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La Biblia Roja 

novela por María Elena Hernández Caballero

(primera parte)

“Valentina, Valentina, primavera y corazón”

     Valentina Morera tenía una teoría del destino para hombres fracasados. Quizá por eso, a pesar de la rigurosa educación marxista con que la atormentó desde la cuna su padre, no podía considerarse Peor: una Isla.lisa y llanamente comunista, menos aún, atea. Según su teoría, el destino quiso que naciera en un pequeño país. Peor: una isla. El milagro, la trascendencia, o la insignificancia de esta suerte, sólo podía explicarse, a partir de una sucesión de hechos aislados y anómalos. Así como toda gran nación tiene su leyenda de victorias y de derrotas, los pequeños pueblos perseveran en el fracaso. Construyen, anémicos por herencia, su pequeña leyenda de derrota.
     Cuando Valentina Morera nació, el paraíso no estaba en el cielo, sino en otra parte muy concreta y distante: en Rusia. El infierno también estaba ubicable, en dirección al norte, a sólo noventa millas. Con infierno y paraíso ubicados en el mapa, murieron también las cortes de ángeles y de demonios. Todo estaba en su sitio. Todo tenía una explicación, un aquí y ahora.
     A los tres años sabía las semejanzas y las diferencias entre la tundra y la taigá; dónde se originaban y morían los vientos; por qué se producían los huracanes. Tenía especial habilidad para lassputnik matemáticas, para armar el cubo de rabbit. Conocía, de tanto analizarlas, la vida de las hormigas.
A los cinco años podía hablar ruso sin dificultad, realizaba largos comentarios acerca de la teoría de la evolución de las especies, de los últimos experimentos científicos, de los perros Laika, Belka y Strelka, los primeros seres vivos en llegar al espacio. 
     Más tarde, en el colegio, asombraba a todos con sus conocimientos de astronomía, explicaba con detalles los periplos de todas las Sputnikz, de todas las Vostok. Podía ubicar con precisión la estrella Polar, la constelación de La Osa Mayor. Sabía, y esto le producía gran satisfacción, que el espacio era infinito, que existían otras galaxias, que el hombre pronto llegaría a Marte.
     Hasta su nacimiento, ocurrido el 16 de Junio de 1963, era un presagio de la rara estrella con que el osito mishavenía al mundo. Mientras el globo  terráqueo quedaba asombrado, ante las pantallas de televisión, viendo cómo una mujer desde el cosmódromo de Baikonour, tripulaba la astronave Vostok IV; Leonor Domínguez, su madre, con dolores de parto, era conducida por su esposo Carlos Morera, con urgencia a la clínica.
     Valentina Terechkova aterrizó, según la forma clásica de los astronautas soviéticos, desprendiéndose la esfera habitáculo de la astronave, una vez efectuada la entrada en la atmósfera y descendiendo sobre la tierra firme suspendida de un paracaídas. Valentina Morera aterrizó también, según la forma clásica de casi todos los mortales: de cabeza. Lo primero que hizo fue pegar un grito, con una órbita inicial de 5 kilómetros a la redonda. Las enfermeras corrían de un lado a otro, preocupadas. Carlos Morera reía y lloraba. En contra de lo acordado con su esposa, bautizó:

     - Se llamará Valentina.

     Con lo que le restaba de fuerzas, Leonor Domínguez, se incorporó en la cama:

     - Me cago en Dios, en Marx y en todos los santos.

     Fueron las palabras de protesta y las últimas que pronunció su madre.
 
 

"Doce"

     Numerología, misticismo, o cábala; el número doce era para Valentina Morera el sinónimo de algo demasiado perfecto, demasiado rebuscado para ser el número de la suerte. Le parecía más bien, el número del desamparo. ¿Qué hacer con doce cuchillos? ¿Doce tenedores? ¿Doce sillas? Nunca habían llegado a doce sus amigos; ni sus parientes, apenas los había podido contar siempre con los dedos de una mano. Ni siquiera se enteró cuando cumplió los doce años. Con el doce le sucedía, queLos doce pasos no llegaba, o se pasaba. Un poco más, o un poco menos, pero nunca doce. Su historia personal distaba mucho de las extravagancias dignas de una parábola. Sólo para ellos, para personajes y sucesos históricos, dignos de una parábola, estaba reservado este número. Y aunque los antecedentes históricos que poseía, acerca del doce, no le indicaban que se hubieran producido gracias a las múltiples conjugaciones de este número; grandes masacres, ni incendios, ni Las doce casas en los doce signosterremotos; ni desgracias concretas a lo largo de la historia; igual le atribuía desgracias de cáracter subjetivo. Más claramente: lo que muchos consideraban grandes avances de la humanidad, para Valentina Morera eran retrocesos. Ir contra la corriente era su estilo de vida, y bien lo sabía, no se puede vivir contracorriente con el doce como número de suerte. No se puede ir con el flujo, cuando lo que se desea es el reflujo. Por esta razón, quizá casi de modo inconsciente; si veía que le tocaba sentarse en el cine, en la butaca número doce; se corría un poco más acá, o un poco más allá; pero nunca en el centro: es decir, nunca en el doce. Interponía entre ella y el número un sistema de valores propio, inquebrantable. Allí residía su ética. Por alguna razón las personas tocadas por el doce no podían ser de ninguna manera sus amigos. Y huía de ellasDoce hombres en pugna espantada como de la peste. Se preguntaba qué clase de mundo habían construido los asirios, hebreos, chinos, indios, dogones, griegos y egipcios, a partir del número doce. ¿Por qué todos lo eligieron para las divisiones espacio-temporales? La Cúpula Celeste se dividía en doce signos zodiacales, el año en doce meses, los apóstoles de Jesús eran doce, las tribus de Twelve O'clock HighIsrael, doce; doce las piedras que dividieron las aguas del Jordán; y para muchos pueblos, los períodos de tiempo se repartían y reparten en grupos de doce años. ¿Cómo habrá llegado el doce a los romanos?, se preguntaba, ¿a quién se lo habían robado?, ¿y a los etruscos? ¿cómo llegó a los etruscos? ¿Sería cierto que Rómulo empleó el doce durante las ceremonias celebradas con motivo del nacimiento de Roma? ¿Por qué en sus ciudades, para que estas fueran perfectas, tenían que contar con tres puertas, tres grandes avenidas, tres plazas y tres templos? ¿(4 x 3 = 12)? ¿Y Pitágoras?, perfecto conocedor de los números, ¿por qué tomó precisamente el dodecaedro regular como la Imagen del Cosmos? 
     Doce también eran los pichones de paloma que encontró Valentina Morera dentro de la cesta. Doce pichones recién nacidos apuntaban los diminutos picos hacia ella, demandantes.
     Cuando salió a reclamar, ya el experimentado colombófilo había desaparecido. Dudó un instante: no sabía si dejarlos en la calle, o ahogarlos. Recordó entonces que días antes, cuando pagó anticipadamente por la cría, no había dejado claro el sexo, ni cuántos pichones quería. 
     Ya estaban instaladas ahí. No tenía ningún derecho de reclamar.
 
 

"La cría"

I

     En las azoteas, aunque todo parezca absurdo, nada ocurre porque sí. Todo tiene su causa y su efecto, como enseñan los manuales de filosofía marxista. Valentina Morera no subía todas las mañanas, a primerísima hora, a la azotea, porque sí. Tampoco era un hobby. No lo hacía por aburrimiento, ni porque le pareciera hermoso el arte de amaestrar palomas. Menos aún creía que las palomas eran el símbolo de la paz. Sabía que amaestrar palomas era un arte, además de difícil, inútil.paloma Además de inútil, sucio. Además de sucio, raro. Y por raro, peligroso. 
     Las palomas cagaban y píaban todo el santo día, a su antojo. Y Valentina tenía que esforzarse en vivir, casi se diría “sobrevivir”, entre la mierda y el ruido. 
     Otro gran inconveniente eran los horarios que ella misma se había impuesto y que debía respetar. ¿Cómo enseñar la obediencia, si no era estricta? Tenía que imponerles un régimen militar. Desde el principio había que mostrarse rigurosa en la disciplina para que no tomaran malas costumbres, difíciles de corregir. Valentina sabía que la ley debe cumplirse siempre: el buen equipo debía conducirse bajo sus órdenes y no ella estar sujeta o hacer cambios según lo quisieran o no, las palomas. Sabía también que si perdía el control estaba acabada.
     Lo que hacía que Valentina se tomara todas estas molestias tenía una causa. Una causa largamente amasada. Largamente pensada. Largamente calculada, paso por paso. Centímetro por centímetro. Era la historia de una venganza. La historia de un odio, de un odio, si esto fuera posible, visceral. Odiaba desde que tenía conciencia. Y ese odio fue llevando a otro; y ese otro a otro. Y ese otro a otro. Y ese otro a otro, y ese otro a otro. El odio era la causa, cuyo efecto soñaba Valentina cumplir, como había aprendido rigurosamente desde niña. “Toda causa tiene su efecto”, "Y todo efecto..." se había convertido en su lema y su verdad. Mientras pensaba todo esto, con paso lento se acercó al palomar.
     En cuanto Celia vió que Valentina se acercaba, abrió la pata izquierda y la adelantó torpemente por encima de otras palomas. Se sabía la preferida, y siempre que veía acercarse a su ama, hacía este movimiento, que las otras interpretaban como una reverencia. Parecía siempre dispuesta a decir:” ya estoy lista”. 
     Cuando la pata siniestra de Celia tocó a Valentina, ésta volvió en sí. Entonces se agachó y metió con bastante fastidio, su mano diestra por entre las patas y el plumaje caliente de Celia, que se acomodaba sobre su mano como una gallina a punto de empollar. 

Agradecida Celia arrulló. 

La sesión había comenzado.

II

     A los veintiún días, las doce pichonas sanas, bien criadas, ya estaban en condiciones de ser separadas de sus padres y de comenzar su vida individual. 
     Desde esta edad, o un poco antes, ya las sacaba todos los días a la plataforma de la terraza o las encaramaba en el techo del palomar para que iniciaran los primeros reconocimientos de los alrededores. En pocos días empezaron las más atrevidas a ensayar pequeños ascensos que irían aumentando día por día. Revoloteaban un tiempo prudencial libremente. Esto les daba firmeza en sus movimientos de vuelo y hacía que tomaran confianza en sí mismas. 
     Cuando el tiempo era fresco y claro, Valentina, les permitía aumentar su permanencia en el aire, la caperucita rojaen una hora o más. Tiempo que sólo una, la roja, la más avispada, seel sagrado corazón de Jesús tomaba. Valentina se enfurecía. ¿Por qué sólo una? ¿La roja? Roja tenía que ser. Roja como la sangre derramada. Como el alma rusa. Como su boina de pionera. Como los ojos incendiados de cólera de su padre. Como algunos domingos. Como el atardecer, en soledad, en la playa. Como la caperucita del cuento. Como el triángulo de la bandera. Como la carne. Como los relámpagos. Como el Sagrado corazón de Jesús. Roja como la Plaza Roja. Como la oreja de Van Gogh. Como los pieles rojas y los indios caribes. Como el parche en el ojo de Sir Francis Drake. Roja como el fuego uterino de Catalina La Grande. Como el agua turbia. Roja como la rosa roja. Como los labios pintados por fuera de una vecina. Como los dientes de un vampiro. Como la cabeza cortada de la Plaza RojaJulián Sorel y las manos incendiadas de Juana de Arco. Como los tristes pañuelos bordados por su madre. Aquí temblaba Valentina. Oprobio, oprobio; repetía. Y maldecía nuevamente, una y mil veces el color rojo. 
     ¿Acaso no les daba de comer por igual? ¿No tenía idénticos cuidados con todas? No podía, ni quería entender que las palomas no quisieran permanecer en el aire. Que no quisieran volar, le parecía ilógico, absurdo. Una gran burla, sin duda, del destino. El destino le jugaba, como de costumbre, una mala pasada. Más de una vez se preguntó si los padres de estas desgraciadas, no estarían enfermos, o débiles. O deprimidos. Y por eso la cría salió así, irresponsable y vaga. Otras veces, quería llorar de impotencia y de rabia. 

     - Inútiles, gritaba, -no están aquí de vacaciones.

     Pidió consejo el experimentado colombófilo, que sólo le recomendó este principio inalterable: "dos o más días de hambre reducen al más empecinado. El racionamiento es la base del adiestramiento de los animales. Si algún pichón persiste en su mala costumbre de no volar y prefiere vagabundear por la azotea, no pierda tiempo con él, elimínelo y evite un mal ejemplo". Y agregó: ”hija mía, que para algo se inventó la guillotina”. Vaya criminal, pensó Valentina. Y agregó al experimentado colombófilo, a la guillotina y a Monseñor Guillotín, a su largo listado de repudio del color rojo.
     Treinta años había experimentado este principio en carne propia. Treinta años recién cumplidos, con un régimen alimenticio digno del más devoto de los ascetas, permitieron que Valentina Morera pensara: "si permito que las palomas tengan régimen monástico, tendré que soportar que también aspiren a la santidad, ¿qué sería entonces de nosotros, los verdaderos santos?”
 

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