La
República cubana: ¿palenque de suicidas? A propósito
de “Un suicida,” de Joaquín Nicolás Aramburu
por
Pedro Marqués de Armas, Munich
El relato cubano de la decadencia tuvo al suicidio entre sus principales
tópicos, el cual figuró desde 1903 en los programas de Beneficencia
y Corrección establecidos a la usanza norteamericana. La
aplicación, un año antes, de la nomenclatura de Jacques
Bertillón,(1) había permitido conocer las principales
causas de muerte, surgiendo una visión de conjunto imprescindible
en un país que acababa de convertir a los antiguos súbditos
en ciudadanos y que precisaba, por lo tanto, no sólo de transformaciones
jurídicas sino también biopoblacionales. En el caso del suicidio
operaron las mismas leyes, no así iguales prácticas, ahora
en un marco donde el poder de hacer vivir (que suplanta el derecho del
soberano) culmina en control estatal y civil de la muerte.
Los médicos de la época pronto advirtieron que, si bien algunas
enfermedades cedían como resultado de las reformas higiénicas,
otros estados permenecían invariables e incluso aumentaban. Se trataba
pues de un desplazamiento en las prevalencias relativas, verificado en
Europa y Estados Unidos desde mediados del siglo XIX, pero que en Cuba
sólo entonces se hizo patente. Como expresa Maurice Pinguet, ello
volvió complejo "el combate de la burguesía contra la muerte
al demostrar la fragilidad de sus victorias". Más allá de
las mejoras establecidas en los servicios estadísticos, lo cual
influyó de manera notable, las diferencias eran tan descomunales
que no podían atribuirse únicamente a este factor. Resurge
así, en este momento, la pregunta por el suicidio y con ella todo
una proliferación de textos que, articulados a la decadencia, pretenden
pasar del reconocimiento del fenómeno a su erradicación terapéutica.
El suicidio, para muchos cuestión propia del dominio esclavista,
llegó a centrar la atención en virtud de su marcha ascendente,
justo cuando la justificación racial del mismo se tornaba ineficaz
al extenderse por igual a todas las razas. Si todavía en 1907 Jorge
Le Roy y Cassá define, tomando por evidencia el uso del fuego en
la mujer negra y mestiza, un modus murendi del pueblo cubano (2),
algo completamente distinto ocurrirá en lo adelante. Cancelado el
recurso racial (sólo porque las tasas mostraban lo contrario) hubo
que reconocer el carácter nacional del fenómeno. Obviamente,
todo discurso nacional encubre las diferencias entre ciudadanos, diluyéndolas
según sus intereses. Y que los negros se mataran menos (que la presunta
continuidad histórica no se cumpliera) fue un hecho a ocultar. Fernando
Ortiz, en " La Decadencia Cubana " (1924) y Jorge Mañach en " Un
pueblo Suicida
"
(1931), practicarán desde posiciones regeneracionistas este ocultamiento
(3). Mientras el primero convierte el suicidio de los negros en
especie histórica (banco de datos, completamente sellado) y
manipula
el problema tal como se presenta en las primeras décadas, reduciéndolo
(según su interés) ante a la República; el segundo
intenta un giro francamente espiritualista donde la muerte voluntaria queda
recluída (sin más) en la variante civilidad.
Pero ya en 1911, Joaquín Nicolás Aramburu, oscuro comentarista
del Diario de la Marina, había intentado "nacionalizar" este capítulo
(4). Y es que además del uso de la muerte voluntaria en tanto
índice, sin duda extremo, de la llamada cuestión social,
estaba en juego el hecho de darle curso al relato, más amplio y
en plena emergencia, de la frustración. El reconocimiento del presente
como farsa, da pie a la idealización de un pasado de gloria. Y su
vez
la caída, el descalabro del nacimiento, reforzará la metáfora
positivista de la nación enferma. El tópico deviene figura
retórica, y al mismo tiempo motivo de un duelo que, de no resolverse,
terminaría destruyendo el orden civil de 1902: "¿Qué
infidelidades antes desconocidas determinan la suspensión violenta,
por mano propia, de tantas preciosas vidas aquí donde pudo decirse
que el mendigo vivía más fácilmente que en las viejas
naciones de Europa el minero y el obrero?"; y más adelante: "Yo
recuerdo que se ahorcaban los chinos y los negros esclavos, desesperados
de su infamante condición, pero los blancos y los negros libres
rara vez; robaban, se distraían bebiendo o jugando, pero no como
ahora a la primera contrariedad se quitaban la vida". Para el autor el
homo cubensis padece tanto como su entorno. Sociedad e individuo entroncan
como piezas del mismo órgano. Y apela así a la tesis de Esquirol
del aumento de la locura en etapas post revolucionarias, algo que afirmó
el propio Vanora y que un ex autonomista como Aramburu refleja sin vacilar:
"Como si un desconocido microbio hubiera surgido de la sangre de las batallas,
reproduciéndose en la vida de los campamentos y ahora invadiera
los débiles organismos". El paso a la República, del Ideal
al Acto de Fundación, se verifica pues como el pasaje de la gloria
al fracaso y de la sangre derramada (aunque heroicamente, en vano) a la
sangre desviada (por el suicidio) de su cauce natural.
Pero es otro texto suyo, este de 1906, el que traemos a colación
(5). En él, Aramburu canta al paisaje cubano a partir de
la descripción de un suicidio, perfectamente apócrifo o forzado
a salir del saco sin nombre de las estadísticas. Traza el retrato
psicólogico de la víctima, a la que pretende insuflar cierto
particularismo, que sin embargo termina borrándose en esa abstrusa
alegoría llamada Cuba. Y a la par establece una fácil dicotomía
naturaleza/historia (redención/violencia), inscrita en la peor tradición
criolla de estetizar la muerte. No cabe duda de que refleja el ánimo
de una época, pero a la vez la cacharrería naturalista resopla
como en el más hueco poema inspirado por, y para, esa Cuba suicida
..., entre otros lemas que vendrán: "La Patria es hoy palenque donde
combaten fieras/Cada aurora entre sombras ahoga su arrebol/Y un yerto mar
de sangre, sin fondo ni riberas/va creciendo sus aguas para tragarse el
sol..." (Sánchez Galarraga).
Y es que en las bases de toda decadencia, y por extensión, de toda
suicidología, late el propósito
perverso
de encubrir con palabras y de dar por verdadero (o esencial) lo que no
es más que
estrategia,
discurso, formas de decir y de manipular al Otro.
Notas
1)
Los antecedentes de la clasificación estadística sistemática
de las enfermedades se remontan al siglo XVIII. La base fue realizada por
dos de los primeros estadísticos médicos, William Farr (1807-1883)
y Jacques Bertillon (1851-1922). En 1893 Jacques Bertillon, responsable
de las estadísticas de la ciudad de París, preparó
una nueva y mejor organizado clasificación. Su primera edición
fue una versión abreviada de 44 grupos o encabezamientos. La segunda
versión amplió hasta 99 títulos, y la tercera recogió
una lista de 161 títulos. Esta última vino a ser conocida
como «Clasificación de Causas de Muerte de Bertillon».
En 1988 la Asociación Americana de Salud Pública recomendó
la adopción de la Clasificación de Bertillon para
los registros de mortalidad, y sugirió que fuera realizada una revisión
de la misma cada diez años. La revisión de 1900 amplió
la Clasificación hasta 179 grupos. El Dr. Bertillon continuó
dirigiendo las revisiones posteriores de 1910 y 1920. Con la muerte de
Bertillon el testigo pasó a otros interesados. La Organización
de Salud de la Liga de Naciones publicó una nueva versión
en 1928 (la cuarta revisión), y en 1938 publicó la quinto
revisión.
1)
Le Roy y Cassá, Jorge: "¿Quo tendimus? Estudio médico
legal sobre el sucidio en Cuba durante el quinquenio 1902-1906". Anales
de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de
La Habana, tomo XLIV, pp. 38-63.
2)
Ver de Ortiz, además de Los negros congos (1906) y de los
Los
negros esclavos (1916), "La repatriación post morten entre los
afrocubanos ", Archivos del folklore cubano, Vol-II, No. 3 pp 271-273.
También "La decadencia cubana. Datos métricos del retroceso
de Cuba," Revista Bimestre Cubana, 1924, vol. XIX,
No 1, pp.17-44. Y de Mañach "Un pueblo suicida", en Pasado Vigente,
La Habana, 1937, pp 101-104.
3)
Aramburu, Joaquín Nicolás: "El suicidio", Vida Nueva,
1911, Año II, no 1, p 5-7.
4)
------------------------: "Un suicida", en Páginas; colección
de trabajos en prosa y verso. Habana.
Imprenta
El Avisador Comercial. 1907, 383 p.
Un
suicida
Joaquín
Nicolás Aramburu*
El otro día se mató un hombre, unas cuantas varas más
allá de las casas de mi pueblo, en lo alto de
un montículo cubierto de espartillo, desde donde se divisan, al
Norte, los horizontes marinos; al Este, la villa bulliciosa; al Sur, los
verdes vegueríos y los rumorosos cañaverales; al Poniente,
las azuladas lomas que poetizó la leyenda revolucionaria: el Rosario,
Rubí, Cacarajícara, las atrevidas cumbres donde un cubano
valiente plantó la linda enseña que otros cubanos codiciosos
han hundido en la sima de la eterna incapacidad y servidumbre eterna.
¿Quién era el sucida? En mi pueblo nadie lo conocía.
Dicen que en vida respondió al nombre de Delmiro Romero. ¿Por
qué se tomó respecto de su existencia, facultades que no
le pertenecían, puesto que él no se la había dado?
Creo que nadie lo sabe. ¿Por qué eligió para realizar
sus designios la apartada aldea, donde nadie le conocía ni a nadie
interesaban sus desventuras? Es un secreto.
Le vi la noche anterior, y sorprendí algo extraño en sus
miradas y gestos. Volví a verle en la mañana de su último
día y confirmé mis sospechas y ratifiqué mis temores:
bajo aquel cráneo rugía una tempestad; aquel corazón
se ahogaba en un océano de amarguras; había lágrimas
en el fondo de aquellos párpados, y relámpagos siniestros
cruzaban por aquella frente pensativa.
¡Otro loco infeliz!, me dije. Y experimenté honda tristeza.
Era joven, era fuerte, no vestía mal, parecía proceder de
regular clase social ¿Quién era? ¿Qué tendría...?
Levantéme del sitio, pasó la impresión, olvidé
tal vez aprensiones mías.
Unas horas después circuló la noticia: en la lomita de Justiniani
se había encontrado el cadáver de
un hombre, destrozado el parietal, tinto en sangre. El revólver
recién descargado relataba el suicidio. El tabaco recién
apagado, descubría a las adivinaciones de la fantasía, las
últimas confidencias del
desgraciado.
Había estado fumando mientras refrescaba sus recuerdos, formulaba
sus maldiciones, y daba el postrer adios a la vida. Se había sentado
cómodamente sobre el espartillo, doblado bajo su peso; había
caído sobre su brazo y expirado sin agonía.
¿Verdad que es triste morir joven y fuerte? Pero ¿es que
se puede morir voluntariamente, así, sobre el verde montículo,
midiendo la mirada los horizontes marinos, los alegres vegueríos,
las azuladas sierras que inmortalizó el sacrificio de un pueblo
creyente, y recogiendo en el oído el eco de cánticos y risas,
de golpear de fraguas y rodar de coches: la nota sugestiva del himno de
la vida?
¿Será que precisamente en esa nota, en ese eco del bullicio
humano, resaltaban la carcajada del cínico, la traición del
amigo pérfido, el silbido de la envidia, el lúgubre escarabajear
de la calumnia? ¿Será que precisamente esos sonidos, los
de la protervia que se agita y chapotea, precipitan las desesperaciones
de los cansados? !Quien lo sabe!
Registrado el cadáver, encontróse, entre otras cosas, una
carta a mí dirigida. El pobre hombre se había acordado de
mí en sus últimas horas. ¿Por qué, si ningún
lazo social nos unía? Pues, porque escribo en el Diario. Y porque
de las grandes tritezas de mi tierra escribo. Habíase habituado
a leerme; creía en mi amor a Cuba; tenía vivos deseos de
conocerme. Y - él lo dijo - fue el último placer de su vida,
mirarme de cerca, seguir mis pasos, divisarme en la choza humilde rodeado
de los hijos de mi alma, y rogar por ellos al Dios de sus buenos días.
¡Qué tristes amistades éstas que nacen al cerrarse
una tumba! ¡Qué dolientes simpatías, estas simpatías
póstumas, esta caricia y estos votos de un hombre, que ya tiene
cargada el arma con que ha de privar a su tierra de una voluntad y de una
vida a su raza! Oíd esto: el suicida moría con el pesar de
no ver libre a su patria; protestaba, como se protesta de los fallos inapelables
del destino, de las ideas de anexión y del protectorado; hubiera
querido vaciar su alma toda en un último verso a la bandera independiente
y soberana de su país, antes de deshacer a tiros la tempestad rugiente
de su cerebro! Creedlo: me ha hecho pensar mucho este incidente doloroso,
por esto: porque el pesar postrero de un hombre desesperado, porque la
postrera angustia de un corazón que las contrariedades de la vida
despedazan, era el pesar de la patria, la angustia cruel por el indeciso
porvenir de la patria.
¿Es que sólo laten esos idealismos generosos bajo el cráneo
del suicida?
¿Es que sólo al lado de la tumba que uno mismo va a abrir,
renacen los amores al terruño, halagan los ensueños de libertad
y se sienten las nostalgias del ideal?
No, no es eso. Es que hay almas patrióticas todavía; es que
el culto a Cuba late aún en corazones de humildes y desventurados.
Yo tengo una incógnita amiguita en el pueblo de Ranchuelo, y otras
muchas amiguitas que no he visto, en La Habana y en otros pueblos. Niñas
y viejas, pobres todas, y buenas y sensibles todas. Me escriben con frecuencia.
Una me relata sus trabajos de conspiración durante la última
guerra de independencia; otra me habla del hijo ajusticiado cuando la guerra
grande; ésta, de la madre y las hermanitas que sucumbieron en el
barracón de reconcentrados; aquélla, la noble ranchuela,
de sus trabajos de costurera, de sus abnegaciones del hogar, y de sus ilusiones
de jóven y de mujer.
Pero todas son mis amigas, porque yo les hablo de Cuba, porque suspiro
por el honor de Cuba, porque aliento a los cobardes y flagelo a los protervos...
Fijaos en esto: el cubano se suicida pensando en la hora final en la libertad
de la patria; bendiciendo a Cuba en la contracción final de sus
labios sanguinolentos.
La dama cubana despertando sus tristezas, reviviendo sus recuerdos, loando
la leyenda de la generación
que se extingue y dando sus últimos ruegos al porvenir de la patria.
La niña cubana, la honradita y laboriosa, la que pudiera sentir
la obsesión de lo superficial o la pasión de lo natural -flores,
cintas, perfumes, música, gorgeos de pajarillos y puestas de sol
- consagrando sus temores al ideal político, sus votos a la felicidad
colectiva, sus simpatías al humilde escritor que de los infortunios
presentes y de las futuras desdichas de la patria les habla; que con ellas
siente y ama.
¡No; no tiene perdón de Dios que hayamos dejado morir la fe
en tantas almas y llevado la intranquilidad a tantas otras; que hayamos
hundido en noche de infamia la gloriosa luz de los pasados sacrificios;
que hayamos hecho derramar tantas horas por la servil sumisión al
interés extraño y la infame satisfacción de codicias
y vanidades propias!
Que ello no tiene remedio; lo sé. Hay para los pueblos, como para
los individuos, una hora fatal: la
del
suicidio. Y la nuestra ha llegado.
Mudas están las alterosas sierras de la leyenda: Rubí, Cacarajícara;
helados están los horizontes marinos, por las moléculas de
hielo que nos vienen del lado del polo.
Y en el eco del rumor de vida que de los pueblos nos llega, hay silbidos
de envidia, carcajadas de cínicos y escarabajear de calumniadores.
Finis Polonie!
*Joaquín
Nicolás Aramburu Torres: (1855-1923). Periodista. Fundó La
Luz, órgano de prensa de Guanajay. Conocido redactor de la sección
“Batiburrillo" del Diario de la Marina, donde divulga diversas obras
de Fernando Ortiz y, en general, tópicos de corte sociológico
en la línea del nacionalismo étnico de la época, influido
sobre todo por Zolá y Lombroso. Según Montoro, fue miembro
de la extrema izquierda del Partido Liberal Autonomista. Contrario
a la política de Estrada Palma, se opuso a la Enmienda Platt. Otras
obras: La masonería cubana, 1893 y Un detallista feliz,
novela
festiva de costumbres cubanas, 1892.
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