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Palabras liminares

Jorge Brioso

El concepto de lo sagrado está marcado por una radical ambivalencia. Lo sagrado no sólo, como quería Rudolf Otto, designa lo puro, lo santo. Lo sagrado también incluye el tabú, lo abyecto, la mácula. Dice Émile Durkheim en sus Formas elementales de la vida religiosa: [...]lo puro y lo impuro no son agentes separados, sino dos variedades de un mismo género, que comprende todas las cosas sagradas. Hay dos clases de sacralidad: una fausta y otra infausta, y entre estas dos formas opuestas no sólo no hay solución de continuidad, sino que un mismo objeto puede pasar de una a otra sin cambiar de naturaleza. Con lo puro se hace lo impuro y al revés. La ambigüedad de lo sagrado reside en tales transformaciones”. Cada uno de los ensayos de esta sección, menos uno, merodea en  esa tierra de nadie donde lo santo y lo perverso realizan sus nupcias. El  ensayo del perrito chino, la excepción de la regla,  nos cuenta el reverso de esta historia: como el unheimlich freudiano fue degradado en la modernidad a un exotismo, a un souvenir.



El desfile mariano en Manhattan

Oscar Montero, Lehman College, City University of New York

     Empezó el día con la ambigüedad encantadora del otoño neoyorquino, entre el eco de la canícula y el augurio del primer norte. Como un hombrón que se velara el rostro con cintas de tul celeste aparece el primer camión, que lleva en las anchas espaldas la virgen diminuta con la gran bata de terciopelo índigo recamado de plata. Sigue la visión por la avenida Amsterdam y en su estela jóvenes danzantes, con el traje idéntico, orlas de satín rojo, azul y blanco, los colores de su patria. La iglesia de la Ascensión, en la calle 107 del Westside de Manhattan, patrocina el desfile anual, el sábado 6 de octubre este año. Es el mes del rosario mariano y el mes de orgullo latino y un decreto del alcalde ha reconocido el día. Se transforma la avenida con el paso de las vírgenes, que van en carrozas, en camiones, representadas en estandartes, seguidas del gentío jubiloso. A lo largo de las aceras la multitud alaba y saluda y son muchos los que se unen al séquito de la Gran Mediadora.
     No cabe duda que para los creyentes la riqueza del ornamento representa la devoción más pura y cada grupo se esfuerza para que su virgen sea la más regia. Frente a la ira del Todopoderoso y la agonía sublime del Hijo, la Virgen es redención, promesa y cariño y por eso bailan y cantan. Los policías cabizbajos custodian las encrucijadas para que pase la Mediadora de Todas las Gracias, que es una y es múltiple y que compite consigo misma en un certamen sin juicio final porque en fin de cuenta todas son reinas.
     Al compás de la música, corazón de merengue y espíritu de cumbia, bailan las niñas y con ellas se mezclan los fieles, ancianas abrazadas a coronas de crisantemos blancos y jóvenes con ramilletes y escapularios. Los señores de traje y corbata llevan una cinta que dice “padrino” y reciben zalemas y parabienes: a las madrinas corresponde orientar a los pequeños y contestar las preguntas de los fieles. En lo alto de una carroza, de papelillos blancos y ribetes celestes, tocan los músicos y canta una mujer elegante y vivaz. Lleva entallado al cuerpo esbelto el vestido de tafetán marrón, un punto rojo entre tanto blanco y azul. Proclama a los cuatro vientos, con voz jubilosa y acogedora, la fe mariana y el orgullo latino. Termina y anuncia la venta de su disco, al costado de la tarima improvisada. 
     La cantante de rojo alcanza el micrófono a un sacerdote caribeño, la túnica color marfil y la gorguera dorada, los pómulos salientes y la mirada implacable, para que anuncie la llegada de un  cónsul, que saluda pero que no sube a la tarima porque ya es mucho el sol: a manera de excusa se pasa por la frente el pañuelo impecable. Anuncia también  la llegada de una delegación de Washington, que llama “la ciudad de los dolores”.   Anuncia la llegada inminente del monseñor, que va a dar la bendición, y entonces corre la gente hacia la tarima, giran las sombrillas estampadas y se agitan las pencas en el aire. 
     Con suaves empujones y dispenses, se abre paso una mujer diminuta y grávida que enarbola la bandera azteca  y grita al marido que levante en alto a la niña para que vea al vicario. Se confunde la familia con un grupo de mujeres que rodean un estandarte florido. Llevan ellas blusas idénticas, con cintas negras y amarillas y la saya de un fino rázago. Cuidan mucho el estandarte con la imagen de su virgen, rodeada de flores. Es la Virgen del Perpetuo Socorro, como un icono de Bizancio, el fondo dorado y la túnica en pliegos severos, casi geométricos. Sobre la cabeza del Niño, custodiados por ángeles flotan los símbolos del futuro suplicio y se aferra Su manito a las de la Madre, cruzadas sobre el regazo. Sobre la cabecita sagrada, las letras OWU quieren decir: “El que es”.
     Pasa sobre una pequeña tarima la diminuta Virgen de Suyapa, patrona de Honduras. Es morena y le llega hasta los hombros la cabellera lacia. Cubre la túnica rosa un manto oscuro recamado de oro y ardiente pedrería. Un resplandor dorado la enmarca, como si se viera la imagen por el ojo de una cerradura.
     En la periferia del gentío, me acerco al piragüero, en plena brega con el bloque de hielo, rodeado de los colorines embotellados de su empresa. Me equivoco, pues resulta ser que no es boricua, es de Santiago de los Caballeros. Compró el negocio a un anciano de San Germán que vivió en la ciento cinco viera usted cuántos años y que se mudó a Orlando, detrás de los hijos, y gracias a la Virgen, porque le ha ido bien. Tiene otro carrito, que alquila a una salvadoreña del Bronx, devota de Nuestra Señora de la Paz. 
     La familia mexicana logra acercarse a la tarima cuando ya presentan al obispo que viene a decir la bendición. Es el obispo José Iriondo, oriundo de Legazti en la tierra vasca. Para la bendición cesan la música y el baile y parece refugiarse la avenida en un silencio acogedor y habla el sacerdote sobre la unión entre los fieles y ora porque reine la paz en los corazones y en todo el universo donde vemos sólo  la confusión de la ira y las tribulaciones de la violencia. El sosiego está en el interior, en el amor al prójimo y en el mutuo apoyo.
     Amor y solidaridad son los grandes temas del desfile, explica luego Altagracia Hidalgo, su organizadora. Tuve una visión, dice: la virgen es única, pero tiene tres mil nombres y diversas representaciones. ¿Por qué no festejarlas todas el mismo día y a la vez señalar que en la unión está la fuerza? Mire usted el símbolo de esa unión: el globo terráqueo con las banderillas de nuestra América. Y con gran tesón lo hemos hecho durante diez años, dice Altagracia, orgullosa de su nombre, que es el de la virgen dominicana. Hacemos el desfile para mostrar la fe y el orgullo por lo nuestro: “de una manera elegante y bonita”, añade. La Virgen de Altagracia es la virgen del inmigrante, la que abre los caminos y nos protege en la ruta. “Cada inmigrante trae su fe y su cultura”, explica, pero aquí nos unimos en el amor y la devoción. Hermosa idea con que enfrentar los rigores de la jornada, fuente de energías para la lucha y la brega de cada día, y para sobrellevar, e incluso transformar, la indiferencia de los poderosos. 
     Avanza la tarde y el eco de la canícula se transforma en la última algarabía del verano. Los músicos sudan y pasan las últimas vírgenes en las carrozas; se pliegan los estandartes. La corona de aristas iluminadas de un nuevo rascacielo de Broadway, su silueta recortada por el resplandor del poniente, surge detrás de la fila de tenements centenarios, las fachadas garabateadas por la red de escaleras de escape. El nuevo edificio, como otros tantos casi idénticos, está blindado de cristal de pies a cabeza: paradójico que sea a la vez la antítesis de la transparencia. Las carrozas desaparecen en las calles laterales, se retira el gentío. Una novicia solitaria recoge de una mesa plegable misales y rosarios.

New York, 6 de octubre, 2007


Notas sobre lecturas perversas del Nuevo Mundo

Paul Firbas, Stony Brook University

     ¿Cómo recuperar los sentidos que los textos sobre el “Nuevo Mundo” tenían para sus lectores en la temprana modernidad? ¿Dónde se detenía la lectura de un texto, dónde desbordaba el asombro, la curiosidad o la condena?; ¿cuándo se apuraba ansiosamente una lectura?; ¿qué imágenes perduraban entre quienes leían o escuchaban? Si entendemos la “invención de América”, en principio, como una producción discursiva para el consumo (y la delimitación) de Europa, ¿cuáles fueron las imágenes que levantaron los cimientos de esa construcción?
     Para acercarnos remotamente a estas cuestiones, será necesario reconstruir o imaginar escenas de lectura en la época, procurando, en una arqueología imposible, recuperar un sentido, como quien trabaja con el fragmento de una vasija, para después ver dónde podría insertarse en el desconcierto de su cultura.
     Hace poco encontré en una biblioteca privada un ejemplar notable de la primera edición de la Crónica del Perú de Pedro Cieza de León, con interesantes marcas manuscritas de un lector de la época, quizá de finales del XVI. El libro salió impreso en Sevilla en 1553 en hermosa tipografía gótica que el mismo autor le había exigido a su impresor. Cieza había pasado cerca de veinte años en América, viajando, escribiendo y participando de la empresa colonial. La mayor parte de su obra quedó inédita debido a su muerte el año de 1554. En el contrato con su impresor, firmado en 1552, el autor revela una casi obsesiva voluntad de controlar la forma final de su texto y de que se transmita incorrupto, como si se anticipara a los descuidos de los cajistas y manipulaciones de los editores. Pero, más allá de salvar erratas, ¿cómo se podía controlar los significados o evitar la perversión en un libro tan lleno de novedades lingüísticas, naturales y morales?1

    


    















Pedro Cieza de León, Crónica del Perú. Sevilla, 1553

     Las marcas en tinta que dejó aquel lector de Cieza pueden quizá ayudarnos a pensar la recepción de los textos iniciales sobre América. En este breve ensayo no contemplo las lecturas “profesionales” sobre las cosas de Indias, como las que hacían los administradores, censores, historiadores e indianos interesados, quienes dejaban sus marcas y anotaciones particulares en los textos.
     A nuestro lector de Cieza le interesaban especialmente las relaciones familiares. Constantemente subraya en el texto cualquier dato sobre las formas de sucesión y herencia, por ejemplo en el capítulo XVI: “faltando el hijo lo hereda el que lo es de la hermana o del hermano”; y más abajo subraya que los cacicazgos se heredan por línea femenina (23r). Pero la verdadera obsesión de este lector está en las mujeres, y sobretodo en las menciones de los enterramientos de los Señores, donde las esposas vivas acompañan al muerto en la sepultura. Las referencias a las indias, a su belleza y entrega sexual, a su capacidad de trabajo y, especialmente, a su fidelidad de ultratumba merecen marcas en el texto: reacciones del lector. ¿Preparaba algún estudio sobre el tema? Sospechamos que no. No hay referencia alguna a otras obras, no se coteja la información; y las marcas tampoco remiten a otras páginas o capítulos del mismo libro. Lo más probable es que aquel lector del Viejo Mundo nos dejó un testimonio de sus asombros e intereses en sus rayas de tinta. La Crónica del Perú era para él un viaje por la sexualidad y las relaciones familiares, contenido en un territorio remoto pero no inaccesible (y en última instancia familiar), propicio para excitar la aversión y el deseo. “¿Y si yo me convirtiera en un indiano?”2
     Así, en el capitulo 44 de la Crónica, en el cual Cieza describe el suntuoso palacio de Tumebamba y las costumbres de los indios cañaris, los subrayados muestran coherentemente una lectura del todo erotizada o sexualizada del espacio americano. En todo este capítulo notable, que va presidido por un grabado que muestra un palacio indígena convertido en arquitectura andaluza, nuestro lector subraya ocho frases, seis de las cuales inciden en el mismo tema: “Mamaconas vírgenes ya dichas” [vestales incaicas]; “había porteros, de los cuales se afirma que algunos eran castrados, que tenían cargo de mirar por las Mamaconas”; “Las mujeres son algunas hermosas, y no poco ardientes en lujuria: amigas de los españoles. Son estas mujeres para mucho trabajo: porque ellas son las que cavan las tierras y siembran los campos, y cogen las sementeras”; [los maridos] “están en sus casas tejiendo, y hilando, y aderezando sus armas, y ropa, y curando sus rostros: y haciendo otros oficios afeminados”; [los indios] “muchos daban sus hijas y mujeres [a los españoles] y ellos [los indios] quedaban en sus casas”; [“a los difuntos los metían en las sepulturas”] “acompañados de mujeres vivas”. En un último trazo en este capítulo, nuestro lector subraya la riqueza mineral de los ríos de la zona, expresada por el yo testimonial de Cieza: “y hablé yo con quien en una batea sacó más de setecientos pesos de oro” (55v-57v).
     Podría objetarse, sin duda alguna, que se trata simplemente de una lectura idiosincrásica. De algún modo, toda lectura lo es. Si vamos un poco más atrás en el tiempo, hasta los orígenes impresos de la materia americana, encontramos que desde las primeras imágenes grabadas que acompañan la Carta de Colón de 1493 las nuevas islas destacan por los cuerpos desnudos y el género ambiguo de sus habitantes.
     La publicación en Barcelona de la carta de Cristóbal Colón de 1493 produjo, ese mismo año, unas once reediciones y traducciones, entre ellas las de Basilea en latín y Florencia en italiano, ambas con ilustraciones que pueden bien considerarse como los primeros testimonios de lectura del breve texto colombino. La edición de Florencia, bajo el título de La lettera dell isole che ha trouvato nuovamente el Re di Spagna, lleva un grabado que muestra, en una sólo viñeta, la presencia simbólica del Rey en los nuevos territorios, habitados por una masa compacta de indios casi desnudos. Aunque se trata de un grabado basto, no deja de ser una lectura aguda del texto, quizá apoyada además en otros datos etnográficos que podrían venir de primera mano. La edición de Basilea, De insulis epistola, incluye un grabado (“Ynsula hyspana”) que muestra claramente otro proceso de lectura, aunque recoge o se asienta en una misma estructura básica que podríamos llamar el “motivo del encuentro”. En este grabado no hay ningún elemento o detalle etnográfico o local, sino lugares comunes de lo exótico. Los indios aparecen como adolescentes de sexo ambiguo y sus miradas y actitudes nos interrogan. Podríamos decir grosso modo que el grabado florentino es severamente político, mientras que el de Basilea lee la carta en clave más poética. En ambos casos, los cristianos no han penetrado todavía en las tierras de cuerpos desnudos. El lector permanece: “¿Y si yo saltara a esa isla?”3


















C. Colón. Florencia, 1493


C. Colón. Basilea, 1493

     Para que las lecturas en imágenes penetren en el territorio americano, debemos esperar hasta las ediciones de las cartas atribuidas a Americo Vespucci, quien comenzó su vida profesional como un comerciante florentino comisionado en Sevilla y pasó luego al servicio de la corona española como piloto y cosmógrafo. Mantuvo una correspondencia humanística con Francesco de Medici y Pier Soderini y anunció la publicación de sus cuatro viajes, que, hasta donde se sabe, no alcanzó a imprimir. Su fama como cosmógrafo se la debe a dos cartas (más extensas que la colombina) conocidas como Mundus Novus (1503 o 1504) y la Lettera de Amerigo Vespucci delle isole nouvamente trovate in quatro suoi viaggi (1504 o 1505), ambas traducidas y publicadas varias veces en la época.
     La Lettera, dirigida a Pier Soderini, fechada en septiembre 1504, fue impresa posiblemente en Florencia. Se supone que es una carta falsa, no escrita directamente por Vespucci, sino por alguien que tuvo acceso a su correspondencia “familiar” y compiló o retrabajó su narrativa. Fue luego traducida en 1507 e impresa en latín en Saint Dié por un grupo de jóvenes humanistas alemanes que la incluyeron como introducción en una nueva cosmografía. Estos humanistas, bajo la dirección de Martin Waldseemüller, acuñaron el término “América” y así lo imprimieron en su gran mapamundi de 1507, estampado a treinta grados de latitud sur sobre un nuevo continente que Vespucci ya había entendido que no era parte del Viejo Mundo. El nuevo nombre es también el testimonio de una lectura perversa. Aunque el mismo cartógrafo va a corregirse y eliminar el nombre de América de su mapa de 1513, no habrá ya forma de detener la vida de esta palabra. Aparentemente, la fortuna de “América” sería uno de los más grandes malentendidos de los lectores. Según Harold Jantz, el topónimo debe leerse en el contexto humanístico de los jóvenes cosmógrafos de Saint Dié que, a la usanza renacentista, manipulaban las etimologías en un ejercicio poético o literario. El hecho de que se haya tomado el nombre y no el apellido del piloto florentino no es fortuito, antes respondería a esa verdad poética de los humanistas, quienes consiguieron que “América” resonara con palabras griegas e imitara los nombres femeninos de África y Europa.4  En esta lectura de 1507, Vespucci queda íntimamente ligado entre bromas y veras al sexo femenino.
     En la introducción a la Lettera, Vespucci se dirige a su destinatario Pier Soderini recordando las palabras que Plinio le dijera a Mecenas -- “vos solías, en otros tiempos, deleitaros con mis pláticas”-- ocupando así, estratégicamente, el lugar de un nuevo Plinio y autorizando su propio discurso sobre el Mundo Nuevo. La carta, sin embargo, se ofrece como un bajativo, “como se acostumbra a dar hinojo después de las viandas deleitosas”, dice Vespucci, y agrega: “podréis para descanso de vuestras muchas ocupaciones, mandar que se os lea esta carta mía para que os aparte un tanto del continuo cuidado y asiduo pensamiento de las cosas públicas” (74-75). Es decir, un texto oral en la sobremesa para divertir la atención del Señor confaloniero perpetuo de Florencia. Al menos, ésa es la estrategia de seducción.5




















La portada de la Lettera de Vespucci imita la edición también florentina de la Carta de Colón. El grabado, algo más rudo aquí, copia directamente la imagen de la portada colombina, que sale invertida en el proceso de impresión. Las diferencias notables entre Vespucci y Colón quedan reducidas a un juego de espejos. La lectura interesada del editor enfatiza la genealogía colombina de esta nueva carta, afirmada además por la coincidencia de los “cuatro viajes” de ambos.

     Vespucci le recuerda a su lector que decidió abandonar su posición de comerciante para dedicarse a “cosas más laudables y firmes [e] ir a ver parte del mundo y sus maravillas” (75). La descripción del primer avistamiento de gente en la costa es, asimismo, la primera referencia a la desnudez como el eje sobre el cual descansa la diferencia relativa entre “ellos” y “nosotros”: “vimos mucha gente que andaba a lo largo de la playa, de lo cual nos alegramos mucho, y advertimos que era gente desnuda” (78). No obstante, esa misma gente desconocida, de mediana estatura, cuerpos bien proporcionados y “carne que tiende al rojo”, “si anduvieran vestidos serían blancos como nosotros” (79).
     Aunque recatados para defecar, los indios no lo son cuando orinan: “son sucios y desvergonzados en hacer aguas, porque estando hablando con nosotros sin volverse ni avergonzarse, dejaban salir tal fealdad, que no les daba vergüenza alguna” (80). Entre esas gentes desnudas y “sin vergüenza de sus vergüenzas, así como nosotros no las tenemos de enseñar la nariz o la boca” --apunta Vespucci con un símil poco inocente--, no sorprende que las mujeres sean fecundas y lujuriosas sin medida y que se valgan de artificios para satisfacer su “desordenada lujuria”; y que se “mostraban muy deseosas de ayuntarse con nosotros los cristianos” (81). Vespucci se excusa, por honestidad, de entrar en detalles, librado así al lector a su más desvergonzada imaginación.
     El primer viaje recorre las costas caribeñas de Centroamérica. Los habitantes, sin comercio ni religión, aparecen como hombres naturales que “se comen a todos su enemigos que matan o hacen prisioneros” (83). Esta primera navegación termina con el relato de un enfrentamiento con unos indios isleños, en el cual los cristianos apresaron más de doscientos que fueron vendidos como esclavos al final de la travesía, en el puerto de Cádiz en octubre de 1498. Los indios del Caribe se maravillaban de que los cristianos no se comieran a sus enemigos.
     En el tercer viaje --hecho bajo bandera portuguesa entre 1501 y 1502 --, en la exploración de la costa sur de Sudamérica, aunque las gentes -- dice el texto -- son iguales que en las jornadas anteriores, las relaciones entre cristianos e indios se vuelven más complejas. La larga sobremesa de Soderini reclama, lo sabe el narrador, un bocado especial. Vespucci cuenta entonces cómo los cristianos mandaron a uno de sus hombres, un joven esforzado, a tierra a mediar con un grupo de mujeres indias que se mostraban desconfiadas:

Cuando llegó junto a ellas [las mujeres indígenas] le hicieron un gran círculo alrededor, y tocándolo y mirándolo se maravillaban. Y estando en esto vimos venir una mujer del monte que traía un gran palo en la mano; y cuando llegó donde estaba nuestro cristiano, se le acercó por detrás y, alzando el garrote, le dio tan gran golpe que lo tendió muerto en tierra. En un instante las otras mujeres lo cogieron por los pies, y lo arrastraron así hacia el monte; los hombres corrieron hacia la playa con sus arcos y su flechas...les disparamos cuatro tiros de bombarda que no acertaron, salvo que, oído el estampido, todos huyeron hacia el monte, donde ya estaban las mujeres despedazando al cristiano, y en un gran fuego que habían hecho, lo estaban asando a nuestra vista, mostrándonos muchos pedazos y comiéndoselos. (106)

     Algo cambió en el recorrido de los tres viajes. Las mujeres lujuriosas e inofensivas de las primeras páginas que, como buenas cortesanas usaban sus artificios para seducir a los europeos, son ahora devoradoras extremas. La experiencia americana, como todo en la perspectiva crítica de un humanista, remite a una realidad trascendente. Vespucci es también un lector del mundo (y de Dante) que busca el sentido, concierto y coherencia del cosmos. “¿Querría yo saltar a esa isla? ¿Para qué?”
     El texto de Vespucci no está exento de contenido moral; pero de una moral opaca y perversa, porque el episodio del joven devorado por las indias no deja de poseer cierto sentido satírico. No debemos olvidar el marco de sobremesa y divertimento de la carta.  Pero, ¿cómo se leyó este episodio en la época? Uno de los testimonios más ricos de lectura y complejidad de esta escena americana quedó impreso en los grabados que acompañan la traducción alemana hecha en Estraburgo en 1509 por Johannes Grüniger.6






 
















Grabados de la edición alemana de la Lettera de Vespucci (Estrasburgo, 1509)

    Los grabados recogen los lugares grotescos del texto: la costumbre de orinar sin ningún prejuicio, las carnicerías humanas (que ya iban formando su propia tradición en los grabados alemanes), la desnudez absoluta, etc.¿Qué tan codificadas estaban estas imágenes o qué tanta libertad tenía un lector para construir el sentido? ¿Se trata de un grabado perverso o –de este lado de la página-- de un lector depravado? La pregunta debe dirigirse concretamente al elemento añadido en la escena del joven portugués, elemento que aparece en segundo plano, como fondo de la imagen que ilustra textualmente el momento de perdición del “joven esforzado” en manos de las indias. El artista añadió otras figuras cuyos gestos inciden en la seducción sexual; y junto a éstas, unas nalgas de un hombre o mujer que ha penetrado en una cueva. Así, el cuadro posee algo de la atmósfera de Bosch o Bruegel. ¿Cómo leer estas nalgas expuestas en la entrada a la caverna? ¿Son una invitación o un repudio?
     Una vieja creencia medieval sostenía que una persona acosada por el demonio podía librarse de él mostrándole las nalgas descubiertas, soltando un flato o defecando. Aparentemente, esta forma de interacción con el demonio seguía vigente para Martín Lutero, quien en pasajes oscuros de sus escritos insulta al  diablo haciéndole notar que él también tiene mierda en sus pantalones . Las nalgas, el ano y sus armas servían para apartar al demonio pero también, claro está, paro entregarse a él a través del pecado. El grabado de Estraburgo podría explicarse atendiendo a este sentido doble de las nalgas, como una suerte de escudo y superficie de los vicios.
     Regresemos, finalmente, a América y Américo en una de las imágenes más discutidas recientemente en círculos académicos: el dibujo de Jan van der Straet, grabado por Theodor Galle (c. 1580). Esta imagen ha sido explicada como una fantasía misógina del discurso protocolonial o como “la colonización del cuerpo por el discurso del poder”.  Louis Montrose cree ver en este grabado una alusión a la escena del joven portugués en la carta de Vespucci. Sin embargo, esta imagen no surge, como los grabados anteriores, de la lectura directa de ninguna de las cartas del descubrimiento: es ya una lectura de una tradición constituida. La escena no deriva de ninguna narración, pero hacia finales del siglo XVI parece provenir de todas o cualquiera de ellas. Por supuesto que es un grabado sobre América y el colonialismo europeo; pero su forma proviene de casi un siglo de lecturas montadas sobre otras lecturas, de un ir y venir de traducciones repetidas entre lenguas, palabras e imágenes. El resultado es un producto decantado por la tradición y el artista, con mucho más del Viejo Mundo que del nuevo.

















     Desde un punto de vista dominante, este grabado invita a la posesión y puede así leerse –se ha hecho-- como un texto al servicio de las políticas expansivas y masculinas del Imperio. Pero no deja de ser asimismo una alegoría del vicio. La mano de la india parece apuntar al fuego y a la escena (moral) de los caníbales, como recordando la suerte de quienes penetraron en las tierras de la lujuria. Es una imagen especular del mismo piloto florentino: Américo encuentra a América. Como en el lector anacrónico de Roland Barthes, aquel que participa del placer y del goce del texto, leyendo para afirmar y desarmar la propia cultura, esta figura de Vespucci nos invita también a pensar en la alegoría de un lector: “goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso”.9

Notas

1. Luis Millones Figueroa ha estudiado el contrato de Cieza con su editor. Véase su artículo “Corregidas y aumentadas: edición y lectura en las historias de Juan de Cárdenas, Pedro de Cieza de León y Alonso de Ovalle”, en Lecturas y ediciones de crónicas de indias. Una propuesta interdisciplinaria, Ignacio Arellano y Fermín del Pino, editores (Madrid y Frankfurt: Iberoamericana y Vervuert, 2004: 345-6)

2. El ejemplar de la Crónica del Perú con el que he trabajado lleva en la portada la firma de su dueño. La tinta, los trazos y el contexto nos hacen suponer que es también el autor de las marcas en el texto. Se trata de un “doctor”, probablemente de Toledo. Mi investigación sobre el personaje está todavía a medio camino.

3. Los grabados de Florencia y Basilea han sido materia de lecturas críticas, entre ellas merece mencionarse la de Margarita Zamora, quien los estudia desde el género y los tropos de feminización. Véase el capítulo “Gender and Dicovery” en su Reading Columbus (Berkeley: U of California P, 1993).

4. El ensayo de Jantz, “Images of America in the German Renaissance” está incluido en First Images of the New World, editado por Fredi Chiapelli (Berkeley y Los Ángeles: U of California P, 1976: I, 91-106).

5. Las citas de Vespucci corresponden a la siguiente traducción y edición: Americo Vespucio, El Nuevo Mundo. Viajes y documentos completos (Madrid: Akal, 1985). He consultado además la edición de Luciano Formisiano y traducción inglesa de David Jacobson: Amerigo Vespucci, Letters from a New World (New York: Marsilio: 1992); y la edición facsimilar de la Lettera de 1504? (Princeton: Princeton U P, 1916).

6. Un breve estudio de dos de los grabados de 1509 puede verse en la sección 9 de la excelente historia y antología preparada por Kenneth Mills y William B. Taylor, Colonial Spanish America (Wilmington, Delaware: SR Books, 1998: 65-70).

7 Véase Karl Wentersdorf, “The Allegorical Role of the Vice in Preston’s/Cambises/,” en Modern Language Studies 2 (1998): 61 y 68. El autor cita además un fragmento de los Tischreden oder Colloquien de Lutero que pueden leerse en esta tradición en donde el culo es arma contra el demonio. No he podido cotejar la cita en su contexto, pero su sentido –no podía ser de otro modo— no es del todo claro: “Teufel ich habe auch in die Hosen geschissen” (Eisleben 1566: 290) (“Demonio, yo también me he cagado en los pantalones”). Las referencias escatológicas de las palabras de Lutero han producido también lecturas psiconalíticas y perversas, como la de Erik H. Erickson en 1958 en su Young Man Luther.

8. Véase Michel De Certau, en el prefacio de su La escritura de la historia (The Writing of History. New York: Columbia U P, 1988:177-217) y Louis Montrose, “The Work of Gender in the Discourse of Discovery” (New Wold Encounters, editado por Stephen Greenblatt, Berkeley y Los Ángeles: U of California P, 1993: xxv); también José Rabasa en Inventing America (Norman: U of Oklahoma P, 1993) le ha dedicado varias páginas a este grabado (cap. 1).

9. Roland Barthes, El placer del texto (México: Siglo XXI, 1974)



El Retrato de Felicidad Marín, de José Manaut Viglietti

(Notas sobre las vanguardias históricas)

El perrito chino, elperritochino@yahoo.com

El Retrato de Felicidad Marín (1933, Colección Felicidad Marín) es un cuadro pseudo-vanguardista de un pintor rabiosamente anti-vanguardista.*      

     El ideario estético de Manaut no se conocerá bien hasta que no se publiquen sus escritos de los años veinte, en particular las Anotaciones de París (1923). Lo poco que ha salido a la luz hasta el momento (esencialmente, el puñado de citas recogido en José Manaut, 1898-1971 [Valencia: Generalitat Valenciana, 2004]), no es nada alentador. Entre el 1923-1924, viajó por París, Bélgica y Holanda, gracias a una beca del Ministerio de Instrucción Pública que le permitió conocer de primera mano la pintura del momento. Sin serle del todo indiferentes, los distintos ismos que entonces sacudían Europa le provocaron un repudio instintivo: “Por entonces estaban los ismos en plena erupción: el fauvisme y el cubisme surgidos de los postulados incoherentes de Cézanne, el dadaisme, el movimiento plástico surréalisme y otros… Pero toda esa cabalgata, sin serme indiferente, era repudiada instintivamente por mi temperamento, que me impulsaba a interrogar la vida y la naturaleza bajo el signo de la verdad y no a recluirme en una estancia y torturarme el cerebro para ‘hacer algo nuevo’, obsesión histérica de nuestro tiempo, que no conduce a nada”. La obra de Cézanne le parece “una arbitrariedad cómoda, que, a cambio, no da ni emoción ni belleza alguna”.  Matisse no es más que “un decorador de tabernas”; “sus obras son del peor gusto y no hay en ellas la menor idea de nada”. La pintura abstracta es “una farsa y un desvarío mental producto de la esquizofrenia”. Éstos y otros borborigmos los repite en la conferencia “Las Bellas Artes en la Segunda República” (1933), acaso su texto mejor conocido. La vanguardia en general se le antoja una “enfermedad destilada por la miseria”, cuando no “un propósito de locos”. “Eso que aquí se llama ‘arte de vanguardia’ es un estigma de debilidad; snobismo y miseria física, que se disfraza con propósitos de revolución estética”. Las “abstracciones jeroglíficas” de Picasso constituyen una traición del “sentido racional y normal de la vida”. Ni él ni la llamada Sociedad de Artistas Ibéricos — Barradas, Ferrant, Bores, Dalí, Palencia, etc.— son españoles genuinos, sino una panda lamentable de decadentes afrancesados: “Pertenecer a la España de Picasso, ¿qué quiere decir? ¿Es qué Picasso tiene de español algo más que el certificado de nacimiento y el apellido, por cierto, afrancesado [. . .] ¿Para eso se llama esa agrupación de ‘Ibéricos’? ¿Para esforzarse únicamente en parecer pintores o escritores de  cualquier parte, menos de España? ¿No veis en ello el síntoma de una lamentable  decadencia?”. Y concluye: “Todos aquellos pintores que por carecer de fuerza temperamental, por no ser personales, merecen, por débiles y decadentes, desaparecer”.           

     ¿Qué arte no es un “estigma de debilidad”? ¿Quiénes son los verdaderos titanes de la pintura para Manaut? Aparte del propio Manaut, “los pintores impresionistas, sobre todo Monet, Sisley… luego Van Gogh” (José Manaut, p. 250); “Degas y Manet en otros aspectos” (José Manaut, p. 250); “el Renoir de la primera época y Pissarro” (José Manaut, p. 250); y, sobre todo, “el robusto tronco de los maestros españoles” (“Bellas Artes”, p. 12), a saber, Cecilio Plá, López Mezquita y Sorolla, pintor a quien idolatró toda su vida y sobre quien escribió una monografía impotable: Crónica del pintor Sorolla (1964).  Sencillamente, la pintura del siglo XX terminó en el siglo XIX: “Después de los impresionistas y Pubis de Chavannes no se ha avanzado nada en la pintura francesa” (José Manaut, p. 251).                 

     ¿En qué consiste, entonces, su peudo-vanguardismo? Fundamentalmente, en cuatro motivos que, a pesar de sus prejuicios, debió de absorber durante su gran tour europeo y gracias al contacto personal con los propios Ibéricos, al menos uno de los cuales, Joaquín Peinado, era amigo suyo.  Me refiero al paisaje desértico, la raqueta de tenis, los balaustres y los cactos. Como ninguno de los cuatro se repite en nada de lo que hizo antes o después del retrato que aquí comentamos, concluyo que son impostados. El antivanguardismo vanguardista de Manaut empieza y termina con el Retrato de Felicidad Marín. Después regresó al siglo XIX, que era donde estaba a gusto.

Me explico:

     1. El paisaje desértico: tanguysmo sin figuritas de plastilina, dalíismo sin guarradas, vallequismo sin paleontología. Menciono casi al azar: Mamá, papá está herido (1927) de Tanguy, El enigma del deseo (1929) de Dalí, Con la piedra a cuestas (1931) de Moreno Villa, Paisaje geológico (1931) de Palencia, Formas en el desierto (1936-1937) de Alberto Sánchez. Un Sorolla, desde luego, no es. El neo-impresionista sorollesco que fue toda la vida Manaut se venga inesperadamente de su maestro y sale con un paisaje, si no surrealista, “surrealistoso”, rústicovallequense. Pero, claro, tampoco es Tanguy ni Dalí ni Dalí en Vallecas. No bucea en sus fantasías eróticas, le saca el cuerpo a los grises y no se atreve a mirar cara a cara lo desierto del desierto. Lo que a primera vista parece un paisaje surrealista en realidad es un campo de golf teñido de verde limón. Es claro que nuestra joven Felicidad nunca ha experimentado, como dice Manaut, “‘el placer demoníaco de contemplarse en un espejo deformante que le devuelve su imagen monstruosa’” (“Bellas Artes”, p. 12); no sufre de “‘taras incurables’” (“Bellas Artes”, p. 12). El mundo es azul y blanco y rosado y el color del cielo pega con los calcetines, “bajo el canon de un impresionismo sano y honesto” (“Bellas Artes”, p. 12).     

     2. La raqueta de tenis: marujamallismo, neobjetividad alemanosa, metafisismo italianito. Cf., entre otros ejemplos, Elementos para el deporte (1927) de Maruja Mallo, La tenista (1926) de Anton Räderscheidt, La musa metafísica (1917) y La hija del oeste (1919) de Carlo Carrà.  Deporte y modernidad. No hay periódico y revista de la época que no le dedicara una página al tema. Felicidad es una chica honesta, pero moderna. ¿No se ve? En una mano luce una pulsera dorada y con la otra empuña su moderna raqueta de tenis. El deportismo vanguardista tiene tres vertientes. La primera es el apetito fascistoide de disolución: ningún límite de ningún tipo. La idea es montarse en un coche deportivo como los que anunciaban los carteles de la compañía Chrysler (“Deme un coche rápido como el viento”), pisar el acelerador hasta el fondo y reventar en pedazos. La “Canción del automóvil” (1908) de Marinetti, futuro apologista de Mussolini, expone las líneas generales del programa: “¡Más rápido! ¡Todavía más rápido! / ¡Y sin descanso ni reposo! / ¡Suelta los frenos!  ¿No puedes? / Apriétalos, pues, / ¡qué el latir del motor centuplique sus revoluciones! / ¡Hurra!  ¡No más contactos con esta tierra inmunda! / ¡Por fin me separo y vuelo ágilmente!” El éxtasis de la velocidad intenta paliar el vacío dejado por la muerte de Dios. El desprecio casi religioso que provoca el contacto con la “tierra inmunda” se cura con la muerte heroica en un coche deportivo bello como una máquina de guerra. El veredicto del Marinetti español — Gómez de la Serna — es irrefutable: “Sensibilidades desgastadas, sólo encontraban su transfiguración en el vértigo [. . .] Ya sólo estaría exento de monotonía el día en que se atreviesen a llegar a la muerte” (Cinelandia [1923]). La segunda vertiente es la antítesis de la primera: el apetito racionalista de forma. Si antes todo límite era despreciable, ahora ningún límite es poco. A título de ejemplo, podría citarse el poema “Jugadora de tenis” (1928) de Collantes de Terán: “Ilusión realizada de una estética / de perfiles precisos y sin tacha / que desprecia el relieve de la rosa”. El tenis representa la ilusión realizada de una estética de cartabones que desprecia el “relieve” indeterminado de la naturaleza. “Indeterminado” es el término de Hegel (“cuando hablamos de belleza natural, nos encontramos entre algo muy indeterminado, sin criterio” [Estética]); y quiere decir falto de determinación, exterior, opaco, inerte; naturaleza no animada por la conciencia ni recogida bajo la unidad del espíritu en un todo orgánico. El materialismo informe de Bataille está en el aire. Gómez de la Serna teoriza con lucidez inaudita sobre “Monstruosismo” y “Dadaísmo”: “Meterá el pie en una materia blancuzca, residuo de vuestros ideales, vuestras bellezas, vuestros éxtasis abstractos, cual digeridos como la leche de una vaca enferma” (Ismos, págs. 248-249). La estética idealista del tenis es el antídoto contra todo eso: “recta sin claudicar, limpia y perfecta”; éxtasis abstractos contra la leche cortada. La tercera vertiente la integran escritores como Unamuno (“Patriotismo y optimismo”, “Boy Scouts y footballistas [sic]”, “Intelectualismo y deportismo”, etc.); Gómez de la Serna (“El nuevo fanatismo”); César Vallejo (“Los peligros del tenis”, “La vida como match”); Moreno Villa (“No se hicieron para ti los caballos”); y Antonio Machado (“Proverbios y cantares”), todos los cuales le oponen a la gaya ciencia del deporte — patriotismo, optimismo y racionalismo de Boy Scouts — la ciencia melancólica de la muerte. Son los aguafiestas del progreso y la ley antitabaco, quizá porque presentían desde el principio por dónde iban lo tiros: irracionalismo fascistoide, por un lado, y mala racionalidad racionalista, por el otro. En juego estaba el sentimiento trágico de la vida. Si me quitan la conciencia de la muerte, ¿qué queda de la vida?  Vallejo (“Me gusta la vida enormemente / pero, desde luego, / con mi muerte querida y mi café”) es acaso el más recalcitrante: “Un médico afirma que para fruncir el entrecejo, se necesita poner en juego sesenta y cuatro músculos, mientras que para reír son suficientes trece músculos. El dolor es, por consiguiente, más deportivo que la alegría” (El secreto profesional). De las tres vertientes que acabo de apuntar, la más cercana al retrovanguardismo de Manaut es la segunda: el deporte como tabú contra el dolor y la naturaleza indeterminada. De ahí ese aire entre constructivista y quinceañero que rezuma el cuadro. Constructivismo: el sentido estrictamente geométrico de la composición (un rectángulo dividido en cuatro partes por una línea horizontal [la balaustrada] y otra vertical [la propia Felicidad]), la rejilla de la raqueta de tenis, la blusa de cuadritos y rayas, el embaldosado a cuadros... Lo quinceañero: la sinfonía de azules y rosas, la naturaleza entendida como campo de golf (o como limonada), los zapatitos blancos, la pulserita… Menos que el retrato de una adolescente parece un retrato adolescente. Gómez de la Serna una vez más: “Cuidado. Cuidado. Se está creando así un tipo de hombre desprovisto de alma vaga, de eso que por no poderle dar otro nombre llamaríamos cosas y cositas, un tipo de hombre en el que no queda eso, que sin ser una clase de idearium ninguno, es facultad, abono de las ideas, es alcances, ternura humana, concepción desinteresada de la vida” (“El nuevo fanatismo”, Muestrario [1917-1919]).

     3. Los balaustres blancos: fernandlégerismo, funcionalismo lecorbussiano, purismo ozenfantiano, dalíismo naïf. Como advirtiera Lorca antes que nadie, el Purismo de L’Esprit Nouveau entra en la pintura española a través de Dalí: “Una rosa en el alto jardín que tú deseas. / Una rueda en la pura sintaxis del acero. / Desnuda la montaña de niebla impresionista. / Los grises oteando sus balaustradas últimas” (“Oda a Dalí” [1926]). Montaña desnuda de nieblas, balaustradas puras, sintaxis de acero. Parece una écfrasis del Retrato de Felicidad Marín (sin los azulitos, claro está). Pero no es así; los versos de Lorca aluden a dos cuadros “puristas” del primer Dalí: la peña de mica de Penya-segats (1926, Milán, Roberto Galloti) y las balaustradas grises de Bodegón (1923-1924, MNCARS). Toda esta nostalgia que no sé si llamar racionalista o calvinista (Le Corbusier se crió en el seno de una familia calvinista) por las formas “puras” — balaustres, patas de mesa, sifones, botellas, guitarras de curvas femeninas (pero sin la presencia turbadora de la carne), perfiles (pero no el patetismo del rostro) — cabe bajo lo que Gómez de la Serna llama, en referencia a Léger, “Tubularismo”: “La vuelta de las cosas, su más ceñida calidad, su redondez pura, su elástica tubularidad, su muslo, su muñeca” (Ismos, p. 238). Todo “relieve” es tabú; el dolor es una tara del pasado; la presencia de las cosas se reduce a su silueta, como si la realidad y el esquema depurado de la realidad fuesen lo mismo. ¿Por qué un odio tal contra la existencia material de las cosas? Los balaustres de Manaut, quien en la conferencia del año 33 arremete expresamente contra Léger (“Léger y otros dibujan en serie esos monstruosos hombres mecánicos”), tienen un parentesco remoto con el tubularismo légeriano; algo así como Léger sin el dinamismo maquínico de Léger.  Pienso concretamente en cuadros como El balaustre (1925, Nueva York, MoMa), Dos perfiles (1926, Lodz, Polonia, Muzeum Sztuki) y Bodegón con perfil (1928). La silueta discretamente “tubular” de los balaustres se refleja en las pantorrillas de la tenista y viceversa. Cuenten conmigo, de izquierda a derecha: balaustre, pantorrilla en escorzo, balaustre, pantorrilla sin escorzo, balaustre.  El eco de las semejanzas marea. Manaut ha organizado la superficie rectangular de la tela de manera que evoque la forma de una cancha de tenis. La balaustrada es la red.    

     4. Los cactos: objetividad beata, realismo mágico sin magia, botánica de la felicidad en lugar de botánica de la angustia. Franz Roh (Realismo mágico [1925]), Georg Scholz (Mestizo [1920], Cactos y semáforos [1923], Bodegón con cactos [1925]) y Wilhem Heise (Primavera marchita [1926]) en versión apta para menores. Proust opinaba que “la experiencia de un seto de espinos es uno de los fenómenos primordiales del comportamiento estético” (Adorno, Teoría estética, p. 90).  Me parece que quiere decir que el arte que no pinche (el arte sin “agudeza” barroca), es falso.  Rasgadura formal de la forma, claridad reveladora del gesto, punzada de un recuerdo no vivido, sorpresa doliente o sonriente; la obra de arte es ese así que no cesa de afirmarse, circunstancial e inagotablemente presente. No pretende reproducir la realidad, sino acentuarla. En la pintura alemana de entreguerras (Scholz, Heise, Fritz Burmann, Sergius Pauser), los cactos significan la extrañeza constitutiva del arte, que a su vez es la expresión de la extrañeza constitutiva de la vida en la era del capitalismo rampante. Yo vería en ellos una versión secularizada de la corona de espinas de Cristo; el símbolo de la Pasión del hombre sin atributos. Si a los cactos les arrancamos las espinas y los reducimos a su forma geométrica — óvalo, círculo, cilindro, cruz gamada —, entonces representan la naturaleza sometida al orden racionalista. Así, en Hegel (“en las plantas estamos más acostumbrados a múltiples desviaciones, aunque pueda admirarnos, por ejemplo, el cacto, con sus espinas y la formación rectilínea de sus punzones angulados”); y, bastantes años después, en el “Tercer manifiesto racionalista. Función de la planta en el paisaje” (1932) de Eduardo Westerdahl: G. A. [Gaceta de Arte] proclama de nuevo la alta cotización estética que alcanzan en el mundo moderno plantas como cactus, agaves, etc. G. A. sostiene la necesidad de realizar estas plantaciones, de parcelar lugares y tender a la expresión auténtica de las Islas [Islas Canarias] dentro de los principios racionalistas universales, como planta de nuestro paisaje: el cactus.  Hablemos claro, en líneas simples. Perfilemos las imágenes. G. A. quiere hasta hoy, conforme sus tres manifiestos: arquitectura funcional, urbanismo racionalista y plantaciones indígenas carnosas, de corporeidad y relieve estereométrico. Un jardín debe estar sometido a determinada homogeneidad óptica. Un jardín no es solamente cubrir la tierra con hojas y flores. Un jardín es, ante todo, cubrir de estética la tierra. Poseerlo y no ser poseído por él” (Gaceta de Arte). Pero para el año 32, la “cotización estética” de los cactos ha roto todas la previsiones del mercado del arte, y no hay ama de casa que se precie de ser “moderna” que no tenga un ejemplar en la sala, como la Lulú de Pabst.  El semanario Mirador, uno de los vehículos principales de la vanguardia catalana, proclama con orgullo, y traduzco: “Los cactos están de moda […] Puede ser que la sensibilidad de nuestros días sea más propicia a apreciar la belleza de las formas en general tan poco vegetales de estas plantas tan rigurosamente geométricas muchas veces, sin hojas, macizas, de estructura visiblemente simplificada” (“Cactos” [1933]). La modernísima D’Ací i D’Allà no se queda atrás: “Si, dejando de lado el estupor propio de la belleza, examinamos con serenidad la forma y la cualidad de los cactos, veremos que han triunfado porque habían de triunfar. Son modernos. Realizan este deseo convulsionante y efímero: son modernos. La desnudez, la geometría acusada y sin flojeras de los cactos los hermana maravillosamente con las sillas metálicas, con las mesas de cristal y de níquel, con las paredes lisas, con los tonos unidos de las cortinas, con la iluminación indirecta [. . .] La moda de los cactos tiene, pues, una explicación.  Del arenal africano, asiático o mexicano han pasado a los refinados interiores de Europa” (“¿Por qué han triunfado los cactos?” [1932]). Así que ya lo saben, si quieren ser “modernos” y gozar del desierto africano sin salir del refinado interior de su hogar (contra la conocida tesis de Benjamin, el interior burgués no desaparece ni mucho menos con el triunfo de la modernidad, sino que se afianza, elevándose a la categoría de obra de arte), basta con comprar un cacto rigurosamente geométrico y ponerlo en una mesita de cristal con patas de níquel.  Los cactos que figuran de manera tan prominente en el cuadro de Manaut responden a la visión decorativa de la vanguardia propia de la alta burguesía. Esencialmente, son el decorado de un interior moderno mitad europeo y mitad salvaje. Aunque es probable que Manaut estuviera familiarizado con la Nueva Objetividad alemana, de la angustia de Scholz y de Heise no queda nada. La experiencia estética del seto de espinas se degrada en mercancía. Lo que una vez fue unheimlich (Freud, el Heidegger de Ser y Tiempo) ahora es simplemente exótico. La mirada del espectador se mueve de la raqueta de tenis al cacto y del cacto a la raqueta de tenis, y concluye: “Ah, ya entiendo, el cacto también es una raqueta y el Nicht-zuhause-sein heideggeriano (Ser y Tiempo, § 40), el ‘saberse sin casa’ se cura haciendo ejercicios”. 

No se puede ser más banal.

* Para una muestra representativa de la pintura de Manaut, veáse www.josemanaut.com.  Este ensayo es una versión corregida y ampliada del texto publicado en el catálogo de la exposición El retrato moderno en España (1906-1936).  Itinerarios y procesos (Madrid: Fundación Santander / Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 2007). Agradezco a los comisarios, Javier Pérez Segura y Adolfo Blanco Osborne, el permiso de publicación.



Nostalgia de la belleza en el mundo desfigurado en estado de la semejanza

Jorge Brioso
   
Introducción

     La historia que he elegido contar es la de una metáfora. La metáfora en cuestión aparece en el ensayo de Benjamin sobre el flâneur. La historia que voy a contar también es una  de reescrituras, de apropiaciones, de préstamos parcialmente reconocidos: una zona donde lo propio y lo ajeno se  desdibujan. En la primera parte de esta glosa se presenta a Benjamin reescribiendo a Marx y Baudelaire; Agamben a Baudelaire, Marx, Freud y Benjamin e invitando a nuevos protagonistas Rilke, Mauss, etc. Historia de colecciones y de coleccionistas (entiendo el coleccionista como aquél que libera las cosas de su destino útil, aquél que libera a la cita de su propietario). En la segunda parte, la glosa, llevada por el propio ejercicio exegético, se extiende a otros textos de Benjamin cuya relación con la metáfora que es objeto de nuestra historia es más elíptica, secreta. En la tercera y cuarta parte, mi ensayo juega con la forma que los cómicos latinos llamaban contaminatio: tenemos que empezar escuchando una historia falsa para descubrir, desde sus propios hilos y entramados, la otra historia, la verdadera.

I. El flâneur y el fetiche

     En uno de los más densos párrafos de su ensayo sobre Baudelaire, Benjamin propone una cuádruple analogía entre el poeta, la mercancía, el flâneur y el fetiche. El alma de la mercancía, de existir, sería la más delicada de las almas pues tendría la capacidad de ver en cada persona un posible comprador en cuya mano y a cuya casa debería amoldarse. El poeta y el flâneur, fundidos por esta analogía, tienen la capacidad de ser él mismo y el otro, tienen el poder de ser los otros e inventarlos. Esta disposición sensitiva puede extenderse hasta lo inorgánico, “sensibilidad respecto de una materia muerta”, que Benjamin asocia con el fetiche. El poeta y el flâneur ante la experiencia de la multitud, de la masa, experimentan el tipo de alquimia que sufre el objeto al dejar de ser un objeto de uso para convertirse en una mercancía o un fetiche. Tanto el objeto mercantil o erótico como el rostro anónimo de la multitud quedan investidos de un valor añadido, suplementario, fantasmático, artificial.1
     En un breve artículo publicado en 1927 con el título “Fetichismus”, Freud define el fetiche como un sustituto del falo de la madre “which the little boy once believed in and does not wish to forego” (Freud 151). El niño se niega a reconocer que la madre no tiene pene, pues si la madre pudo ser castrada su propio pene corre peligro. Freud cree que en este caso no cabe hablar de represión, concepto que restringe a la esfera de los afectos, y prefiere hablar de negación, concepto más afín con el mundo de las ideas. La percepción -la visión- de la ausencia del pene en la madre persiste, pero se niega. Freud utiliza el término alemán Verleugnung (“renegación” o “negación”). Según Giorgio Agamben, el sentido de esta palabra no es simple y entraña una ambigüedad esencial. El conflicto entre la percepción, que lo impulsa a afirmar su objeto factitious, fantasmático, y el deseo, que lo empuja a negar su percepción, es irresoluble. El niño no hace ni una cosa ni la otra, o, mejor, hace las dos a la vez. El fetiche, trátese de un cuerpo o de un objeto inorgánico, es la presencia de una nada (el pene materno) o el signo (presencia)  de su ausencia:

El fetiche se enfrenta a la paradoja de un objeto inasible que satisface una necesidad humana precisamente a través de su ser tal. En cuanto presencia, es en efecto algo concreto y hasta tangible, pero en cuanto presencia de una ausencia, es al mismo tiempo inmaterial e intangible porque remite a algo más allá de sí mismo hacia algo que no puede nunca poseer realmente (Agamben  72).

     El ejemplo más extraordinario que encuentra Freud de fetichismo es el de un sujeto que exalta cierto brillo de la nariz a la categoría de fetiche. El mayor interés de esta anécdota radica, en mi opinión, en el peculiar brillo que el fetichista le otorga a su objeto, la vinculación entre brillo, fetiche y mirada. El fetiche está vinculado a una particular mirada y a un brillo inexistente o invisible a la mirada de los otros: lo cual nos habla de su carácter imaginario, accidental y de su carácter de visión (en su doble carácter de cosa vista, y de aparición, ilusión). El fetiche tiene una relación oblicua con su sentido, con su significado: se puede descifrar en otra lengua. El fetiche tiene un carácter único, singular, irrepetible, casi sagrado: el brillo en la nariz; y, a la vez, tiene un carácter serial, susceptible de ser repetible ad infinitum, casi anónimo, impersonal: la nariz, cualquier nariz.
     La nada que bajo la distorsionada mirada del deseo asume la forma de algo es en este caso el brillo en la nariz. La distorsión no es, en este caso, falsa visión, engaño, ceguera de la mirada ante la única verdadera realidad: la muerte. La distorsión es lo que hace de un objeto cualquiera (una nada), un objeto con brillo (un algo). Esta distorsión no conlleva, además, una denigración de este objeto sino su exaltación. El fetiche preserva un objeto de una importancia perdida y anacrónica, y esencialmente ficticia, de su desaparición. El fetichista ya no cree en su objeto, está en cierta medida desengañado de él, este objeto es ya casi nada, y es este objeto casi totalmente vacío que el fetichista va a hacer brillar. El desengaño y el deseo no son antitéticos. El deseo se genera entre el peso de la sensación ingrata de la nada, la falta en el objeto que nos salta a los ojos, y el brillo, el resplandor, la aureola, que la mirada distorsionadora, deseante, le otorga al mismo. En el fetiche no hay deseo sin desengaño; no hay deseo sin la visión de la nada.
     Para Marx la mercancía en tanto valor de uso es algo trivial y perfectamente comprensible, pero en cuanto se presenta como valor de cambio (mercancía como tal)  adquiere una segunda naturaleza, una naturaleza extraña, se transforma y llega a ser asible e inasible a la vez.  Este carácter cuasi espiritual que adquiere la mercancía le confiere una forma dual, a un tiempo objeto de uso y portador de valor.  Su naturaleza  biforme y bifronte le concede su carácter de fetiche. La mercancía vuelve hacia el hombre una cara o la otra sin que nunca sea posible captar ambas a la vez.  En la obra de Marx, a la dualidad mercantil corresponde una dualidad axiológica. El valor se superpone al uso normal del objeto. En el texto marxista se establece una oposición entre lo concreto, lo natural y lo cotidiano (asociados al valor de uso) y lo abstracto, lo artificial y lo extraño (asociados con el valor de cambio). Incluso la oposición marxista tiene una arista médica: el valor de uso se asocia con lo sano (relaciones normales entre el productor y su producto) y el valor de cambio es concebido como enfermedad, que viene a pervertir, enrarecer, enajenar  a los objetos (los valores de uso). Tanto el fetiche marxista como el freudiano son inasibles: “El fetichista no logra nunca poseer íntegramente su fetiche porque es el signo de dos realidades contradictorias” (Agamben 79).
     En su ensayo sobre el flâneur, Benjamin nos habla del nacimiento de un nuevo género literario con la llegada del escritor al mercado, “una literatura panorámica”. El escritor convertido en cartógrafo y en botánico trata de acercar a sí y a sus lectores un espacio urbano que siente cada vez más extraño, menos propio. Engels, en su obra La situación de la clase trabajadora, nos habla de Londres como una ciudad colosal: “en la que se puede caminar por horas enteras sin llegar siquiera al comienzo del fin”. La experiencia de la multitud destruye los vínculos orgánicos inherentes a la comunidad.2 El carácter inconmensurable y alienante del espacio urbano excita la fantasía del flâneur que impone al otro (el rostro anónimo de la calle) una identidad y una historia ficticias, artificiales. Al igual que el detective de las obras policíacas, el flâneur difumina “las huellas de cada uno en la multitud de la gran ciudad” (Benjamín 58). El flâneur elige al azar (como el fetichista) un rostro en la multitud y lo convierte en objeto de su deseo. El flâneur suple con su imaginación (también como el fetichista) la ausencia de identidad del rostro que entrevé en la masa y que se le escapa a los pocos segundos. La máscara que el flâneur impone a la silueta sin rostro que atraviesa la calle es, como el fetiche, un signo del deseo y del temor, afirmación y negación a la vez: deseo de establecer un vínculo, un espacio propio, en la gregaria soledad metropolitana, y temor de aceptar la destrucción de la identidad ajena y por lo tanto la suya propia, impuesta por la masa.

II. La muerte del aura

     En su ensayo The Work of Art in the Age its Technological Reproductibility, Benjamin señala que las nuevas condiciones de producción y de goce artístico establecidas por la sociedad de los mass media modifican sustancialmente la esencia del arte: la obra de arte pierde el aura que la caracterizaba. Este valor aurático postulaba una esfera independiente para el arte, un espacio de cierta autonomía con respecto a las otras esferas discursivas. A través de este aura el arte se proponía como lugar utópico donde se reconciliaban algunas contradicciones sociales. Benjamin celebraba la desaparición del valor cultual de la obra en favor de su valor expositivo: la obra no tendría otro valor de uso que su valor de cambio. En otras palabras, la obra se convierte en mercancía.
     Los dos más importantes ensayos que escribe Benjamin en los años 30, Little History of Photography (1931), y el ya mencionado, The Work of Art in the Age its Technological Reproductibility 3 (cuya primera versión es de 1935), se dedican a reflexionar sobre la relación entre la obra de arte y la mercancía. En ambos textos, Benjamin trata de producir una nueva concepción de la obra de arte, a través de una reflexión sobre las consecuencias históricas y políticas de la tecnología, que se coloque más allá de la esfera de lo cultual, de lo sagrado. Benjamin percibe una estetización de lo político en el fascismo y piensa que al radicalizar el proceso de secularización que ha sufrido la obra de arte en la modernidad podrá producir nuevos conceptos estéticos de los cuales el nazismo no se podrá apropiar:

They [las nuevas formas de producción entre las cuales se encuentra la reproducción mecánica] neutralize a number of traditional concepts -such as creativity and genius, eternal value and mystery- which, used in an uncontrolled way (and controlling them is difficult today), allow factual material to be manipulated in the interests of fascism (“The work of Art” 252).

     La reproducción mecánica,4 asociada en este texto con el surgimiento de la fotografía y el cine en el siglo XIX, constituye una manera de trasmitir el objeto fuera de la tradición. La reproducción libera a la obra de su carácter sagrado, único e irrepetible. La reproducción mecánica trasmite la obra no en su singularidad sino en un nivel serial y masivo: "In even the most perfect reproduction, one thing is lacking; the here and now of the work of art -its unique existence in a particular place [. ..] The here and now of the original underlies the concept of its authenticity” (“The Work of Art” 253). 
     La autenticidad de la obra de arte está vinculada a su carácter aurático. El aura para Benjamin designa: “the unique apparition of a distance, however near it may be” (“The Work of Art” 255). Al perder la obra de arte su autenticidad, asociada a su aquí y ahora, a su carácter único e irrepetible, y su autoridad, vinculada a su carácter cuasi-sagrado, intangible, simbólico-trascendente, es separada del lugar que ocupaba en la tradición: “It might be stated as a general formula that the technology of reproduction detaches the reproduced object from the sphere of tradition” (“The Work of Art” 254). La reproducción parece responder a una lógica contraria a la de la tradición, mientras la tradición trata de garantizar la singularidad y la permanencia de la obra de arte, la reproducción afirma su reproductividad, su carácter de copia, e incluso de simulacro, y su carácter transitorio. La idea de un legado supone la transmisión de bienes culturales que se consideran auténticos, asociados a un determinado creador, incluso si este creador es anónimo, a un determinado período histórico, a una determinada cultura, y este patrimonio se vincula a un valor, una autoridad, un prestigio cultural.
     La reproducción en serie de la obra de arte, la pérdida de su carácter único e irrepetible, y su mayor accesibilidad, cercanía, parecen favorecer su recepción masiva. La reproducción mecánica devalúa el carácter cultual de la obra de arte en favor de su valor expositivo. Este valor expositivo le da a la obra de arte la hace más tangible y le otorga una mayor cercanía a las masas. La obra de arte, al perder su aura y su autenticidad, no va a tener otro valor de uso que su valor de cambio. En otras palabras, la obra se convierte en mercancía.
     La reflexión de Benjamin deja, en mi opinión, varios problemas sin resolver:5 ¿Se puede pensar la obra de arte como un objeto entre los otros objetos, como una mercancía más y a la vez dar cuenta de su singularidad, si es que existe? ¿Es sólo arte lo que una cultura determina consagrar como arte y, por lo tanto, todo puede ser obra de arte y, a su vez nada intrínsicamente, lo es?

III. El verdadero sentido de la palabra exposición
 
     En una carta escrita a Scholem en 1936, Benjamin explica por qué no ha divulgado aún su trabajo The Work of Art in the Age of Reproductibility: “Mantengo [este trabajo] muy en secreto, ya que sus ideas son incomparablemente más idóneas para el robo que la mayoría de las mías” (59).6 Esta afirmación es ilustrativa, del tono impersonal, panfletario, propagandístico que Benjamin le dio a este texto. Tono, por cierto, afín con el cambio que él supone ha producido la tecnología y sus técnicas reproductivas sobre la naturaleza del arte. Sin embargo, la reticencia que muestra Benjamin a que sus ideas sean plagiadas, copiadas, reproducidas de un modo mecánico y anónimo, muestra cómo en su propia producción intelectual todavía está vigente una noción de autoridad, de propiedad, de singularidad de la obra artística que sigue respondiendo a las características que él asociaba con lo aurático. Parece que la aureola, el carácter sagrado que rodea a la obra de arte, no es tan fácil de disipar.
     Para indagar, con mayor profundidad, en la naturaleza de la cercanía que le brindan las nuevas tecnologías a la obra de arte, es necesario volver sobre el valor expositivo que empieza a ser dominante, según Benjamin, en el arte moderno: “In photography, exhibition value begins to drive back cult value on all fronts” (The Work of Art 257). En su primera etapa la fotografía trató de recuperar el carácter mágico de las imágenes a través de su poder de revelar lo minúsculo. El retrato, y en particular el rostro, fue el lugar privilegiado de esta resacralización del mundo. El primero en romper con este carácter aurático de la fotografía fue Atget. Esta ruptura con el carácter aurático de la obra de arte está vinculada a su abandono a las cosas. Atget liberó al objeto de su aureola. Le quitó la envoltura al objeto, lo desnudó. Lo despojó de su valor simbólico e incluso de su función y sentido social, de su uso. La cosa totalmente deshumanizada, liberada de la red simbólico-social que le asignaba un sentido y una función, va a adquirir una cercanía de un carácter bastante singular.7 La fotografía de Atget acerca a los objetos pero produce un extrañamiento entre el hombre y su entorno. La destrucción de la noción de lejanía, provoca una atomización, una fragmentación de lo que se considera familiar, próximo, cercano.8 Lo próximo, lo familiar, lo cercano se sostenían sobre ese horizonte que constituía un límite trascendente y que anunciaba un más allá.
     El aura constituye, entonces, tanto la lejanía simbólico-ritual que se asociaba, tradicionalmente, con la obra de arte, como el horizonte, el espacio propio, lo que puede ser contemplado, abarcado por la mirada:

What is aura, actually? A strange weave of space and time: the unique appearance or semblance of distance, no matter how close it may be. While at rest on a summer’s noon, to trace a range of mountains on the horizon, or a branch that throws its shadow on the observer, until the moment or hour become part of their appearance -this is what it means to breathe the aura of the mountains, that branch (The Work of Art, 518-519).

     Aura es la apariencia de una lejanía, que constituye el límite, el horizonte de lo que nosotros consideramos como lo conocido. El aura vive en los límites, en los contornos, de las cosas que nuestro ojo puede abarcar. Es el más allá de lo que consideramos visible y aprehensible cuando contemplamos el mundo. La quiebra del aura conlleva la atomización del espacio que solíamos reconocer como propio: los límites entre las cosas, sus contornos, se disipan. Por eso, el arte antiaurático no puede ser objeto de contemplación o juicio. Liberar al objeto de su aura, va a querer decir, por lo tanto, liberarlo de sus límites, de sus sentidos reconocibles; devolverlo como un detritus verbal, como ruina, como desperdicio. Acercar al objeto como copia, o mejor, como simulacro. Quitarle la envoltura a cada objeto, quitarle su piel, exponerlo a una total exterioridad:
 
The painting invites the viewer to contemplation before it, he can give himself up to his train of associations. Before a film image, he cannot do so. No sooner has he seen it than it has already changed [. . .]. Indeed, the train of associations in the person contemplating these images is immediately interrupted by new images. This constitutes the shock effects in film [. . .] (The Work of Art, 267).

     El shock interrumpe el espacio de contemplación, la red analógica, que le aseguraba a la obra de arte una autoridad, un sentido, un valor trascendente: “I can no longer think what I want to think [protesta George Duhamel]. My thoughts have been replaced by moving images” (The Work of Art, 267). Quedan, sin embargo, muchas preguntas sin responder: ¿en qué medida puede la nueva distancia, que crea la obra de arte entre el hombre y su entorno, entre el hombre y las cosas, ser inmune a un nuevo efecto de ritualización, de sacralización?, ¿puede ser igualada la autonomía de la obra de arte, su forma material, su independencia de otras esferas de discurso, a su supuesto carácter mágico, sagrado?9, ¿cómo entender, entonces, el proceso redentor que Benjamin asocia con estos cambios de la noción de lo artístico?, ¿es posible una redención del mundo desde su irremediable carácter profano?
     La oposición entre shock y visión analógica del mundo no es privativa del cine. Es en la propia obra de Baudelaire, el gran héroe moderno de la poesía, donde, por primera vez, el shock y la analogía (las correspondencias) se van a disputar el protagonismo en el espacio del poema. Benjamin dedica, en el penúltimo año de su vida, dos grandes trabajos a este tema “Central Park” y “On some motifs in Baudelaire”. Dice Benjamin:

If conditions for a positive reception of lyric poetry have become less favorable, it is reasonable to assume that only in rare instances does lyric poetry accord with the experience of its readers. This may be due to a change in the structure of their experience. [. . .] Turning to philosophy for an answer, one encounters a strange situation. Since the end of nineteenth century, philosophy has made a series of attempts to grasp “true” experience, as opposed to the kind that manifests itself in the standardized, denatured life of the civilized masses. These efforts are usually classified under the rubric of “vitalism” (On Some Motifs, 314).

     Es Henri Bergson el ejemplo más notable de esta modalidad de pensamiento: “Experience is indeed a matter of tradition, in a collective existence as well as a private life. It is the product less of facts firmly anchored on memory than of accumulated and frequently unconscious data that flows together in memory” (314).
     La memoria para Bergson es un refugio contra la historia: una huida y una salida de la experiencia inhóspita de la época de la gran industria. En Proust, la memoria pura bergsoniana, ya no va a estar ligada a la voluntad, se vuelve involuntaria. Sólo cuando no prestamos atención, parece decirnos Proust, el pasado vuelve; pero transformado. El encuentro con nuestro pasado tiene la forma del azar, nuestra relación con él es contingente, oblicua. El pasado es ese lado del tiempo que nunca ha sido realmente nuestro. Para Proust hay una relación muy estrecha, entre la huella y la no vivencia, entre lo que queda, o lo que regresa, y lo irremediablemente perdido, lo que nunca nos perteneció.
     La oposición entre conciencia y recuerdo se hace mucho más antagónica en Freud. Sólo puede ser sujeto de la memoria involuntaria, del inconsciente, lo que no ha sido vivido explícita y conscientemente: “In Freud’s view, consciousness as such, receives no memory traces whatever, but has another important function: protection against stimuli” (On Some Motifs, 317).
     La conciencia se protege, ante todo, del shock. El shock, sea entendido como la experiencia enajenada que se vive en el medio de una multitud o el trabajo que realiza el obrero ante una máquina, o la apuesta que realiza un jugador, destruye los lazos orgánicos que ligaban el pasado al presente, la causa al efecto, le impone un carácter discontinuo a la experiencia. Hace imposible la incorporación de la vivencia a una tradición, a una historia individual.
     El shock y la memoria involuntaria van a tener, entonces, una relación dialéctica. Por un lado, ambos se oponen a la conciencia, a la experiencia en el sentido tradicional; por otro, representan dos maneras totalmente antagónicas de entender el ejercicio artístico. La poesía va a hablar tanto de lo que no nos ha pasado (la memoria involuntaria) como de lo que no nos puede pasar (el shock).
     La conciencia poética implicará, entonces para Baudelaire, el carácter esencialmente inexperienciable del estímulo externo, su carácter radicalmente impermeable a la experiencia. Estos estímulos externos, el shock, parecen compartir con la memoria involuntaria su carácter refractario a la vivencia y a la conciencia, la imposibilidad de ser apropiados, de ser incorporados como un elemento que le pertenece a la historia del sujeto.
     A estas dos antípodas de la vivencia corresponden dos formas diferentes de temporalidad. El tiempo de la memoria involuntaria es el tiempo recobrado. Tiempo de la reminiscencia. Un tiempo anterior a cualquier historia subjetiva, a cualquier vivencia. Y es de ese pasado anterior, de ese pasado prehistórico, de donde vienen las correspondencias: “They are not connected with other days, but stand out from time. As for their substance, Baudelaire has defined it in the notion of correspondances” (On Some Motifs, 314).
     Las correspondencias son lo pasado de moda y también lo inmemorial; lo que siempre se ha escapado a la memoria voluntaria. No hay correspondencias simultáneas como las que más tarde cultivaron los simbolistas. Lo pasado murmura en las correspondencias. Las correspondencias  vienen de un mundo irreparablemente perdido. Para Benjamin hay una estrecha relación entre la ‘vie antérieure’ y las correspondencias.10 Las correspondencias vienen de un mundo antiguo, de una naturaleza caída, en el cual se han refugiado muchos de los elementos culturales que se asociaban con la definición tradicional de lo artístico, del aura:

If we think of the associations which, at home in the mémoire involontaire, seek to cluster around an object of perception, and if we call those associations the aura of that object, then the aura attaching to the object of a perception corresponds precisely to the experience [Erfahrung] which, in the case of object of use, inscribes itself as long practice (On Some Motifs, 337).

     En la memoria involuntaria, las experiencias son vividas como semejanzas. Las experiencias no se construyen con una lógica causal sino con una lógica analógica. El reino de las experiencias es el reino de las correspondencias.
     La lógica moderna, la lógica de lo nuevo, a la cual corresponde una forma diferente de temporalidad: la de un presente que nunca puede ser actualizado, que nunca puede convertirse en presencia, que sólo se vive como ruptura, como interrupción; conlleva la destrucción del universo analógico, que parece estar fundamentado en la memoria, en la rememoración. A esta experiencia, la trituración del aura en la vivencia del shock, la denominó Baudelaire lo moderno. 
     En “Central Park,” por su propio carácter fragmentario, se hacen más visibles muchas de las dificultades, que como hemos visto, tiene la concepción de la obra de arte en la modernidad para Benjamin. ¿Cómo conciliar, por ejemplo, el momento analógico de la obra de arte con su carácter destructivo, interruptivo, alegórico?11: “The crucial basis of Baudelaire’s production is the tension between an extremely heightened sensibility and extremely intense contemplation. This tension is reflected in the doctrine of correspondances and in the principle of allegory” (177).
     ¿Es posible afirmar que la destrucción del aura de la obra de arte, de su valor analógico, reduce a ésta a un objeto entre los otros, a una pura y simple mercancía?: “The commodity has taken the place of the allegorical mode of apprehension” (“Central Park” 188).
     ¿Cómo se da la correspondencia entre lo más antiguo y lo más moderno, entre la memoria involuntaria y el shock? “The correspondence between antiquity and modernity is the sole constructive concept of history in Baudelaire” (“Central Park” 180). Y, por último, ¿es posible imaginar un concepto de aura más allá del universo analógico?

IV. El Universo distorsionado en estado de semejanza

     Para tratar de responder algunas de las interrogantes que quedaron sin resolver hay que volver al Benjamin de los años 20, antes de que sufriera la funesta influencia de Brecht, Adorno dixit. A un Benjamin que, en 1929 en su texto On the image of Proust, afirmaba:

For the important thing to the remembering author is not what he experienced, but the weaving of his memory, the Penelope work of recollection [Eingedenken]. Or should one call it, rather, a Penelope work of forgetting? Is not the involuntary recollection, Proust’s mémoire involontaire, much closer to forgetting than what is usually called memory? And is not this work of spontaneous recollection, in which remembrance is the woof and forgetting the warp, a counterpart to Penelope’s work rather than its likeness? For here the day unravels what the night has woven. When we awake each morning, we hold in our hands, usually weakly and loosely, but a few fringes of the carpet of lived existence, as woven into us by forgetting. However, with our purposeful activity and, even more, our purposive remembering, each day unravels the web, the ornaments of forgetting. This is why Proust finally turned his days into nights, devoting all his hours to undisturbed work in his darkened room with artificial illumination, so that none of those intricate arabesques might escape him (238).

     Y en una páginas después dirá: "He lay on his bed racked with homesickness, homesick for the world distorted in the state of similarity” (240).
     Redescubrir el estado de semejanza en las cosas conlleva una distorsión, una separación de los objetos de sus sentidos y estados habituales. Hacer que las cosas entren en ese doble tejido de la memoria y el olvido y allí encuentren la analogía con el mundo, el lenguaje y los hombres. La analogía, la mutua reflexión entre las cosas y el hombre, entre el micro y el macrocosmos, no es más, en el mundo moderno, el estado natural de las cosas. En el mundo moderno el universo sólo habla como el hombre, o incluso mejor que él,12 en momentos en que las cosas se deforman dentro de un estado onírico o reencuentran en la memoria involuntaria, ese tejido de memoria y olvido, el estado arcaico que les daba su naturaleza analógica.

Notas

1. Es importante recordar aquí que Giorgio Agamben, en su libro Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental, hace derivar fetiche de la palabra portuguesa feitico, del latín factitious, “artificial”, de la misma raíz de facere. Añade, además, que la raíz indioeuropea dhe de facere está conectada con la de fas, fanum, feria y tiene en su origen un valor religioso. Ese valor aurático de los fetiches sugiere una afinidad simbólica entre éstos y los objetos ficticios y sagrados.

2. Es interesante señalar que el sociólogo Ferdinand Tönnies habla de este proceso como de la transformación de la comunidad en sociedad. Al tipo de relación orgánica inherente a la comunidad Tönnies opone el carácter de agregación que tienen las sociedades. Tönnies habla de la pérdida de la naturalidad inherente a la comunidad en favor de una artificialidad mecánica propia de la sociedad. A la oposición de lo artificial y lo natural (presente en todos nuestros ejemplos), Tönnies añade la de lo orgánico y lo mecánico. Las referencias a Tonnies son tomadas de “Fenomenología del Flâneur” en Modos y afectos del fragmento de Muñoz Millanes.

3. Para la interpretación de estos ensayos he consultado Walter Benjamin’s Other History. On Stones, Animals, Human Beings and Angels de Beatrice Hanssen, en especial su capítulo The Aesthetics of Transience, y Words of Light de Eduardo Cadava.

4. Es importante subrayar que para Benjamin la reproducción mecánica tiene un carácter estructural y no histórico: “In principle, the work of arts has always been reproducible” (The Work of Art, 252). Lo que aporta la modernidad es una mayor intensidad y extensión a este mecanismo y, a partir del surgimiento de la fotografía, su incorporación en el propio proceso creativo de la obra de arte.

5. El carácter utópico de esta propuesta benjaminiana, la destrucción del aura del objeto bello, es más que evidente. El artista que quizás haya llevado más lejos el intento de destruir el ‘aura’ de la obra de arte, entendida como una lejanía sacralizante que hace de la obra de arte algo intocable e invaluable, fue Marcel Duchamp. Sin embargo, sus ready-made son tan objetos de veneración como cualquier obra de arte en el sentido tradicional. Los ready-made de Duchamp, al igual que cualquier obra de Rafael o Leonardo, se pueden ver pero no tocar. En el caso de artistas como Joseph Beuys, que pretende crear un arte efímero, antropológico, en el cual el público participe, se involucre, toque la obra, e incluso sea co-creador de la misma; el aura que ha perdido la obra se transmite a la figura del artista. El artista se ha convertido en mago, en chamán, el arte ha recuperado en su totalidad, su función ritual.

6. Tomo esta cita de la nota del traductor a la traducción española de La obra de arte en la era de la reproducción mecánica. Utilizo, sin embargo, para todos los textos de Benjamín la traducción inglesa Walter Benjamin. Selected Writings, edición de Havard University Press.

7. Dice Agamben en su libro La comunidad que viene: “No coseidad (espiritualidad) significa: perderse en las cosas, perderse hasta no poder concebir más que cosas. Y sólo entonces, en la experiencia de la irremediable coseidad del mundo, toparse con un límite, tocarlo. (Éste es el sentido de la palabra: exposición)” (71-72).

8. Eduardo Cadava en el libro ya citado afirma: “The ‘passionate inclination of today’s masses to reduce or overcome distance -a passion linked to their desire for images- reveals an aporia. As Samuel Weber explains, ‘to bring something ‘closer’ presupposes a point or points of reference that are sufficiently fixed, sufficiently self-identical, to allow the distinction between closeness and farness, proximity and distance. Where, however, what is ‘brought closer’ is itself already a reproduction - and as such, separated from itself - the closer it comes, the more distant it is’” (xxvi).

9. En esta pregunta me hago eco de alguna de las reservas que Theodor Adorno le expresó a Walter Benjamin con respecto a su idea de la pérdida del carácter aurático de la obra de arte y el valor emancipador que Benjamin asociaba con este proceso. Para este propósito, ver las cartas que le escribió Adorno a Benjamín (18 de marzo de 1936, 4 de junio de 1936 y 29 de febrero de 1940).

10. El propio concepto de correspondencia tiene en Baudelaire una doble acta de nacimiento. En 1855, en la crónica que escribió sobre la Exposición Universal que se celebró este mismo año, es la primera vez que lo usa. Allí afirma: “qué haría, qué diría un Winckelmann moderno… qué diría frente a un producto chino, producto extraño, raro, amanerado en su forma, intenso por su color, y a veces delicado hasta el desvanecimiento [. . .] Sin embargo, es una muestra de la belleza universal, pero para que sea comprendida es preciso que el crítico, el espectador, opere en sí mismo, una operación algo misteriosa” (200). Y esta operación misteriosa va a estar vinculada al cosmopolitismo, entendido aquí como la capacidad de  percibir y recuperar al otro, la diferencia cultural. Entender la forma y la función del objeto extraño, sin relegarlo a simple curiosidad antropológica, a cualquier forma de exotismo. No hay que olvidar que “todo pueblo es académico al juzgar a los otros, todo pueblo es bárbaro al ser juzgado” (200). Para poder percibir a este nuevo objeto, hay que salirse de todos los saberes académicos y redescubrir la vieja ciencia de las correspondencias. Pero esta recuperación supone en Baudelaire una reescritura de la noción de analogía universal. La analogía ahora será un lenguaje que debe mediar entre las diferentes culturas y también entre el objeto de arte y la chinería, el objeto mercantil. En todos los otros textos donde Baudelaire desarrolla este concepto, posteriores todos a esta crónica, en su soneto “Correspondances”, en su ensayos sobre Wagner y Victor Hugo, maneja la idea tradicional, que toma de Swedenborg, que entiende las correspondencias como un lenguaje del universo, de la naturaleza, que es anterior y superior al propio lenguaje humano y del cual el poeta será un descifrador, un traductor.

11. Es importante señalar que la concepción de la obra de arte en Benjamin siempre se da a partir de la relación dialéctica entre dos conceptos. Uno de ellos, que representa lo que podemos llamar el momento analógico de la obra de arte y que Benjamin denominará en diferentes momentos de su obra como el símbolo, lo bello, el aura. Y el otro, que está vinculado a la interrupción, a la cesura del significado y que en sucesivos momentos nombrará como la alegoría, lo inexpresivo, el shock. Por supuesto, hay diferencias importantes entre estos conceptos pero todos responden a una misma lógica dialéctica.

12. Ver “Dos patrias” de José Martí. 

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