La Azotea de Reina | El barco ebrio | Ecos y murmullos | Café París | La expresión americana
Hojas al viento | En la loma del ángel | El Rincón | La Ronda | La más verbosa
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal
La más verbosa está dedicada al ensayo, la crítica, y a la reseña de libros.  En esta oportunidad, y coincidiendo con el nuevo formato de La Habana Elegante, nos complacemos en ofrecer a nuestros lectores una reflexión de Emilio Ichikawa sobre el libro Elogio del garabato, de Orlando González Esteva, así como dos comentarios -- de Madeline Cámara y del propio Ichikawa -- sobre el libro El caimán ante el espejo, de Uva Clavijo. La Habana Elegante agradece a Emilio Ichikawa, a Madeline Cámara, así como a Orlando González Esteva y a Uva de Aragón Clavijo, sus valiosas contribuciones, sin las cuales esta entrega no habría sido posible.  Concluimos esta entrega con la reseña que, sobre la novela The Return of Felix Nogara, de Pablo Medina, nos ha enviado Arístides Falcón. Hemos decidido completar estas reseñas ofreciendo al respetable la posibilidad de disfrutar pasajes de las obras de González Esteva y de Uva Clavijo.
La Redacción

LA ESCRITURA: víspera y consumación

por Emilio Ichikawa Morín, agosto, 2000

González Esteva, Orlando. ELOGIO DEL GARABATOEditorial Vuelta. México, 1994.

Los artistas Rafael Fornés y  Néstor Díaz de Villegas, arquitecto el primero y poeta el otro, han conocido algunas impresiones de la visita de Leon Krier a La Habana, sintetizadas por el viajero en una hermosa intención: Elogio de las ruinas.  El maestro Ramón Alejandro, que transita sin dificultad de la pintura a la filosofía, pero con muchísimo esfuerzo del arte al negocio de la edición, ha propiciado la publicación de otro elogio.  Se trata de un excurso marxista encontrado en la papelería de DAS KAPITAL, trajinada a gusto por Engels, Kautsky y otros albaceas de la socialdemocracia internacional.  Constituye, en sentido general, un testimonio singular de cierta manía ilustrada por corregir los excesos: Elogio del crimen (Editions Deleatur, Francia, 1999).  Uno mismo no ha podido escaparse de estas sanas veleidades publicando algunas preferencias: “…in praise of nakedness”(Minessota University, 1993); Elogio de la desnudez (La Habana, 1996); “…em louvor a nudez” (Brasilia, s.f.); Elogio de la frivolidad (La Habana, 2000).

No logro percatarme si esto se trata de una moda, tradición o de un estado piadoso de nuestra  sensibilidad cultural, pero el reciente descubrimiento de otro “elogio”, me alerta sobre la presencia de unas tremendas ganas de “salvar” merodeando a la cubanidad.  Por varias razones este hallazgo, que llamo “reciente” por no decir “tardío”, me alcanza de manera definitiva.  Ensayaré algo muy simple: captar una porción de la significación cardinal que para mí tiene el libro Elogio del garabato, de Orlando Gonzalez Esteva. 

Elogio del garabato comienza con un ejercicio de modestia.  El autor, que busca una autoconciencia de su escritura, afirma como “locus” fundacional del libro “la monotonía de la vida provinciana”, “no sobre mi cabeza sino bajo mis pies”.  Sin embargo, ese aviso de modestia me recuerda al Descartes de “yo no voy a decir el camino por el que debe transitar la razón, sino aquél por el que ha transitado la mía”; o aquello de “estoy sentado frente a la estufa y les voy a contar lo que se me está ocurriendo”.  Los desvelos que ese tipo de profesión de inocencia provocaron en pensadores como Malebranche o Gassendi o, como diría Marx, en más de un siglo de pensamiento burgués, me ponen en guardia.  No voy a distraerme aun cuando González Esteva asegure que lo que en su libro canta-cuenta-narra implota en una arcada que limita en los “pisos de la casa donde transcurrió mi infancia”; yo creo que pretende, y logra, su cuota de universalidad.

Hay dos formas de leer estos Elogios; una continua, racional, que en fin de cuenta es coherente con el afán metafísico que lleva al autor a significar, como fundamento de la creación, el “Garabato”. Suerte de esencia eidética de un círculo que no cierra y que sirve de “modelo” a los “garabatos” singulares.  La otra es el divertimento; se acaricia el cuaderno, se le quiebra y aparece la página imprescindible, que es una página cualquiera.  Así, al azar, uno experimenta gozo en cualquier composición que encuentre.  Hay por lo menos otros dos libros de autores cubanos cotemporáneos que puedo leer de esta manera: disfrutando.  O trabajando, en efecto, pero de manera “gustosa”, como decía Juan Ramón. Refiero el Manual de las tentaciones, de Abilio Estévez y Las comidas profundas, de Antonio Jose Ponte.

Tal vez estas dos maneras de apropiarse de la escritura de González Esteva tengan su correspondencia en otras tantas maneras de ejercerla.  Pero esto sólo lo podría saber el autor.  No obstante, sí es posible constatar entre todos esos destellos del genio (que parecen más hallazgos que encuentros) unos descubrimientos avalados por arduas búsquedas.  Hay orfebrería, oficio, una continuidad que tiene que ver tanto con la poesía como con esa sostenibilidad que caracteriza a la narrativa que sencillamente trata de contar algo.  Se asemeja este Elogio a un epifenómeno de la “Iluminación”, senda que desde Agustín a Bergman equidista entre la voluntad y el talento.

Un maestro cubano, tan sabio como discreto, me contó que en los libros de Lezama Lima uno no aprendía nada. No era un profesor, en efecto, como gusta recordarnos Carlos M. Luis, pero cuando trata de hacer ensayo como en La expresión americana, uno supone que debe enterarse de algo; igual que cuando se para frente a un aula, uno espera que por lo menos ofrezca una fecha, una información mínima.  Falsa expectativa: Lezama Lima no deja de ser un poeta ni aun cuando se supone que no debe serlo.  Es un Demiurgo, y ya esto es como un “don” que va más allá de la literatura.  Como apuntaba un viejo sabio, traductor y amador de Lessing, entramos aquí en una zona que rebasa los libros y el mismo estudio.  Según me aseguró en una suave colina del Mediterráneo valenciano, Dios llamó un día uno por uno a los pueblos y les pidió cuentas a fin de darles o negarles la absolución.  Llegado el turno a los alemanes, estos aseguraron: “Conocemos mucho. Nos hemos leido todos los libros y merecemos la salvación”.  Según afirma, Dios replicó: “Ustedes saben TODO SÓLO de libros. Den la vuelta, vivan y después regresen”.

He dicho todo esto para asegurar que en el Elogio del garabato González Esteva nos enseña la vida en porciones literarias.  Manipula y pacta con el “demonio de la analogía”, senda que sólo es exitosa si el talento es original y constante.  No puede faltar ni una cosa ni la otra: ni la alegría del niño, ni la profunda serenidad del sabio.

Con pertinencia cita a Roger Caillois, quien gustaba remontarse a los griegos y enfocar el conocimiento como “agon”, como competición.  El saber es juego, supone una moral austera para el ganador y otra gloriosa para el perdedor.  El primero se torna piadoso en las alturas, el segundo, se levanta en medio de la destrucción.  Como dice Caillois, para este juego tan definitivo hacen falta reglas y también una instancia dotada con una capacidad que le permita el ejercicio de la “arbitrariedad”.  El juego intelectual nos permite experimentar respeto hacia el rival, obediencia a las reglas y aceptación humilde de la autoridad.  Así es el libro de González Esteva entendido como unidad compleja: proceso, inspiración y técnica de escritura.  Un resultado y un objeto: el garabato.

“Si toda mancha esconde una imagen, todo disparate alienta una lógica”, afirma en una analogía con fuerza de convencimiento y valor de método.  Quien lea las últimas proposiciones del Tractatus de Wittgenstein comprobará que también es válido el recíproco de la fórmula de González Esteva: “Si toda imagen esconde una mancha, toda lógica alienta un disparate”.  Resulta que uno de los más decididos reclamos por la exactitud filosófica está inspirado en una revelación divina; la necesidad de lógica, parece natural, la experimenta privilegiadamente quien carece de ella: la sin razón.  Como he trabajado tanto tiempo con amigos sociólogos que posan de “exactos” ante las divagaciones metafísicas, siempre me ha fascinado compartir el curioso dato de que esa pretensión de exactitud nace en la sociología clásica del Curso de filosofía positiva, de Augusto Comte, quien lo concibió en un manicomio para reescribirlo como Catecismo y entregarlo a la mujer que amaba, su “virgen positivista”, como alucinadamente le decía. 

En el Elogio del garabato se producen incesantemente estos cruces; y se reproducen luego, cuando el lector descubre que hay otros tantos garabatos ausentes que sirven para confirmar la tesis de González Esteva.  Al citarlos uno está pretendiendo participar como coautor.  Los garabatos del autor alcanzan, en sus mismos límites, lo inagotable.  Lo que llama “reticencia expresiva” no es de ningún modo “reticencia significativa”; nunca acabaríamos si comenzamos a jugar a las “interpretaciones” con sus textos, o si los convertimos a ellos, que son resultado, en puntos de partida para nuevas analogías.

Garabatea Gonzalez Esteva: “El hombre que amarra cuidadosamente los cordones de sus zapatos dicta el rumbo de sus pasos, se apropia de su destino”.  Lo tomo como un (otro) elogio indirecto al “quipu”, singular grafía inca con ansias aritméticas.  Vivir es tejer.  Morir, desatar.  Y todo esto una intuición helénica con representación mitológica familiar a la “cubanidad”.

En el Museo de Matanzas un historiador me explicaba la frase “tirar un cabo”, muy utilizada aún hoy en Cuba para reclamar ayuda: “Anda, chico, tirame un cabo”.  Un cabo, en argot marinero, es una soga, cuerda, “cordón”.  Rememora el erudito que los bombreros estaban equipados con un pequeño cañón que servía para disparar hacia los pisos superiores de las edificaciones incendiadas un cabo salvador.  La vida, una vez más, depende de un nudo hecho en los extremos de una rollo, o sea, de un garabato.

El garabato es una suerte de constante.  Antecede y sucede a la obra de arte.  Vale la pena citar porque el autor lo dice de una manera que, además de inteligente, es bella: “Toda obra de arte, antes de serlo, fue garabato, es decir, atisbo, vacilación, esbozo.  Es más, toda obra de arte, por terminada que parezca, sigue siendo garabato”.  Aquí hay una especulación, un espejo o una cueva, según las etimologías latinas.  Cuando González Esteva afirma la posibilidad de entender “el universo como Altamira”, uno no acierta a precisar si insinúa “cueva”, “museo”, “vitrina”, espacios en venta. 

 En Elogio del garabato existe una técnica y una estética. El autor intenta una historización de esa “tecne”, al parecer decidido a determinar la experiencia de lo indeterminado.  El objeto del elogio, los garabatos, se alcanza machacando hilos, doblando papeles, a través de un diálogo irritante que culmina en feliz nacimiento.  Leyendo, claro está, y garabateando sobre una escritura ausente que tiene el valor de un palimpsesto sobreentendido.

La estética que en este libro presenta Gonzalez Esteva se centra en la “velocidad”, que es la gran virtud que Mercurio muestra a los escritores.  Como repetía Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio, ésta se complementa con la “profundidad” de Plutón. Estos garabatos son, además de veloces, breves.

He discutido largamente sobre la no equivalencia entre la “velocidad” de un texto y su “brevedad” con el escritor Reinaldo Montero, quien acaba de concluir una de las novelas menos “breves” de la literatura cubana contemporánea que, sin embargo, apuesta afirmativamente por la “velocidad”.  Hay escritores de textos “breves” pero de diferente “velocidad”.  Augusto Monterroso, por ejemplo, es tan  “breve” como Julio Torri, pero más “veloz”; algo similar sucede con Cioran, que es mas “lento” que ambos. 

Los textos “breves” suelen ser en nuestro contexto cultural un fruto de la impaciencia y la falta de disciplina.  Cuando el escritor trata de ser profundo y no sólo gracioso, recurre a formas fáciles como el epigrama, el aforismo, la epístola, incluso a la “poesía”, que algunos entienden como conjunto de oraciones cortas situadas unas debajo de las otras.
Voy a citar dos casos en que la “elección” de las formas breves está precedida de un ejercicio de meditación sostenido, “lento”: los Aforismos de Luz y Caballero y este Elogio del garabato de Orlando Gonzalez Esteva. 

El místico cristiano se da cuenta que en los forceps de las “sumas docentes” las ideas más heterodoxas por su conenido se hacen conservadoras por la forma.  Escoge así una exposición fugaz y discontinua de su pensamiento, y atenta contra cualquier posibilidad de aprehensión teológica esquemática.  Como he dicho otras veces, en la tradición intelectual cubana los aforismos de Luz y Caballero equivalen, por su efecto emancipador formal, a los ensayos de Montaigne.  En el otro extremo de la cronografía está el poeta Orlando González Esteva quien, habiendo concluido que en el fundamento del mundo existe un garabato, decide expresarlo de esa misma manera, es decir, “garabáticamente”.  Alcanza así una complicidad del contenido y la forma en el ámbito de una verdad que, además de inteligencia, se nos hace cuerpo: “Excepto el espíritu, nada más susceptible de covertirse en garabato que el esqueleto humano”. Cuando uno llega al punto en que el garabato renace desde el centenar de páginas, esta sospecha se convierte en revelación.
 
 

Eva y la serpiente. De Spiegel menschlicher Behaltnis. Espira, Peter Drach (alrededor de 1480)




Selecciones de Elogio del garabato

González Esteva, Orlando. Editorial Vuelta. México, 1994
 
 

                                                                a Mercy Ramos

ANUDAR ha sido siempre una forma de gobernar, de ejercer poder sobre otros.  Eliot Weinberger ha recordado una tumba china del siglo II cuya inscripción asegura que el dios Fu-Hsi ideó los cordones anudados a fin de gobernarlo todo entre los cuatro mares.  Los marineros de ayer ataban y cuerdas para atar y desatar vientos.  Un nudo deshecho levantaba una brisa; dos, una ventolera; tres, una tempestad.

     El hombre que amarra cuidadosamente los cordones de sus zapatos dicta el rumbo de sus pasos, se apropia de su destino.  Quien se aprieta el cinto, controla sus bajas pasiones.  Un nudo de corbata bien hecho impide hablar de más.  La mujer que se amarra un pañuelo en la cabeza es dueña de sus pensamientos; la que lleva bufanda, no perderá la cabeza.

     El que juega con una línea, y hace lazos, y tira de ella ¿a quién gobierna? ¿Qué gobierna?  Garabatear ¿es gobernar?
 
 

los brazos de Alicia Alonso





                                                                a Evelio Taillacq

UN CATÁLOGO General de Garabatos Cubanos se beneficiaría recogiendo, entre algunos capítulos de nuestra historia y el pensamiento de algunos de nuestros hombres públicos -- garrapateros ontológicos --, los Juegos de agua de Dulce María Loynaz:
 

Los juegos de agua brillan a la luz de la luna
como si fueran largos collares de diamantes.
Los juegos de agua ríen en la sombra, y se enlazan
y cruzan y cintilan dibujando radiantes
garabatos de estrellas.


     Y con ellos, el signo que Emilio Ballagas pidiera al fantasma de Federico García Lorca, las palabras que el niño Gastón Baquero garabatea incesantemente en la arena, y los títulos de dos libros, uno de Regino Boti y otro de Teresa María Rojas: Arabescos mentales y Señal en el agua.

     El Catálogo no excluiría algunos manuscritos de Martí, ni las plumas de los gallos de Mariano, ni las orlas del manto deslumbrante y opulento con que José Jacinto Milanés confundió el mar de la isla, ni los brazos de Alicia Alonso, ni la segregación de caracol (donde según Víctor Manuel está la esencia de los arquetipos platónicos), ni la estela de las balsas extraviadas en el Estrecho de la Florida, ni la partitura de una danza de Cervantes titulada Zig Zags, ni el arte de caminar de algunas de nuestras mujeres, ni una idea de nuestro destino.

     Aunque todo eso está implícito en el vuelo silencioso del cocuyo, tiza fosforescente, gobernada por la misma mano que una noche garabateó las paredes del palacio del Rey Baltasar.
 
 

                                                                  a Rodrigo Bustamante

EL GARABATO es una microfotografía de la procesión que todos llevamos por dentro.
 
 

                                                          It is myself that I remake
                                                                      W. B. YEATS

EL HOMBRE CALVO, o amenazado por la calvicie, es el garrapatero más pertinaz.  Nadie como él para emborronar mechones, guedejas, penachos que acaba arrojando furioso, al cesto de los papeles.  No hay página en blanco que sobreviva su reflejo, como no hay espejo a salvo del odio de la fealdad.
 
 

garabato




                                                                  a Paquito D'Rivera

LAS RELACIONES entre la música y el garabato han sido siempre estrechas.  ¿Qué son la tuba, el clarinete bajo, el corno curvado, el serpenteón y otros instrumentos musicales de viento sino garabatos sonoros, alegorías metálicas del mito de la serpiente emplumada, imágenes modernas de Quetzalcóatl?  ¿Qué empuña el saxofonista sino el arma invertida del dios, la tromba marina agarrada por el rabo? ¿Qué sopla sino la entraña de un caracol donde la línea del aliento se le arremolina, colma un pequeño laberinto de lata y acaba escurriéndosele, desdoblándosele, en perfectos garabatos melódicos.

     El cantor que improvisa una escala, la soprano de coloratura que se despeña y alza en arriesgados gorgoritos, y, sobre todo, la cantante de jazz, experta en el llamado scat singing, se regodean garabateando melodías.  Hay grabaciones de Sarah Vaughan y Ella Fitzgerald que son pura garrapatería.

     No en balde la clave de sol muestra a dos garabatos enfrascados en el juego amoroso, sorprendidos en esa posición que los manuales eróticos identifican con el número 69.
 
 

                                                                   a Nunzio Mainieri

SI ES HERIDA
¿qué abre?

Si es cicatriz
¿qué cierra?
 
 

                                                                  a Ricardo Florit

LA CONGA, baile afrocubano cuya coreografía más tradicional favorece la formación de una sola, ondulante y multitudinaria fila de participantes, ha sido identificada como una supervivencia de ciertas danzas primitivas destinadas a propiciar la llegada de las lluvias.

     Los movimientos de este garabato humano, sacudido por la música de tambores, maracas, caracoles, taconeos y voces que imitaban los ruidos de la tempestad, constituían una invocación basada en la forma serpentina que muchos pueblos adjudicaban a todo fenómeno atmosférico relacionado con el viento.  Basta recordar que la voz ciclón, de raíz griega, acuñada para designar las grandes tormentas que los indios llamaron huracanes, quiere decir serpiente enroscada.  El salvaje imitaba a la naturaleza para que luego ésta lo imitara a él, en un extraordinario juego de correspondencias.

     El 13 de marzo de 1988, 119 986 personas bailaron la mayor conga de que se tienen noticias en un carnaval celebrado en el suroeste de Miami.  El mayúsculo garabato se extendió a lo largo de varias manzanas, retorciéndose, bufando, arremolinándose al compás de un ensordecedor sonido amplificado en el que todavía podían distinguirse las voces de algunos instrumentos primitivos.

     Las consecuencias del ingenuo pero desmesurado conjuro no fueron inmediatas, pero sí catastróficas.  El 24 de agosto de 1992, el huracán Andrés atravesó el sur de la Florida convirtiéndose en uno de los mayores desastres que recoge la historia de los Estados Unidos.  Cuatro años necesitó Naturaleza para hacer acopio de fuerzas y satisfacer, con el garabato correspondiente, tamaña petición de vientos y aguas.

     La conga deviene en comparsa cuando sus integrantes se organizan y recurren a farolas y trajes vistosos para crear un verdadero espectáculo callejero.  La célebre conga del carnaval de Miami devino en comparsa en la persona de Andrés, que pasó despidiendo árboles, enarbolando semáforos y arrastrando fragmentos de edificios y cadáveres hasta perderse, ululando, en la página cóncava del Golfo de México.

     Es el eterno problema de algunos garabatos: se trazan como al descuido, se olvidan y luego no se sabe dónde diablos van a parar.
 
 
 

Cubanos ante el espejo o la introspección de Narciso

por Madeline Cámara

EL CAIMÁN ANTE EL ESPEJO, Uva de Aragón. (Ensayo) Ediciones Universal, 2000

     En El caimán ante el espejo, como su título indica, Uva de Aragón se vale de dos metáforas para estructurar un libro que, como la mirada, se compone de muchos ángulos.  Como pretexto para Enano Francisco Lezcano (Diego Velázquez)desatar sus reflexiones la autora decide colocar al engreído caimán del Caribe, léase Cuba, frente al incómodo espejo que le invita a autonalizarse, a observar críticamente su perfil.  El resultado es un libro breve y de provocativa lectura donde se mezclan el lugar común y la observación novedosa, la estética romántica, y la nota postmoderna, la obsesión hermenéutica y la frivolidad de una fenomenología.  Un texto abierto e híbrido que contribuye, desde una perspectiva de la mujer, al controvertido tema de la reflexión sobre la identidad nacional cubana.
     El caimán ante el espejo decide reclamar la más inmediata parentela que son los textos clásicos de Varela, Martí y Mañach, por mencionar los autores más citados por Aragón, los cuales asimila, integra, continúa.  Con ellos comparte esa mirada hacia desde la eticidad que parece ser una perspectiva cada más vez perdida, deformada o simplemente de difícil ejercicio entre cubanos.  Otra línea de pensamiento que deja su fuerte huella en el libro que comentamos, me refiero a los textos de corte ensayístico debido a escritoras cubanas, en los que agrupo desde las crónicas sobre La Habana Colonial de la Merlín, hasta un libro importante sobre el enfoque feminista de la nación cubana como Cuba sin caudillos de Ileana Fuentes.  Toda esta escritura, hecha desde la sensiblidad de la mujer, la participación emotiva, la teoría feminista y el activismo social es parte importante del tono y las preocupaciones que informan El Caimán ante el espejo
     Por último cabría mencionar el eco, si bien no procesado a nivel teórico, de las polémicas de carácter postmoderno en torno al tema de la nación en las que la autora, se ha visto involucrada, como parte importante en la organización de los recientes congresos del Cuban Research Institute, como lectora, y como amiga y colaboradora de un grupo de jóvenes intelectuales recién llegados de La Habana con su indomable carga de Foucault y Derrida, prestos a derribar todas las certezas del exilio sobre el futuro de La Isla.
     Un aspecto de sabor postmoderno del libro es su percepción del carácter contradictorio del ser nacional.  Si bien la concepción misma de algo que pueda llamarse el alma cubana es un sin sentido entre las concepciones antiesencialistas de la Postmodernidad, la posibilidad que Aragón concede a este ser cubano de ser a la vez alegre y pesimista, generoso y envidioso, etnocéntrico y cosmopolita es una composición, aleatoria, imprevisible y contrastante que termina casi por deconstruirlo.  Aragón ha sentido ese vaivén, logrando apresar ese inestable estado del ser cubano que, con razón, Benítez Rojo relaciona con el ritmo irrefrenable del Caribe.
     Otra interesante coincidencia con la sensibilidad postmoderna es el concepto de texto abierto, no conclusivo, que Aragón construye basánsode en una estructura medular de la arquitectura cubana: el portal.  Retomando una frase genial del pintor Mijares quien asegura que en el exilio todos hemos enloquecido por falta de portales, la escritora decide interpelar a su lector, obligarlo a detenerse frente a su libro como quien se invita a saborear un café o un sillón, un alto en la rutina para conversar. 
     En cambio, en su elaboración del concepto Patria encontramos un acento dominante de la estética romántica, que aunque matizado por las concepciones feministas de la Patria como casa familiar , reproduce la idea de que el paisaje es el alma de Cuba.  Convendría aquí, pienso, renovar esta mirada con una percepción más culturalista como la que ha aportado el pensamiento postmoderno de Slavoj Zizek incorporando la idea de la nación, no como espacio geográfico, sino como conjunto de hábitos compartidos y reproducidos por una comunidad, sólo dentro de una serie de estructuras morales, sociales y materiales dadas dentro de un país.  Esta perspectiva nos sirve para evitar cualquier tendencia a la idealización de la resistencia heroica con que vive su miseria material el pueblo cubano, de la misma forma que nos facilita como exiliados, un concepto de Patria que es posible llevar en lo más raigal de nuestras costumbres, desde el idioma hasta las comidas. 
 
 
 
 

REALIDAD Y VIRTUD DEL ESPEJISMO

(a propósito de El caimán ante el espejo, de Uva de Aragón)
 

por Emilio Ichikawa-Homestead, dic. 2000
 

                             Todo lo que sucede tenía que suceder como 
                             sucedió. A posteriori todo es inevitable, apriori nada.
                             Lo único que importa es despertar del sueño. A pesar
                             de todo, corremos detrás de la libertad, no podemos 
                             hacer otra cosa.
                                         (Michael Ende. El espejo ante el espejo)
 

     Occidente rectificó su cosmovisión antropocéntrica.  Gente como Copérnico, Marx o Freud experimentaron cierta satisfacción en verificar que el hombre era más una consecuencia que una causa, y que la creación excedía con mucho sus propios linderos. 
     Si esto por fin fuera así, habría que aceptar que, aparte de inspirar a la humanidad, Dios tiene otras cosas que hacer.  Si, como inquieta al escritor Benigno Nieto, nuestra especie exhibe una “inagotada” galería de singularidades físicas, logradas a partir de un número finito de elementos combinatorios, cabe esperar que en algún momento dado Dios comience a repetirse.  Es matemáticamente inevitable, aunque moralmente rebajador.  Quizás lo ha hecho ya, pero por alguna razón no hay memoria del asunto.  Como Dios es omnipotente puede, además de innovar, desandar sus propios caminos.
     Nada impide suponer que a esa vigente irrepetibilidad física (corporal, anatómica, fenotípica) corresponda una singularidad en el ámbito espiritual.  Es eso lo que llamamos “persona”: una resultante única de una fusión de distinciones.  Y eso explica de paso las expresiones desesperadas del amor cristiano: la resurrección garantiza “otra”, pero no una “nueva” vida. Una reposición, no un estreno.
     Por esta razón un espejo jamás podrá acceder a la experiencia de una singularidad absoluta; un angel, una flor, una escritora o un caimán ante un espejo es la alteridad, menos la diferencia Abigail González. De la serie Requiem por los clásicosespecífica, que siempre quedará de la parte de la “realidad”.  La distinción, pues, permanece en algún rincón inaccesible; la poesía se mantiene púdica incluso cuando entrega el original más fiel.
     La escritora Uva de Aragon ha imaginado un microcosmos narrativo donde un libro, que es un espejo, intenta reflejar-creando los reflejos que, ante otro espejo, tolera un caimán; que es por su parte otro espejo simbólico de un país, una nación, una cultura, una vida, en fin, de un singular que, por todo lo dicho, se resiste a ser reflejado.  La huella que perdura en medio de todas estas visiones es el texto El caiman ante el espejo; ahora en una edición segunda (Edic. Universal, Miami, 2000) que, respecto a la primera (Ediciones Universal, Miami, 1993),  representa una suerte de espejo ante el espejo: réplica original: calco relativo.
     Conocí a Uva de Aragón una mañana de enero del cerrado año 2000, en la Biblioteca Nacional José Martí, en La Habana, que visitaba junto al profesor Lisandro Pérez para auscultar posibilidades de trabajo e intercambiar libros; algo muy peligroso desde el punto de vista de cualquier autoritarismo.  Mi función como asesor literario se limitaba a escuchar; mi opinión podía ser importante sólo después, una vez terminado el encuentro, por eso no conversé con la escritora aquella primera vez.
     En aquel preámbulo, una colega se animó a presentar una “versión rosa” de lo que fue alguna vez la Reserva Amarilla en las bibliotecas cubanas, que empezó a contraerse a partir de la gestión cultural del ministro de cultura Abel Prieto.  A partir de una elección oportuna, Prieto había presentado una credencial aperturista para sustituir con simpatías a Armando Hart.
     La Reserva Amarilla era un fondo de libros prohibidos para el cubano promedio, al cual tenían acceso personas de probada fidelidad política o algunos visitantes extranjeros considerados “inofensivos”. Que fue eso no lo duda nadie; como ya dije, ni siquiera el Ministro de Cultura que comenzó por cuestionarse la existencia administrativa, institucional, de un departamento de “libros prohibidos”.  Lo que no significa, claro está, que la política cultural cubana haya renunciado a ejercer ese poder de discriminación; se aplica aún en ciertos casos, con más pudor y argumentos menos groseros.  Pues bien, la citada colega hizo lo posible por convencer a los visitantes, Uva de Aragon incluida, de que la Reserva Amarilla no fue una decisión autoritaria sino, por el contrario, un ardid de las fuerzas sanas de la cultura revolucionaria para impedir que las fuerzas brutas, aliadas a grupos de poder más radicales, destruyeran un tesoro bibliográfico valioso aún cuando este fuera problemático respecto al interés político.
     Esta “reconstrucción” de la Reserva Amarilla tomó a todos por sorpresa; fue una iniciativa que calificamos después como temeraria, pues lo más fácil, y más creible, era hacer un examen autocrítico de hechos pasados con los que la mayoría de los allí reunidos no teníamos responsabiliad desde el punto de vista de la toma de decisiones.  Es importante recordar que ninguno de nosotros  creyó aquella versión, aun más, estábamos seguros de que tampoco la había creido Uva de Aragón, cuyo acercamiento a lo cubano siempre ha sido crítico e independiente; perspectiva cuestionadora que con el acercamiento de los últimos tiempos ha pasado de lo corroborable a lo evidente. Crítica es amor, según reza un viejo dogma de la ética profesional. 
     ¿Qué significó aquel intento de esquivar una flagrante violación de la libertad intelectual creando una division institucional de libros prohibidos?  ¿Picardía, recato, novelería, evasión, choteo?  No sé; en el mejor de los casos, un intento desesperado de ser corteses con los invitados.  Ahora, cualquier cosa que haya sido, con seguridad está de antemano contemplado en algunas de las dimensiones demopsicológicas de la cubanidad que adelanta Uva de Aragón en sus “diagnosticos de identidad”. Tema que aborda con el método más probado en nuestra tradición intelectual: la intuición. Desde la perspectiva más creible: la artística, y a través de la solución escritural más eficiente: el ensayo literario, la narración sociológica.
     En el reverso metodológico de esta tendencia, aunque persiguiendo objetivos similares, se ubican las investigaciones de la Dra. Carolina de la Torre, durante mucho tiempo profesora de la Facultad de Psicología, y después investigadora del Centro Juan Marinello para el Desarrollo de la Cultura, en La Habana.  De la Torre fudamenta sus estudios de identidad en metodos sociométricos tradicionales como la encuesta, la entrevista, el cuestionario.  A pesar de todo el rigor que le asiste en su aplicación, hay una dificultad ontológica que no le permite rebasar totalmente los márgenes de error: La sociología concibió esas técnicas para el estudio de sociedades modernas donde cabía esperar la racionalidad de la acción social; no de sociedades totalitarias donde la sociedad se tradicionaliza y la racionalidad se disloca.  En este contexto, las ventajas del metodo intuitivo y la expresión artística, como han reconocido algunos de los estudiantes de la profesora de la Torre, tienen ventaja sobre la investigación tradicional. 
     Muchas veces en la Universidad de La Habana, si bien se respetaban los métodos utilizados en los estudios cubanos por algunos estudiosos norteamericanos, los resultados incitaban al escepticismo; para no hablar ya de los pronósticos.  No es difícil imaginar las reacciones del vulgo letrado ante la “investigación” de la proporción de homosexuales, entre 20 y 30 años, que desempeñaron la “función lider” en un estudio de balseros entre los años 1992-1993.
     Una visión más “cualitativa” se puede percibir en la edición segunda de El caiman ante el espejo. Un ensayo de interpretación de lo cubano, que renueva y a la vez participa de  una tradición reflexiva de lo político desde lo cultural muy notable en el ámbito iberoamericano.  En el contexto cubano es muy clara la genealogía de este estilo de pensamiento; referirla es algo superfluo, pues en la lectura del libro el universo referencial que maneja la autora la hace evidente. Y no se crea que es fácil elevar al rango de acierto literario ese “descargar” sin más sobre el ejercicio de morir y vivir de Cuba y sus gentes; la innegable legitimidad de narrar lo que a uno le acontece ha llevado a algunos escritores a varar en las arenas de lo futil.
     No siempre la crónica de uno mismo se convierte en literatura; o en hallazgo sociológico la anécdota personal.  Se trata de una metamorfosis para la que no existe método; quienes la logran apenas nos emplazan con la singularidad irrepetible de su resultado; como es el caso de El caimán ante el espejo.  El discurso impresionista sobre la  “identidad cubana” es un desfiladero inelectual y estético; se salva cuando hay estilo que, como decía Virginia Wolff, es el arte de sobresalir renunciando; y también, claro está, cuando se actualizan las impresiones descubriendo las nuevas actitudes como una mutación de aquellas tradicionales. 
     A fuerza de reiterarse, muchos términos y problemáticas llegan a provocar hastío y hasta fobias en las conciencias.  Hoy lo verificamos a la hora de hablar de “identidad” y uno de sus precipitados: la Diego Velázquez: Las Meninas“cubanidad”.  La identidad no apareció como un problema de la culturología o de la antropología, sino de la lógica formal; ya en Aristóteles se encuentra claramente formulada en su rotunda sencillez: A=A.  Sin embargo, en la epoca moderna Locke aborda el tema en su Ensayo sobre el entendimiento humano, que es mucho  más que un tratado de lógica.  A partir de aquí, lo “identificatorio” empieza a formar parte de un problema mayor: la configuración estable de los actores de la sociedad moderna.  Las reticencias actuales a considerar este tipo de asunto forma parte del quiebre general del punto de vista de la modernidad.  En el caso cubano, además, de un legítimo rechazo a un lugar común. 
     “Identidad” ha pasado a significar aquel conjunto de atributos que se mantienen, aún cuando el sujeto social se traslade en el espacio o traspase el tiempo; algo que inesperadamente se acentúa en medio de la sensibilidad postmoderna, cuando el sentido de pertenencia se atomiza mucho más.
    Hay cosas que hemos sido y que, una vez que nos movemos de contexto, dejan de calificarnos.  El propio exilio es entre otras cosas un curso tremendo de desilusión y descubrimiento.  Los sabios habaneros de turno, por ejemplo, los contadores de anécdotas de viajes en los barrios y campos cubanos, los profesores que sorprenden a sus alumnos al regreso del extranjero, pierden su posición social (su identidad) al salir a vivir en cualquier lugar del otro mundo, donde sus ficciones se convierten en una realidad en vivo.  Con mucha gracia me lo confesó El Barry Tatica, un artista pop cubano que hace delirar a Algeciras con sus imitaciones de Barry White: “Yo entre los pobres soy rico; y entre los ricos soy pobre.  En Cuba soy el mejor dando; y en España y Japón soy el mejor recibiendo”.
     El desplazado no pierde su identidad sino que la rectifica; se encuentra con el hecho de que aquello que le daba un lugar en la isla, lo que le disitinguía, no es ahora lo que le ofrece una significación social. “A” dejó de ser “A” pues se hizo “inactual” aquello que le definía; en verdad, ya le ronda el “otro”, el “espejo” o, quizás mejor, el espejismo.  Debe entonces reaccionar ante el suceso, o resintiéndose contra el nuevo contexto (“En Miami no me dieron nada, prefiero la revolución”, por ejemplo) u operando con otros signos identificatorios.  La autora sabe que la “identidad” es algo  móvil, a veces inasible, o concreto, pero igual inefable; una de las ficciones vigentes en la vida del hombre: “Quizás, después de todo, la identidad nacional sea en sí un tejido difuso y cambiante que escapa todo intento de definición”.(12)
     Los problemas de “identidad” son muy oportunos para mostrar la forma un tanto vergonzante en que a veces se construye la teoría social. Llamo de esta forma a una manera de practicar el pensamiento que se niega a reconocer los signos definitorios de ese ejercicio.  Utilizo este adjetivo, “vergonzante”, de la misma forma en que lo utilizó Marx para referirse a algunos científicos naturales de su época que llamó “materialistas vergonzantes” porque, siendo materialistas en el campo específico de su competencia, se resistían a declararse como tales.  Entre la comunidad de estudiosos cubanos de la actualidad  podemos observar una actitud semejante al menos en dos puntos básicos.
     En la declaración formal de hastío ante el planteamiento sociológico de la “identidad” y la participación activa en el mismo marco referencial que se rechaza.  Es cierto que las teorías del “carácter” o “alma” nacional, tan cercanas al tema de la “identidad”, suenan obsoletas en la teoría social contemporánea; pero precisamente por eso habría que discutir por qué razón entonces se funciona tan insistentemente con ellas.  Es curioso, por ejemplo, que un economista como Friedrich Hayek, aun cuando trataba de mantenerse lejos de este tipo de especulación sociológica en el análisis de los sistemas políticos, llegara inevitablemente a un punto en que no podía seguir adelante si no tiraba de las socorridas nociones del “alemán” o el “inglés” que, según especulaba, harían  posible con su “naturaleza social”, su “identidad”, el socialismo y el liberalismo. 
     Otra práctica vergonzante de algunos estudiosos cubanos es la reivindicación formal de su competencia en el ámbito de una estrecha especialidad, lo que sin más les daría el título de “académicos”.  Esta posición se complementa con una teorización formal acerca del intelectual postmoderno como un sujeto desmarcado de precupaciones sociales que serían atribuciones de un llamado intelectual estilo clásico.  Se puede percibir en esta prescripción una doble inconsecuencia: una práctica ilustrada que reproduce veleidades pedagógicas de la más rancia modernidad, una reiteración del moralismo típico del intelectual clásico, circunscrito ahora al asunto de lo que debe esperarse de un intelectual postmoderno. 
     La autora de El caimán ante el espejo participa en esas dos tradiciones sin ninguna clase complejos; aunque reconoce el carácter problemático de un planteamiento de los problemas sociales en términos de “identidad”, señala que le interesan ciertos signos fijos del proceder cubano que ha estudiado y observado como constantes conductuales más allá del tiempo y la geografía (es decir, que le interesa la “identidad”). 
     No tiene ningún reparo en declarar que con estas reflexiones busca influir en la conformación y percepción de la “cubanidad” y, tampoco, que de esta posición en teoría resulta una consecuente posición en política típica de las más clásicas pretenciones de coherencia sistémica: a un pensamiento sintético en teoría corresponde, o debiera coresponder, una posición de reforma y negociación en política.  Es, digamos, una cuestión de estilo que se esgrime desde el campus poético y no desde el propiamente político.  En la tensión es predominante la perspectiva primera. 
     La posición de Uva de Aragón en este punto es satisfactoria y, como decía, de raíz poética y ansiedad política: “esa vieja obsesión mía por la introspección, por el análisis de la cubanidad, por la conciliación de los polos más extremos de nuestra paradójica identidad”.(p. 12)  Esta alternativa, lejos de lo que puede parecer a primera vista, es de un gran realismo político.  A diferencia de otros que no ven que el radicalismo cubano no es un “error” sino un “hecho”, Uva de Aragón no se espanta ante los extremismos cubanos; no los desprestigia, no los descalifica, no huye sino que va hacia ellos tratando, entonces sí, de lograr la “conciliación”.
     Es casi infantil proponer un diálogo cubano descartando a los polos políticos de la cubanidad.  Es una ficción inmadura y a veces soberbia; los extremos cuentan, quiérase o no, han sido decisivos en nuestra historia y no hay solución que no pase por ellos.  Ahí está la fuerza política real en un país de revoluciones implosivas.  Ahí va El caimán ante el espejo, a intentar, con todo el idealismo que caracteriza al pensamiento y al arte, la creación de un espacio espiritual para el encuentro.  En política ese encuentro se llama “pacto”, y no supone la eliminación de los extremos, todo lo contrario; la negociación, el diálogo, lo que busca es el diseño de una zona donde esos extremos puedan sobrevivir sin presuponer la mutua eliminación. Diálogo es balance, oposición es equilibrio. 
     He participado en algunos proyectos sobre la cuestion cubana y casi todos se han malogrado por la pretención prematura de ubicarse políticamente aún antes de existir en la práctica.  La ansiedad  “centrista” puede llevar a la falsa ilusión de una excelencia lograda a partir de distanciamientos; los extremos, como ha señalado Uva de Aragón, no son en fin de cuentas más que centros de gravitación de una cubanidad bicefálica.  Plantearse a toda costa una equidistancia de ellos es un forceps que no deja fluir libremente el pensamiento.  Quizas lo mejor sea, para el caso de los proyectos intelectuales (una antología o una revista, por citar dos ejemplos), discriminar según la calidad de la colaboración  y, sólo a posteriori, precisar hacia donde se ha movido la selección. En fin de cuentas, es más valioso determinar la perspectiva del talento social que las preferencias políticas de un antologador o un editor.
     Lo que necesitamos es lucidez, talento, no la invencion prefabricada de una vitrina mediocre donde posen, resguardadas por una política pseudodemocrática, ejemplares exóticos de razas, géneros, sectas y partidos.  En el panorama cultural cubano actual no existen flujos de ideas realmente importantes.  No hay, por ejemplo, un pensamiento racista; hubo ciertamente en el pasado economistas que pensaron que la esclavitud era muy productiva, o paisanos que sienten aversión por los negros, pero eso no hace a nadie un pensador lúcido en el marco del racismo, sino apenas un ciudadano irresponsable. 
     Tampoco hay un pensamiento socialista muy admirable; reconfortan mas los políticos con vocación teórica que sus mismos ideológos, ignorantes de una tradición de la cual afirman formar parte.  Ni siquiera existe un pensamiento marxista de primera línea; como he dicho otras veces, en la historia idelógica cubana se da la paradoja de que los pensadores marxistas más brillantes los da la República, no la Revolución, a pesar de que trata de legitimarse explicitamente en esa vertiente ideológica.  En fin que, así como en las condiciones actuales el diálogo parece la opción más dura, sucede también que el centro y el “dialoguismo” a toda costa muestra una terquedad muy propia de las posiciones extremistas. 
     Cuando digo que Uva de Aragón se centra reflexivamente en los temas de identidad, quiero significar que sabe captar aquellos atributos que están en juego en el desenvolvimiento de ese sujeto tan ficcional como real que es el cubano.  Por esta razón sus reflexiones superan la fragmentación geográfica y política de la cultura cubana, y tienen interes independientemente del contexto específico donde un lector decida ser cómplice de su libro.  En el cubano hay cuestiones que se mantienen en sí, aunque acceda a nuevas formas de competencia e incompetencia social; el libro en cuestión recrea muchas de esas fijezas.
     Un libro como este, por tanto, debería tener su público natural en cualquier comunidad cubana; se encuentre donde se encuentre.  En Miami, en la isla cubana, preferentemente.  Su destino, pues, está ligado a una odisea.  Sin embargo, los deseos de recuperar la patria perdida le otorgan a los exilios cierta dimensión de provisionalidad, y este es sobre todo un documento reflexivo que exige aplomo, tiempo; como decía José Ingenieros, dimensión de raíces y de “terruño”.  Me atrevo a decir que El caimán ante el espejo es quizas más necesario a los amigos que ya ven como definitiva su existencia como cubanos en el contexto norteamericano, que para aquéllos que deberán retomarlo si alguna vez deciden rectificar su cotidiana geografía.  Pero nadie debe prescindir de su auxilio.  Es un libro para cubanos “de nación”, “criollos” y “reyoyos”; exiliados y sembrados; para heredianos y casalianos; en fin, para cubanos de siempre.
     Su proposito no es exitar con noticias urgentes; apenas propone un ejercicio de comprensión sereno y positivo de la condición cubana. Por demás es también piadoso, toda vez que aún las críticas más decididas de dicha condición se hacen con una complicidad evidente, como participando.  El filósofo español José Luis Aranguren implicaba siempre un nivel de autocrítica en cualquier cuestionamiento social que aspirara a la credibilidad; la amable participatividad con que la autora requiere ciertos énfasis cubanos, la liberan de ese exceso de Ilustración que tanto ha criticado el pensamiento postmoderno.
     Esta segunda edición incorpora una “Nota” que especifica los cambios que se introducen en la versión original: “sólo he añadido o revisado algunas frases de los ensayos y trabajos originales para aclarar o precisar ideas que pudieran haber quedado confusas”. (p.9)  Se agregan además dos “Crónicas del regreso” que son impresiones del reencuentro de la autora con la isla cubana después de casi cuarenta años.
     El caimán ante el espejo es un documento muy autorreflexivo.  Como se dijo, la autora se centra en una interpretación de aquella condición que define su ser: la de cubana; pero además, medita mucho sobre el recurso que le asiste en su ejercicio: la escritura.  De ahí que, además de las aclaraciones que conciernen a esta nota segunda, El caimán ante el espejo se vuelque sobre sí mismo en una trilogía autocomprensiva compuesta por un “Portal criollo”, una “Introducción” y otras “Aclaraciones previas”.  Quizás en una próxima edición estas tres notas pudieran converger en una sola, inspiradas por el estilo más personal y el bello título que distingue a “Portal criollo”. 
     Desde el trabajo “El machete y la rosa blanca”, hasta esa suerte de sensible telón poético que significa el texto “Que la patria os contempla orgulosa”, El caimán ante el espejo se constituye como una obra acabada de la reflexión poética sobre la isla cubana.  Los documentos que se han distinguido en este campo son destellos insólitos, hallazgos que más parecen unciones espontáneas  que conclusiones naturales de un estudio sostenido.  Este libro tiene de ambas virtudes; hay, en efecto, dictados de la intuición, pero además coherencia, sostenibilidad del tema y cierre formal sobre sí mismo, que es el símbolo inequívoco del infinito limitado.  Decía que, en cuanto a contenido temático, estas reflexiones deberán estar siempre abiertas a la renovación de la comunidad que pretende auscultar; igual que en esta segunda edición a los “regresos”, a futuros “redistanciamientos”, a nuevos dolores y vírgenes amores. 
     Cuando la autora insista en poetizar sobre la isla en la isla, cuando ejerza allá su capacidad para desnudar la vida cubana (aunque será sin duda entonces más romántica que iluminista), sus propios lectores le harán reclamos por lo que creerán desaire.  Es cuestión de balance, de los paseos pendulares que ella misma nos revela.  En cuanto a obra, uno tiene la sospecha de que en las páginas que van específicamente desde “Portal criollo” a “Que la patria os contempla orgullosa”, alienta algo de perfección artística.  Es posible que retocarlas tenga algo de sacrílego.
     Pero lo anterior es nada más que un gusto de lector; al escribirlo, una presunción de alteridad.  El caimán ante el espejo cuenta además con media decena de textos más, sin considerar las citadas dos “Notas sobre el regreso”.  Confieso que, aunque creo que entre las paginas 11 y 76 hay un núcleo que amerita un decidido respeto crítico, este tipo de adiciones crean adicciones.  Entre ellas celebro, por ejemplo, “La última piedra”, que evidencia  una forma amable y poética de ejercer el humor político que no conozco en otros autores de esta tradición.  En Marti, por ejemplo, está la razón política y poética, pero el tema cubano era algo de lo sagrado, como casi todo en él, y situaba sus reflexiones muy lejos del humor.  El Apostol, digámoslo de una vez, solía ser “demasiado serio”. 
     En cuanto a los panfletistas y críticos de la República, van a la otra esquina; sus trabajos desbordan  humor, ingenio y comicidad, pero les suele faltar hondura, amabilidad poética, sentido de lo trágico. “La última piedra”, y un poco menos “Declaración de aduana”, dos adiciones sobre el núcleo escritural que prefiero de El caimán en el espejo, se tensan virtuosamente entre estos dos flujos estilísticos.
     Es importante distinguir los dos niveles, descriptivo y axiológico, en que se mueve la escritura de Uva de Aragón cuando aborda lo cubano.  Sus observaciones son casi siempre convincentes, ha visto con constancia, y ha visto bien; sin embargo, empieza a tensar nuestra lectura cuando se decide a hacer valoraciones y diagnósticos. Es natural. 
     Su listado de polaridades cubanas es creible; es por demás muy positiva cuando prescribe la posibilidad de solucionar estas tensiones a través de una síntesis de los extremos, pero esta intención performativa muestra un desajuste desmedido entre el ser y la norma.  Quizás el problema no sean los extremos sino los énfasis.  Lo que hasta ahora tenemos ganado es una sensibilidad antipolar que muestra una ingenua preferencia por las opciones templadas, llámense moderadas, terceras o de centro.  Digo ingenua porque se desconoce que el equilibro democrático, como ha señalado más de una vez Norberto Bobbio, se establece naturalmente de manera antitética; la extrema derecha y la extrema izquierda también deben figurar en un espectro político integral, icluso enmarcarlo. 
     La observación regular de la cultura cubana decide a la autora a postular formalmente, como convicción, lo que es también un rumor unánime.  Hace a su discurso autorizado cómplice de la evidencia de barrio, como que no escribe sólo para profesores, sino para los cubanos todos: “Mientras más pienso en como somos los cubanos, más acusada se me antoja la presencia de dos polos opuestos que tiran de nuestro yo más íntimo”.(p.69)  Hay definitivamente una cábala en las reflexiones de Uva de Aragón: un dos omnipresente que tira utópicamente hacia el uno. 
     Es curioso que haya sido Lezama Lima, un poeta, quien en su Paradiso mostrara la clave de ese malestar político que en Cuba generan los extremos.  Los fundamentalismos no son un problema cuando se constituyen como minorías; y éstas resultan hasta  funcionales cuando existe una sociedad democráticamente madura donde el interés general contrapesa el activismo minoritario.  Lo que según Lezama determinaba el malestar cubano es la mayoría amorfa e indiferente que se repliega ante el empuje de grupos de gente con mucha ambición y no menos iniciativa.  Es esto lo que permite explicar a la Revolución de 1959 como un fenómeno de masas protagonizado por una minoría de la sociedad y, en otro sentido, que en países como Suiza existan grupos de neonazis que no representan un peligro inmediato para el orden social. 
     Aunque no es el momento de estudiarlo, aprovecho para alertar acerca de que esta misma condición política, donde una minoría (para no hablar ya de un hombre) puede quedar en condiciones de robarse toda la iniciativa social, debe hacernos muy cautelosos a la hora de apropiarnos de las teorías con perfil micrológico y relativista que se fabrizan de cara a contextos políticos del primer mundo.  Las jubilosas teorías de minorías pueden degenerar en fundamentalismos implosivos que traigan una nueva dependencia en nombre de la emancipación de una clase, una raza o una especie de la naturaleza. 
     La autora verifica desde las primeras páginas la polaridad  entre los “discursos públicos” a ambos lados del Malecón, a la que hay que sumar la polaridad que existe entre ese discurso público y el discurso privado de los propios hablantes contradictorios.  La emisión de sentido muestra una escisión cuasi esquizofrénica; en la isla se atribuye este quiebre a una circunstancia política de censura y doble moral, pero al constatarlo además en el exilio, se convierte en una condición cultural, identificatoria, suprapolítica. 
     Como sugiere la autora, no se percibe ni en la historia ni en la geografía cubana un paisaje organizado.  En este momento los cubanos nos estamos dando tradiciones históricas diferentes, a veces incompatibles, y es casi inverosímil que a pesar de haber conocido en el siglo XX algunos autoritarismos tremendos, ni siquiera hayamos aprovechado esa oportunidad para establecer un consenso en torno al bien y el mal.  El texto “La ultima piedra” lo expresa de manera inmejorable; tal parece que, al igual que han propuesto Habermas y Giddens para establecer un fundamento espiritual de la Unión Europea, la unidad cubana no se afincará en una identidad histórica, en una “herencia común”, sino en un conjunto de valores deslindados a partir de una crítica del presente y proyectados hacia el futuro. Es preciso, como pedía Foucault, una “ontología de ahora”.
     En términos teóricos, esto significa una reproducción de la polémica decimonónica entre las escuelas histórica y hegeliana del derecho, en cuyo caso, me inclino hacia la segunda solución.  A veces da la impresión de que el exceso de historicismo e historicidad en los estudios cubanos entorpece la participación de la teoría en las soluciones efectivas.  Hay en la intelectualidad cubana una fobia al presente que la hace participar de la ilustración de manera inorgánica y situarse de espaldas a la crítica efectiva. 
     La experiencia del exilio le ha permitido a la autora asistir a la fundación de una patria.  Poniendo piedra sobre piedra, nombrando calles y acumulando memoria, los años `60 y `70 son algo así como los siglos XVII y XVIII de la historia cubana; época de fundación donde emerge una conciencia de patria muy singular.  Por eso los recién llegados somos, de alguna manera, “extranjeros” que deben ganarse la legitimidad de nuevos ciudadanos.  A diferencia de los viajeros, que no tienen ninguna, el exiliado “histórico” puede parafrasear a Martí: dos patrias tengo yo, Cuba y Miami.  El caimán ante elespejo es necesario para comprender este proceso; ya nos habla de una nueva dimensión de lo cubano transgeográfico que reproduce símbolos estables que aspiran a sellos de identidad.  Cuando un cubano dice a otro: “El próximo año en La Habana”, se parece mucho a cuando decimos: “Que Dios te bendiga”.  La Habana como bendición es una creencia, el ofrecimiento, un trato cordial, una frase hecha.  Son modos de fundar un lenguaje, una patria.
     La autora no se distrae y plantea diafanamente el problema cardinal de nuestra sensibilidad: “me he preguntado en muchas ocasiones a través de mi vida qué cosa es en verdad ser cubano”.(p.17)  Más allá de lo que se piense acerca de la pertinencia teórica de la pregunta y, sobre todo, de la respuesta específica que den los que crean que esa inquietud es legítima, es la propia duda lo que constituye la buscada identidad.
     Y aquí es curioso ver como la profesora da paso a la poeta, y ésta a la sentidora común, al ser humano.  Lo cubano pasa de lo libresco a lo sentido; y la patria se torna, sin “ridiculez”, sin gotas Boucher: El pintor en su estudiorojas de “rencor eterno”, el amor al suelo que pisan nuestras plantas: “Cuba era aquella tierra sobre el mar a la que yo regresaba.  Era el puerto final, era el hogar, el lugar de donde venimos y hacia donde vamos siempre.  Era el padre y la madre de los que nunca podemos quedar huérfanos”.(p.16)
     Metodológicamente hablando, es muy frágil el camino que se indica para establecer los signos de identidad: aislar en un ejercicio comparatístico aquello que nos distingue o, por lo menos, lo que más nos distingue.  De cualquier modo, la autora no lo considera un ejercicio totalmente esteril, y es por ello que accede a reconocer lo oscuro de esta elección incitando a que se practique al menos como un “intento”. 
     Es curioso la correspondencia que hay entre esa búsqueda de la identidad por analogía y la costumbre cubana de verificarse con culturas metropolitanas de sólida constitución: París, Londres, New York.  El desafio que propone Uva de Aragón no estaría tanto en una contrastación con aquello que nos separa sino con lo que nos une.  No es difícil sentir y pensar las diferencias entre Cuba y Francia, por poner un ejemplo; otra cosa sería viajar a por El Caribe o por la zona española de Andalucía y tratar, entonces sí, de “aislar aquellas características de nuestro modo de ser que más nos distinguen”.(p.19) 
     El Caribe nos obligaría a una percepción más fina, más sutil; hay colores, sabores, ritmos que en París nos pertenecerían como “modos típicamente cubanos de ser” y, sin embargo, no nos dintinguirían en Trinidad y Tobago, Jamaica, Puerto Rico, Islas Caimán o República Domicana.  O, para decir algo a tono con ciertas ínfulas señaladas por Uva de Aragón a la “cubanidad”: nos distinguirían, efectivamente, pero de forma desventajosa.
     Uno de los ejes estructurantes de la cosmovisión de la autora presentada en El caimán ante el espejo es sin lugar a dudas un rechazo a la violencia.  Es un rechazo en toda la línea, sin distinciones.  Confieso que en un primer momento uno siente como la inclinación a reconocer la legitimidad de ciertos tipos de violencia en determinadas circunstancias; Tomás de Aquino, por ejemplo, reconocía el derecho de resistencia, como también lo hizo Suárez.  El mismo José Martí, tan importante en el universo referencial de Uva de Aragón, asentía a una guerra que consideraba necesaria y, más acá, el bueno de Rafael García Bárcena organizaba un movimiento armado, regido por el candor y la honestidad, contra Fulgencio Batista. 
     Sin embargo, a estas alturas prefiero creer, como la autora, que la violencia debe ser rechazada en toda la línea; sé que hay malestares humanos tan groseros que merecen ser borrados con fuerza de la faz de la tierra, pero la propia historia cubana de los últimos años demuestra que no existe ninguna garantía para que, una vez desatada, la violencia que se pretendía justa no caiga ella misma en crímenes y venganzas descontroladas.  El texto “El machete y la rosa blanca” es desde ya un documento literario básico para entender el problema de la violencia en Cuba.  En él se encuentra un recuento histórico de la misma, así como una crítica suficiente a esa desesperada “tecne”.
     La autora inquiere por las fuentes que sostienen la tendencia a la violencia en Cuba.  Y lo que es peor, presenta a la violencia como hábito, como costumbre en esa “cubanidad” que distingue, satisface y duele.  Ambos flujos, la guerra y la paz,  pujan en el interior de cada cubano; y lo desgarran en fragmentos que le impiden existir coherentemente: “¿Cómo es posible que gente tan abierta, querendona y sandungera tenga una historia teñida de violencia y sangre?”.(p.24) Desgraciadamente, aun los políticos más comprometidos con la institucionalidad, surgieron en Cuba de una reyerta que les marca el origen. Y con ellos, también, el mismo pueblo que los apoyó o consintió con simpatía e indiferencia y que de ninguna manera puede pasar como un personaje totalmente inocente.
     En su viaje a los orígenes la autora se remonta hasta la hispanidad, que muestra conocer cabalmente a través de ejercicios de interpretación literaria muy convincentes, o la referencia a cláusulas políticas más cercanas, como es la Constitución Española de 1978.  Tiene la respuesta en sus manos y se detiene.  Como es de esperar, no habla del “gen étnico” que conforma la cultura sin mostrar las reservas que exige la corrección política o la rigurosidad científica. 
     Sin embargo se atreve.  Y hace bien.  Resulta que la ciencia contemporánea está haciendo recapacitar a la sociología sobre las determinaciones biológicas de lo social; aunque nos sea de mal gusto, hay que reconocer que no todo en la cultura es de transmisión extrasomática, como sugieren las enciclopedias más tradicionales.  Al amparo de la ciencia contemporánea, el campo clásico de las “humanidades”, deberá reconsiderar las variables genéticas y raciales.  El gran desafío del humanismo no está en obviar las nuevas investigaciones, sino en plantearse que conclusiones progresistas y libertarias, humanistas, puede extraer de esa evidencia. 
     Lo ancestral regresa entonces como elemento inalienable del contexto: “Como el Cid -dice Uva de Aragón-, gustamos de llevar regalos a los familiares y de casar bien a nuestras hijas, y se nos llenan de lágrimas los ojos por el destierro y la separación de lugares y seres queridos, pero también como el Campeador, la sangre nos rueda por el codo”.(p.29)  Los paralelos, no hay más que pasearse por la llanura castellana o bajar un poco hacia el mediterraneo, son innegables.  Con las apuestas de El caimán ante el espejo, alcanza al menos para sospechar que esa comunión espiritual debe tanto a los viajes de la cultura como a la alquimia de sangres.
     Uva de Aragón hace un ejercicio cívico de soledad. Tiene firmeza suficiente como para requerir a lo que se ha dado en llamar, con cierto convencionalismo, las dos orillas. Flancos que ya, a esta altura de nuestra historia, exigen un puente definitivo.  No hay una localizacion “dentro” y “fuera” que sirva para fijar los alineamientos políticos; los castristas de Miami suelen ser más decididos en la defensa del régimen que los castristas de la isla que se empeñan en tomar algunas distancias que le descomprometan el futuro.  Y en la isla misma, hay una sensibilidad antiautoritaria y procapitalista mucho más radical que la de cualquier anticastrista del exilio.
     De cualquier manera, lo que con toda justicia alerta El caimán ante el espejo, es que hay una “cultura de la guerra” gravitando sobre las dos orillas; algo que ha lesionado nuestra historia y que está ahí, vigente, en nuestra cultura.  Es un signo, una invariante sociológica de la cubanidad que demuestra que Uva de Aragón nos está hablando en sus páginas con realismo, no con ajena complacencia.  Que su libro, como el resto de su obra, responde a una crítica amable, no a una apología.
     De cualquier modo, los éxitos alcanzados en el exilio y el sedimento cultural de tantos años han estimulado la elaboración de percepciones que emparejan una comunidad a un país.  Creo que es un error.  A una dispora desgajada de su locus genital, por más próspera que sea, no se le puede pedir lo mismo que a un país.  A este se le deben exigir inclusiones, acuerdos y reconciliaciones más abarcadores que las que cabe esperar de una(s) fraternidad(es) de excluidos. 
     Es curioso, por paradójico, que sea una escritora del exilio, de esa comunidad enfatica y animosa por derecho propio, de quien salga una obra tranquilizadora como El caimán ante el espejo.  Los vencedores en las revoluciones suelen ser muy poco clementes; lo demuestra la misma historia revolucionaria.  Esto se corresponde con una tesis de la propia autora según la cual, por alguna razón que vale la pena hacer pública: “Son los que más han sufrido los más dados al perdón, al gesto noble, al abrazo conciliador”. (p.52)  Es cierto, he conocido a presos políticos cuya bondad rebasa con mucho la crispación de algunos funcionarios fracasados.
     Por si fuera poco, desde el punto de vista de los estudios cubanos, El caimán ante el espejo muestra que lo “actual”, que Hegel llamaba el “presente finito”,  puede aprehenderse naturalmente, a través del desarrollo de un objeto de estudio elegido con libertad epistémica y no, como suele suceder, mediante una jugada de inserción en los temas predominantes de la moda académica, cuya inflación populista deja abiertas algunas vacantes.  El problema del “machismo” y la “mirada mujer”, por ejemplo, caen por su propio peso en el ámbito de un tema que, vistas las cosas, es una suerte de obligación destinal de la autora.  El problema cubano, con todos sus capítulos, es en Uva de Aragón un asunto biográfico, de constitución.  De ahí que el enriquecimiento factográfico e investigativo, la novedad teórica y las nuevas vivencias se vayan acumulando de forma fácil y serena al núcleo de procupaciones previamente formulado. 
     Esto es lo que garantiza la coherencia entre elecciones y actitudes que va conformando una obra orgánica.  Reconstruyamos un proceso posible: en la autora hay una condición cubana que genera una preocupación intelectual y un sentimiento vigente; ello conduce a la constatación de una condición quebrada de la misma cubanidad.  Ahí aparece la creencia en que una reconciliación salvifica a partir de un entendimiento entre las partes.  Eso lleva al ejercicio de un pensamiento sintético (por contraposición al antinómico, que hubiera sido igualmente válido) en teoría y a la reforma en la política.  De paso, cuando aparece en Uva de Aragón la precupación historiográfica, se le ve elegir temas y figuras que sirven como sostén tradicional a la senda elegida.  Por si fuera poco, su propia genealogía confirma las elecciones.  Se trata, como se ve, de una búsqueda progresiva de coherencia que presagia la unidad espiritual.
     Todo lo demás se desprende de este eje central: la vocación poética, el magisterio, la dipolomacia como recurso político.  Los límites de libertad electiva en que una biografía intelectual como la de Uva de Aragón puede definirse, no pueden precisarse desde la perpectiva de un observador contemporáneo.  Escapa, pues, a nuestra competencia. 
     El problema de la mujer cubana aparece planteado en El caimán ante el espejo en una dimensión poética y moral.  Y es ese prisma quien determina la revisión histórica del asunto; no al revés.  La discriminación politica y racial, la violencia, el machismo, el exilio, la patria, en fin, Cuba, no es para Uva de Aragon un tema de investigación, una asignatura que debe enseñarse o un documento  que hay que entregar en tiempo para justificar una beca; es, ya lo dije, una cuestión destinal y eso, lo saben mejor otros, lo ha demostrado a lo largo de su vida.  Y como su prosa poética es fiel a ese contexto literario que es su propia sensibilidad humana, cabe esperar en el futuro nuevos giros que enriquezcan y complejicen ese rumbo ya de por sí sorprendente, que tanta perplejidad ha causado a veces entre sus lectores. 
     Esa lealtad a la experiencia propia otorga al trabajo de la autora, además de todos los atributos citados, la escasa dimensión de lo interesante que adjunta lo imprevisible. 
     La sintonía que se puede encontrar entre el “estudio de interpretación de lo cubano” que significa El caimán ante el espejo y las más recientes inclinaciones de la teoría social, es el resultado de la autenticidad.  Es por ello que los campos de estudio se abren a veces como por instinto y no como sugerencia de una lectura oportuna, que también la hay.  La poesía hace lúcida a la sociología y la salva de lo manido; como cuando se presenta al machismo como un conjunto de valores que marca la relación entre los propios hombres cubanos; por extensión, al resto de las relaciones sociales que ellos mismos han intentado confiscar.
     No puede pasar por alto quien quiera comprender el desenvolvimiento de lo cubano, el texto “La ventana abierta y los cangrejos cubanos”.  Allí se presentan dos instituciones básicas de nuestra demopsicología en una mezcla extraordinaria de complicidad y contraste: el paternalismo y la envidia; simpáticamente definida por la autora como “esa gangrenosa pacioncilla”, que complementa desde la levedad a aquella otra lúcidamente grave de Maria Zambrano deslizada en El hombre y lo divino: la envidia es un “mal sagrado”.
     En su libro José Martí: la invención de Cuba (Colibrí, Madrid, 2000) Rafael Rojas llama la atención sobre una frase de Martí a Gómez, casi con seguridad lo último que escribió, que es el colmo del paternalismo cubano.  Solo, en un medio que no le favorecía, probando lo inútil que era su finura en una guerra bruta, le escribe sin embargo a Gómez, protectora y paternalmente: “no estaré tranquilo hasta no verlo llegar a usted… le llevo bien cuidado el jolongo”.  ¿De dónde saca el cubano esa ambivalente fuerza que, por un lado, muestra su bondad al ofrecer ayuda, aún en los momentos de mayor desgracia,y, por otra, le impide percibir de manera realista el problema en que se encuentra? El “jolongo” martiano se percibe cada vez que se reciben noticias de Cuba; en medio de la miseria, el consejo paternal indeclinable: “cuídate”, “ahorra”, “estamos bien, ven y no traigas nada”, “mira a ver con quien te juntas”, “no llames tanto”.
     Por la otra parte, la envidia también hace lo suyo.  Hace unos minutos, un amigo del cual me consta la honestidad de su quehacer por Cuba, me ha confesado: “Trabajo veinte horas diarias y sólo consigo tener problemas con la gente.  La gente nuestra, que es lo peor de todo”.  En estos nudos se detiene, y se exalta, El caimán ante el espejo.  Conozco, a ambos lados del mar, gente que se uniría para publicarlo mil veces; y otras que, mil veces también, preferirían censurarlo.
     Ya hacia el final del texto adviene la reconciliación programática; los quiebres aparecen no tanto como insuficiencias, sino como ingredientes óptimos que se pueden equilibar o, en cualquier caso, balancear a un lado u otro aprovechando oportunamente los énfasis.  Así aconseja: “Es bueno que junto al plan pragmático y razonable nos crezca la ilusión pueril…” (p.86).
     Es pertienente señalar también que este elemento placentero que Uva de Aragón recomienda, no se refiere sólo al goce del cielo y de las playas cubanas, a sus comidas y su música, a su historia y su gente.  También es un placer que se disfruta en el ejercicio de la misma escritura.  Hay en su texto palabras exactas, imágenes insólitas y otras muy cuidadas, oraciones concluyentes; pero igual juego, guiños a sus cómplices de oficio cuando la indagación política o la preocupación moral la distancia un poco de la fidelidad literaria.  En la página 99 aparece un pasaje, perteneciente a su conferencia “El futuro de la literatura cubana desde el punto de vista del escritor”, que construye su mensaje a partir de claves titulares de la literatura cubana contemporánea: fuera de juego-el mundo alucinante-amanecer en el trópico-otra vez el mar.
     Esta segunda edición de El caimán ante el espejo cierra con la adición de dos crónicas del regreso, entrega literaria inmediata tras ese tremendo reencuentro de la escritora con la isla.  Es impresionante, después que uno ha leido casi todo el libro, asistir a la escritura sensitiva del viaje inevitable.  Mirándolo bien, era un evento que se presagiaba desde el primer enigma: ¿cómo surge en el individuo el concepto de patria?.  No surge, siempre está ahí como eterno, inevitable retorno. 
     Sus impresiones son genuinas; no merecen, por tanto, ser objeto de una ordinaria disgregación bibliográfica: quedarán para otro ejercicio más elevado.  Uva de Aragón llegaba a Cuba, nuestra Cuba, en el mismo tiempo en que yo me preparaba para irme.  Nuestras vivencias no pueden, al menos exteriormente, compartir el ánimo.  Siento que se da la misma polaridad que ella prescribió como síntoma de la cubanidad; y veo la fisura resuelta en la misma esperanza que sugiere su El caimán ante el espejo: la conciliación salvifica de todas las travesías.
 

Emilio Ichikawa-Homestead, dic.2000.
 
 

El caimán ante el espejo (fragmentos)
Un ensayo de interpretación de lo cubano
COLECCION CUBA Y SUS JUECES
EDICIONES UNIVERSAL, Miami, Florida, 1993

Primera edición, 1993
Segunda edición, 2000

Portal criollo

     Este libro no empezó como lo que hoy es. Unos días antes de que el Huracán Andrew azotara Miami en agosto de 1992, había seleccionado algunos de mis artículos publicados en Diario Las Américas con la idea de recogerlos en un volumen.  Los vientos del ciclón, que tanta destrucción causaron, al parecer se llevaron también mi entusiasmo por el proyecto. Cuando meses después quise retomar la idea, llamé a Juan Manuel Salvat, quien me hizo una propuesta: Podía poner en el libro lo que quisiera, pero con la condición de que incluyera un ensayo inédito sobre la cuestión cubana, desde cualquier perspectiva.  Acepté el reto. 
     A pesar de que se ha escrito y hablado mucho sobre nuestra idiosincrasia nacional, no he logrado nunca ver en la geografía espiritual cubana un paisaje organizado, una claridad de contornos, una atmósfera de nitidez.  Quizás por ello el tema  me ha angustiado siempre.  No porque jamás me haya sentido otra cosa que cubana, sino porque la identidad cubana se me antoja una zona difusa y extremadamente contradictoria.  Decidí explorar el tema.
     Después de muchas noches de lectura, otras cuantas de desvelo,  y prolongadas charlas con algunos amigos íntimos, comencé por fin a llevar al papel --en realidad, al «diskette»-- mis ideas sobre las características que nos definen como pueblo.   Y a contrarreloj, inventando el tiempo en medio de múltiples cotidianas exigencias, el ensayo que hoy ve la luz fue gestándose precisamente durante nueve meses como se gestan los hijos: con ilusión, amor y dolor.
     Cuando hace pocos días me reuní con Salvat para discutir los detalles de esta edición, ansiosa como toda madre recién parida de recibir sus comentarios, lo primero que me dijo fue que veía este trabajo como un bosquejo de una obra mucho mayor.  Coincido con mi editor, sin cuyo estímulo este libro nunca se hubiera escrito, en que estas páginas, más que dar respuestas, plantean interrogaciones, más que llegar a una meta, señalan caminos. No sé si me tocará a mí escribir la obra que sueña Salvat, pero reconozco que algunos puntos de este trabajo necesitan ampliarse. Quizás, después de todo, la identidad nacional sea en sí un tejido difuso y cambiante que escapa todo intento de definición. Pero creo útil pararnos frente al espejo de nuestra realidad patria, mirar más allá del dato histórico e intentar comprender nuestra actitud vital, nuestras virtudes y defectos.  En todo caso, si estos papeles sirvieran siquiera para traer a la palestra pública algunos temas que merecen nuestra atención colectiva, o incluso simplemente para sembrar en algunos compatriotas una íntima inquietud sobre nuestro destino, estarían de sobra justificados. 
     A la hora de añadir otros textos al libro, me pareció que la mayoría de los artículos sobre asuntos cubanos no encajaba bien. Hay algo en la inmediatez de los temas periodísticos que choca con las pretensiones más abarcadoras de un ensayo. Escogí, pues, trabajos más largos, en los que me parece detectar un hilo invisible de unión: esa vieja obsesión mía por la introspección, por el análisis de la cubanidad, por la conciliación de los polos más extremos de nuestra paradójica personalidad nacional. 
     Algunas veces, lector, pensarás que me repito, casi que me plagio a mí misma.  La realidad es que todo escritor cuenta con cuatro fantasmas, cuatro obsesiones, cuatro ideas fijas sobre las que construye su obra, y que aparecen y reaparecen sobre las páginas sin posibilidad de evitarlo.  En lo escrito con ocasión del 20 de mayo de 1988 se encuentran algunas de las mismas interrogaciones que aún me obsesionan cinco años más tarde sin que haya releído el texto anterior para pergeñar el actual.   En el análisis de la poesía de Martí se palpa el mismo afán integrador que en las páginas sobre el futuro de la literatura cubana, aunque también esos dos breves ensayos se hayan escrito con un lustro de diferencia.  Y en los únicos dos artículos incluidos, más de corte literario que periodístico, se repiten las mismas preocupaciones por el futuro de Cuba que me han hecho bucear en su pasado en un esfuerzo por comprender nuestros errores de modo que no reincidamos en ellos.
Pienso que no faltarán duras críticas a algunos de mis enfoques.  Concedo de antemano que no me creo en posesión de la verdad.   Hay mucho de subjetivo en todo ensayo, precisamente porque lleva dentro el «yo», es decir, lo personal.  Pero cuanto aquí he dicho es producto de la reflexión y la bohío cubanohonestidad, no de improvisaciones ni poses.  Agradezco a los buenos amigos que me han servido de interlocutores durante los meses en que estas ideas se maduraban, y que han leído con cuidado y sentido crítico el manuscrito.  Todos sus comentarios me han sido útiles, aunque no siempre haya aceptado sus sugerencias.  En estas páginas  -- otra cosa no merece Cuba -- he puesto lo mejor de mí, y aunque algunos puntos requieran un trato más dilatado, esta criatura -- me lo dicen los dolores de parto -- está lista para ver la luz.
     Asegura el pintor Mijares que en el exilio todos hemos enloquecido por la falta de portales.  Nos da mucho sol en la cabeza, dice el genial flaco.  No sé.  Pero yo al menos añoro dolorosamente las casas con portales.  Quizás por eso he querido que estas primeras páginas tengan el sabor intimista de una conversación de sillón a sillón bajo la brisa de un atardecer habanero.  Por eso, lector, te he contado estas cosas.  Ojalá te sirvan para tomar con amor en tus manos este libro que ya es más tuyo que mío, del mismo modo que, al momento de parirlos, dejan de ser nuestros los hijos.

Exilio, 22 de agosto de 1993 
 

El machete y la rosa blanca

     Comienzo por transcribir literalmente una anécdota narrada por Dulce María Loynaz como uno de los recuerdos indelebles de su niñez.  Escribe la ganadora del Premio Cervantes:
     «Otra visita por mí recordada en todos sus detalles a causa de los sucesos que la siguieron, fue la de un señor de cabellos abundantes y rojizos -- particular raro en Cuba -- que vino un día a visitar a mi padre sin hallarlo en casa.  El señor pidió permiso para esperarlo.  Ya sentado, tomó en brazos a mi hermana Flor, que sólo tendría dos o tres años y le dio la leontina de su reloj para que jugara con ella.  Como mi padre tardaba en llegar, decidió no esperar más y poniendo de nuevo a la pequeña en el suelo, pidió su sombrero y se fue.
     «Esta escena, al parecer insignificante, quedó fotografiada en mi memoria, porque el caballero de la melena leona, pocas horas después estaría muerto.  Era el representante a la Cámara, Moleón, que esa misma noche atacó a tiros a su adversario en las luchas políticas, el representante también o senador Sánchez Figueras, mientras conversaba con su novia en la ventana.  Este disparó a su vez y mató a Moleón en el acto.
     «Me he preguntado muchas veces -- concluye la poetisa -- cómo aquel hombre que, probablemente, ya llevaba en su pecho tan siniestro propósito, pudo detenerse un instante en la ruta de su destino y ponerse a jugar con una niña.» 
     La anécdota me sobrecoge porque parece reflejar una de las más curiosas paradojas de los ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Al machete!!!!!!!cubanos.  ¿Cómo es posible que gente tan abierta, querendona y sandunguera tenga una historia teñida de violencia y sangre?  Moleón no es un caso aislado.  El mismo cubano servicial que le busca en la botica la medicina a la madre viejecita, que cuida con celo el hogar como algo sagrado, que baila al ritmo de Celia Cruz y que se enfrenta a las dificultades cotidianas (o quizás debía decir se enfrentaba) con la frase «No hay problemas» a flor de labio, ha sido, a través de una centuria, víctima y victimario de los más crueles actos de sangre. 
     Repasemos a vuelo de pájaro la historia cubana.  Junto a las páginas llenas de lirismo y poesía que escribió Martí -- tanto literal como metafóricamente -- durante su breve participación en la guerra de independencia, existió también entre sus contemporáneos la tendencia a una violencia quién sabe si más allá de lo que justifica una contienda bélica.  No debió ser gratuita la amonestación martiana de que no se funda un pueblo como se manda un campamento.  Lograda la independencia de España, no se ganó la paz.  En 1906, sólo cuatro años después de inaugurada la República, estalló la primera contienda armada.  En realidad, la propia campaña electoral fue brutal.  El doctor Enrique Villuendas, por ejemplo, que defendía la candidatura liberal en oposición a la reelección de Estrada Palma, fue asesinado en Cienfuegos.  En 1912, tuvimos la llamada «Guerrita de los negros».  En el 17, la sublevación militar dirigida por José Miguel Gómez.  En la década de los veinte, Julio Antonio Mella agitaba al estudiantado y el general Federico Laredo Brú se alzaba en Las Villas.  El respeto a las libertades y el proceder político del Presidente Zayas no lograron evitar las huelgas, los motines y los disturbios obreros durante su presidencia.  En 1930 las ciudades se llenaron de cadáveres.  Los que se rebelaban contra Machado fueron cazados a tiros en las calles.  Cayó Trejo.  También murieron policías, entre ellos el teniente Calvo, agente del gobierno.  Fue época de terrorismo, bombas, atentados, protestas, y asesinatos inauditos.  Recuérdese cómo se mató al presidente del Senado, Clemente Vázquez Bello y, cómo, en represalia, el gobierno ordenó la muerte de los representantes Miguel Angel Aguilar y Gonzalo Freyre de Andrade, y de dos hermanos de éste.  Los bombazos de los revolucionarios y los golpes de "La Porra" machadista regaron de sangre -- muchas veces inocente -- calles y campos.  Las más bajas pasiones se desbordaron.  El gobierno no escatimó medios represivos.  La oposición cobró mayor ímpetu. El saqueo, la persecución y el pillaje empañaron la vida nacional. 
     Con la caída de Machado surgió a la vida pública una nueva generación que aspiraba -- siempre he pensado que en su mayoría con gran buena fe -- a buscar soluciones justas a los problemas socioeconómicos del país.  Pero era una generación surgida de una lucha revolucionaria y clandestina, que la marcaría para siempre.
     Las reformas que se lograron en el orden social y la prosperidad económica que empezó a gozar el país no fueron antídoto suficiente contra la violencia.  En octubre del 33 el ABC se sublevaba contra el gobierno de Grau.  Quisieron tomar cuarteles y estaciones de policía.  Venció el ejército.  El saldo: un gran número de muertos y heridos.  Los abecedarios serían de nuevo objeto de violencia durante el gobierno de Mendieta, cuando, en junio de 1934, se tiroteó una manifestación del ABC formada por hombres, mujeres y niños que no portaban más armas que sus banderas y gallardetes.  Surgió una época de asaltos, atentados, y secuestros, entre ellos los de millonarios como Antonio San Miguel y Eutimio Falla Bonet.  La huelga de marzo de 1935 dejó otra estela de cadáveres.  Dicen que Enrique Férnández, Subsecretario de Gobernación con Guiteras, gritaba en la cárcel «¡Esto es un matadero!»  Guiteras ya había muerto, según algunos, peleando por salir de Cuba; asesinado, según otros. 
     La Constituyente de 1940, además de dar al país una carta constitucional progresista, fue un compromiso nacional de paz y justicia social, donde se conciliaron las fuerzas políticas y militares del país.  Cuba vivió tal vez su mejor momento.  No duraría mucho.  Batista fue electo en 1940.  Este gobierno constitucional, fecundo en muchos aspectos, dio paso a la «jornada gloriosa» de Grau San Martín.  Pero el hombre que aseguraba que la cubanidad es amor, comenzó a deshacer la obra de su predecesor y cerró los ojos ante el creciente gangsterismo.  La batalla de Orfila regó la muerte por los barrios de Marianao.  Se vieron los tanques en la calle.  La impetuosidad bélica intentó traspasar el ámbito nacional y los cubanos gastaron más de 3 millones de dólares -- ¡facilitados por el Ministerio de Educación!-- en organizar desde Cayo Confites una expedición para derrocar al dictador dominicano Rafael Trujillo.  Dato curioso: en aquella aventura -- que terminó sin alejarse siquiera de las costas cubanas -- se enroló Fidel Castro.
     Si Grau aseguraba que cubanidad y amor eran virtudes paralelas, su sucesor, Carlos Prío, quiso ser un presidente cordial.  Pero su simpatía personal y buenas intenciones no bastaron para frenar a las pandillas.  Eduardo Chibás se convirtió en implacable fiscal del régimen.  Acabó pegándose un tiro.  Su último aldabonazo dejó al país sumido en la mayor confusión.  El 10 de marzo no fue un acto de sangre, pero sí de violencia, pues quebraba el proceso constitucional a sólo meses de unas elecciones.  De ahí en adelante, nada que jamás ofreciera Batista fue aceptado por la oposición.   Una conspiración siguió a otra.  Los excesos de la policía aumentaron.  También subió el tono de las diatribas contra el dictador.  Vino el asalto al Moncada, el desembarco del Granma, el ataque a Palacio, la muerte de José Antonio Echevarria.  De nuevo reinó el terror.  Toda mi generación creció arrullada por disparos y bombazos. 
     Los largos años del actual régimen castrista han estado manchados de sangre.  Pero no puede culparse sólo a Castro.  ¿Quiénes gritaron paredón, quiénes empuñaron los rifles ante los que murieron fusilados, quiénes echaron perros e insultos a los que se iban por Mariel, quiénes forman hoy las Brigadas de Respuesta Rápida, quiénes participan en actos de repudio, quiénes arrastraron a María Elena Cruz Varela por los cabellos escaleras abajo y le hicieron tragar papeles al grito de «que le sangre la boca, que le sangre...»?  ¿Quiénes sino los hijos y nietos de los eternos revolucionarios cubanos, esos extraños hombres que, como el representante Moleón, son tan capaces de inclinarse con ternura ante un niño como de  asesinar a tiros a su adversario político? 
     Actualmente parece haber una gran coincidencia de pensamiento entre muchos cubanos que han llegado, por caminos distintos, a idénticas conclusiones.  Los disidentes cubanos han encaminado la lucha interna por la vía de la resistencia pasiva, posiblemente porque es el arma más poderosa con que cuentan frente al totalitarismo y la represión, pero también porque han comprendido el daño que ha hecho a la Patria la violencia excesiva.  Contra esa iracundia revolucionaria que ha presidido nuestra vida pública se han pronunciado en fechas recientes las voces de Carlos Alberto Montaner, Julio Estorino, Miguel González Pando y Luis Fernández Caubí.  José Ignacio Rasco lo ha resumido bien: «...hay que desterrar, o enterrar, el machete, la espada, el sable, la bombita, la granada, la metralleta, la hoz, el martillo...los tanques, las bayonetas, los golpes de estado, las guerrillas...y volver a la urna, no a las armas, al libro, no al látigo, a la escuela, no al cuartel.  En otras palabras, cambiar la cultura de la violencia, de la brava, del gangsterismo, por la paz (no el pacifismo) de la concordia, de la evolución, del ágora, del diálogo, del respeto, de la justicia, de la ética....en fin, de los derechos humanos.» 
     No me pasa inadvertido que la violencia es sólo un aspecto -- el más evidente y  también el más turbio -- de nuestra historia y que de la misma forma podría hacerse un recorrido cronológico señalando logros en el orden social, económico, cultural.  En todo caso, no hemos querido hacer un balance de nuestros años de República sino resaltar aquellos hechos que confirman la observación de que la violencia ha sido una constante en el devenir histórico cubano.
     Hurgar en los orígenes de esta inclinación al uso de la fuerza, especialmente en nuestra proyección pública, puede tal vez hacernos entender mejor la rara dualidad que encontramos en los amantes del son y el machete.
    Sin duda poco queda ya en nosotros de aquella mansedumbre del indio que tanto impresionara a Colón.  Y si el abuelo negro que nos escolta, como a Guillén, nos dejó una cierta sandunga en el andar, como si oyéramos desde lejos su tambor de cuero y madera, ¿nos legaría asimismo un ímpetu belicoso?  ¿O influye más en nosotros el abuelo blanco de gris armadura  guerrera?  ¿Es posible acaso que el origen de nuestra inclinación a la violencia se remonte a los tiempos del imperio romano?  ¿O es nuestra casi ineludible necesidad de confrontar los problemas a tiros y bombas, herencia de los árabes, tan dados a guerras intestinas y al fanatismo?
     No sé si se podrá jamás determinar en qué gen étnico reside la tentación de escoger las balas antes que los votos, de encender la mecha de una bomba antes de sentarse en una mesa de negociaciones, de apretar el gatillo y descargar la pólvora sobre el cuerpo del adversario sin plantearnos siquiera la validez ética de nuestras acciones.  Pero lo cierto es que si el hidalgo castellano justificaba la guerra como la forma de servir a Dios y al Rey, nuestra violencia es siempre en defensa de la Patria.  También en nombre de Cuba se han cometido muchos crímenes.  Como al Cid, gustamos de llevar regalos a los familiares y de casar bien a nuestras hijas, y se nos llenan de lágrimas los ojos por el destierro y la separación de lugares y seres queridos, pero también como al Campeador, la sangre nos rueda por el codo.
     Podría argüirse que nuestra historia no es más violenta que la de otros pueblos al sur del Río Grande.  Es obvio que teniendo un mismo origen, los pueblos de «Nuestra América» hemos de compartir ciertas características de idiosincrasia que han de moldear nuestros anales.  Y sin duda la violencia ha sido uno de los males endémicos de la América Latina.  Pero no hemos de aceptar como inevitables nuestros defectos porque otros los compartan o los padezcan en mayor grado.  Por otra parte, hay que matizar.  Por ejemplo, el valor de la vida humana -- y por tanto, la forma en que se encara la muerte, ya sea la ajena o la propia -- no ha sido igual en México o en las desoladas pampas argentinas que en nuestra isla de brisas caribeñas.  El cubano ama la vida y por tanto no reta a la muerte.  El rechazo en Cuba a la tauromaquia es un índice de cuán distinta es la visión de la muerte que tienen los criollos en comparación a  la de sus abuelos españoles.  El cubano asegura, y posiblemente con sinceridad, que morir por la patria es vivir, pero no es dado a la violencia en el ámbito de su vida personal.  Es más, las frases «no hay problemas» y «esto se arregla entre cubanos» son ya lugares comunes a la hora de explicar nuestra inclinación a evitar confrontaciones y a resolver los conflictos entre  amigos.  Incluso en un régimen represivo, como el comunista, el «sociolismo» se convirtió en un factor importante del cotidiano vivir.  Y es de eso precisamente de lo que se trata.  ¿Cómo es posible -- nos preguntamos de nuevo -- que gente que a nivel individual puede ser tan flexible, cuya voluntad muchas veces parece oscilar como un cañaveral azotado por los vientos, en cuanto se trata de asuntos de la vida pública, llegue a tales niveles de intransigencia que ha forjado para el país un destino de violencia y sangre?  ¿Por qué el brillo del machete nos atrae más que el de una idea?  ¿Por qué la lección martiana de ofrenda de rosa blanca para amigos y enemigos por igual no ha arraigado en nuestra siquis colectiva?  ¿Por qué el mero hecho de conversar con un adversario se considera una traición a la moral y a la Patria?  Esta posición existe por igual en la isla y en la diáspora.  Si allá es preferible hundir la isla en el mar que sentarse en una mesa de negociaciones, acá la postura es igualmente numantina.  Y es que los cubanos no ceden en sus puntos de vista porque se sienten en total posesión de la verdad.  Como Antígonas caribeñas, pueden «ignorar todas las consideraciones pragmáticas» aunque yazcan -- y con ellos sus seres más queridos -- al borde de una terrible muerte.
    Sin duda en Cuba ha existido -- existe -- una cultura de la guerra.  Apelando a la frase martiana que clamaba por una contienda bélica «breve, justa y necesaria», los cubanos hemos querido vivir en un estado perenne de agitación revolucionaria.  El himno nacional que convoca a los bayameses al combate dejó de ser un recuerdo de la saga independentista para convertirse en un lema de la vida diaria.  «La lucha» pasó a ser la ocupación nacional.  Aún hoy, preguntadle a un cubano cómo está y con frecuencia dirá, «aquí, en la lucha», frase que lleva implícita una gran frustración pues si «lucha» expresa esfuerzo, el «aquí» que lo precede indica falta de movilidad.  Es decir, el cubano concibe la vida como un afán continuo que no lleva a ninguna parte. 
    En las últimas décadas este estado de guerra se ha intensificado en ambas orillas de nuestra tragedia.  Si en Cuba se ha creado un ejército de proporciones absurdas y se ha vivido en espera de una improbable invasión yanqui, en el exilio el lenguaje guerrero ha sido igualmente obsesivo. Recuerdo, por ejemplo, un acto en Miami a raíz de que 10,000 cubanos buscaron asilo en la embajada de Perú a principios de abril de 1980, en que los exiliados pedían a todo grito, «guerra, guerra, guerra».  Sin embargo, días después estos mismos cubanos hipotecaban sus casas para alquilar embarcaciones y viajar al puerto de Mariel a traer a los Estados Unidos a sus parientes -- a veces no muy cercanos.  La imagen pública no coincidió con la actitud personal, pues si en manifestaciones y comparecencias radiales se abogaba por una confrontación bélica, a hermanos, primos e incluso a antiguos adversarios, se les brindó, aun a costa de sacrificios, ayuda y solidaridad. Una vez más, la acción a nivel colectivo y a nivel familiar estuvieron en franca contradicción.
     Esta cultura de guerra puede achacarse a distintos factores.  Sabemos que las armas eran una de las pocas opciones de los caballeros medievales para obtener prestigio, honor.  Además, la guerra y todo cuanto ella engendra -- militarismo, caudillismo, violencia -- son consecuencia directa, y, a la vez, nutren otro «ismo» terrible que ha sido factor de peso en nuestra idiosincrasia nacional: el machismo. 
     Pero antes de adentrarnos en el tema del culto a la virilidad es importante destacar que en toda la América Latina la violencia política ha convivido paralelamente con corrientes de pensamiento de signo liberal.  Simón Bolívar, hijo de familia acaudalada, recibió el influjo de las ideas de Locke y de los filósofos franceses.  Lo acusan de haber querido ser el Napoleón de América, pero el héroe de Junín siempre se mostró partidario del sistema republicano y democrático.  Propuso los derechos humanos como base de la organización de las nuevas naciones.  Fue un hombre adelantado a su época.  Claro, murió creyendo que había arado en el mar. 
    De todas formas, a pesar de clases oligárquicas, latifundios, estructuras coloniales, una iglesia conservadora, y dictadores de turno, nuestros pueblos americanos siempre han trabajado a favor de una sociedad más justa.
     Cuba no ha sido excepción.  Los discípulos de Varela, aquel sacerdote que tanto hizo por los pobres y desamparados; de «Don Pepe», el sencillo maestro que no acumuló más riquezas que la gratitud de sus alumnos y de su pueblo; y del poeta que quería echar su suerte con los pobres de la tierra, tienen, también, una hermosa historia que avala sus afanes por dar lo mejor a su pueblo.  5
Basta repasar los primeros años republicanos para confirmar las preocupaciones de los hijos de la Patria de José Martí por la justicia social.  El General Machado ganó las primeras elecciones con el lema de «Agua, Caminos y Escuelas».  El del ABC fue en una época «hombres nuevos, ideas nuevas y procedimientos nuevos».  Y si hubo corrupción administrativa, no faltó quien deseara barrer el dinero con la vergüenza.  Algunas de las aspiraciones de los primeros años se plasmaron al impulso de la revolución del 33: jornada de ocho horas, reforma de la ley de Accidentes del Trabajo, licencia por maternidad; salario mínimo, fiscalización de los préstamos para evitar la usura, obligación de incluir a cubanos en un 50% de la nómina, sindicalización forzosa de empresas extranjeras, reformas de las tarifas eléctricas.  En fin, leyes que favorecían a las clases trabajadores.
    Si en algo coinciden los cubanos es en el orgullo que sienten por la Constitución de 1940, para su época una de las más progresistas de América, tanto en materia de derechos civiles como en el orden social y económico.  Claro que -- ya lo ha señalado Paz en su Laberinto de la Soledad -- en nuestros países a menudo podía observarse un divorcio entre las leyes y la realidad.  Pero si la ley fundamental del país no regía en su totalidad, su espíritu nació del  consenso nacional y refleja las ideas progresistas de los cubanos.
     Justo es reconocer que estas hondas raíces liberales del pueblo cubano no nos vienen sólo a través de pensadores ingleses y franceses.  De la Madre Patria heredamos el culto a la guerra y nuestra intransigencia  pero también el amor imperecedero a la libertad.  De Fernán González a los comuneros de Villalar, de Alfonso el Sabio al Padre Vittoria, de la Constitución de Cádiz a la de 1978, también España ofrece ejemplos a emular en cuanto a la resistencia al autoritarismo y la búsqueda de un marco legal adecuado a las realidades de cada momento.
     Tal vez la historia de todos los pueblos nos muestre esta lucha entre el afán de poder y las ansias de libertad, entre el totalitarismo y la libertad, entre la guerra y la paz, entre el odio y el amor.  La problemática cubana, por tanto, no parece residir en la existencia de contradicciones que, en mayor o menor grado, son comunes a la humanidad, sino en la falta de habilidad para conciliar fuerzas antagónicas, siempre en creciente tensión.  Mucho distamos de buscar el justo medio aristotélico.   Somos hijos de los extremos.
 
 

El retorno a las marcas del nacimiento y de esas marcas a Luz de Carenas

Arístides Falcón Paradí

     Después de unos años Félix-mente Félix Nogara retorna a darnos otra novela. ¡Disculpen!, que diga, felizmente Pablo Medina retorna a darnos su otra novela, The Return of Felix Nogara. En la retórica latina, el haber llamado su atención, se le llama captatio benevolente. Sin embargo, ya en la 
cubierta, ¡y que cubierta! diseñada por Pablo IV su hijo -al diseño de la cubierta iremos en seguida -, ambos nombres, el del autor Pablo Medina y el personaje ficcional Félix Nogara, asombrosamente coinciden por igual en las mismas vocales. Las vocales los nombran: uno en el otro, el otro en uno.
     Antes de continuar, comparto una disgregación. En un contexto más general esta novela, The Return of Felix Nogara, converge por momentos con la que la precede The Marks of Birth. Algunos  personajes, los lugares, la geografía, la historia, etc. continúan desfilando, se extienden. Es decir el retorno se adentra en las marcas del nacimiento amplificándolas, sigue ahondando en esas marcas que repite, encadenamiento progresivo y paralelo. Las partes de cada una, ambas novelas, llegan a ser un todo que se necesitan, una bilogía que se cierra en sí misma; no obstante, ambas son diferentes. Queda por hacer un estudio de ambas novelas de esas encrucijadas que se cruzan que se atan y se desatan.
     Habrá alguien con ganas de probar lo improbable, la ficción y la realidad como un todo. Dirá que ambos, Félix y Pablo salen por igual de su isla a los doce años, el primero de Barata, el segundo de Cuba. Ya sabremos que son ambas una, Barata y Cuba. También que casi a la misma edad, casi a los cuarenta años después, retornan a esas marcas del nacimiento; de retornar se trata, bueno de eso trata la novela y, pregunto, ¿tal vez también nuestra vida, la vida de todos los aquí presente? Sin duda, ambos poetas, Félix y Pablo, han entendido que significan sus Itacas como lo entendió una vez Cavafis. Para Feliz, para Pablo quizás igualmente, al final de la novela le admite a la madre demente  "that poetry was the only thing that had brought him happiness in his life" (275).
     Aunque muchos de estos argumentos sean ciertos, y hasta se podría añadir otras analogías, no obstante, y tristemente en este caso en lo fundamental, el de la realidad, el dictador no ha muerto. Que es en el fondo el que niega la posibilidad del retorno o la de sentirnos todavía exiliados. Por ahora nos quedan dos opciones pendientes; de ellas expresa Gustavo Pérez Firmat en Vidas en vilo (2000), traducción de su libro Life on the Hyphen
 

Cuando desaparezca el régimen actual, los cubanos que decidan permanecer en Estados Unidos no podrán ya autodefinirse como exiliados. Una vez que regresen los que quieran o puedan hacerlo, los demás no tendremos otra opción que aceptar que éste es nuestro país, aunque nunca llegue a ser nuestro pueblo  o nuestra patria.  (28-29) 


Para Félix después de la muerte del dictador: su retorno allí es su destino (Cavafis, 51). Y esto es lo fundamental en la novela, la visión de afrontar ese salto al vacío, desde el acá de tantos años, a sus raíces. Al vacío porque no espera nada a cambio, no reclama nada a cambio, sólo aspira a 
pertenecer en el allí; sin duda, lo que nadie le podrá negar, sus marcas del nacimiento: 
 

Perhaps he could start anew on his island -his island, he could call it that- and what he felt had nothing to do with politics and history but, strange to say, with affection for a small strip of land surrounded by ocean on which he happened to have been born. (252)


Su lugar allí es el de otro ciudadano más, un simple ciudadano más, un sobreviviente. En eso está su aspiración, la de pertenecer. Así con la ayuda de Martín el taxista en esa ciudad en transición enfrenta su destino inapelable de lo que se es desde siempre, sin saberlo quizás. 
     Se debe añadir que gran parte de la novela, y aquí uno de los tantos aciertos porque sus capítulos van y vienen del aquí del Norte al allá de la Ínsula, trata como en Don Quijote "de cómo el gran [Félix Nogara retornó a] su Ínsula [Barata] y del modo que comenzó a gobernar" (505) su vida. Tal vez el nombre de Barata es por Barataría, como añadía Cervantes: "ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno" (505-06) a sus gobernantes o, como abunda la novela en la historia y su fundación mítica, como ha gobernado la Ínsula sus gobernantes y sus 
muchos desaciertos. Pero otra etimología nos ofrece el narrador, a la cual nos debemos de atener:
     The name of Barata was given to the island by one of Miraflor's lieutenats, who, upon hearing the native chief of one of the leeward islands point west and say "Bah-rat-ah-riah" three times, assumed there was a land in the direction he pointed where gold was plentiful and "barato," or cheap. Modern scholars have concluded that the phase is literally translated as "Get-ye-to-a-place-that-has-never-known-the-sun" or, more simply, as "Go away."  (5)
     Sin embargo, el vayanse ficcional del cacique a los colonizadores no niega el otro no menos ficcional cervantino que es posterior al de los indios. De ficciones estamos tratando. 
     Barata, perdonen, Cuba, que no ha sido barata su historia, cara nos ha costado, como también a Félix y a Pablo. Así esta novela, desde el primer capítulo, con sus ficciones asienta bases de otra fundación mítica nada utópica de la historia de Barata, entretejida y reconocible por momentos con 
las marcas de la historia de Cuba y sus hombres. Esta otra Vista del amanecer en el trópico, entre las características más sobresalientes que la distingue, son su aguda ironía, su humor desacralizante, su límpida poesía y todo esto dentro de una concisión envidiable. Lourdes Gil, en la reseña que hace a la novela la cual publicará la revista Encuentro, se pregunta si ya pertenece al 
"inicio de una literatura" la cual marca el fin de la del exilio y da inicio a la del regreso; como a la vez afirmaba Bob Shacochis en su artículo en el Book Review del New York Times: "As an act of literary clairvoyance, however, this novel is right on target."
     Ya se adelantó que Barata y Cuba son ambas una misma cosa. En la cubierta el diseñador Pablo, portada de The Return of Felix Nogarael hijo, insiste que Pablo, el padre, aparezca sobre las letras de Cuba inadvertidas en el fondo de la foto. Cuba jamás se mienta en la novela. En cambio, en la novela sí se retorna a la capital de Cuba, se nombra con su primer nombre: Carenas; acaso por carenar en ella, Félix. La foto de la cubierta es también del hijo, del retorno del hijo con el padre a Cuba. Desde el cristal de fondo de ese posible taxi que recorre tiempo y espacio de la memoria de Félix y de la historia del país a mano del timón de Martín, se ve ese cuerpo de ciudad borrado y ausente por la voracidad de su luz: "Félix was blinded by the light of the Baratan sun. He had forgotten how fierce it was, how absolute" (26). 
     Así la luz y la ciudad, duplicidad femenina, encarnan. Convergen por igual ambas en Luz de Carenas, la sobrina de Martín. La luz es, fue desde el principio y permanecerá para siempre. La ciudad laberíntica y babilónica, y a pesar de la historia, ha quedado de testigo sobreviviente de toda la depredación y del olvido. No nos debe de extrañar entonces que el sobreviviente Félix se queda, y termina sus días, con "Luz de Carenas, they called her, for she had already made a reputation for herself in the five years she had been on the street" (216). En un sentido recuerda a su madre, en
otro, el amor, dos reemplazos deficitarios que siempre tuvo. El sobreviviente Félix carena en la luz humana de Luz de Carenas, "the eyes of the a survivor" (217). "Félix could smell her scent of cinnamon and sea -scent of his mother- that baratan women have had from the beginning of time" (217). Asimismo Barata es identificada por Félix, o Félix, o no sólo Félix, se identifica con 
Barata, como un olor, un olor que ha quedado en el fondo de la memoria, un paradis perdu proustiano que recupera el inconsciente una vez que se le aparece: "like those smells from childhood that come upon suddenly, familiar but unrecognizable [...] it made his memory spin backward to a time he had 
visited his grandparents' house" (79).
     Esta novela nos reconforta; sobretodo nos reta a mirarnos en lo que somos. Avecina lo inaplazable. Lo que será, lo uno del allá o lo otro del aquí. El encuentro de uno mismo con la historia que nos ha tocado vivir. Nada que lo aplace. La aptitud de Félix no es nada ingenua aunque lo parezca y mucho menos romántica: "He's confused, like all the others. Except this one is different. He isn't trying to recover his grandparents' farm or his parents' masion or anything like that. Money is not an issue with him" (182). Su retorno es una determinación más profunda, más humana, desde un llamado del interior. 
     Antes de terminar, quedan por tratar dos "trasgresiones mayores", ya sé que no tengo tiempo para esto, que merecen por sí mismo sendos estudios. Una de esas trasgresiones la definió muy bien Lourdes Gil en su artículo mencionado: "Pablo Medina propone al Martí de su ficción como la negación del Martí mítico. Curiosamente, lo que el autor consigue en su denuncia de la fetichización martiana, es transformar a José Martí en el puente que nos conduciría a la verdadera autonomía y a una reconciliación de nuestro ser nacional". La otra trasgresión a mi juicio, no debe de extrañarnos: el gran dolor de amor y odio que siente el arzobispo de Carenas, acérrimo opositor del dictador Nicolás Campión, cuando termina de despedirlo al otro mundo con su extremaunción y en camino a su residencia. El arzobispo "felt a great sadness tightening his chest and squeezing tears out of his eyes. What would become of him without the constancy of his enemy [...]? [...] Whithout him the struggle was over. What was God without the devil?" (149). El arzobispo Castro, por supuesto nada tiene que ver con el otro de la realidad, ha perdido con la muerte del dictador su sentido de vida por ser lo otro que se le oponía con ferviente fijeza, lo opuesto, la otredad a la que por igual se opone. Se retira desorientado sin saber de lo que será su vida futura. Su desorientación lo pierde. No encuentra otro sentido de vida. 
     Sin duda, The Return of Félix Nogara es una novela feliz porque de un tirón nos lleva a su fin que no es nada feliz, tampoco tenía que serlo porque la vida no lo es totalmente y no parece que ha sido, ni el presente nos hace pensar que así será. De hecho esta novela lo niega. Que mejor halago para un lector sentarse en ese timón que nos lleva, mejor que tirón, hasta el fin. ¿Feliz o Félix este retorno de Félix Nogara?, que incluye todas las vocales del autor Pablo Medina. ¿Es un anticipo de su ida al futuro? Precognición que en la idea central del libro todavía no se ha cumplido. Es decir la muerte de Nicolás Campión, el dictador de Barata que ha campeado con colas y sin vaselina por más de cuatro décadas. 

Bibliografía 

Cavafis, C. P.  Poesía completa.  Madrid: Alianza Editorial, 1982.

Gil, Lourdes. "¿El inicio de una literatura o una novela sui generis?" Inédito.

Madina, Pablo.  The Marks of Birth.  New York: Farrar, Straus and Giroux, 1994. 

___.  The Return of Felix Nogara.  New York: Persea Books, 2000.

Pérez Firmat, Gustavo.  Vidas en vilo.  Madrid: Editorial Colibrí, 2000.

Shacochis, Bob. "Return of the Native."  The New York Times (Book Review). Oct. 22, 2000.
 
 
 

José Martí: la invención de Cuba
 

José Martí: la invención de Cuba

Rafael Rojas

Editorial Colibrí

por Jorge Luis Camacho

     En 1990 se celebró en una de las oficinas de El Caimán Barbudo, epicentro por la época del grupo Paideia, un coloquio sobre José Martí que todavía recuerdo.  Ernesto Hernández Busto pensaba hacer una antología crítica del héroe y aquel “coloquio” era parte del proyecto que, por cierto, nunca se cumplió.  Fue entonces que conocí a Rafael Rojas, y de entonces recuerdo algunas ideas que aparecen ahora más ampliamente desarrolladas en este libro. 
     En su José Martí: la invención de Cuba, Rafael Rojas reúne un grupo de artículos, casi todos publicados con anterioridad hasta donde sé (porque no se especifica en el libro) en distintas revistas, artículos que de una forma u otra abordan la figura y la obra del prócer cubano, especialmente el Martí político, y el poeta. 
     El libro tiene un prólogo, escrito en 1996 en México, donde Rojas, partiendo de una frase de Baudrillard sobre Foucault nos sugiere el modo de lectura que optó al escribirlo: “olvidar” la figura de Martí, olvidar “la pesadumbre del mito” para luego “evocarla de un modo radicalmente distinto” (11).  La frase es en sí misma todo un reto si se tiene en cuenta la inmensa bibliografía que acompaña a la obra martiana a donde quiera que se mire.  Pero ya desde esta frase, se hace evidente que su proyecto hermenéutico tratará de deslindarse de lecturas anteriores, y de pensar a Martí, de un modo diferente. 
     En tal sentido, llama la atención la escasa bibliografía de libros y ensayos anteriores sobre Martí en comparación con la vasta referencia a libros publicados en los años noventa sobre diversos temas. De los críticos que viven en Cuba sólo se citan a Cintio Vitier y a Retamar, a este último para negarlo, y dar pie a un largo ensayo sobre los libros posibles.  Tengo la impresión que esto no es fortuito, que en el fondo el texto trata de prescindir de estas apoyaturas en un intento de marcar un territorio distinto de enunciación y de crearse a sí mismo diferente. 
     Descubro en estos ensayos preocupaciones que son muy de esa generación que creció en Cuba y está literalmente cansada de un mismo enfoque oficial sobre todos los temas.  Sobre todo en lo referente a la mitificación del héroe.  De ahí que la frase “olvidar” a Martí que nos recibe en el prólogo, Sandra Ceballos: José Marticomo antes “olvidar” a Orígenes, cobre sentido sólo dentro de ese contexto cubano, a la que se unen otras obsesiones como son las de encontrar un “libro perdido,” imaginar un “libro total,” o tratar de hallar  “el cuerpo” en una escritura fragmentaria e ideologizante.  Preocupaciones que de rastrearse con más detenimiento, las encontraremos en la literatura occidental desde Mallarmé hasta Lezama .
Con esto quiero decir que su Martí es el de una generación que busca los puntos de desencuentro con una ideología oficial que lo ha vuelto un cliché, y una máscara.  Pienso por ejemplo en el Martí en “su tercer mundo” de Retamar o el Martí “futuro” de Cintio Vitier; ambas lecturas dislocan al héroe de su entorno político, literario e ideológico.  De ahí que Rojas insista en rescatar un Martí muy anterior al de estas dos generaciones, el de Carricarte, por ejemplo, para “olvidarlo” y “evocarlo” de una forma diferente.  Su énfasis en el republicanismo martiano no es menos persuasivo y está imbuido de las nueva lecturas que se han hecho de él a finales del XX.  La estrategia de Carricarte ante la mitificación de Martí fue la de mostrar las fisuras entre lo nacional como paradigma y lo real, así como la de Mañach fue apoyarse en el psicoanálisis, y lo erótico, para acércanos más al hombre.  ¿Cuál ha sido la estrategia de Rojas entonces?  Pienso, y ésta es para mí la pregunta más difícil, porque nos incumbe a todos, la de revelar lo frágil que es la imagen de un Martí “como ideología” cuando se escudriñan sus fragmentos y sus limitaciones, y mostrar además el fuerte legado de estoicismo que encierra su herencia política (entiéndase republicana).
     A mi modo de ver, el intento de ser diferente y de llevar la discusión sobre Martí a nuevos rumbos hace muy distinto este libro.  Pienso sobre todo que, si se comparan estos ensayos con los que se publican en Cuba, sobre el Martí  “como ideología,” según la frase de Antonio José Ponte, salta enseguida a la vista una diferencia abismal.  Rojas cuestiona presupuestos anteriores, evita caer en comparaciones legitimadoras, y enriquece el texto con numerosas referencias eruditas, especialmente cuando se trata de la historia de las ideas, y la filosofía. 
     Debo decir además que este es un libro de un filósofo y un historiador que, sin embargo, se acerca con una extremada sensibilidad a los textos literarios; que encuentra en ellos un lugar ideal para rastrear los discursos por los que vive el héroe, y donde la política tiene su refugio.  De ahí que los grandes temas del libro sean el Martí poeta, y el Martí político, que, aunque pueden ser uno los dos, según lo ve Rojas, participan de diversas modernidades, una la modernidad “antimoderna,” y otra el republicanismo.
     En su ensayo “De la palabra al silencio,” Rojas lamenta la falta de escritura sobre el cuerpo del héroe, y se pregunta “¿qué sabemos de su cuerpo?”   Y la pregunta es válida porque la crítica martiana ha preferido hablar de sus ideas filosóficas, su política, y su literatura, y no de su vida íntima y obsesiones.  Virgilio Piñera ya anotaba algo de esto como una deficiencia nuestra, y tal vez sea  esta generación, para la cual la problemática del cuerpo parece ser más importante, la que esté llamada a llenar esos vacíos de una forma más sistemática y a unir la experiencia de otros a la suya. Descubrir los silencios de la palabra es un inicio importante, más aun cuando estos silencios se traducen en actos políticos.
     La mayoría de los ensayos del libro se centran en la problemática de la modernidad y continúan  una línea de pensamiento que va de Octavio Paz, a Julio Ramos, pasando por Ángel Rama, González Echeverría y Susan Rotker.  Esto es en lo referente a las tensiones entre la escritura y la modernidad, entre el yo público y el privado, y la representación de la ciudad, y el mundo bursátil en la escritura modernista.  Su filiación más directa es con el libro de Julio Ramos, el autor más citado aquí, con el cual, sin embargo, tiene Rojas sus desencuentros. 
     Desde el primer ensayo la hechura es casi perfecta, y extremadamente persuasiva.  Pero a contrapelo de este discurso a uno le da la impresión que Rojas se mueve en marcos demasiado absolutos a la hora de interpretar, por ejemplo, “la escritura de tres grandes modernistas hispanoamericanos,” tan contradictorios y discutidos como son Martí, Casal y Darío.  Esto es una observación menor y solo pondré pequeñas objeciones en el camino.  Por ejemplo, coincido en líneas generales con los postulados de Marshall Berman sobre el contrapunteo de la modernidad, y las imágenes pastorales y contrapastorales en la escritura modernista, pero me sería difícil, por ejemplo, imaginarme al autor de Azul anhelando hacerse “una sola carne con la masa”, y lo mismo diríamos de Casal para quien el parnasiano Leconte de Lisle era uno de sus modelos (el mismo que hablaba del pueblo como “la plebe carnicera”).  Si bien Casal deseaba el “impuro amor de las ciudades”, la masa le parecía poco más que un animal “servil” y, por tanto, la despreciaba.  Y tampoco diría que Baudelaire esgrime una estrategia discursiva antimoderna “a finales del XIX” cuando es conocido que el autor de Las flores del mal (1857) muere en 1867.  Pero, repito, esto son sólo objeciones menores que en todo caso pudieron haberse rectificado si algún editor de revistas literarias donde se publicaron con anterioridad lo hubiera leído con detenimiento antes de publicarlo.
     Asimismo, uno de los puntos cardinales que se discuten aquí es el antagonismo “visceral” entre poesía y modernidad, y entre la ciudad y el campo.  Y de nuevo quiero detenerme un momento en esto porque es un tópico que se repite en varios ensayos y del que creo no se ha dicho lo suficiente. 
El antagonismo entre la ciudad y el campo la crítica lo ha señalado repetidas veces en la escritura modernista (lo que Berman llama imágenes pastorales y contrapastorales), pero aquí la “angustia” que le provoca la ciudad al poeta se interpreta como una “fuga” y una “crítica” del proyecto moderno en su totalidad.  Los momentos que cita Rojas son elocuentes y conocidos.  La cuestión está, sin embargo, en que a contrapelo de esta angustia, Martí sigue viviendo en Nueva York, jamás renuncia a ello, allí escribe casi toda su obra, y escribe también uno de los poemas más importantes de su lírica, “Estrofa Nueva", que es de una profunda herencia whitmaniana: ese poeta que abre sus brazos y trata de apretarlo todo contra su pecho.  Este poema, (el de Martí) que Rubén Darío comparó con el músculo de un atleta en uno de sus artículos en La Nación, es literalmente el reverso de “Amor de ciudad Grande”.  Si en el segundo poema la ciudad “encona” su mal, en el primero la voz poética parece eufórica, alaba a los obreros que visten trajes mitológicos, desea gritar, y le pide a las viejas que usen afeites para rejuvenecerse.  Sugiero que ambos poemas deben leerse juntos, como decía Martí que había que leer la modernidad, con el libro de los estragos de un lado, y los de los avances en otro.  Por último me pregunto ¿cómo se puede ser un “poeta exiliado de la ciudad moderna” y vivir quince años en Nueva York, y además escribir ampliamente sobre ella? 
     De forma general, coincido con muchos de los argumentos de libro, y algunos merecen ser desarrollados, y estoy seguro que habrá que volver a él por el interés que logran despertar en el lector. Pero me falta aquí ese otro lado del Martí y del Modernismo en general, en pro de la modernidad industrial, de la ciencia y la técnica que se desestima en la mayoría de los ensayos sobre este tema que conozco, incluyendo el libro de Ramos.  Si uno revisa la bibliografía que se publica en Cuba y en el extranjero sobre este tema saltan los desencuentros.  Mientras fuera de la isla se ponen los acentos en el Martí “antimoderno”, en la isla se publican ensayos sobre su interés por la ciencia, y la economía, y también sobre los estragos en el seno del monstruo.  Esto responde a mi modo de ver a dos formas de entender la modernidad, una optimista y necesaria, según la concibe la Revolución, y otra que no está ligada al poder estatal, y que viene de regreso de lo que llama la utopía desarrollista, y la teleología del desarrollo sostenido, etc, etc y cuyo arsenal filosófico va desde Nietzsche, Heidegger, hasta Foucault.
     De los ensayos del libro los que más disfruté fueron “De la palabra al silencio” y “La república escrita”.  Ambos entroncan la tradición literaria y poética con el republicanismo martiano.  El primero explora esa “voluntad de agrafia” en sus textos, la reticencia a decir algo por pudor o temor de ofender a alguien, lo cual es perceptible en toda su obra, incluso en su generosidad a la hora de juzgar a algunos escritores contemporáneos.  Para ello, Rojas enumera los diferentes niveles de silencio, que van del Martí místico que busca su comunión con un espíritu divino, al Martí que antes de salir a luchar confiesa que puede “morir callado”.  El otro ensayo, “La República escrita,” puede leerse como una continuación del primero, y de nuevo se estructura sobre la oposición irreconciliable entre escritura y modernidad.  Aunque Martí, nos recuerda Rojas, se ajusta al pensamiento moderno cuando de política se trata.
     En el ensayo final, que da título al libro, Rojas revisa la imagen de Cuba que Martí construye en sus escritos, y llega a la conclusión de que el héroe “inventa a Cuba” cuando exalta la nacionalidad que se gesta, y reprime a su vez sus posibles críticas.  La explicación a esto puede hallarse en múltiples factores, que no voy a enumerar.  Sólo me limito a decir que esto no puede tomarse al pie de la letra porque, en diversas ocasiones, sí es posible leer en su escritura una crítica aguda a cuestiones candentes de la época, y específicamente en Cuba, sobre todo a aquéllas que tienen que ver con las costumbres, la raza y la religión.  Pero, además, es fácil ver que Martí “inventa a Cuba” como nosotros “inventamos a Martí.” 
     No obstante estas preocupaciones que me sugiere el texto, el ensayo y todo el libro es un excelente ejercicio de crítica y demuestran, una vez más, la solidez intelectual de Rojas cuando escribe sobre un tema.

La Azotea de Reina | El barco ebrio | Ecos y murmullos | Café París | La expresión americana
Hojas al viento | En la loma del ángel | El Rincón | La Ronda | La más verbosa
Álbum | Búsquedas | Índice | Portada de este número | Página principal
Arriba