continuar incorporado a los cortes haciendo su
aporte como machetero, y solo media hora antes de finalizar los mismos…,»
Porque a Ferro le daba por hablar así, como si estuviera leyendo
un comunicado. «,…usted vendrá al campamento, tomará
el parte y lo entregará en el Puesto De Mando, en Altagracia, lugar
muy cercano a Camagüey, ciudad que se llamó, en época
de nuestras guerras patrias del siglo pasado, Puerto Príncipe, ¿lo
sabía?, ¿está dispuesto a asumir la responsabilidad?»
El
6-10 saltó las interrogantes y se detuvo a considerar que Puerto
Príncipe sería puerto para él y Chen, príncipes
con calesa, llámese yipi, cómo no. «Cómo no,
compañero teniente.»
Y
Ferro fue sonrisa, poco faltó para que abrazara al soldado consciente.
El 6-10 también sonreía muy dispuesto a recibir el abrazo
que no hubo.
Los
peligros tocaban a su fin, como hubiera dicho Ferro. Desde el campamento
hasta Altagracia, y aún más allá, todo caserío
iba a saber de El 6-10 y Chen. Ya agarrarían por cualquiera de los
mil rumbos. No, solo hubo los dos únicos rumbos de una larga, recta
y poco conectada carretera que iba y venía sin más. Y por
uno de esos dos escasos derroteros, como diría Ferro, a hacer zafra
bien bañados y compuestos, sin el menor rastro de haber promediado,
mocha mediante, trescientas arrobas. Y qué cantidad de cansancio
son trescientas arrobas. Hasta el temor al De Pie sería cosa del
pasado, los príncipes podrían escucharlo desde sus literas,
después de una larga faena de conquistas, gracias al artefacto rodante
que descansaría bien quieto, alejado del campamento, por el fondo
del Acopio.
Era
perfecto que el yipi durmiera, lo poco que iba a dormir, en El Acopio,
así ni Ferro ni nadie lo oiría llegar. Porque Acopio es ajetreo
que no para ni de día ni de noche, cuchillas que a ritmo parejo
picotean la caña, ventiladores que la van soplando para quitarle
la mayor cantidad de paja, sistemas de rodillos y esteras que la llevan
hasta los vagones del ferrocarril. En fin, acopio es estruendo. Y qué
estruendo en el pecho cuando El 6-10 pisó por primera vez el acelerador.
Antes
de cada salida, los príncipes cumplían deberes diarios, respectivos
y previstos.
Al
príncipe chofer le tocaba verificar si al tanque de gasolina no
le cabía más, si el radiador no sufriría gota de sed,
si el nivel de aceite era el bárbaro, si el aire de las gomas estaba
en su punto, y le tocaba sobre todo esperar ante La Jefatura que se juntaran
los estimados, que eran un suponer, así hablaba El Jefe De Lote,
el oráculo que observaba la caña de azúcar que se
había cortado y apilado durante el día, hacía largos
cálculos en su cabeza bajo los postreros rayos del sol y, al fin,
abría la boca para pronunciar una cifra. Lo curioso es que a las
cuarenta y ocho horas, la pesa del Acopio, que El Jefe De Lote llamaba
romana, exhibía un error tan despreciable que para qué.
La
espera por la estimable cifra daba tiempo al otro príncipe, porque
Chen tenía que mantenerse cortando hasta el último minuto,
y luego, a bañarse corriendo y a resolver, con la mayor discreción,
comestibles en la cocina.
El
papel con el suponer de El Jefe De Lote, tarde, mal y siempre, entraba
en un sobre que se sellaba con lacre, que se introducía en un comando
verde olivo, que se cerraba con broche, que se ponía en manos de
El 6-10, que subía al yipi y salía que jode, «cómo
no».
Chen
desesperaba bajo una guásima por la demora de El 6-10, y otras veces
El 6-10 desesperaba a la sombra de la misma guásima por la demora
de Chen. En cuanto aparecía el que faltaba, «al abordaje,
Chen», «al ataque, Mayo».
Lo
del yipi fue felicidad. Felicidad que siempre ignoró Leonor, también
Belisa.
Sonaba
y resonaba la esperada hora de las fugas-fugas. Y quizás por la
alegría que no les cabía en el cuerpo, y por carretera tan
larga, rectilínea y despoblada, a los príncipes les entraba
deseos de cantar, y cuánta canción de los Beatles, con letra
sabida o inventada, pasaba de sus gargantas al viento.
2
Lo
del yipi se acabó, y no porque se les hubiera olvidado alguna vez
rendir el parte. El sobre con el suponer de El Jefe De Lote siempre fue
entregado religiosamente en Altagracia, y mucho antes de la hora tope.
Tampoco la culpa la tuvo el gasto de gasolina. Al viejo de la bomba se
le decía, «tanque lleno, Padre,» y sin problema. Vino
el naufragio porque Ferro hizo un descubrimiento.
«Explique
qué significa esta arena en el interior del vehículo.»
«¿Arena?» «He dicho arena. Mire debajo de las
alfombras.» «Qué raro.» «Muy raro. Y más
raro con lo lejos que queda el mar.» «Puede ser arena de río.»
«Tiene un reporte por falta de respeto.»
Y
silencio, después de tiene-un-reporte, siempre silencio, es acto
imprescindible de humildad que lo militar exige.
«Permiso
para hablar.» «Puede.» Y El 6-10 discurseó en
genuino estilo férreo, dijo que cerca de Altagracia había
un lugar donde estaban construyendo una bella escuela, y a él, como
estudiante interesado en Construcciones Civiles, aunque se encontrara haciendo
su consciente aporte a La Zafra Azucarera Del Esfuerzo Decisivo, le agradaba
aprovechar la oportunidad para llegarse y conversar con los trabajadores
de experiencia, con los obreros abnegados, y seguro que la arena subió
al yipi por culpa de haber sido pisada.
La
arena liquidó el ajetreo de hacer zafra a ritmo parejo, el quitar
la mayor cantidad de paja a la recta carretera y, sobre todo, puso fin
a un romance.
3
Hubo
fugas y más fugas, y no caía nada digno de mención.
Pero un día entraron a escena dos muchachas de Puerto Príncipe.
Era una tarde de mal corte, de cifra poco abultada por culpa del caguaso,
que es caña dura de cáscara, enana hasta lo mirringuero,
de color cucaracha, poco dulce, que parece flotar en el aire, y obligaba
al oráculo a pronunciar números aterradores que disminuían
hasta el oprobio el promedio de corte.
Recuerdo
que las muchachas se hicieron visibles en medio de la carretera, muy sonrientes,
muy zafias. O el yipi paraba o las atropellaba. Y claro, El 6-10 sonó
frenazo exagerado y en abanico para ponerse a tono con el atrevimiento.
Ellas se llevaron un susto de muerte y se acercaron muertas de risa.
«El
coche está a disposición de las ilustres damas principeñas.»
En
cuanto las nalgas principales encontraron acomodo, las muchachas pronunciaron
sus nombres, que han sido olvidados porque eran nombres sin futuro. O al
menos para El 6-10 no tenían siquiera un posible futuro cuentero,
los nombres. ¿Chen los recordará?
Las
muchachas, muy desenvueltas, preguntaron cómo podían llamar
a sus cocheros. Y asombro a dúo por la resolución irrevocable
conque El 6-10 dijo llamarse El 6-10, y de ninguna otra manera. «¿Sí?»
«Sí.» «¿Y por qué?» «Por
amor a la matemática.» Y las dos rieron, y rápido quedaron
de acuerdo, una le diría Seis y la otra Diez, y eso les dio más
risa, y así estuvieron repitiendo por un buen rato seis-diez en
dueto tan pertinaz como risueño.
El
6-10 y Chen miraban y remiraban a las muchachas como si fueran peritos
en ganado femenino, aunque ambos llevaban sin conocer mujer, como dice
El Libro De Los Libros, los años que tenían de vida, por
culpas respectivas de Leonor, que no se decidía, y de Belisa, que
ni prometía.
El
reír de las principeñas sí era decisión y promesa.
Y ninguna de las dos estaba nada mal, al contrario. Incluso, de haber sido
caguaso con tetas, hubieran recibido el trato de cañas medialunas
o de cañas cristalinas, que son suaves, esbeltas, más dulces
que la dulzura.
Aquella
primera tarde, La Seis y La Diez terminaron haciendo burla de orejas y
narices. El 6-10 y Chen, a pesar de su enciclopédica ignorancia,
supusieron que sin mucho ajetreo, a ritmo parejo, terminarían quitando
toda la paja, siempre que no cometieran apresuramientos ni planificaran
más que lo elemental. «¿A la misma hora mañana?»
«A la misma.» «¿Dónde mismo?» «Anjá.»
Día
tras día, con la puntualidad que endilgan a los británicos,
ellas se dejaban ver desde poco antes de las siete y media de la tarde
para disfrutar de paseos y más paseos hasta poco después
de las diez de la noche.
En
fin, con las principeñas estaba armado el universo Camagüey.
Los príncipes ya se veían coronados por el éxito.
Aunque aún no había entrado a escena el río y, menos
que menos, las arenas.
4
Chen
y El 6-10 no acababan de tocarlas ni con el pétalo de una rosa.
Hubo, sí, montón de gracias pujadas para disfrute de ellas,
más tonga de canciones que eran de la inspiración de ellos,
nunca de Lennon
y McCartney, que a las desconocedoras por completo de esas obras maestras
les parecieron muy bonitas, los dos tenían tremenda inventiva para
la música. «¿Y por qué cantan en inglés?»
«Sí, ¿por qué?» «Seguro que somos
extranjerizantes.» «No, es para practicar el idioma del enemigo.»
Una
tarde quedó claro quién se iba a poner para quién,
y una noche sonó la clarinada en forma de besos. De mucha luna aquella
noche, y la luna inspiró a Chen ciertos versos célebres que
fueron enviados por carta /Belisa, sin ti, para mí, / no hay luna
ni estrellas en el camagüeyano firmamento./
Bajo
luna y pocas estrellas, el yipi abandonó el camino, se internó
en una guardarraya, y al rato de brincos y bandazos penetró, decidido,
en la llanura sola. /Qué llanura tan sola, Belisa, / sin ti sin
ti sin ti,/ descubrió Chen en la guitarra.
Las
principeñas, que no quiero volver a llamar ni Seis ni Diez, y de
cuyos nombres quisiera acordarme, y no doy con el par de palabras, y tampoco
me gustaría rebautizarlas si antes no recuerdo cómo las llamé,
cómo se llaman. Pues ellas, con nombres que merecen recordación
y no el condenado olvido, aseguraron que debían regresar temprano,
sin convicción.
El
yipi siguió adelante, rompiendo monte, brincoteando de lo lindo,
gozando el contacto con la naturaleza, hasta que de pronto se detuvo. «Pie
a tierra», «cada oveja con su pareja», dijeron los amos
del mundo como lanzándose «al abordaje, Chen», «al
ataque, Mayo».
En
el primer momento, las principeñas resistieron algo, aunque obedecieron
más, se bajaron del yipi. En el segundo momento volvieron a resistir,
en serio.
Los
príncipes empezaron a multiplicar escaramuzas, aunque ninguna de
las manos de ellos, según confesiones a posteriori, lograran avances
decisivos en ellas.
Aquello
parecía que no iba a pasar de besuqueos blandos en posición
bípeda, ni siquiera rebasaban el «no», «que no»,
etcétera. Qué batalla, qué paz, qué desespero
de paz, qué derrota.
No,
no hubo derrota gracias a que El 6-10, de atrevido, se atrevió a
separarse medio metro, bajarse el pantalón y sacar a la luz de la
luna lo que casi siempre anda guardado.
/Belisa,
mi amor por ti no continuará a oscuras, / lo ilumina esta luna,/
enviará Chen por correo.
En
cuanto la principeña de El 6-10 notó lo notable, se tapó
la boca con las dos manos, aunque dejó los ojos abiertos y fijos
en el recién iluminado. Y sin destaparse la boca, sin desclavar
los ojos, fue reculando, exacta palabreja, hasta que dio contra la puerta
del yipi.
«Track»,
dijo la puerta.
Para
El 6-10, el «track» fue orden terminante de acortar la distancia
entre él y ella, y así lo hizo arrastrando las botas por
la tierra seca, trastabillando con el pantalón enrollado en las
rodillas, incómodo en extremo porque el elástico del calzoncillo
le ahorcaba un güebo. Para la principeña, «track»
se tradujo como «acepta», «colabora». Y aceptar/colaborar
fue quitarse las manos de la boca, aferrarse a la loneta del yipi, y despegar
los ojos del dado a la luz para mirar al cielo con la boca abierta, como
queriendo morder la escandalosa luna.
/Qué
mortecina y triste, Belisa, para mí, / esta luna sin ti sin ti sin
ti,/ compuso Chen días después.
El
6-10 se las vio negras con el extraño cierre del pantalón
de ella, mientras la principeña aceptaba levantando polvo, no de
luna, no de estrellas, de la cabrona loneta que era una mugre. El 6-10
se las vio peor que negras con el blúmer de algodón que parecía
cosido a las nalgas de ella, mientras la principeña colaboraba moviendo
las piernas, bamboleando las caderas, haciendo más difícil
la maniobra.
Y
después de muchos tironazos, El 6-10 logró, por fin, que
la muchacha quedara medialuna y cristalina. Y en ese punto hizo su aparición
el problema.
¿Ahora
qué? Así pudiera formularse de manera sucinta el problema.
El muchacho arribó a una primera respuesta. Ahora hay que pegarse
bien y entrar. ¿Y en realidad debía pegarse lo que se dice
bien?, ¿mejor no sería separarse un poco para flexionar las
rodillas y buscar la entrada por abajo?, ¿y por qué parte
exacta de ese abajo?, ¿o el camino sería otro?, ¿habría
lo que se llama un camino? Los mosquitos hacían zafra en muslos
y nalgas. El 6-10 solo en ese minuto comenzó a sentirlos.
/Confía
mucho en mí, Belisa, / y en este amor profundo que siento por ti
por ti por ti./
El
6-10 registró el extraño sitio con los dedos y quedó
más desorientado que al principio. Seguro que parte del problema
era el apuro, la cosa debía hacerse con calma, se dijo. ¿Y
qué hay que hacer con calma?, se preguntó. Carajo, concluyó.
La
principeña, Reina de la aceptación, Emperatriz de la colaboración,
no cesaba de restregar las nalgas en la puerta-track. Quizás el
remeneo de aceptación/colaboración, llegado a un punto, hacía
imposible la victoria, y ese punto había sido alcanzado.
¿Qué
hacer?, dijo Lenin. Un paso adelante, dos hacia atrás. ¿Eso?
Mejor que el lunático ignorante presione a ciegas el sitio de múltiples
incógnitas, eso. Y de inmediato El 6-10 empezó a cumplir
la orden, sin convicción.
El
mueve que te mueve de la principeña iba en aumento, ¿llegará
al arrebato? El 6-10 empezó a temer que el aceptar/colaborar no
fuera eterno, que de un momento a otro se trocaría en el alarmante
«¿qué pasa, mi amor?», o en el terrible «¿no
sabes, mi querer?», o en el espantoso «¿no puedes, cariño?»
De miedo, del peor de los miedos.
Y
de pronto, la principeña quedó quieta. El lunático
había desaparecido por allá adentro. El 6-10 lo notó
después que ella. Y entonces cantó, no Chen a su Belisa,
no El 6-10 que acababa de conocer mujer, y mucho menos la luna, la muda,
cantó la muchacha, que se había estado preparando para dar
un recital, evidente, y su canto fue acompañado con revoloteo de
manos mugrientas que cagaron costados y espalda del príncipe, al
principio, que lo arañaron y magullaron, después, que en
el instante supremo quisieron exprimirle la vida hasta la muerte. Ella
cantó con profundas vocales y palabras exaltantes en loor de quien
adivinó el camino, cantó con melodía tan sonora y
verba tan vibrante, que a Chen no le quedó más remedio que
convertir en no-señorita a su muchacha, que sí lo era.
«Fue
mucho», «mucho con demasiado», comentaron los príncipes
después.
Ese
encuentro memorable que estaba llenando de vanidad a El 6-10, fue interrumpido
de manera abrupta. Y no por fenecimiento precoz del lunático, ni
por otra reacción impredecible de la principeña, sino porque
Chen, sin previo aviso, apareció delante de los idos del mundo para
decir que era una barbaridad.
«¿Qué?»
«Hay que hacer algo.» «¿Eh?» «Que
es como una pila.» «¿Pila de qué?» «Coño,
que se sale como agua.»
El
6-10 miraba sin ver la cara de Chen, hasta que notó terror en aquel
rostro, y aunque no entendía nada, hizo salir al tan elogiado de
la misma manera que lo había hecho entrar, sin darse cuenta, y abandonó
a la cantante en mitad de su aria con contorsiones. El 6-10 empezó
a seguir los pasos de Chen arrastrando botas, pantalón, calzoncillo,
hasta que se dio cuenta y trepó telas, resguardó de la luna
lo que se encontraba al sereno, y llegó hasta la recién señora
de Chen. Entonces El 6-10 entendió menos. Cómo es posible
que no estuviera dando gritos, porque era como si la hubieran apuñalado.
La
muchacha permanecía de pie, con las piernas separadas, mirando los
muslos como si fueran ajenos, sin llanto, sin sombra de susto, con curiosidad,
parecía, le pareció a El 6-10. La muchacha observaba la madeja
de sangre que se iba devanando desde la entrepierna y se enredaba descendiendo
por la piel.
«¿Qué
le hiciste, Chen?» Frase célebre pronunciada por El 6-10,
y que no olvidará.
La
principeña cantora interrumpió su aria, y regresó
del éxtasis al siglo para ver qué pasaba con revolico de
gestos guardadores de tetas, aunque desnuda por abajo, y así llegó
al lugar de los hechos, se agachó como si fuera a orinar, y miró.
«Va
pasando», dijo la muchacha de Chen con tranquilidad que daba pánico.
Al
instante, Chen y El 6-10 sintieron alivio, vivieron en su carne cómo
los hilos de sangre disminuían el caudal, aunque no se notara ningún
cambio.
«Acuéstate,
ven», fueron las instrucciones de la experta soprano, y en seguida
empezó a limpiar la sangre de los muslos con algo, un pañuelo
quizás, ¿de El 6-10 o de Chen? Los gestos eran tan ecuánimes
que desesperaban. Chen no sabía si ir a arrodillarse para acariciarle
aunque fuera el pelo.
/Acariciar
tu cabello, Belisa, al menos, / ese maravilloso cabello tuyo que será
mío mío mío,/ paladeó a la mañana siguiente
Chen en Mi-La-Mi, y en Fa-Si-Fa.
Al
tercer día de aquella noche, los cuatro fueron hasta un río,
más arroyo que río. No había tanta luna, y en seguida
quedaron silvestres para desafiar la voracidad de los mosquitos. Ellas
se burlaron del miedo de los compositores, del «¿qué
le hiciste, Chen?», y la elocuente principeña repitió
el recital sin cambiar una nota. Entonces los príncipes descubrieron
que su canto no era inspirado por el amor y la admiración hacia
los atributos de El 6-10, porque con Chen también entonaba que daba
gusto. Y de paso, el yipi empezó a cogerle gusto a las arenas.
5
El
final de las fugas-fugas fue culpa de la arena, en parte.
El
6-10 quedó eximido de llevar los estimados de El Jefe De Lote, así
le comunicaron, aunque no se tomaran otras medidas, así le aclararon,
ni se hicieran más averiguaciones, así concluyeron. En el
Acopio de estruendo, el yipi empezó a padecer aburrimiento general
y frío particular en el motor. Ferro
en persona comenzó a llevar los suponeres del oráculo. Las
principeñas quedaron abandonadas, sin la menor noticia de que los
príncipes eran asolados por la mayor desolación.
El
olvido trabajó raudo. No solo el olvido.
/Contigo,
Belisa, para mí, / la distancia no es el olvido de ti de ti de ti,/
canturreaba Chen.
En
los muchachos el deseo de fuga fue fugando, y no era miedo a que el De
Pie los cogiera por el camino. Ocurre que en la zafra el cansancio se acumula,
estoy convencido, y en el último mes, por mayo, no les llegó
la muerte, sino la mortandad, a ellos y al resto de la gente. Hasta los
entretenimientos más comunes se hacían indeseables. Los radios
permanecían mudos, las fichas del dominó pasaban noches enteras
sin salir de la caja, las conversaciones languidecían en la tercera
frase.
En
fin, los príncipes dimitieron, la abulia los fue mordiendo despacio,
y ya no quisieron moverse durante las últimas semanas inacabables,
durante los aburridos domingos finales.
Cuando
ellas aparecieron sin que nadie las llamara…, «La qué pasamos
para dar con el campamento de ustedes.» «Qué rico verlos.»
«Qué preocupadas estábamos.» «Qué
calor.» ,…lo que ellos sintieron fue urgencia de llevarlas hasta
un cayo de monte, quitarles la paja con el menor ajetreo posible y hacerlas
cantar a dúo, a ritmo parejo, porque la ex-señorita adquirió
el estilo de la soprano. Eso, a acabar de acabar y que se pierdan, que
se liquide de una vez resaca de fugas, zafra, aunque los príncipes
nada dijeron. Ellas tuvieron que darse cuenta, no sé. El caso es
que no volvieron a aparecer.
/Qué
deseos, Belisa, hay en mí, / cuánto deseo de mí para
ti de mí para ti de mí para ti,/ guitarreaba Chen sin tregua,
entre cartas y más cartas también sin tregua que siempre
fueron confeccionadas a cuatro manos. Cartas que entretenían a El
6-10 y que enternecían a Chen.
«¿Y
cómo titulo la canción?» «Himno A La Yerta Luna.»
«No jodas, Mayo.» «No jodo, Chen.»
Y
por cartas, en tono de bolero, Leonor confesó a El 6-10 que lo amaba
más que nunca, y que estaba dispuesta a todo, en todo y con todo.
Recuerdo
que por otras cartas, y en tono de tango, Belisa pedía a Chen que
no se pusiera bravo, que comprendiera lo que ella había comprendido
gracias a la separación de aquellos meses, a saber, que la amistad
es uno de los sentimientos más bonitos que existen. |