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Como parte del dossier que dedicamos al poeta, narrador y ensayista Rolando Sánchez Mejías, insertamos aquí su artículo Espejismos del orientalismo. A continuación le sigue un ensayo de Duanel Díaz, titulado: Palabras y hazañas: la memoria de la guerra en José Martí y Manuel de la Cruz.

Espejismos del orientalismo

Rolando Sánchez Mejías

     Tal vez el Orientalismo, más que una disquisición o averiguación sobre el Oriente, ha sido el espejo – roto
donde Occidente ha tratado de construir, o reconstruir, su propia imagen.
     Se exageran unos rasgos no sólo con ánimo de distorsión. Exagerando algunas particularidades del otro – como en realidad se hace en la vida corriente -, la diferencia nos integra a la posibilidad no sólo de llegar a ser ese otro, sino también de evitarlo: la nariz jorobada del judío, el color amarillo del chino, la cimitarra chorreante de sangre del árabe, no son únicamente enfáticas figuras de ficción. Son juicios de valor, entidades antropológicas, comercios de las políticas culturales que emulan el dinero con el objeto que tratan de representar, o abolir, según el caso. Prodigios folclóricos o terroríficos de la ficción involucrada en la vida, en la historia como un vasto y terrible cuento del que no se acaba de despertar.
     En su libro Experimento con la India – cuaderno de viaje
, refiriéndose al milagroso cuerpo de San Francisco Javier – “durante siglos el cuerpo sobrevivió intacto en estos climas maláricos y torpes” , el escritor italiano Giorgio Manganelli habla del acabamiento del mito en nombre de la metamorfosis:

el prodigio se está acabando, porque ciertamente era un prodigio como todo lo que sucede en estos lugares; pero forma parte de los prodigios una cierta vocación a la metamorfosis. A los dioses les gusta transformarse. Atrapado por una infinita e interactiva fábula indígena cualquiera, el cuerpo de San Francisco Javier intenta el camino, desconocido en Occidente, de una avatâra, una reencarnación. Ha sido seducido, es indio.

     Sin embargo, queda la pregunta de si la seducción no es de signo contrario, o entrambas partes: Occidente lanza el cuerpo de Francisco Javier en el terreno del otro, y así procura una rectificación de los límites del origen. Del origen incierto de Occidente. De la construcción de una vastedad – infinitamente colonial
, que no se limita al Concilio de Trento, a la certificación de la primera piedra, a la fractura – inverificable de un Primer Mundo en Dos.
    La lógica de la evangelización y la lógica de la colonización se interpenetran en el cuerpo – sacrificial al estilo cristiano-asiático, estoico y astuto al estilo jesuita
del probable Santo.
    No siempre, como cree Edward Said en su crucial volumen Orientalismo (que asegura ver en la mente de Occidente un progreso doble, a ratos hegeliano, entre la posibilidad de discriminar verdad y mentira, apariencia y verdad, de la propia mente como creadora de diferencias y de un mejor orientalismo por una institucionalización del discurso del saber), no siempre se procede por entendimientos que se ventilan como se ventilan los pactos: a través del movimiento rígido de las políticas que arrastran su carga de retórica, de ficción, de imaginario político. Las señales del entendimiento no siempre son claras.
     La pregunta por los ocho brazos (o tentáculos, tendría la tentación de decir uno) del dios Shiva, ciertamente, podría tener un discreto abanico de respuestas; pero su misterio – por origen, por transfiguración del origen, y por coacción de la mente ante los límites de la razón
quedaría intocado como philosophia perennis, como cautela frente al socavamiento de una intención que siempre permanecerá extraña para las culturas, entrelazadas en su incierto devenir desde el Uno o desde la Multiplicidad contenida en el Uno. Llegar a ser indio nunca será un problema ontológico, antropológico o cultural: sólo a saltos – de mata o de metamorfosis contenidas en la poesía, en el enigma, en el secreto sostenido a voces desde el incierto origen, como el Ramayana, Dionisos o los oráculos pre-cristianos se llega a ser indio por posesión de un turbante; o enrevesando los bigotes.
    Si es cierto lo que asevera Jean Lacouture en su capítulo “Diálogo en Yamaguchi”, Francisco Javier estaba encandilado, maravillado, con-fundido, más por el carácter de su misión colonial-evangelizadora  que por la cantidad de brazos de Shiva:

     Durante más de siete años, su misión, como la podemos descifrar a través de su correspondencia y de los primeros biógrafos o cronistas – Frois, Lucena, Cancilotto
, estuvo marcada, en primer lugar, por una increíble insensibilidad a la naturaleza, a esos mundos prodigiosos a los que le había empujado su misión, a las inmensidades ofrecidas a Europa por Vasco de Gama (de todo ese universo, escribe uno de sus biógrafos, “sólo ha mirado las estrellas”), y por un desconocimiento parecido de los pueblos a los que se ha propuesto salvar. ¿Ignorancia o desinterés?
     Había partido hacia Asia como hacia un desierto superpoblado, una de esas extensiones que los cartógrafos de la época señalaban de este modo: Hic sunt leones (aquí hay animales feroces), llevando consigo únicamente, se dice, “su breviario y su crucifijo”.

     No comprendió, ni quiso comprender, Francisco Javier – o no le era lícito comprender por el carácter de su misión, que se basaba más en la resistencia romana del cuerpo y el entusiasmo griego
, “la grandeza que la civilización india y el brahmanismo mantenían oculta bajo la miseria de las apariencias”.
     Entonces: ¿por qué la incorruptibilidad del cuerpo? ¿El misterio convertido en narración siguiendo ese hilillo de sangre desprendido de un dedo arrancado por una devota desquiciada? ¿Y, más que nada, o, sobre todo, por qué el cese de esa incorruptibilidad?
     Posiblemente para que la imagen termine de encarnar, y los gusanos acometan la extraña empresa de crear el vacío de una encarnación cultural, si se entiende por cultura ese violento sobrepujamiento de unas imágenes por sucederse a las otras, como hace el dinero consigo mismo y con las emociones de los hombres.

Barcelona, invierno de 2006
 




Palabras y hazañas: la memoria de la guerra en José Martí y Manuel de la Cruz
 
Desalentado, él tan grande y tan fuerte –¡Dios mío!- desalentado en sus ensueños de Arte, remachó con triples clavos dentro de su cráneo la imagen de su estrella solitaria y, dando tiempo al tiempo, se puso a forjar armas para la guerra, a golpe de palabra y fuego de idea” (Rubén Darío, 221)

Duanel Díaz, Princeton University

     Aunque en su fundamental prólogo al Poema del Niágara José Martí afirma que han quedado atrás los tiempos de la épica, es justamente en una guerra, la de los Diez Años, donde encuentra la sustancia de una epopeya nacional. La memoria de la contienda pasada será crucial en la propaganda de la guerra nueva, adoptando, en célebres discursos pronunciados en el exilio neoyorquino, la forma de un ritual patriótico. En estas apologías de la Guerra del 68 la dicotomía del acto y la palabra expresa ostensiblemente aquella “nostalgia de la hazaña” de la que hablaba en el prólogo al poema de Pérez Bonalde. Significativamente, en su primera carta a Máximo Gómez, luego de confesar su “aborrecimiento” de “las palabras que no van acompañadas de actos” y declararse avergonzado por no haber peleado, el joven Martí pedía al general insurrecto que le contara historias para un libro sobre la guerra que tenía en mente. “Seré cronista, ya que no puedo ser soldado” (cit. en Ramos 306), decía Martí, pero lo cierto es que él nunca llegó a escribir ese libro, y sería otro escritor modernista, Manuel de la Cruz, quien se convertiría en el gran cronista de la Guerra Grande. La imagen romántica que de ella ofrecían sus Episodios de la Revolución Cubana, publicados en La Habana en 1890, no podía sino provocar la más ferviente identificación de Martí. En la carta que a propósito escribiera a De la Cruz, así como en el prólogo de este a sus Episodios, se percibe de forma reveladora la tensión entre el acto y la escritura característica de la concepción romántica de la historia. La estetización de la violencia revolucionaria resulta, tanto en el libro de De la Cruz como en los escritos de Martí sobre la Guerra Grande, constitutiva del discurso independentista cubano.
     En El poema del Niágara Martí ofrece un diagnóstico sobre la situación de la poesía en la época moderna. Atrás han quedado los tiempos de la épica y la lírica, dice, estos son “tiempos ruines” y a la vez convulsos. Lejos de la laxitud de la colonia y las imitaciones del neoclasicismo, ahora proliferan las lenguas en un espacio público definido por la crisis y la tecnología. Como todas las certezas se han derrumbado, sólo queda la que cada uno tiene de sí: “la vida íntima” y la naturaleza son los dos grandes temas de la poesía. Su fe en la naturaleza aleja a Martí del esteticismo de muchos de sus contemporáneos modernistas, para acercarlo al romanticismo de Rousseau. Liberarse de esas convenciones que “deforman la existencia verdadera”, separar lo postizo y adquirido de lo espontáneo y natural: Martí propone una reconquista de la naturaleza humana en modo alguno reñida con una fuerte espiritualidad; tanto la naturaleza como la persona vienen siendo reductos de lo sagrado en un mundo que ha perdido no sólo las tradicionales normas y jerarquías, sino también algo de épica grandeza. El poeta, dice Martí, siente la “nostalgia de la hazaña” una vez que la guerra ha perdido su antigua aura y los hombres se dedican más a “cosa más suave, productiva y hacedera” (Martí, v.7, 229). Es justo porque no encontraba hazañas en los hombres, y lugares donde emplear sus fuerzas, que Pérez Bonalde – según Martí
canta la hazaña de la naturaleza. 
     Martí, sin embargo, sí encuentra una hazaña que cantar: Cuba, a diferencia de la mayoría de los países hispanoamericanos, no se ha liberado aun del yugo colonial, y en 1968 ha comenzado una guerra de independencia a la que, desde su más temprana juventud, Martí afilia su vida y su obra todas. En su conmovedor testimonio sobre el presidio político, escrito a los dieciocho años, aparece ya el ardiente patriotismo que preside su misión apostólica de fundador de la nación cubana. Martí presenta a la patria como una fuerza poderosa que lo arranca del regazo materno y la protección del hogar, lanzándolo a otro espacio de intemperie y sufrimiento. "Mi patria me había arrancado de los brazos de mi madre, y señalado un lugar en su banquete.", dice, y luego: "Mi patria me estrechó en sus brazos, y me besó en la frente, señalándome con una mano el espacio y con la otra las canteras."(v.1, 53) Esta representación de la patria como una figura femenina que con un beso sella una especie de compromiso fatal recuerda bastante la que de la poesía aparece en uno de los poemas en prosa de Baudelaire: “Los beneficios de la luna”. Pero si allí el beso del hada madrina es alegoría del destino terrible del poeta condenado a “ver” más y a preferir lo lejano, en Martí la patria asume el rol demoníaco que los poetas decadentes reservan a la poesía: ella, con el sufrimiento, garantiza otra paradoja, en la que no se opone ya, como en el esteticismo fin-de-siècle, la vulgaridad del mundo ordinario a la belleza del mundo poético, sino la vida corriente a otra superior definida por el Bien: "sufrir es morir para la torpe vida por nosotros creada, y nacer para la vida de lo bueno, la única verdadera"(v.1, 54). 
     Idénticas nociones de patriotismo y martirologio se hallan en La República española ante la Revolución cubana, cuya imagen central es también de horror: esos cadáveres de los muertos de la guerra que llenan el abismo entre España y Cuba. "La república se levanta en hombros del sufragio universal, de la voluntad unánime del pueblo”, afirma Martí, para enseguida añadir: “Y Cuba se levanta así. Su plebiscito es su martirologio. Su sufragio es su revolución" (v.1, 91-92). Los ecos de los principios de 1789, que animaron a los líderes insurrectos de la Guerra Grande, se perciben en esas declaraciones de Martí, quien parece, además, anticipar el célebre discurso de Renan sobre la nación cuando afirma que "Patria es comunidad de intereses, unidad de tradiciones, unidad de fines, fusión dulcísima y consoladora de amores y esperanzas”(93). Este panfleto escrito en la España convulsa de 1973 anuncia lo que, en muchos de los discursos pronunciados después del fin de la guerra, será el gran tema de la propaganda martiana: la presentación de la “revolución cubana” como lo que había sido según Michelet la Revolución para los franceses: una "leyenda de unidad nacional".
     Según Martí, esta unidad se consigue en la guerra a partir de la expiación de la culpa de una riqueza procedente de la esclavitud. La violencia revolucionaria, justo porque destruye esa prosperidad ligada a un pasado oprobioso, es redentora. En los discursos de Martí, las imágenes de resonancia bíblica y romántica expresan este sentido purificador que atribuye a la que llama “guerra breve y necesaria”. “A muchas generaciones de esclavos tiene que suceder una generación de mártires. Tenemos que pagar con nuestros dolores la criminal riqueza de nuestros abuelos. Verteremos la sangre que hicimos verter: ¡Esta es ley severa!”(v.4, 189) Martí insiste en que es tanto el caudal de hazaña y patriotismo de “aquella década magnífica”, que los recuerdos de la misma no pueden morir. “Los que en comunidad vivieron (…), en comunidad vuelven a vivir. Y los muertos entonces cobran forma.”(185), dice. Y también: “Un pueblo que ha vivido largos años con el espectáculo incesante de su excepcional grandeza” no puede volver a la servidumbre. Contra los “acomodaticios pensadores, penetrados de pánico y alarma”(187), que no son otros que los anexionistas, el encendido verbo martiano busca, en la lectura en Steck Hall, conmover a aquellos cubanos que

no tuvieron hijos bajo chozas fabricadas por sus manos, estallando el rayo arriba, y entorno los fusiles. No anduvieron desnudos por los campos. No aplaudieron a oradores que hablaban a la vez con la lengua y con el rifle. No hicieron por la noche la pólvora con que por la mañana habían de saludar valientemente el día. No sufrieron los dolores de Job. No los inflamaron los héroes con sus alientos. Los caballos que arrebataron del seno enemigo a un soldado que cumplía entonces con su deber, no pasaron, con carrera fantástica, a sus ojos.(196)

     Ocupando ese espacio salvaje de la manigua que se opone a la reglamentada ciudad colonial, la guerra aparece aquí como origen de una comunidad virtuosa cimentada en la fraternidad y la inmediación. “Con ramas de árbol paraban, y echaban atrás, el fusil enemigo; aplicaban a la naturaleza salvaje el ingenio virgen; creaban en la poesía de la libertad la civilización; se confundían en la muerte, porque nada menos que la muerte era necesaria para que se confundiesen, el amo y el siervo”, dice Martí. (237). El habitar en chozas construidas por ellos mismos, el hacer la pólvora que usarían luego, el utilizar creativamente la naturaleza: todo ello representa una salida de la fragmentación moderna; como también el hecho de que los oradores no hablen sólo con palabras, sino que también lo hagan con sus actos. La guerra es creadora de hombres nuevos, y al presentarla de forma tan vehemente, Martí no busca sino insuflar en sus oyentes “aquel soplo caliente, que había trocado en legiones de héroes las que antes fueron gala de la danza, y regocijo y pasto de vicios; aquel estruendo súbito de un pueblo que se levanta en una sola noche a la conciencia de sí propio; aquel fragor continuado, y batallar sin tasa, de hombres que llevaban todas las ideas generosas en la mente y todas las virtudes en el pecho, venido de haber bajado a punto la claridad a todas las conciencias”(200).
     No deja de ser significativo que la memoria de la guerra se afiance justamente en aquellos discursos que la modernidad tecnológica amenaza, los de la tradición oral. En los relatos de los testigos, esas “historias maravillosas” que, dice Martí, cuentan “los siervos redimidos” a los que aun están esclavizados. “De noche, los narradores se deslizan favorecidos por las sombras. Y reunidos, admiran, meditan y deciden. Han decidido ser libres. –Saben que es su derecho, y que hay una vía para lograrlo. Ven el ejemplo, y están dispuestos a seguirlo. Los más impacientes, con las armas. Los más sumidos, con otra arma no menos segura ni terrible.”(200) Esa arma no es otra que la “tea incendiaria”, conocida práctica de los insurrectos que consistía en quemar los campos de caña de aquellos que se negaban a colaborar con la revolución. Y del mismo modo en que antes consideró el accionar de los oradores en el campo de batalla como otra forma de su discurso, ahora Martí describe la terrible tea como una forma de hablar con “lengua asoladora”. La tea es la figura misma de la guerra como incendio, símbolo del poder purificador y redentor de la violencia revolucionaria, mientras las meras palabras se identifican con el discurso poco viril de los prudentes autonomistas.
     “La prudencia puede refrenar, pero el fuego no sabe morir”, dice Martí el 10 de octubre de 1887. (216). “¡Los libros suelen estorbar para la gloria verdadera!(225) – añade. En el célebre discurso en Hardman Hall, pronunciado dos años después, la dicotomía de las palabras y los actos se manifiesta nuevamente, desde el mismo momento en que el orador empieza declarando que son “tiempos de sobra de palabras y de falta de hechos”. (235) Si en Steck Hall había anunciado que no venía a “un torneo literario”, sino a “animar con la buena nueva la fe de los creyentes”(183), ahora insiste en el contraste: “cimientos a la vez que trincheras han de ser las palabras ahora, no torneo literario”(236). Si antes las hazañas bélicas eran vistas como formas de hablar, ahora estas palabras a favor de la guerra son, al decir de Martí, actos. “Los que vienen aquí, pelean. Los que hablan, como que hablan la verdad, pelean”. Y un año después, de nuevo en Hardman Hall, Martí se pregunta retóricamente: “¿Qué falta por decir aquí donde el discurso es la ejemplar concurrencia?” “Las palabras deshonran cuando no llevan detrás un corazón limpio y entero. Las palabras están de más, cuando no fundan, cuando no esclarecen, cuando no atraen, cuando no añaden.”(248). Pensar, dice, es fundar. Si las palabras, para valer realmente, han de convertirse en actos, entonces son estos los que llevan la prioridad en la axiología martiana:

El hombre de actos solo respeta al hombre de actos. El que se ha encarado mil veces con la muerte, y llegó a conocerle la hermosura, no acata, ni puede acatar, la autoridad de los que temen a la muerte. El político de razón es vencido, en los tiempos de acción, por el político de acción; vencido y despreciado, o usado como mero instrumento y cómplice, a menos que, a la hora de montar, no se eche la razón al frente, y monte. ¡La razón, si quiere guiar, tiene que entrar en la caballería! (249)

     La imagen del caballo, asociada a la grandeza épica desde el prólogo al poema de Pérez Bonalde, aparece una y otra vez en estos discursos que contraponen la acción, y su ayudante la palabra revolucionaria, a la mera palabra de los que Martí llama “políticos de papel”. En su arenga del año siguiente, Martí afirma no venir a hablar “como gusanos”, sino “a caballo”. Este discurso donde con la vehemencia de siempre Martí hace “culto de la revolución”, culmina con una imagen tremenda: “Y si nos preguntan dónde está la forma visible de esta energía y política nuestra (…) responderemos con el recuerdo de una maravilla que anda escrita en un libro de victorias. Cuentan de un coronel que, en la hora fantástica de la alborada, venía a escape, sable en mano, sobre las filas de los invasores, cuando una bala de cañón le cercenó, como de un tajo, la cabeza. Ni el jinete bajó de su montura ni bajó su brazo el sable: ¡y se entró por los enemigos en espanto y en fuga el coronel descabezado!” (266)
     Ese libro no es otro que los Episodios de la Revolución Cubana, en cuyo prólogo Manuel de la Cruz había anunciado: “Ser idólatra en el fetichismo de nuestros mártires, eleva y depura la conciencia. Somos apasionados neófitos en la religión de nuestro pasado: este libro es nuestra fervorosa ofrenda” (De la Cruz, 12). Como ya evidencia esta cita, se trata de una obra muy cercana al espíritu martiano; tanto, que como epígrafe de la obra, bien pudo haber puesto De la Cruz ese fragmento del primer discurso en Hardman Hall en que Martí evoca la Guerra Grande como “tiempos de maravilla, en que para restablecer el equilibrio interrumpido por la violación de los derechos esenciales a la paz de los pueblos, aparece la guerra, que es un ahorro de tiempo y de desdicha, y consume los obstáculos al bienestar del hombre en una conflagración purificadora y necesaria”(v.4, 236). Pues, ciertamente, Manuel de la Cruz escribió su panegírico con la vista encandilada por ese mismo fuego. “Cúpome en suerte bosquejar el primero la épica leyenda, y lo hice entre rompimientos de gloria, como que de propósito compuse un libro de devoción patriótica, para que fuese a sacudir y a conmover el corazón cubano”, confiesa en carta a Manuel Sanguily.  
     En 1890, eliminada la censura por el gobierno colonial, los Episodios venían oportunamente a funcionar como propaganda separatista. Junto con A pie y descalzo, de Ramón Roa, aparecido en el propio 1890, y Desde Yara hasta el Zanjón, de Enrique Collazo, publicado tres años más tarde, ellos conforman el gran trío de la “literatura de campaña”1  que ocupó un lugar central en el campo literario y político del lustro anterior al comienzo de la Guerra del 95.2  Si Roa se proponía contar los hechos en que había participado - el desembarco de la expedición del “Virginius” y el posterior cruce de la Trocha de Júcaro a Morón “a pie y descalzo” -, y Collazo proponer, por medio del relato, una tesis sobre la causa que había conducido desde el alzamiento de Yara hasta la derrota del Zanjón, De la Cruz pretende otra cosa: atrapar, por medio de la narración de algunos episodios memorables, el espíritu mismo de la Revolución. El hilo que ensarta todos los relatos es justamente ese “patriotismo” que, al decir de De la Cruz, “a todo provee: él da habilidad, constancia, fuerzas desconocidas, instintos que maravillan, reemplaza al genio”. (73) En los Episodios, la celebración del patriotismo como fuente del heroísmo y de trascendencia espiritual se asocia, como en los discursos de Martí, a la voluntad de narrar el origen de la nación. En medio del fragor del combate y de la sangre de los patriotas había surgido “la familia cubana”. La unidad nacional aparece representada una y otra vez en los Episodios: unidad de negros y blancos, de amos y esclavos, ya cubanos por la comunidad del sentimiento patriótico, del compañerismo de la manigua, de la identificación con el paisaje. 
     Ahora bien, si habían sido tiempos de verdad así de maravillosos, ¿cómo atrapar esa magnificencia en la escritura? “La idea predominante en la composición - escribe Manuel de la Cruz, muy consciente de esta cuestión, en el “prólogo del autor” - no ha sido otra que la de fijar el hecho, el cuadro o la línea, como la flor o la mariposa en el escaparate del museo, procurando reproducir la impresión original del que palpitó sobre el trágico escenario”(11) Una lectura atenta de este símil revela una contradicción que puede echar acaso alguna luz sobre la escritura de los Episodios. ¿Es acaso la mariposa en el museo una figura apropiada para la intención de “reproducir la impresión original del que palpitó sobre el trágico escenario”? De la Cruz parece querer salvar la distancia que separa a la mariposa disecada de la mariposa viva, el suplemento de la original, la “vida” de su representación escrita. Este “error”, en un símil donde el autor autoriza su trabajo, se deja leer como un signo de que precisamente la persistencia de esa distancia constituye a la escritura. Se trata, en esencia, de la misma dicotomía que, según Lionell Gossman, informa la empresa del historiador romántico.3
     “Redactado sobre auténticos datos de actores y abonadísimos testigos, utilizando, además, la tradición oral”, Episodios de la revolución cubana puede considerarse, en efecto, como una escritura informada por la tensión entre la voluntad manifiesta de “reproducir la impresión original del que palpitó sobre el trágico escenario”, y lo que Gossman llama la “irrepetible unicidad e intraducibilidad” del suceso. En este sentido, cuando Martí, en su elogiosa carta, afirma que “Leer eso, para todo el que tenga sangre, es montar a caballo” (v.5,180), no sólo celebra el éxito de Manuel de la Cruz en su objetivo de escribir un libro que “moviera el corazón de los cubanos”, sino que, en un sentido más profundo, reconoce del valor de los Episodios al referir la plenitud del deseo imposible que mueve a la escritura. Martí, el lector ideal de los Episodios, imagina la confusión entre la representación y lo representado; toca el horizonte vislumbrado por el romántico cronista. 
     Otra fue, significativamente, la opinión de Manuel Sanguily, según el cual la “imaginación visionaria e hiperbólica” de Manuel de la Cruz, que lo veía todo “con un vidrio de aumento”, había convertido “aquel drama humano” en “epopeya extrahumana”: “Engrandeció los héroes, que veía inmensos. Poetizó la lucha, que veía maravillosa.”4  Pero justamente la visión “idealizadora” objetada por el positivista Sanguily, era para Martí la clave de la ejemplaridad de la obra;  a los ojos del orador de Hardman Hall, la conjunción de lo que llama “su piedad patriótica y su arte literario”(180), hacía de los Episodios un modelo para la escritura de la historia: “Es historia lo que usted ha escrito; y con pocos cortes, así para que perdurase y valiese, para que inspirase y fortaleciese, se debía escribir la historia”.(180) La “piedad patriótica” y el “arte literario” constituían el doble mérito del libro: el valor intrínseco de la obra que merece durar y el valor utilitario de la propaganda en favor de la guerra que se avecinaba. Pues él mismo sufría de ella, Martí capta del todo la nostalgia de la hazaña que late tras la apología de los héroes, evocados como modelo superior que difícilmente podría igualarse: “Ya nada nuevo podemos hacer los que vinimos después. Ellos se han llevado toda la gloria.”(180) 
     Aunque apreciaba las realizaciones de la literatura europea contemporánea, Martí pensaba que su ironía y pesimismo podían ser contraproducentes en Hispano América, donde se necesitaba una literatura edificante.5 A pie y descalzo, celebrado por Sanguily, le mereció fuertes críticas pues, en su opinión, quería “unir a los militares de la guerra pasada contra el espíritu de la guerra nueva”6.  Quizás se trata aquí del eterno conflicto entre los dos polos que constituyen el romance y la ironía, tal como lo comprende Northrop Frye.7 Evidentemente, los Episodios se asocian a un modelo romántico. El pueblo y la nación - encarnados en los héroes de la manigua - son el sujeto que, en virtud del patriotismo, se erige en trascendente del mundo caído: de su propia individualidad y del apego a lo terreno. El libro de Roa, retrato realista y antirromántico de la guerra, tiende obviamente hacia el polo contrario.
     La visión lírica de los Episodios alcanza su apoteosis en el momento de la muerte del patriota. Si Martí termina habitualmente sus discursos evocando a ese ejército de muertos para que insuflen coraje y energía a los vivos, o insistiendo al pie de sus tumbas en el contrato con ellos firmado, la imagen misma de la caída en combate recorre el libro de Manuel de la Cruz. En el momento de entregar la propia vida a la patria -“ara y no pedestal”, como para Martí-, se sella el pacto  fundacional:
 
Estábamos en tierra de Cuba, lejos de nuestros hogares, pensábamos en las lágrimas que bañarían las mejillas de nuestras madres, en los afectos que dejábamos para ir espontáneamente al sacrificio; pronto nuestra sangre teñiría la gallarda bandera de la patria que copia en sus colores el azul de nuestros cielo y la estrella melancólica de nuestros crepúsculos.(17)
   
     Aquí, la muerte es imaginada por los patriotas, ese nosotros que habla, a partir de una imagen cromática que, de alguna manera, la sublima, la estetiza. Una serie de transposiciones figuran la cohesión del grupo: la sangre, que de hecho “tiñe” la tierra, se vierte sobre el rojo de la bandera, con lo que se sella un pacto de sangre entre los héroes y la patria, y entre ellos mismos, que confluyen, se hacen uno en el momento sublime. No por azar se reafirma la motivación de la relación que une la patria a su icono: la bandera copia el cielo y la estrella de Cuba. En estos momentos, el paisaje no es ya solo escenario, teatro donde los hombres actúan; hay un peculiar eros del paisaje que se solapa con el eros patriótico. El hombre, en el momento de su sacrificio, se confunde con él, trascendiéndose en una imagen total. 
     También en Martí, quien consideraba, como el autor de los Episodios, que la guerra es el “período más bello de nuestra historia” (v.4, 12), encontramos una estetización de la muerte en combate. Su prólogo a Los poetas de la guerra, recopilación de la poesía escrita durante la contienda de los Diez Años, es muy elocuente a este respecto. Allí donde, significativamente, Martí retoma la imagen “caballeresca” que usó para celebrar los Episodios al afirmar que “Hay  versos que hacen llorar, y otros que mandan montar a caballo”, Martí sostiene: “Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían (…) Las rimas eran allí hombres: dos que caían, eran sublime dístico” (v5, 229). Y al final del prólogo, luego de dedicar algunas páginas al comentario de los versos presentados, cuya notoria mediocridad desde luego no se le escapa, insiste:

Pero la poesía de la guerra no se ha de buscar en lo que en ella se escribió: la poesía escrita es de grado inferior a la virtud que la promueve; y cuando se escribe con la espada en la historia, no hay tiempo, ni voluntad, para escribir con la pluma en el papel. El hombre es superior a la palabra. Recojamos el polvo de sus pensamientos, ya que no podemos recoger el de sus huesos, y abrámonos camino hasta el campo sagrado de sus tumbas, para doblar ante ellas la rodilla, y perdonar en su nombre a los que los olvidan, o no tienen valor para imitarlos. (v.5, 235)
     
     Esta última referencia vuelve a hacer manifiesta la polémica con el autonomismo que acompaña a la celebración de la Guerra Grande por Martí y De la Cruz. Si el Pacto del Zanjón había decretado el olvido de la contienda, considerada como conjunto de “delitos políticos”, el discurso independentista se funda en la memoria de la hazaña guerrera y el patriotismo sacrificial. La palabra sólo se redime cuando se vuelve, como en las arengas martianas o en las crónicas de Manuel de la Cruz, discurso revolucionario, llamado a la acción. Cuando la gesta guerrera aparece descrita como una forma de discurso, es siempre como poesía, mientras que a la otra palabra, la de los autonomistas, que lejos de perpetuar el incendio de la guerra intenta apagarlo, se la considera como cosa carente de valor, desprovista de grandeza, poco viril. Así lo ha visto, agudamente, Agnes Lugo-Ortiz, cuando afirma: “Si la descalificación del proyecto autonomista parte de la definición de la palabra como arma, será precisamente alrededor de esta concepción que habrá de elaborarse la oposición a otro tipo de proyecto autonómico: aquel que postulaba la separación entre letra y política”(200).
     Se trata aquí, en efecto, no sólo del problema de la autonomización del discurso literario entre los discursos sociales de los letrados tradicionales, tan bien presentado por Julio Ramos, sino también de la cuestión de la autonomía de las letras en un contexto revolucionario. No extraña entonces que, en el marco de otra revolución, la de 1959, vuelvan a plantearse semejantes preocupaciones, y la reivindicación del discurso independentista sobre el autonomista derive en un antintelectualismo que tiene a considerar a la Revolución como la obra de arte par excellence. Bella y lírica, la Revolución habría de superar, según la percepción romántica, la dicotomía de las palabras y los actos, reintegrando todas las esferas separadas por la modernidad en una “movilización total” que extiende el paradigma de la guerra a la vida en su conjunto. El discurso independentista no es, desde luego, la causa de esta deriva fascista, pero sí resulta acaso, visto con perspectiva histórica, uno de sus orígenes. Desde los desastres del presente, habría que releer, entonces, aquellos discursos de Martí y De la Cruz, mano a mano con  los que en la Cuba de los años sesenta estetizaban la revolución y propugnaban la redención de las palabras por los actos.

Notas

1. La denominación es de Ambrosio Fornet. En blanco y negro, Instituto del Libro, La Habana, p.16.

2. Ver sobre esto Diana Iznaga, Presencia del testimonio, Letras cubanas, 1989.

3. “In many respects the tension between veneration of the Other - that is to say, not just the primitive or alien, but the historical particular, the discontinuous act or event in its irreducible uniqueness and untranslatableness, the very energy of “life” which no concept can encompass - and eagerness to repeat it, translate it, represent it, and thus, in a sense, domesticate and appropriate it, can be seen as the very condition of the romantic historian’s enterprise. For the persistence of at least a residual gap between “original” and translation, between “Reality” or the Other and our interpretation of it, is what both generates and sustains the historian’s activity, rather as the condition of history itself(…)” (énfasis mío). Between H istory and Literature, Harvard University Press, 1980, pp. 273-274.

4. Citas de Cromitos cubanos, en Hojas literarias, marzo, 1893, y de  unos apuntes de Manuel Sanguily para una semblanza de Manuel de la Cruz, recogida en Manuel de la Cruz, Sobre la literatura cubana, selección y prólogo de Ana Cairo, Letras Cubanas, 1981, p.482.

5. Doris Sommer apunta esto en su artículo “Irresistible Romance: Foundational Fictions in Latin America”, en de Homi Bhabha, Nation and narration, Routledge, 1990, p.77. Sommer cita la carta entusiasta que Martí escribiera a Manuel de J.Galván, autor de la “idealizadora” novela dominicana Enriquillo. No resultaría difícil, ampliando un poco la definición de Sommer fuera del terreno de la ficción novelesca, considerar los Episodios como un foundational fiction. En particular, el romance donde se unen razas y clases está figurado, en este, no por vínculos eróticos, sino por el empeño común y el compañerismo de la vida en la manigua.

6. Ver en “Con todos y para el bien de todos” la polémica de Martí con Roa. La continuidad entre las dos guerras que Martí veía amenazada en el libro de Roa estaba plenamente asegurada en los Episodios, donde  se dejan a un lado las contradicciones internas del bando cubano que ayudaron a dar al traste con la Revolución.

7. Ver Anatomía de la crítica, Monte Ávila Editores, Caracas, 1991. Ver también Hayden White, Metahistory. The Historical Imagination in the Nineteenth Century, John Hopkins University Press, 1993.    


Obras citadas:

Cruz, Manuel de la. Episodios de la Revolución Cubana, La Habana: Instituto del Libro, 1967.

Darío, Rubén. Los raros, Barcelona: Maucci, 1905.

Gossman, Lionel. Between history and literatura, Harvard University Press, 1980.

Lugo-Ortiz, Agnes. Biografía y nacionalidad en el horizonte de la guerra (Cuba 1860-1898), San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1999.

Martí, José. Obras completas, La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1975.

Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad en América Latina, Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio / Ediciones Callejón, 2003.

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