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Las mórbidas formas de la novicia

apuntes para una lectura del poema Amor en el claustro, de Julián del Casal

Francisco Morán, Southern Methodist University*
 
     Comenzamos con una anécdota, narrada por el propio Casal:

    Hasta hace algunos años, se celebraban semanalmente, en el salón del Doctor José María de Céspedes, unas veladas íntimas de carácter literario, a las que acudían muchos amantes de las letras cubanas. El ilustre poeta de quien hablo era el más asiduo de los concurrentes.1  […]
     Atraído por el éxito de las veladas, me presenté una noche en aquella casa, con objeto de leer un pequeño poema que acababa de escribir. Habiendo sentido siempre un gran amor por la pintura, yo había tratado de hacer, en aquella composición, dos cuadros poéticos, uno en el estilo de Perugino y otro en el estilo de Rembrandt. En el primero trazaba la figura de una joven novicia que se paseaba, al claro de luna, por los jardines de un claustro italiano, formando ramilletes de lirios y violetas. Allí todo era lila, blanco, ámbar y azul. En el segundo, la misma joven, que había pronunciado ya los votos supremos, aparecía al pie de un altar, desgarrando el sayal y echada la toca hacia atrás, pidiendo a Dios, en la noche, que alejara de su memoria la imagen de un guerrero a quien había amado en sus primeros años. Todo era aquí blanco y negro. Bajo los tintes místicos del primero había tanto sensualismo oculto, que me decidí a esconderlo y sólo presenté el segundo, pues ambos podían mostrarse aislados.2
 
     El relato se refiere a su poema Amor en el claustro, incluido en Hojas al viento (1890).3 Lo primero es llamar la atención sobre la ironía del comentario de Casal: de los dos «cuadros», ése en que “había tanto sensualismo oculto” no era el segundo, sino el primero, es decir, aquél donde todo era “lila, blanco, ámbar y azul,” y cuya puesta en escena, a primera vista, no podía ser, en apariencia, más piadosa: “una joven novicia que se paseaba, al claro de luna, por los jardines de un claustro italiano, formando ramilletes de lirios y violetas.”  Ahora es, pues, Casal mismo quien se encarga de cubrir el sensualismo de ese cuadro, de forrarlo, pudiéramos decir, con la engañosa cubierta del Áncora de Salvación, a la vez que se anticipa al gesto inquisidor de Meza. Contrario a toda lógica, esconde el cuadro en que, cabría suponer, probablemente casi todos – menos él – habrían leído un sentimiento de devoción religiosa, y lee, en cambio, aquél que tenía mayores posibilidades de escandalizar a su audiencia.  Debe notarse que Casal justifica la omisión del primer cuadro, pero no la lectura del segundo.4 Si se piensa en el lector que recibe esta confesión – antes o después de haberse publicado el poema en su totalidad – el gesto de Casal parece calculado y perverso. ¿No es acaso una invitación a leer por primera vez, o a volver al texto y hurgar, “bajo los tintes místicos” del primer cuadro, todo ese “sensualismo oculto” que quizá les había pasado o les podría pasar inadvertido a sus lectores? Además, puede observarse como al gesto territorializador – la creación de los dos cuadros en el poema, y luego la decisión de leer sólo uno – sigue otro que funciona en sentido diametralmente opuesto, puesto que el comentario revuelve misticismo y sensualidad en un mismo flujo, en el torrente sanguíneo de la escritura. Casal pudo, desde luego, haber inventado la anécdota, lo que por otra parte habría estado  en consonancia con su gusto por el secreto. Esto nos lleva a la salida en público trabada a un elaborado ritual de ocultamiento y develamiento. En esa encrucijada tuvieron, naturalmente, que crecer el «misterio», dilatarse los rumores, las cavernas del «secreto». La clave del éxito de estas maniobras reside en la extrema movilidad del yo, continuamente desdibujándose entre la persona literaria y el sujeto de la biografía.  El yo que escamotea el primer cuadro del poema, ¿busca acaso ocultar la sensualidad del texto porque refleja y deja escapar la suya, o porque, aún si no fuera éste el caso, sería susceptible de leerse así? Esa novicia enclaustrada que se desgarra el sayal a la vista de todos en el poema y en la respetable tertulia – públicamente leído, y además impreso en los periódicos – pero que también lo hace en privado, tras los pesados muros del claustro, pudo haber dejado detrás un inconfundible e inquietante olor a azufre, la acritud de un sudor implacable. Ella desafía el patrullaje de las fronteras, las descarrila. Así como sus amigos ven en el Áncora de salvación y en la Imitación de Cristo las pruebas irrefutables de la devoción cristiana de Casal, así también la superiora y hermanas del convento de la novicia, de haberla visto de rodillas ante el crucifijo, habrían leído de manera idéntica su gesto. No habrían visto, desde luego – ni querido ver – que sus ropas, demasiado laxas, permitían adivinar los encantos de “sus mórbidas formas.” Tampoco Meza parece prestar mucha atención – si bien toma nota – de la camisa abierta de Casal, la laxitud de la tela a la altura del pecho, mientras serpentean la respiración agitada y las crenchas de los cabellos. Tanto Casal como la novicia – y esto lo veremos en los textos que siguen – marcan, no sólo el frágil parpadeo de las fronteras, sino particularmente de aquéllas que eran consideradas como hostiles. Tal cruce nos pone en camino de una estrategia más subversiva si se quiere, la de la inversión. De este gusto por el trueque de los signos, por el intercambio y contaminación de sus flujos emerge la característica abyección de la escritura casaliana, ese pantano en el que viven, en concupiscencia, la rosa y el cerdo, el átomo de oro y la pestilencia de un espacio simbólico caracterizado por su falta de firmeza, de fondo.    
     No es posible sobreestimar la importancia de la decisión de Casal de no leer todo el poema.  Tenemos que apreciarla en el contexto social que proveen los asistentes a la reunión literaria, y con el de aquéllos que leerían – pasados algunos años – la anécdota en la semblanza de José Fornaris.  En primer lugar porque, como veremos en el transcurso de este libro, Casal trama su secreto no como aquello que él no quiere que se sepa, sino más bien como eso que menciona para luego decir que no debe saberse completamente. Esto equivale a decirlo a medias. No es posible no notar que en la semblanza de Fornaris, la intrusión de esta confesión, la zona de intimidad por la que se desvía, la complicidad incluso que exige de sus lectores, parecen fuera de lugar. Al considerar esto, ese decir a medias se torna más hablador, puesto que no sólo está diciendo al mismo tiempo que oculta algo, sino que es obvio su deseo de querer decir, de intrigar, de significar el secreto.  Esconder algo, no decirlo todo; y no decirlo ante la posibilidad de una decodificación no deseada de parte de los interlocutores, pero provocando a su vez el deseo de esa decodificación, sugieren un conocimiento sutil, un entrenamiento del y en el arte de la decodificación, así como del umbral permitido a un - ¿cuál? – tipo de revelación. Casal debió, al menos, pensar que estaba frente a una audiencia tan entrenada en el arte del disfraz como él mismo, lo cual explicaría que ocultara el cuadro en el que la sensualidad, siendo tan obvia como en el segundo, exigía, sin embargo, cierta decodificación, un oyente más sofisticado. Pero esto nos lleva a recordar también aquello que afirma Pierre Bourdieu: “La fuerza del orden masculino se descubre en el hecho de que prescinde de cualquier justificación: la visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla.”5 Casal se sabe examinado, y examinado por una audiencia que – podemos asumir – es característica, si no mayoritariamente masculina. Si, como asegura Meza, Azcárate tuvo que llevarlo “del brazo, casi a rastras, hasta “el escenario” – forzándolo por tanto a dar la cara, a asumir un papel – apenas da un paso en esa dirección, Casal no demora en comprender que se trata justamente de eso, de representar, de actuar para la concurrencia. La rapidez y la violencia – siguiendo el testimonio de Meza – con que sucede todo, y particularmente la violencia que se ejerce sobre el cuerpo de Casal,6 la dominación de que es objeto, y finalmente – y siguiendo a Bourdieu – su percepción de que no puede dar por segura la neutralidad de su audiencia, acentúan su lugar como fuera del orden masculino.
     Al mismo tiempo, dada la escandalosa voluptuosidad que, según veremos, campea a sus anchas en el segundo cuadro del poema, uno podría pensar que ambas cosas – esconder-revelar, callar-decir-recontar – forman parte de un juego erótico, de un deseo de afirmar la identidad, no como una declaración tácita, sino como una sucesión de fogonazos, de apariciones súbitas: now you see me; now you do not. De ahí que Casal no solamente no evada el escrutinio, sino que lo invite; es decir, que insista en autorepresentarse como un mensaje cifrado, como un enigma y, sobre todo, como un simulacro. Es esto lo que lo vuelve tan inquietante para quienes lo conocieron, como tan promisorio para nosotros, sus contemporáneos. Pero es mejor no rondar más, por ahora, en torno a la llama del secreto.  Ya habrá tiempo para quemarnos las alas. Prosigamos, entonces, con el poema Amor en el claustro.       
     El poema del que habla Casal se publicó por primera vez en El Museo el 5 de agosto de 1883, y apareció más tarde, en La Habana Elegante, el 1ro de agosto de 1886, es decir, tres años más tarde. No sabemos si el poema ya había sido publicado cuando Casal se presentó en casa de Azcárate,7 aunque el comentario de que “acababa de escribir,” sugiere lo contrario. Si seguimos la descripción de Casal, hemos de concluir que el «cuadro» suprimido lo compondrían las dos primeras estrofas del poema. Propongo empezar, entonces, examinando ese primer «cuadro»:

             Al resplandor incierto de los lirios
        Que, en el altar del templo solitario,
        Arden, vertiendo en las oscuras naves
        Pálida luz, que con fulgor escaso,
        Brilla y se extingue entre la densa sombra;
        En medio de esa paz y de ese santo
        Recogimiento que hasta el alma llega;
        Allí, do acude el corazón llagado
        A sanar sus heridas: do renace
        La muerta fe de los primeros años;
        Allí do un cristo con amor extiende
        Desde la cruz al pecador sus brazos;
        De fervorosa devoción henchida,
        El níveo rostro en lágrimas bañado,
        La vi postrada ante el altar, de hinojos,
        Clemencia a Dios y olvido demandando.

             De sus mórbidas formas el ropaje
        Adivinar dejaba los encantos,
        Como las sombras de ondulante nube
        De blanca luna el ambarino rayo.
        Sus ebúrneas mejillas transparentes
        Conservaban aún el sonrosado
        Tinte que ostentan las camelias blancas,
        Al florecer en la estación de Mayo.
        Brotaba de sus labios el aroma
        De las fragantes flores del naranjo,
        Y, en actitud angélica elevaba
        Hacia el Señor las suplicantes manos.8
 
     En la obra de Casal los asuntos religiosos, o que suceden dentro de un recinto sagrado (el convento, la iglesia, el monasterio) ocurren con alguna frecuencia.9 Puesto que cualquier movimiento en dirección al deseo, al erotismo, habría de chocar irremediablemente en estos espacios con una férrea resistencia, con la prohibición,10 también proveían un lugar ideal donde desafiarla y subvertirla.  Dicho esto, debo aclarar que el escenario del poema que nos ocupa es, no obstante, ambiguo, aunque en otro sentido. La imagen de la novicia paseando por los claustros del convento evoca la imagen esterotipada del ámbito medieval: cerrado, oscuro, trascendente, casto en la medida en que se opone, se cierra en la piedra de sus muros, a la violación. A ello contribuye la noche, que envuelve como una ostra la cerrazón de las paredes conventuales. Si agregamos, por otra parte, el detalle de que los muros del convento nos hacen olvidar fácilmente la ciudad que pudiera estar, o estaba, fuera de ellos – y me refiero a la ciudad de los restaurantes, de los cafés y teatros de ópera, de fines del siglo XIX – comprenderemos mejor por qué nos pueden resultar el convento, y la Edad Media que hasta cierto punto nos sugiere, más oscuros y lejanos. En efecto, el pavor que “infunde al ánimo atrevido / Con su imponente gravedad el claustro” se confunde con la imagen del castillo en otro de los poemas de Casal, Medioeval.  Pero, tal y como ocurre en Amor en el claustro, en el poema Medioeval el obstáculo – el encierro, en el primero; el acceso, en el segundo – colinda con la intensificación del goce: 

        Monstruo de piedra, elévase el castillo
        Rodeado de coposos limoneros,
        Que sombrean los húmedos senderos
        Donde crece aromático el tomillo.11
 
     Se trata de una paradójica imagen que comprime la celebración fálica y su negación. Por un lado el castillo – el recinto amurallado, sofocante –, figura la inaccesibilidad del deseo, pero, por el otro, su “monstruosa,” prepotente erección, constituye ese mismo deseo como una fuerza irrefrenable cuyo triunfo emblematiza, precisamente, su monstruosa visibilidad. Añádanse, entonces, el suelo húmedo y la viscosa coposidad de la que arranca esa imagen de lo medieval, y se verá mejor la fijeza erótica de la mirada que la articula. No se trata solamente de esto, sino de que la erección ocurre siempre en el presente, y cada vez que leemos el primer verso, puesto que su poder reside en la fuerza performativa del verbo elévase. Es ahí, en ese verbo, donde el deseo se produce, súbitamente, como descarga seminal. Y soy yo, el lector, quien, al decir el verbo mágico – elévase – froto, estimulo eróticamente la escritura, produzco la erección. La escritura produce mi deseo como su deseo, y su erotismo no es más que un efecto, o un espejo, de mi erotismo. Como la esfinge que trocaba en piedra a cuantos la miraban, de manera similar la imagen del castillo homoerotiza a quienes acerquen el ojo desprevenido.       
     También en Amor en el claustro la clausura del deseo – esto es, su retiro hacia los claustros del convento – se torna constitutiva de la visibilidad de aquél y de su fuerza. Conviene notar ahora que un aspecto de la descripción casaliana del poema no concuerda exactamente con lo que nosotros leemos en el texto. Según Casal, allí aparece “la figura de una joven novicia que se paseaba, al claro de luna, por los jardines de un claustro italiano, formando ramilletes de lirios y violetas.” Los únicos versos que aluden al desplazamiento de la novicia, son los que dicen: “ella entonces las naves atraviesa / envuelta en negro, pavoroso manto, / y se prosterna, con fervor ardiente / ante el altar del Dios crucificado” (18). Ese breve pasaje está precedido – como ya vimos – por la imagen reclinada en el altar (las dos primeras estrofas), y lo sigue el ruego que ésta dirige a la imagen de Cristo, ruego que – con la excepción de la estrofa que ocupa la conclusión – constituye el resto del poema. Esto significa que la escena es mayormente estática: la joven está postrada ante el altar, y el yo del hablante lírico no es sino el de un voyeur que abre para nosotros, los lectores, las puertas del convento y el secreto de la novicia. Así nos enteramos de que su decisión de aislarse del mundo no nació de su vocación religiosa; por el contrario, fue una decisión tomada a raíz de la muerte de su amado. La reclusión en el convento, sin embargo, no ha sido suficiente para hacerla olvidar ese amor.    
     Basta con acercarnos a la presentación de la novicia para que se ponga de relieve la perversión del texto. Inmediatamente después de una rápida, fugaz alusión a su rostro – “el níveo rostro en lágrimas bañado” – nos son presentadas “sus mórbidas formas,” de las que “el ropaje / adivinar dejaba los encantos” (17). Al igual que antes, en Medioeval, también ahora el verbo constituye el deseo del lector, como deseo de adivinar:
 
        Mas ¿por quién vierte tan copioso llanto?
        ¿Es porque mira de la cruz pendiente
        tu cuerpo moribundo, ensangrentado,
        Salvador inmortal?  ¿Es que te pide
        perdón para sus culpas?  ¿Será acaso
        que, en pugna lo divino y lo terreno
        en su alma virginal, triunfa, del santo
        amor a que la ardiente fe la inclina,
        el terrenal amor nunca olvidado? (18) (énfasis míos)

     Deseo de adivinar las “mórbidas formas” que se insinuaban por entre el ropaje; deseo de saber por quién vierte la novicia “tan copioso llanto,” si pide o no perdón, si triunfa o no en ella el “terrenal amor nunca olvidado.” La voz que escuchamos hasta aquí, que nos pregunta ¿de quién es? Sus merodeos están hechos lo mismo de no saber,  – “¿por quién?” – que de sospecha: “¿es porque?”, “¿es que te pide?”, “¿será acaso”? Preguntas retóricas al fin y al cabo, puesto que el texto sabe las respuestas y sólo busca encender y avivar nuestro deseo, nuestra curiosidad. Voz de pasillo, Casal introduce en el convento el deseo del chismoso que pregunta lo que sabe. El claustro oscuro y tenebroso se anima ante la posibilidad de una confidencia, de una revelación indiscreta. Si no fueran el voyeur, el chismoso, ésos que aquí hablan, ¿de quién más podría tratarse, entonces? ¿De quién más podría ser esa conciencia perversa que muestra y esconde, que nos permite – y hasta nos incita – a adivinar, a darnos al delicioso juego de descubrir el placer del Otro, el sufrimiento del Otro, la máscara del Otro?            
     La escritura desordena un poco el hábito de la novicia – su ropaje –, sólo lo suficiente para que podamos adivinar “sus mórbidas formas.”  El verbo adivinar, por cierto, nos coloca, semánticamente, en un territorio pantonoso donde se intersectan lo sagrado y lo profano. Adivinar procede del latín addivināre, que significa: “[p]redecir lo futuro o descubrir lo oculto, por medio de agüeros o sortilegios.”12  El adivino intenta descubrir la voluntad divina, y, por extensión, la desafía. Esto se vuelve más evidente si pensamos, por ejemplo, en la relación casi homonímica entre adivino y divino.13 Si la creencia de que es posible penetrar los designios divinos, consituye una herejía, en el poema de Casal ese deseo de conocimiento no es otra cosa que un deseo de caída, de averiguar, no un saber trascendente, sino el del gozo, las formas mórbidas que, a manera de trampa, ofrecen, en el mismo vaso – para decirlo con el conocido verso de Rubén Darío – “la carne que tienta con sus frescos racimos” y “la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos.”14  En el poema de Casal, esas “mórbidas formas” que se insinúan entre el ropaje son las del cuerpo, es decir, el espacio de lo erótico que el cristianismo exilia de lo sagrado, y que retorna a él a través de un verbo que sugiere, al mismo tiempo, el placer del voyeur y las mañas del adivino, entiéndase del hereje. El gesto transgresor resulta aún más escandaloso – por ambiguo – cuando recordamos que la novicia está de rodillas ante el altar, bajo la mirada de un Cristo que “con amor extiende / Desde la cruz al pecador sus brazos.” El crucificado parece tener a sus pies, en efecto, no a una penitente, sino a una irredimible pecadora, y a la que apenas enmascara su indumentaria religiosa. Hasta la ambigüedad misma del ropaje deslíe la severa fisonomía del hábito, sugiriendo, bajo la pose del arrepentimiento, la erección de un gesto calculadamente transgresor. La flojedad del ropaje, más que cubrir el cuerpo, juega a las escondidas con la mirada, la sonsaca. Carne de brújula astillada que seduce al cuerpo del sacrificio, de la negación, de ése que se ofrece también como acertijo a la deseante pregunta de las lanzas, del escarnio. Carne de brújula sin dirección que a es a su vez seducida por el cuerpo que seduce. 
     Nos encontramos, pues, ante una escritura fundamentada en el contagio, en la desestabilización de las fronteras, en el trasiego de identidades sólo en apariencia hostiles. De este trasiego, sin embargo, quizá ninguno resulte tan escandaloso como la constante superposición – en la misma imagen – de los rostros del amado y de Cristo, superposición que ya anunciaban los versos antes citados, y que ahora cobra cuerpo:

             En el día, en la noche, a cada hora
        la imagen de ese amor se me presenta,
        como brillante resplandor de aurora
        en mi sombría noche de tormenta.

             Es tan bella, ¡Señor!, de tal encanto
        revestida a mis ojos aparece,
        que anubla mis pupilas triste llanto
        si alguna vez en sombras desparece.

             Haz que ese ardiente amor que me cautiva
        muera en mi corazón, ¡Dios soberano!,
        y que sólo en mi alma tu amor viva
        sin el consorcio del amor mundano.
        …………………………………….
        las sombras del olvido, disipando,
        hacen surgir, esplendorosa y bella,
        la imagen inmortal de su adorado.
        Pugna por desecharla, ¡anhelo inútil!
        Vuelve otra vez a orar, ¡esfuerzo vano!
        Que al dirigir sus encendidos ojos
        al altar que sostiene al Cristo santo,
        aun a través del mismo crucifijo
        aparece la imagen de su amado. (59)

     La imagen de la novicia postrada a los pies del crucifijo pudo haber provocado entre muchos de los amigos de Casal – particularmente en amigos como Meza – más de un erizamiento. Como veremos enseguida, detrás de este aparente, defasado, cuadro romántico, ya el modernismo asomaba sus orejas (bien peludas, por cierto). 
     El cuerpo herido, crucificado, es, aquí, un emblema del deseo. Pero, con todo, no es esto lo más perturbador.  Se trata, más bien, de la imposibilidad de fijar esa imagen, de conseguir crucificarla a un significado preciso, aún cuando éste fuera el del objeto erótico per se: el amado. De lo que se trata, entonces, es del rostro mismo de Cristo, de su cuerpo prácticamente desnudo, estaqueado a la cruz; es decir, de que ese rostro, de que ese cuerpo pueda (con)fundirse, volverse uno, tornarse indistinguible con el de la otra figura: el cuerpo mortal, destituído del placer, y – por lo mismo – ansiado por el deseo, disputado, no a la eternidad, sino a la tierra húmeda. Porque Amor en el claustro nos sitúa frente a un cuerpo, a un rostro, sujeto en verdad al devenir. La imagen se torna balbuciente, no se la entiende, simplemente porque en lugar de estar, aparece como un incesante cambio de máscaras. Ya no está en ninguna parte. Habita ahora los intermedios, las fugas, los camerinos. La imagen divina se ha transformado en presencia operática, pero sobre todo en amante sujeto a los caprichos del libreto del deseo, a sus llamadas a escena, a las intromisiones del coro, a los chiflidos que vienen de la cazuela del teatro. De aquí que la novicia, “envuelta en negro, vaporoso manto” parezca reproducir cualquiera de los gestos de la Patti, o de la Bernhardt. ¿Convento o escenografía? ¿Muro o cartón piedra? ¿Cristo o el amado? ¿Presentación o representación? ¿El deseo o su negación? Es todo esto, y también la pose de Casal como cristo joven desfalleciente para el cuadro de Meza; mejor aún, la pose casaliana producida a instancias del deseo de Meza, atizándolo a sangre y esputo, jadeante; Meza procurando aire frente a la camisa abierta de Casal, boqueando a la vista de las crenchas de los cabellos castaños.
     Si el cristianismo había expulsado lo erótico de lo sagrado, la transgresión mayor será convertir la imagen divina en fetiche erótico, en objeto de la mirada. O mejor; dotar a la imagen divina de un ojo fálico, capaz de la erección. La promesa del cuerpo – de esas formas que se forman, que caracolean entre el ropaje de la novicia – parece vista como en diagonal, y desde arriba. Si mi mirada reemplazara la del Cristo que “con amor extiende / Desde la cruz al pecador los brazos”, si yo fuera esa mirada, ¿qué vería?, o en todo caso, ¿qué vislumbraría?:

             De sus mórbidas formas el ropaje
        Adivinar dejaba los encantos,
        Como las sombras de ondulante nube
        De blanca luna el ambarino rayo.

     ¿No se abre, invitador, el ropaje a la mirada crucificada, clavada a lo sagrado? ¿No la invita a adivinar encantos? ¿No se propone a sí mismo, el cuerpo, al ambarino rayo de esa mirada? De Amor en el claustro emergen, pues, dos figuras en verdad monstruosas: la de la novicia y la de Jesús mismo. En un interesante ensayo, titulado precisamente “Jesus as Monster,” Robert Mills propone leer la asociación entre cristianismo y monstruosidad a partir de tres factores uno de los cuales sería lo que él llama la “hibridización de categorías de identidad en los textos de las místicas” medievales.  Como ejemplo de esto, menciona The Book of Margery Kempe, “un texto devocional que promueve roles para su narrador que en muchas maneras son contradictorios.” Así, nos dice, “Margery es construída en el texto con referencia a una variedad de posiciones del sujeto: madre, hija, amante, dama de compañía, mística, apóstol, mártir y virgen fervorosa.” Y si bien casi todas estas posiciones, continúa Mills, “están sancionadas por identidades textuales encontradas en una variedad de géneros medievales,” de lo que se trata, sin embargo, es de que en este caso es “Cristo mismo quien considera a Margery como la dama de compañía de su madre, se refiere a ella como su madre, su hija y su hermana; le pide ser su […] feliz esposa.”15 Luego, al comentar otro texto, la Topographia Hibernica (Topografía de Irlanda) – relato de los viajes de Geraldo de Gales, en 1183 y 1185 –, en el que aparece un lobo que conversa con un sacerdote, y una loba cuya piel, al abrirse, descubre la forma de una mujer, Mills observa que Caroline Walker Bynum16 tiene razón al llamar, a las analogías de Geraldo, “dudosas”, “confusas” e “incoherentes,” puesto que sus ejemplos “median entre concepciones de cambio enfatizando la hibridez […], sugiriendo metamorfosis […], enfatizando transformaciones de la apariencia […] y […] conversiones de sustancia” (34). No estamos ante una simple transformación resultado de un cambio de máscara, sino ante una transformación de la sustancia misma – amante y virgen –, que es, justamente, lo que a su vez, torna a esa sustancia en disfraz, en performance travestista. El resultado es una identidad “incoherente,” fuera de orden, imposible de regular, monstruosa. En el cuerpo de Cristo del poema de Casal se entrecruzan, se yuxtaponen, el cuerpo del deseo y el cuerpo de la prohibición. No es exagerado afirmar que el último posibilita y hasta parece exigir al primero. La seducción apuntaría en este caso lo mismo al cuerpo prohibido que a su autoridad. El cuerpo herido y sacrificiado de Cristo representa la ley, los límites del deseo. Cristo debe morir como ser humano, o sea, como cuerpo. La redención de la humanidad exige el sacrificio del cuerpo. El acto de matar, de morir, que traen al cuerpo a un primer plano, también lo desdibujan. El cuerpo se ha transformado en ley, en símbolo, en anticuerpo. El deseo es perverso, precisamente porque reifica esos cuerpos, los deshiela, puede activar sus corporalidades con sólo mirarlos; puede ponerlos en circulación otra vez como  intensidades puras.   
     A Casal lo fascina ese cuerpo herido, enfermo, moribundo; el que se entrega al sufrimiento con impudicia. Más específicamente, lo fascina el cuerpo distante, inaccesible. De algunos de esos cuerpos nos ocuparemos más adelante. Por ahora, conformémonos con decir que no sería exagerado imaginar su noviciado, verlo atravesar los claustros de La Habana, “envuelto en negro, vaporoso manto,” para irse a postrar también a los pies del crucifijo sordo, paralítico. ¿No era así como lo quería ver Meza? ¿No escucharíamos, superpuesta a la voz de la novicia:

             Haz que ese ardiente amor que me cautiva
        Muera en mi corazón, ¡Dios soberano!,
        Y que sólo en mi alma tu amor viva
        Sin el consorcio del amor mundano.

la suya?:

        ¡Oh, Señor!, tú que sabes mi miseria
        Y que, en las horas de profundo duelo,
        Yo me arrojo en tu gran misericordia,
        Como en el pozo el animal sediento,
        Purifica mi carne corrompida
        O, librando mi alma de mi cuerpo,
        Haz que suba a perderse en lo infinito,
        Cual fragante vapor de lago infecto,
        Y así conseguirá tu omnipotencia,
        Calmando mi horrorso sufrimiento,
        Que la alondra no viva junto al tigre,
        Que la rosa no viva junto al cerdo.17
 
     Lo mismo de estos versos, que de los de “Amor en el claustro,” emerge un cuerpo monstruoso, de dos cabezas que se niegan una a la otra con terquedad implacable, se territorializan una a la otra, pero sólo para acometerse, desterritorializarse, volver a separarse y, una vez más, chuparse una a la otra. La novicia del poema de Casal no ha dejado de ser novia; es ambas cosas. Novicia (del latín novicǐus) sólo en el sentido de no haber profesado todavía, pero no en lo que atañe a la modestia.  Ella es la seductora, la que lleva al convento las salidas de tono, la inmodestia del deseo, y, por tanto, sus formas son, en efecto, mórbidas. Encrucijada de lo limpio y de lo sucio, de virgen y Salomé – su deseo es el deseo de una cabeza; es un deseo con filo – la novicia de Casal es un sujeto abyecto porque su deseo revierte las oposiciones que fundamentan al cristianismo: alma vs. cuerpo, sagrado vs. profano, limpio vs. sucio, eterno vs. mundano. De manera similar, Casal – compuesto de alondra y tigre, de rosa y cerdo – es a su vez la abyección en estado puro, virginal si se quiere. El decadentismo y la monstruosidad casalianas nacen del consorcio fecundo entre vida y obra, entre artificio y naturaleza. Los flujos de ese cuerpo – esputo, sangre, fatiga, palidez, fiebre – afluyen a la tinta de las crónicas, a los interiores del poema, a la húmeda penumbra de su celda. Sus artificios, su kimono prestado – o de segunda mano – son tan suyos, tan de su cuerpo, como el aneurisma y la carcajada. Como una imagen que insiste en quedar fuera de foco, Casal se nos desdibuja tan pronto intentamos echarle el guante. Cambia de sitio constantemente, se hunde en el fondo pestilente del pantano, y reaparece  enarbolando un átomo de oro. Su “inocencia” que no es la del niño bobalicón, ni la del franciscano que sus amigos quisieron vendernos, sino la del niño que regresa del espanto sin dejar de reír, sin soltar prenda.
     Quizá no esté de más recordar aquí que, en una época en la que no fueron pocos los casos célebres de arrepentimientos y conversiones – precisamente entre quienes en Europa, se nos ha dicho, tuvieron el arrojo y la osadía de desafiar las convenciones de la moral burguesa – nuestros modernistas no fueron presas de esas súbitas iluminaciones. Las conversiones de Joris K. Huysmans y de Paul Claudel, por ejemplo, hicieron historia. Pero asimismo cabe mencionar el caso de Verlaine.18 Este último, por cierto, al comentar en 1892 el poemario Nieve, de Casal, pedía que el poeta cubano se convirtiera al cristianismo: “Creo, sin embargo, que el misticismo contemporáneo llegará hasta él y que cuando la Fe terrible haya bañado su alma joven, los poemas brotarán de sus labios como flores sagradas. Es uno de esos jóvenes laxos de ciencia que necesitan reposar sus cabezas sobre el regazo perfumado de la Vírgen. Lo que le hace falta es creer; cuando crea será nuestro hermano”.19 Resulta, desde luego, irónico, escuchar a Verlaine cantar, aunque sólo sea por breves instantes – y salvando las distancias – junto a Meza y Valdivia. Sin embargo, en lugar de una iluminación súbita, el último poema de Casal – Cuerpo y alma – sugiere, por el contrario, que hasta el momento mismo de su muerte fue puro flujo: carcajada y hemorragia, tos y flema, esputo y fiebre.  Se abrazó a sus demonios con la intensidad y el encarnizamiento que son de esperar en los encuentros cuerpo a cuerpo.

* Fragmento del libro, aún inédito, El quitasol de un inmenso Eros: Julián del Casal o los pliegues del deseo

Notas

1. Casal se refiere al poeta José Fornaris, en cuya semblanza inserta esta anécdota. Ver: Julián del Casal. “José Fornaris.” Prosas I. 275 – 280.

2. Julián del Casal. “José Fornaris.” Prosas I. 276.

3. Tanto Ramón Meza como el propio Nicolás Azcárate coinciden en afirmar que fue en una de las veladas literarias que se celebraban en casa del último que se presentó Casal. Según Meza, Azcárate llevó “del brazo, casi a rastras, a Casal hasta “el escenario,” donde este recitó, en efecto, “Amor en el claustro.” Ramón Meza. “Julián del Casal.” Ob. cit, 222. Azcárate, por su parte, expresa lo siguiente en carta enviada a Hernández Miyares: “Por eso, desde que sentí poeta a Julián del Casal, y lo presentí diamante, tuve a gloria como usted me recuerda, ser el primero que lo presentase en público” (LHE, 10). No obstante, tanto el relato de Casal como la dedicatoria del poema – “A José María de Céspedes” – no nos permiten llegar a una conclusión definitiva.

4. Emilio de Armas comenta: “La parte suprimida en la lectura a causa de su velado sensualismo, es bien poca cosa si se la compara con otras que después escribiría Casal para horror de sus contemporáneos.”  Casal. La Habana: Letras Cubanas, 1981. 44.

5. Pierre Bourdieu. La dominación masculina. Barcelona: Anagrama, 2000. 22.

6. Aún si se trata de una presión fraternal, no debería olvidarse aquí que la acción de Azcárate no se diferencia de la de un policía al detener a un sospechoso.

7. Los primeros poemas suyos publicados de que tenemos noticia son: Una lágrima (El Ensayo, 13 de febrero de 1881), El poeta y la sirena (Idem, 5 de marzo de 1881) y Huérfano (Idem, 27 de marzo de 1881).

8. Julián del Casal. Amor en el claustro. Poesías. 17 – 20.

9. Véanse otros poemas como: La urna, La muerte de Moisés, El camino de Damasco, Un fraile, La sotana, Oración, Un santo.

10. Según Georges Bataille, el ámbito de lo sagrado en el cristianismo se redujo “al del Dios del Bien, cuyo límite es el de la luz; y en ese ámbito ya no queda maldito.” Así, el erotismo – identificado con lo profano, con lo impuro – “fue objeto de una condena radical.” Georges Bataille. “El cristianismo.” El erotismo. Barcelona: Tusquets, 1997. 129 – 130.

11. Julián del Casal. Medioeval. Poesías, 170 – 171.

12. Diccionario de la Lengua Española. Tomo I. Madrid: Real Academia Española, 2001. 46.

13. En inglés, por ejemplo, la misma palabra – divine – toma tres significados distintos según se la use como adjetivo, como nombre, o como verbo. En el primer caso: “Pertaining to, proceeding from, or of the nature of God or of a god; sacred. […];” en el segundo: “One versed in divinity; a theologian; clergyman.” Finalmente, como verbo: “To find out or fortell by assumed supernatural aid; practice divination; prognosticate […].” Britannica World Language. Dictionary. New York: Funk & Wagnalls Company, 1956. 388.

14. Rubén Darío. Lo fatal. Obras completas. Tomo v. Poesía. Madrid: Afrodisio, Aguado, 1953. 941.

15. Robert Mills. Jesus as Monster. The Monstrous Middle Ages. Edited by Bettina Bildhauer and Robert Mills. Toronto: University of Toronto Press, 2003. 29 – 30.

16. Robert Mills se refiere al libro de Bynum, Metamorphosis and Identity. New York: Zone, 2001.

17. Julián del Casal. Cuerpo y alma. Poesías. 195 – 197.

18. Ver: Richard. D. E. Burton: Conversion? Paul Claudel at Notre-Dame (Christmas 1886) en: Blood in the City. Violence & Revelation in Paris 1789 – 1945. New York: Cornell University Press, 2001. Burton menciona, entre otros, los siguientes casos de conversión: Paul Claudel (a los 18 años), Chateaubriand (a los 30), Verlaine (a los 31), Charles de Foucauld (a los 33), Huysmans (a los 44). “Estrictamente hablando – dice Burton – casi todos los ejemplos mencionados, incluyendo el de Claudel, involucraron menos conversión, en el sentido de un vuelco radical o de un cambio a una práctica y una fe enteramente nuevas, que una reversión [un regreso] a la religión en que el sujeto había sido educado. […] Algunas conversiones involucraron una ruptura con el pasado, […] y casi en cada caso el converso literato intelectual era llevado a rechazar, nominalmente si no siempre en la práctica, los valores – seculares, hedonistas, estéticos – que prevalecían en el medio en que él o ella había vivido antes” (149 – 50).

19. Enrique Gómez Carrillo. “Billetes parisienses. Una opinión de Verlaine.” La Habana Elegante, 14 de mayo de 1893. A propósito de lo que decimos, no está de más recordar – siquiera sea como antídoto a nuestra costumbre de considerar a los modernistas a la zaga de las audacias de los decadentistas europeos – eso que precisamente comenta Gómez Carrillo sobre la muerte de Verlaine: “Paul Verlaine murió hace pocos días, no en el hospital como han de suponer algunos de sus admiradores americanos, sino en una casita del Barrio Latino, muy modesta, muy limpia y muy burguesa. Murió tranquilamente, sin sufrimientos, sin desesperaciones, casi sin agonía, entre los brazos de una musa compasiva que quiso endulzar los últimos años del poeta con sus caricias maduras” (énfasis míos). Enrique Gómez Carrillo. La muerte de Verlaine. La vida parisiense. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1993. 128. La ironía de la mirada carrillesca se encarga de ensanchar la distancia entre la imagen decadente que tenían de Verlaine “algunos de sus admiradores americanos” y el regreso final al orden (la casita “muy modesta, muy limpia y muy burguesa” donde muere), y – según se sugiere – a la “normalidad” de las caricias heterosexuales. Pero es el gesto de Gómez Carrillo, volviéndose directamente a sus colegas hispanoamericanos, lo que revela el guiño irónico, cómplice, de esta observación. 

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