Ofrecemos a los lectores de La Habana Elegante selecciones del Breviario
de podredumbre, de
Emile M. Cioran (1911 -- 1995). Escritor considerado uno de los
principales
pensadores del siglo XX. Nacido en Rasinari (Rumania) en 1911,
estudió
Filosofía en la Universidad de Bucarest. Ejerció
por
breve tiempo la docencia en su país natal, y a partir de 1937 se
estableció en Francia. Su obra ensayística,
inscrita
dentro del extenso ámbito del existencialismo, se caracteriza
por
una incansable reflexión acerca del vacío y de la
desesperación.
En 1949 publicó su primer libro, Breviario de podredumbre,
al que siguieron, entre otros, La tentación de existir, Historia
y utopía, La caída en el tiempo, El
aciago
demiurgo y Del inconveniente de haber nacido.
Murió
en Francia en 1995.
Breviario
de podredumbre (fragmentos)*
Emile
M. Cioran
Genealogía
del fanatismo
En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el
hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura,
transformada
en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso
de la lógica a la epilepsia se ha consumado... Así nacen
las ideologías, las doctrinas
y las farsas sangrientas.
Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los
objetos
de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es
más
que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos
eleva-dos
a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable.
Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece
sujeto
a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta
después
febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología,
triunfa
sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es
responsable
de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un
dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si se
rehúsan.
No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo
que
no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad
de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que transforme su
idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata
más
que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos
suscitados
por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de
raza son parientes de los de la Inquisición o la reforma. Las
épocas
de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no
podía
menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la
matanza
de los campesinos. En las crisis místicas, los gemidos de las
víctimas
son paralelos a los gemidos del éxtasis... Patíbulos,
calabozos
y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa
necesidad
de creer que ha infestado el espíritu para siempre. El diablo
palidece
junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos
injustos
con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético:
no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con
las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una
ortodoxia
sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el
fiel y el cismático.
En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de
las ideas, la sangre corre... Bajo las resoluciones firmes se yergue un
puñal; los ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el
espíritu
dubitativo, aquejado de hamletismo, fue pernicioso: el principio del
mal
reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el
quietismo,
en la megalomanía prometeica de una raza que revienta de ideal,
que estalla bajo sus convicciones y la cual, por haberse complacido en
despreciar la duda y la pereza - vicios más nobles que todas sus
virtudes -, se ha internado en una vía de perdición, en
la
historia, en esa mezcla indecente de banalidad y apocalipsis... Las
certezas
abundan en ella: suprimidlas y suprimiréis sobre todo sus
consecuencias:
reconstituiréis el paraíso. ¿Qué es la
Caída
sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla
encontrado,
la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De ello
resulta el fanatismo - tara capital que da al hombre el gusto por la
eficacia,
por la profecía y el terror -, lepra lírica que contamina
las almas, las somete, las tritura o las exalta... No escapan
más
que los escépticos (o los perezosos y los esteras), porque no proponen
nada, porque - verdaderos bienhechores de la humanidad - destruyen los
prejuicios y analizan el delirio. Me siento más seguro junto a
un
Pirron que junto a un San Pablo, por la razón de que una
sabiduría
de humoradas es más dulce que una santidad desenfrenada. En un
espíritu
ardiente encontramos la bestia de presa disfrazada; no podríamos
defendernos demasiado de las garras de un profeta... En cuanto eleve la
voz, sea en nombre del cielo, de la ciudad o de otros pretextos,
alejaos
de él: sátiro de vuestra soledad, no os perdona el vivir
mds acd de sus verdades y sus arrebatos; quiere haceros compartir su
histeria,
su bien, imponérosla y desfiguraros. Un ser poseído por
una
creencia y que no buscase comunicársela a otros es un
fenómeno
extraño a la tierra, donde la obsesión de la
salvación
vuelve la vida irrespirable. Mirad en torno a vosotros: Por todas
partes
larvas que predican; cada institución traduce una misión;
los ayuntamientos tienen su absoluto como los templos; la
administración
con sus reglamentos - metafísica para uso de monos -... Todos se
esfuerzan por remediar la vida de todos: aspiran a ello hasta los
mendigos,
incluso los incurables: las aceras del mundo y los hospitales rebosan
de
reformadores. El ansia de llegar a ser fuente de sucesos actúa
sobre
cada uno como un desorden mental o una maldición elegida. La
sociedad
es un infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su
linterna
era un indiferente...
Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir,
de filosofía, escucharle decir
«nosotros» con una inflexión de seguridad, invocar a
los «otros» y sentirse su intérprete, para que le
considere
mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan
odioso
como los tiranos y los verdugos de gran clase. Es que toda fe ejerce
una
forma de terror, tanto más temible cuanto que los
«puros»
son sus agentes. Se sospecha de los ladinos, de los bribones, de los
tramposos;
sin embargo, no sabríamos imputarles ninguna de las grandes
convulsiones
de la historia; no creyendo en nada, no hurgan vuestros corazones, ni
vuestros
pensamientos más íntimos; os abandonan a vuestra molicie,
a vuestra desesperación o a vuestra inutilidad; la humanidad les
debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido; son ellos los
que
salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y los
«idealistas»
arruinan. Sin doctrinas, no tienen más que caprichos e
intereses,
vicios acomodaticios, mil veces más soportables que el
despotismo
de los principios; porque todos los males de la vida vienen de una
«concepción
de la vida». Un hombre político cumplido debería
profundizar
en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto; y de
corrupción...
El fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede
igualmente
hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un
monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han sufrido
por
una creencia: los grandes perseguidores se reclutan entre los
mártires
a los que no se ha cortado la cabeza. Lejos de disminuir el apetito de
poder, el sufrimiento lo exaspera; por eso el espíritu se siente
más a gusto en la sociedad de un fanfarrón que en la de
un
mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo
donde
se muere por una idea... Harto de lo sublime y de carnicerías,
sueña
con un aburrimiento provinciano a escala universal, con una
Historia
cuyo estancamiento sería tal que la duda se dibujaría
como
un acontecimiento y la esperanza como una calamidad...
Variaciones
sobre la muerte
I. Porque no reposa sobre nada, porque carece hasta de la sombra misma
de un argumento, es por lo que perseveramos en la vida. La muerte es
demasiado
exacta; todas las razones se encuentran
de su lado. Misteriosa para nuestros instintos, se dibuja, ante nuestra
reflexión, límpida, sin prestigios y sin los falsos
atractivos
de lo desconocido.
A fuerza de acumular misterios nulos y de monopolizar el sinsentido, la
vida inspira más espanto que la muerte: es ella la gran
Desconocida.
¿A dónde puede llevar tanto de vacío e
incomprensible?
Nos aferramos a los días porque el deseo de morir es demasiado
lógico,
por tanto ineficaz. Porque si la vida tuviese un solo argumento a su
favor
- distinto, de una evidencia indiscutible - se aniquilaría; los
instintos y los prejuicios se desvanecen al contacto con el Rigor. Todo
lo que respira se alimenta de lo inverificable; un suplemento de
lógica
sería funesto para la existencia - esfuerzo hacia lo
insensato...
Dad un fin preciso a la vida: pierde instantáneamente su
atractivo.
La inexactitud de sus fines la vuelve superior a la muerte; un
ápice
de precisión la rebajaría a la trivialidad de las tumbas.
Pues una ciencia positiva del sentido de la vida despoblaría la
tierra en un día; y ningún frenético
lograría
reanimar la improbabilidad fecunda del deseo.
II. Se puede clasificar a los hombres siguiendo los criterios
más
caprichosos: según sus humores, sus inclinaciones, sus
sueños
o sus glándulas. Se cambia de ideas como de corbatas; pues toda
idea, todo criterio viene de lo exterior, de las configuraciones y de
los
accidentes del tiempo. Pero hay algo que viene de nosotros mismos, que
es nosotros mismos, una realidad invisible, pero interiormente
verificable,
una presencia insólita y de siempre, que puede concebirse en
todo
instante y que no nos atrevemos jamás a admitir, y que no tiene
actualidad más que antes de su consumación: es la muerte,
el verdadero criterio... Y es ella, la más íntima
dimensión
de todos los vivientes. La que separa la humanidad en dos
órdenes
tan irreductibles, tan alejados el uno del otro, que hay más
distancia
entre ellos que entre un buitre y un topo, que entre una estrella y un
escupitajo. El abismo de dos mundos incomunicables se abre entre el
hombre
que tiene el sentimiento de la muerte y el que no lo tiene; sin
embargo,
los dos mueren; pero uno ignora su muerte, el otro la sabe; el uno no
muere
más que un instante, el otro no cesa de morir... Su
condición
común les coloca precisamente en las antípodas el uno del
otro; en los dos extremos y en el interior de una misma
definición;
inconciliables, sufren el mismo destino... El uno vive como si fuera
eterno;
el otro piensa continuamente su eternidad y la niega en cada
pensamiento.
Nada puede cambiar nuestra vida salvo la insinuación progresiva
en nosotros de las fuerzas que la anulan. Ningún principio nuevo
le adviene ni de las sorpresas de nuestro crecimiento, ni del
florecimiento
de nuestros dones; le son naturales. Y nada natural sabría hacer
de nosotros otra cosa que nosotros mismos.
Todo lo que prefigure la muerte añade una cualidad de novedad a
la vida, la modifica y la amplía. La salud la conserva tal cual,
en una estéril identidad; mientras que la enfermedad es una
actividad,
la más intensa que el hombre pueda desplegar, un movimiento
frenético
y... estacionario, el más rico derroche de energía sin
gestos,
la espera hostil y apasionada de una fulguración irreparable.
III. Contra la obsesión de la muerte, los subterfugios de la
esperanza
se declaran tan ineficaces
como
los argumentos de la razón: su insignificancia no hace sino
exacerbar
el apetito de morir. Para triunfar sobre este apetito no hay más
que un solo «método». vivirlo hasta el fin,
sufriendo
todas sus delicias y sus espantos, no hacer nada por eludirlos. Una
obsesión
vivida hasta la saciedad se anula en sus propios excesos. De tanto
hacer
hincapié sobre el infinito de la muerte, el pensamiento llega a
gastarlo,
a asquearnos de él, negatividad demasiado llena que no ahorra
nada
y que, más bien que comprometer
y disminuir los prestigios de la muerte, nos desvela la inanidad de la
vida.
Quien no se ha entregado a las voluptuosidades de la angustia, quien no
ha saboreado en el pensamiento los peligros de la propia
extinción
ni gustado aniquilamientos crueles y dulces, no se curará
jamás
de la obsesión de la muerte: será atormentado por ella,
por
haberla resistido; mientras que quien, experto en una disciplina de
horror,
y meditando en su podredumbre, se ha reducido deliberadamente a
cenizas,
ése mirará hacia el pasado de la muerte y
él
mismo no será sino un resucitado que ya no puede vivir.
Su
«método» le habrá curado de la vida y de la
muerte.
Toda experiencia capital es nefasta: las capas de la existencia carecen
de espesor; quien las huella, arqueólogo del corazón y
del
ser, se encuentra, al final de sus investigaciones, ante profundidades
vacías. Echará de menos vanamente el ornato de las
apariencias.
Así es como los Misterios antiguos, pretendidas revelaciones de
los secretos últimos, han pasado sin legarnos nada en materia de
conocimiento. Los iniciados sin duda estaban obligados a no transmitir
nada; es, sin embargo, inconcebible que en tan gran número no se
haya encontrado un solo charlatán; ¿qué hay de
más
contrario a la naturaleza humana que tal obstinación en el
secreto?
Lo que ocurre es que no había secretos; había ritos y
estremecimientos.
Una vez apartados de velos, ¿qué podían descubrir
sino abismos sin importancia? No hay iniciación más que a
la nada y al ridículo de estar vivo.
...Y yo sueño con una Eleusis de corazones desengañados,
con un Misterio neto, sin dioses y sin la vehemencia de la
ilusión.
Exégesis
de la decadencia
Cada uno de nosotros ha nacido con una dosis de pureza, predestinada a
ser corrompida por el comercio con los hombres, por ese pecado contra
la
soledad. Pues cada uno de nosotros hace lo imposible
por no verse entregado a él mismo. Lo semejante no es fatalidad,
sino tentación de decadencia. Incapaces de guardar nuestras
manos
limpias y nuestros corazones intactos, nos manchamos con el contacto de
sudores extraños, nos revolvemos, sedientos de asco y fervientes
de pestilencia, en el fango unánime. Y cuando soñamos
mares
convertidos en agua bendita es demasiado tarde para zambullimos en
ellos,
y nuestra corrupción demasiado profunda nos impide ahogarnos
allí:
el mundo ha infectado nuestra soledad; las huellas de los otros sobre
nosotros
se hacen imborrables.
En la escala de las criaturas sólo el hombre puede inspirar un
asco
perdurable. La repugnancia que provoca un animal es pasajera; no madura
en el pensamiento, mientras que nuestros semejantes alarman nuestras
reflexiones,
se infiltran en el mecanismo de nuestro desapego del mundo para
confirmarnos
en nuestro sistema de rechazo y aislamiento. Después de cada
conversación,
cuyo refinamiento indica por sí solo el nivel de una
civilización,
¿por qué es imposible no echar de menos el Sahara y no
envidiar
a las plantas o los monólogos infinitos de la zoología?
Si por cada palabra logramos una victoria sobre la nada, no es sino
para
mejor sufrir su imperio. Morimos en proporción a las plantas que
arrojamos en torno a nosotros... Los que hablan no tienen secretos. Y
todos
hablamos. Nos traicionamos, exhibimos nuestro corazón; verdugo
de
lo indecible, cada uno se encarniza en destruir todos los misterios,
comenzando
por los suyos. Y si encontramos
a los otros, es para envilecernos juntos en una carrera hacia el
vacío,
sea en el intercambio de ideas, en las confesiones o en las intrigas.
La
curiosidad ha provocado no sólo la primera caída, sino
las
innumerables caídas de todos los días. La vida no es sino
esta impaciencia de decaer, de prostituir las soledades virginales del
alma por el diálogo, negación inmemorial y cotidiana del
paraíso. El hombre sólo debería escucharse a
sí
mismo en el éxtasis sin fin del verbo intrasmisible, forjarse
palabras
para sus propios silencios y acordes audibles a sus solos
remordimientos.
Pero es el charlatán del universo; habla en nombre de los otros;
su yo ama el plural. Y el que habla en nombre de los otros es siempre
un
impostor. Políticos, reformadores y todos los que se reclaman de
un pretexto colectivo son tramposos. Sólo la mentira del artista
no es total, pues sólo se inventa a sí mismo... Fuera del
abandono a lo incomunicable de la suspensión en medio de
nuestros
arrebatos inconsolados y mudos, la vida no es sino un estrépito
sobre una extensión sin coordenadas, y el universo, una
geometría
aquejada de epilepsia.
(El plural implícito de «se» y el plural confesado
del
«nosotros» constituyen el refugio confortable de la
existencia
falsa. Sólo el poeta toma la responsabilidad del
«yo»,
sólo él habla en su propio nombre, él sólo
tiene el derecho a hacerlo. La poesía se deprava cuando se hace
permeable a la profecía o a la doctrina: la
«misión»
ahoga el canto, la idea entorpece el vuelo. El lado
«generoso»
de Shelley vuelve caduca la mayor parte de su obra: Shakespeare,
felizmente,
nunca ha «servido» para nada.
El triunfo de la no autenticidad se cumple en la actividad
filosófica,
esa complacencia en el «se», y en la actividad
profética
(religiosa, moral o política), esa apoteosis del
«nosotros».
La definición es la mentira del espíritu
abstracto;
la
fórmula inspirada, la mentira del espíritu militante:
una definición se encuentra siempre en el origen de un templo;
una
fórmula reúne allí ineluctablemente los fieles.
Así
comienzan todas las enseñanzas.
¿Cómo no volverse entonces hacia la poesía? Ella
tiene
- como la vida - la excusa de no probar nada.)
Doble
cara de la libertad
Aunque el problema de la libertad sea insoluble, podemos siempre
discutir
sobre él, ponernos del lado de la contingencia o de la
necesidad...
Nuestro temperamento y nuestros prejuicios nos facilitan una
opción que zanja y simplifica el problema sin resolverlo. Aunque
ninguna construcción teórica logra volvérnosle
sensible,
hacernos experimentar su realidad frondosa y contradictoria, una
intuición
privilegiada nos instala en el corazón mismo de la libertad, a
despecho
de todos los argumentos inventados contra ella. Y tenemos miedo;
tenemos
miedo de la inmensidad de lo posible, no estando preparados para una
revelación
tan vasta y tan súbita, a ese bien peligroso al que aspiramos y
ante el cual retrocedemos. ¿Qué vamos a hacer, habituados
a las cadenas y a las leyes, frente a un infinito de iniciativas, a una
orgía de resoluciones? La seducción de lo arbitrario nos
espanta. Si podemos comenzar cualquier acto, si no hay límites
para
la inspiración y los caprichos, ¿cómo evitar
nuestra
pérdida en la embriaguez de tanto poder?
La conciencia, conmovida por esta revelación, se interroga y
estremece.
¿Quién, en un mundo en
el que puede disponer de todo, no ha sido presa del vértigo? El
asesino hace un uso ilimitado de su libertad y no puede resistir a la
idea
de su poder. Está dentro de las posibilidades de cada uno de
nosotros
el arrebatar la vida a otro. Si todos los que hemos matado con el
pensamiento
desaparecieran de verdad, la tierra no tendría ya habitantes.
Llevamos
en nosotros un verdugo reticente, un criminal irrealizado. Y los que no
tienen la audacia de confesarse sus tendencias homicidas, asesinan en
sueños,
pueblan de cadáveres sus pesadillas. Ante un tribunal absoluto,
sólo los ángeles serían absueltos. Pues nunca hubo
ser que no desease - al menos inconscientemente - la muerte de otro
ser.
Cada cual arrastra tras de sí un cementerio de amigos y
enemigos;
importa poco que ese cementerio sea relegado a los abismos del
corazón
o proyectado a la superficie de los deseos.
La libertad, concebida en sus implicaciones últimas, plantea la
cuestión de nuestra vida o de la de los otros; comporta la doble
posibilidad de salvarnos o de perdernos. Pero no nos sentimos libres,
no
comprendemos nuestras oportunidades y nuestros peligros, más que
en ciertos sobresaltos. Y es la intermitencia de esos sobresaltos, su
rareza,
lo que explica por qué este mundo no es más que un
matadero
mediocre y un paraíso ficticio. Disertar sobre la libertad no
lleva
a ninguna consecuencia, ni para bien ni para mal; pero sólo
tenemos
instantes para darnos cuenta de que todo depende de nosotros...
La libertad es un principio ético de esencia demoníaca.
Itinerario
del odio
No odio a nadie; pero el odio ennegrece mi sangre y quema esta piel que
los años fueron incapaces de curtir. ¿Cómo domar,
bajo juicios tiernos o rigurosos, una espeluznante tristeza y un grito
de despellejado?
Quise amar la tierra y el cielo, sus hazañas y sus fiebres, y no
encontré nada que no me recordase
la muerte: ¡flores, astros, rostros, símbolos de
marchitamiento,
losas virtuales de todas las tumbas posibles! Lo que se crea en la
vida,
y la ennoblece, se encamina hacia un fin macabro o vulgar. La
efervescencia
de los corazones ha provocado desastres que ningún demonio se
hubiera
atrevido a concebir. En cuanto veáis un espíritu
inflamado,
podéis estar seguros de que acabaréis por ser
víctimas
suyas. Los que creen en su verdad - los únicos de los que la
memoria
de los hombres guarda huella - dejan tras ellos el suelo sembrado de
cadáveres.
Las religiones cuentan en su balance más crímenes de los
que tienen en su activo las más sangrientas tiranías y
aquellos
a quienes la humanidad ha divinizado superan de lejos a los asesinos
más
concienzudos en su sed de sangre.
El que propone una fe nueva es perseguido, en espera de que llegue a
ser
a su vez perseguidor: las verdades empiezan por un conflicto con la
policía
y terminan por apoyarse en ella; pues todo absurdo por el que se ha
sufrido
degenera en legalidad, como todo martirio desemboca en los
párrafos
de un código, en la sosera del calendario o en la nomenclatura
de
las calles. En este mundo, hasta el mismo cielo llega a ser autoridad;
y se han visto períodos que sólo vivieron para él,
medievos más pródigos en guerras que las épocas
más
disolutas, cruzadas bestiales, falsamente teñidas de sublimidad,
ante las cuales las invasiones de los hunos parecen travesuras de
hordas
decadentes.
Las hazañas inmaculadas se degradan en empresa pública;
la
consagración oscurece el nimbo
más aéreo. Un ángel protegido por un guardia
civil:
así mueren las verdades y expiran los entusiasinos. Basta que
una
revuelta tenga razón y que cree entusiastas, que una
revelación
se propague y una institución la confisque para que los
estremecimientos
otrora solitarios - caídos en suerte a unos cuantos
neófitos
pensativos - se emporquen en una existencia prostituta. Que se me
señale
en este mundo una sola cosa que comenzase bien y que no haya acabado
mal.
Las palpitaciones más orgullosas se hunden en una alcantarilla,
donde dejan de latir, como llegadas a su término natural: esta
decadencia
constituye el drama del corazón y el sentido negativo de la
historia.
Cada «ideal» alimentado, en los comienzos, con sangre de
sus
sectarios se aja y se desvanece cuando lo adopta la masa. He ahí
la pila de agua bendita transformada en escupidera: es el ritmo
ineluctable
del «progreso»...
En estas condiciones, ¿sobre quién volcar el odio? Nadie
es responsable de ser y aún menos de ser lo que es. Aquejado de
existencia, cada uno sufre como un animal las consecuencias que de ello
se derivan. Así es como en un mundo en el que todo es odioso, el
odio llega a ser más vasto que el mundo y por haber superado su
objeto, se anula.
(No son las fatigas sospechosas, ni los trastornos precisos de los
órganos
los que nos revelan el punto bajo de nuestra vitalidad; no son tampoco
nuestras perplejidades o las variaciones de termómetro; pero nos
basta con sentir esos accesos de odio y de piedad sin motivos, esas
fiebres
no mensurables, para comprender que nuestro equilibrio está
amenazado.
Odiarlo todo y odiarse en un desenfreno de rabia caníbal; tener
piedad de todo el mundo y apiadarse de uno mismo: movimientos en
apariencia
contradictorios, pero originariamente idénticos; pues no es
posible
apiadarse más que sobre lo que se quisiera hacer desaparecer,
sobre
lo que no merece existir. Y en estas convulsiones, el que las sufre y
el
universo al que se dirigen están abocados al mismo furor
destructivo
y enternecido. Cuando, súbitamente, uno es presa de
compasión
sin saber por quién, es que una laxitud de los órganos
presagia
un deslizamiento peligroso; y cuando esta compasión vaga y
universal
se vuelve hacia uno mismo, se está en la condición del
último
de los hombres. Es de una inmensa debilidad física de la que
emana
esta solidaridad negativa que, en el odio o la piedad, nos une a las
cosas.
Estos dos accesos, simultáneos o consecutivos, no son tanto
síntomas
inciertos como signos claros de una vitalidad en baja y a la que todo
irrita,
desde la existencia sin delineamiento hasta la precisión de
nuestra
propia persona.
Sin embargo, no debemos engañarnos: estos accesos son los
más
claros y los más inmoderados, pero en modo alguno los
únicos:
en diversos grados, todo es patología, salvo la Indiferencia.)
La
arrogancia de la oración
Cuando se llega al límite del monólogo, a los confines de
la soledad, se inventa - a falta de un interlocutor
- a Dios, pretexto supremo del diálogo. Mientras le nombra, tu
demencia
está bien disfrazada y... todo te está permitido. El
verdadero
creyente apenas se distingue del loco; pero su locura es legal,
admitida;
acabaría en un asilo si sus aberraciones estuviesen horras de
toda
fe. Pero Dios las cubre, las hace legítimas. El orgullo de un
conquistador
palidece junto a la ostentación del devoto que se dirige al
Creador.
¿Cómo se puede ser tan atrevido? Y ¿cómo
podría
ser la modestia una virtud de los templos, cuando una vieja
decrépita
que se imagina el Infinito a su alcance, se eleva por la oración
a un nivel de audacia al que ningún tirano aspiró nunca?
Sacrificaría el imperio del mundo por un solo momento en el que
mis manos juntas implorasen al gran responsable de nuestros enigmas y
nuestras
banalidades. Empero ese momento constituye la calidad corriente - y a
modo
de tiempo oficial - de cualquier creyente. Pero quien es
verdaderamente
modesto, se repite a sí mismo: «demasiado humilde para
rezar,
demasiado inerte para franquear el umbral de una iglesia, me resigno a
mi sombra y no quiero capitulación de Dios ante mis
oraciones».
Y a los que le proponen la inmortalidad, les responde: «Mi
orgullo
no es inagotable: sus recursos son limitados. Vosotros pensáis,
en nombre de la fe, vencer vuestro yo; en realidad,
deseáis
perpetuarlo en la eternidad, pues no os basta esta duración
presente.
Vuestra soberbia excede en refinamiento todas las ambiciones del siglo.
¿Qué sueño de gloria, comparado con el vuestro, no
se revela engaño y humo? Vuestra fe no es más que un
delirio
de grandeza tolerado por la comunidad, gracias a que utiliza caminos
camuflados;
pero vuestro polvo es vuestra única obsesión: golosos de
lo intemporal, perseguís al tiempo que lo dispersa. Sólo
el más allá es lo bastante espacioso para vuestras
apetencias;
la tierra y sus instantes os parecen demasiado frágiles. La
megalomanía
de los conventos supera todo lo que jamás imaginaron las fiebres
suntuosas de los palacios. Quien no consiente su nada, es un enfermo
mental.
Y el creyente, entre todos, es el menos dispuesto a consentir. La
voluntad
de durar, llevada hasta tal punto, me espanta. Me niego a la
seducción
malsana de un Yo indefinido. Quiero revolcarme en mi mortalidad. Quiero
seguir siendo normal».
(Señor, dame la facultad de no rezar jamás, librarme de
la
insania de toda adoración, aleja de mí esa
tentación
de amor que me entregaría para siempre a Ti. ¡Que el
vacío
se extienda entre mi corazón y el cielo! No deseo ver mis
desiertos
poblados con Tu presencia, mis noches tiranizadas con Tu luz, mis
Siberias
fundidas bajo Tu sol. Más solitario que Tú, quiero mis
manos
puras, a diferencia de las tuyas, que se ensuciaron para siempre al
modelar
la tierra y al mezclarse en los asuntos del mundo. No pido a Tu
estúpida
omnipotencia más que respeto para mi soledad y mis tormentos. No
tengo nada que hacer con tus palabras; y temo la locura que me las
haría
escuchar. Dispénsame el milagro recoleto de antes del primer
instante,
la paz que Tú no pudiste tolerar y que te incitó a labrar
una brecha en la nada para inaugurar esta feria de los tiempos, y para
condenar así al universo, a la humillación y la
vergüenza
de existir.)
El
ansia de primar
Un césar está más cerca de un alcalde de pueblo
que
de un espíritu soberanamente lúcido pero desprovisto de
instinto
de dominio. Lo importante es mandar: a ello aspira la casi totalidad de
los
hombres. Y tengáis en vuestras manos un imperio, una tribu, una
familia o un criado, desplegáis vuestro talento de tirano,
glorioso
o caricaturesco: todo un mundo o una sola persona está a
vuestras
órdenes. Así se establece la serie de calamidades que
provienen
de la necesidad de primar...
Nos codeamos con sátrapas por todas partes: cada uno -
según
sus medios - se busca una multitud de esclavos o se contenta con uno
solo.
Nadie se basta a sí mismo: el más modesto
encontrará
siempre un amigo o una compañera para hacer valer su
sueño
de autoridad. El que obedece se hará a su vez obedecer: de
víctima
pasará a ser verdugo; es el supremo deseo de todos. Sólo
los mendigos y los sabios no lo experimentan; a menos que su juego sea
aún más sutil...
El ansia de poder permite a la Historia renovarse y permanecer sin
embargo
fundamentalmente igual;
las religiones tratan de combatir esa ansia: no logran sino
exasperarla.
El cristianismo hubiera tenido como desenlace que la tierra fuera un
desierto
o un paraíso. Bajo las formas variables que el hombre puede
revestir
se esconde una constante, un fondo idéntico, que explica por
qué,
contra todas las apariencias de cambio, evolucionamos en
círculo,
y por qué, si perdiésemos, a raíz de una
intervención
sobrenatural, nuestra condición de monstruos y fantoches, la
historia
desaparecería inmediatamente.
Intentad ser libres: os moriréis de hambre. La sociedad no os
tolera
más que si sois sucesivamente serviles y despóticos; es
una
prisión sin guardianes, pero de la que no se escapa uno
sin perecer. ¿A dónde ir, cuando no puede vivirse
más
que en la sociedad y cuando no se tienen ya instintos, y cuando no se
es
tan lanzado como para mendigar, ni tan equilibrado como para entregarse
a la sabiduría? A fin de cuentas, uno sigue como todo el mundo,
fingiendo atarearse; uno se resigna a tal extremo gracias a los
recursos
del artificio, entendiendo que es menos ridículo simular la vida
que vivirla.
Mientras que los hombres sientan pasión por la sociedad,
reinará
en ella un canibalismo disfrazado. El instinto político es la
consecuencia
directa del Pecado, la materialización inmediata de la
Caída.
Cada uno debería estar ocupado en su soledad, pero cada uno
vigila
la de los otros. Los ángeles y los bandidos tienen sus jefes:
¿cómo
las criaturas intermedias - el grueso de la humanidad - podrían
prescindir de ellos? Quitadles el deseo de ser esclavos o tiranos;
demoléis
la sociedad en un abrir y cerrar de ojos. El pacto de los monos
está
por siempre sellado; y la historia sigue su curso, horda jadeante entre
crímenes y sueños. Nada puede detenerla: incluso los que
la execran participan en su carrera...
*E.
M. Cioran: Breviario de podredumbre. Madrid: Taurus, 1998.
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