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El ángel de Sodoma

Alfonso Hernández – Catá (continuación de la edición anterior)

na noche, cuando acababa de limpiar las plumas y de guardar en la gaveta los papeles, un marinero de la Comandancia vino a darle la noticia de que Gil Bermúdez había muerto. Lo hallaron sin vida sobre un sillón, en su cuarto, al ir a ver por qué no bajaba a la hora d.e la cena. Debió de morir sin dolor, en uno de esos cortes radicales que gusta practicar la Muerte cuando se siente piadosa y emplea en afilar su segur el tiempo cruelmente gastado casi siempre en acabamos, poco a poco, con ella mellada. El anciano, equivocándose de mueble, abatióse en la butaca propicia a las siestas, en vez de acostarse en el lecho propio para los sueños largos; y, acaso después de dar las dos o tres vueltas últimas entre sus dedos a la brujulita sintiendo no poder llevársela para orientarse en el incierto más allá, falleció sin molestar, vestido, cual correspondía al hombre sin familia, enemigo de proporcionar el mal espectáculo de una agonía y un amortajamiento a sus compañeros de hospedaje.
     José-María, ante aquel cadáver, sintió, de súbito, la orfandad absoluta. Sólo entonces las visitas del viejo, su discreción, su paternal sonreír, su manera áspera y tierna de hablar – dejando siempre un final de frase turbio, cual si una ráfaga o una ola imperceptibles lo borraran –, adquirieron el valor de apoyo que tenían. Y cuando, dos meses después, el Juez le entregó los papeles sellados y la cajita en donde el marino guardaba sus ahorros, se dio cuenta de cuanto hubiera querido ser para ellos y fe la finura espiritual anidada en la corteza tallada por los huracanes y los años, que ya podriría bajo tierra.
     Un diario de navegación de su primer viaje – repetición de la ruta de Magallanes –, y unas cuantas anotaciones íntimas, formaban, además del testamento ológrafo y el cofrecillo lleno de peluconas de oro, de hombre hecho por los hábitos de la navegación romántica a llevar todo consigo, el modesto lastre dejado para emprender el definitivo viaje.
     En una de aquellas notas lamentaba la pérdida de su posible viudedad y es bozaba la idea de haberse casado coa Isabel-Luisa o con Amparo «sólo para eso, si el nombre de un viejo pontón no fuera hasta por mera fórmula tan incómodo de llevar». José-María quedó estupefacto ante aquel insospechado repliegue de un carácter que creía conocer tan a fondo. Hojeando los papeles y viendo las onzas, pensaba en cuál habría sido el día en que el pensamiento de favorecerlos con la protección póstuma pasó por la mente del muerto. Tal vez la idea nació en una de las veladas íntimas, a su lado, sin que él lo sospechara. ¡Ah, por lo visto no era tan difícil guardar un secreto! Pero el secreto de Bermúdez Gil, con abrir a la malicia una brecha grotesca, no tenía la fealdad infamante del suyo. Un viejo enamorado era ridículo; un hombre renegado de su sexo, vilipendiándolo con el anhelo de cada uno de sus poros, con la femenidad de sus entrañas, era odioso, repugnante.
     Al principio pensó pagar con las cincuenta onzas la deuda contraída en la Banca a causa de Jaime; mas tanto por considerarlo injusto cuanto por no verse sin aquel trabajo que llenaba sus horas dándole una meta diaria, una fatiga diaria, prefirió reservarlas para los equipos de Isabel-Luisa y Am-paro. Era más justo. Otro papel hallado también en la cajita del marino, abrióle perspectivas nuevas: constaba en él que, a la muerte del padre de José-María, Bermúdez Gil, tras reunir a los acreedores, llegó con ellos al acuerdo de pagarles una sexta parte de la deuda, con lo cual pudo preservar, para la cancelación de la hipoteca y el arreglo de la casa, la mayor parte de lo cobrado a la Compañía de Seguros.
     José-María fué a visitar a esos antiguos acreedores y, azorado, cual si fuera a pedirles en vez de a ofrecerles, les dijo que él y sus hermanos no aceptaban, agradeciéndolo en el alma, el arreglo hecho por el tutor, y que, poco a poco, querían satisfacer la deuda completa. Todos menos dos aceptaron, y entonces abrióse para José-María una larga era de trabajo feliz. No contento con el de la Banca, obtuvo de un notario copias de escrituras y se puso a llevar los libros de contabilidad de uns perfumería. Su fatiga era tanta, que casi no podía atender a sus hermanas, ni echar de menos, fuera de los días de Navidad y de Santiago, el silencio de Jaime.
     En ese tiempo Amparo cambió tres veces de novio, e Isabel-Luisa anudó firmemente las relaciones con el hijo del banquero. José María trabajaba, trabajaba. Si la gimnasia violenta, y el ajetreo y el sol no lograban endurecer sus facciones ni sus músculos, tampoco la violación constante del tiempo ni el quebranto físico lo libertaban de la misteriosa parte de sí mismo, despertada por la presencia del acróbata. Era en la calle, sin motivo; era en la atmósfera densa de la perfumería o en la del cuarto que no se nombra: en un segundo, en la fisura mínima entre dos deberes, cuando no es el mundo sin dimensiones del sueño, su sez recóndito, más vivo en tanto más capaz de obligación y disimulo, sobreponiéndose, surgía procaz, cínico, con una audacia vergonzosa, humillante, maldita...
Y a ese soñado abrazo, a ese contacto furtivo que lo saturaba de voluptuosidades, a ese recuerdo de una escultura viril detallada con los ojos de la sensualidad al través de un traje color de fruta, sólo más trabajos y más sacrificios podía oponerles. Ya su alcoba estaba ascética, sin un retrato, sin una flor, hasta sin el crucifijo de marfil – hombre desnudo al fin – heredado de sus abuelos. Amparo le decía:
     – ¡Hay que ver lo que tú has cambiado! ¡A ti que te gustaban tanto las esencias y la ropa fina!
     – ¡Calla!
     Cada vez que había de comprarse ropa interior, su repugnancia a entrar en la tienda y su temor a que Isabel-Luisa o Amparo se la comprasen de tela suave, pugnaban muchos días. Recurriendo a aquella capacidad de ungimiento en la cual reconocía un nuevo estigma femenil, llevó, atribuyéndolas a un regalo, dos piezas de algodón burdo y unas camisetas de acordonada urdimbre. Pero estas precauciones, y el vigilar hasta sus menores ademanes para angulizarlos y extirpar cualquier blando amaneramiento, nada servían cuando la mágica primavera transformaba el plomo del mar en cobalto y se esponjaba germinativamente la tierra y se mezclaban a las brisas hálitos de invisibles jardines.
     Entonces la misma ordinariez de la ropa le hacía sentir la carne, irritada en una presencia de protesta; y en medio de dos cálculos de interés o de le cláusulas de un Poder Especial, sor prendíase tratando de recoger en lo remoto del recuerdo los primeros rasgos de su desventura, o sobrecogido de terror por la proximidad, sólo para él sensible, de unas manos enérgicas y de un tórax hercúleo que en vano pretendía desapasionar el ceñido traje de frescos colores vegetales... Y se levantaba a pasos desfallecientes, con agobio.
     – ¿Qué te pasa? – solía preguntarle Isabel-Luisa, sin apenas alzar del bordado los ojos.
     – Nada... Nada... Ganas de estirar las piernas y de respirar.
     – Es que en vez de estarnos aquí debíamos salir a dar un paseo. ¡Con el tiempo que hace...! Tanto trabajar hace antipática la vida – añadía Amparo.
     Fué en una de esas crisis cuando tomó la resolución de intentar el remedio supremo. Isabel-Luisa se lo sugirió involuntariamente:
     -La tía de Claudio te esperó el domingo a tomar té y no fuiste. Los pobres no debemos ser tan ariscos.
     – No pude: tenía que trabajar... Será manía, pero quiero que cuando os caséis estén pagadas todas las deudas.
     – Y además hace bien – terció la pulposa boca morena –. ¡No faltaba más que fuera a dejarse enamorar por esa carcamal! Basta con que tú nos dos dores los pergaminos casándote con Claudio. Mira, José-María, cómo está bordando el escudo, que ni siquiera papá llevaba ya en la ropa.
     Sin inmutarse, con sarcasmo, la boca estrecha y rubia repuso:
     – Los escudos, cuando no puedes honrarse bien, deben suprimirse; pero cuando van a poderse llevar como es debido...
     José-María intervino:
     – Haces perfectamente, hija. El escudo es nuestro y nadie, ¡nadie! ha echado una mancha sobre él. Si ellos van a darte riquezas, tú vas a darles un nombre ilustre, limpio, no lo olvides. ¡Ni la menor mancha! ¡Ni una sombra!
     Habló con tal vehemencia, que las muchachas lo miraron. Y cuando se detuvo, ya la idea de salvación estaba incrustada en su cerebro, con detalles. «Si, era menester, antes de desesperarse, correr la prueba última. Tal vez al contacto de la mujer la mala inclinación cediese, y triunfara para siempre en él el hombre.»
     El primer propósito, dirigido sólo contra la materia, se efectuó al día siguiente; y aun después de su fracaso sobre la decepción floreció una nueva esperanza espiritual que había de tardar un poco más en marchitarse. Él conocía de oídas las callejuelas del amor mercenario, las escalerillas angostas por donde una mujer apostada en la puerta, con los ojos pintados y los labios siseantes, remolcaba a un hombre hacia una alcoba. Y fué a una de esas callejuelas, y subió los peldaños, y estuvo en un comedor que olía a suciedad mal encubierta con perfumes baratos, donde se jugaba al tute y estallaban de vez en cuando palabrotas, y tuvo sobre sus rodillas a una mujer rubia, de carne blanda, que después de rogarle mucho se incomodó ante su resistencia y concluyó pidiendo que las convidase. Él pagó, prometió volver, y en la puerta, helado de repugnancia por el beso húmedo y penetrante con que la hembra quiso sellar petición y promesa, recibió el aire de la calle como una liberación... Después, curado por la derrota, se decía: «No volveré, y si volviera sería igual: imposible sentir otra impresión que ansias de huír y de limpiarme de todas sus caricias junto a esa mujer... ni junto a otra cualquiera de su clase.»
     ¿De otra clase? Aquí nació la florecilla verde de la esperanza. La mujer, para vencer su mala inclinación, había de entrarle por los caminos del espíritu: ser tierna, pura, bella, dulce... Y merced a una mujer digna de su nombre, José podría lograr contra María una victoria mayor que la de San Jorge sobre el Dragón.
     Iba a buscar novia, una novia casta, joven, merecedora de ser querida por el espíritu y por la carne. La luz de la esperanza lo iluminó. Sin motivo dejó la  pluma y fué a besar y abrazar a sus hermanas. La buscaría bien linda, y pobre. Que fuera lo más opuesta posible a la tía del novio de Isabel-Luisa, la cual, acaso por su oro insolente y su virginidad fosilizada, habíale inspirado tan falsa antipatía de la mujer, como la rubia del lupanar.
     A la tarde siguiente empezó a recorrer la ciudad. La empresa no era fácil, Además tenía, de tiempo en tiempo, malos encuentros: un hombre que le sostuvo la mirada obligándole a abatirla, una vieja horrenda que le escupió al oído oscuras proposiciones, y, en un barrio sórdido, un hallazgo terrible, repugnante, que le hizo vivir el mal milagro de hallarse ante un espejo cuya luna, en lugar de devolverle su imagen real, le diera la del ser risible y vil en que podía llegar a trocarse si dejaba libres sus instintos: un afeminado cínico, pintarrajeado, jacarandoso y repugnante, quien, con una flor en la oreja, pasó de una puerta a otra, afrontando con cinismo jovial la rechifla de las mujerzuelas apostadas en los umbrales.
     Pero, al fin, la encontró.
     Ella bella, joven y púdica. Se llamaba Cecilia, y de su patrona tenía la voz melodiosa y un suave misterio, también musical, cuando callaba. No lo mortificó con coqueterías: Devolvióle la primer mirada francamente, y a los tres días de pasearle la calle él tuvo, a pesar de su timidez, la certeza de ser correspondido.
     Pronto supo que era de familia de clase media venida a menos; que sólo tenía madre y hermano. Le escribió y mientras aguardaba la respuesta se puso a hilar el ensueño de una nueva meta, más distante y más difícil que la de casar a sus dos hermanas y la de descubrir el paradero de Jaime para evitar que fuese a ensombrecer con un delito loco el escudo de los Vélez-Gomara. ¡En esa meta última estaba la salvación, para siempre!
     La soledad, como la pereza, engendraba las tentaciones. Lucharía con el mismo tesón, con más aún por alcanzar esa meta viva; y, en premio, al dejar casadas a Isabel-Luisa y a Amparo, no quedaría solo, a merced del mal Entonces, además de la memoria de su padre y de la responsabilidadd de su apellido, la tendría «a ella»... Y habría de merecerla, de ganar mucho dinero para recibirla dignamente en su casa... ¡Tal vez tendrían un hijo!.... ¡Un hijo que él no dejaría criar en las faldas de su madre, como lo criaron a él; un hijo que en vez de jugar a las muñecas y andar con niñas, estaría de continuo al sol, entre los pilluelos, aun cuando regresase con chichones y escalabraduras!...
     ¡Eso era posible! EI libro de ciencia que fué a leer una vez, con rubores y terrores, a la Biblioteca Municipal, lo aseguraba. Si otros que habían consentido plasmar en vicio el mal instinto habían logrado descendencia, él que extirpaba con el pie de la voluntad la flor pestífera, merecía más. Cecilia sería su novia, sería su esposa; sometería contra su seno al que, habiendo ya recibido de otro pecho el primer alimento, lo repudiaba con inversión maléfica, y lo reconciliaría en sus gracias de mujer elegida con la Mujer. ÉI era merecedor, por su resistencia, de ese premio, de ese milagro. ¿Verdad, Dios?
     Pero nada respondía el Cielo a su acongojada pregunta. Las respuestas de Dios llegan tarde y dolorosamente. 

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