Animales
que sangran y el enorme desamparo de un poema
Germán
Guerra
Increíble
felicidad sería que la vida y la obra
de
un poeta formasen un cuerpo solo. Pero si los versos es él
quien
los escribe, ¿quién, en cambio, va haciéndole la vida?
Eliseo
Diego
En las casas que se arman con palabras, cada rincón ampara un verso
que puede quedar clavado en la memoria. Abrir las puertas y entrar a la
casa poética que nos ofrece Emilio de Armas, deambular
los pasillos y habitaciones de cada uno de sus libros y no poder resistir
la tentación de volver una y otra vez sobre la misma página,
sobre un poema y unos versos de pura perfección en cada pliego que
hojeamos, es encontrar la solución y todas las posibles respuestas
al acertijo que le hizo perder y encontrar los sueños a Eliseo Diego.
Si el poeta escribe un par de versos que hablan de la vida - y qué
más puede contar un verso -, lo único que hace es traducir
en palabras, misteriosas y claras, las formas en que la vida quiere ser
escrita en la vasta memoria del olvido. La vida, que es un golpe en la
frente y el círculo perfecto que trazan las manecillas de un reloj,
va haciendo la vida del poeta, encalleciéndole, encaneciéndole
con cada palabra que dicta, con la palabra que debe ser asentada en las
actas de los hombres.
Emilio de Armas se lo ha preguntado todas las noches y los días
de su vida, se ha preguntado: “La vida, ¿es este viaje? / La intemperie,
el lugar seguro / la intemperie otra vez.” y se ha respondido regalando
una certeza y una esperanza a cada lector que se adentre en sus parajes,
ha respondido que “la vida / es este viaje, / y no hay llegada: / sólo
sitios seguros de una noche / borrándose en el alba.”
Desde una extremada claridad en el uso del lenguaje, usando, sin que sobren
ni falten, las palabras más simples, las más sencillas, las
del hacer cotidiano, y sin ningún rebuscamiento ni experimento formal
a la hora de trazar un verso y armar el poema, este hacedor de vuelos ha
puesto todas las respiraciones del hombre en sus palabras. Hay, en cada
poema de este corpus un golpe, una pregunta y un dolor, una respuesta
que nos deja suspendidos en el aire y un respirar profundo, de poeta que
ha aprehendido sus caminos y ya está de regreso, y ha logrado que
un dios habite en cada uno de sus textos. Hay, en cada poema, una preocupación
por la misma palabra que se escribe y por la escritura de la poesía,
transita por sus líneas “el cuerpo del amor” en todas sus dimensiones
y pasan los amigos que han muerto y aquí están, pasan los
silencios, jaurías de silencios, y la espera, los abismos del día,
la alegre pesadilla de estar vivos, y pasan animales que sangran mientras
la sombra del perro del poeta le ladra a la constante presencia de la muerte.
La fragilidad de una gota de agua suspendida en el aire, justo antes de
caer sobre la superficie de un lago para formar los círculos concéntricos
que parirán las olas - el círculo perfecto que trazan las
manecillas de un reloj -, es este cuadro detenido en el tiempo. El mismo
cuadro, la misma fragilidad y desamparo que habita y nos regala cada poema
de Emilio de Armas. De las olas que golpean la ciudad, del verso clavado
en la memoria, ya se está encargando el tiempo.
En esta entrega de La Habana Elegante hay fiesta en La Azotea
de Reina, los guardavecinos están hinchados de muchachos y palomas,
todos los balcones y ventanas del barrio están repletos de ansiedades
que no quieren perderse una palabra. Los gatos y los perros disputan su
pedazo de pan y eternidad, y la ciudad calla, calla y escucha todas sus
voces en la voz de este poeta que ahora habla.
Miami,
junio del 2003
Ficha
bio-bibliográfica de Emilio de Armas
Emilio de Armas nació en Camagüey, Cuba, en el año de
1946. Es Doctor en Ciencias Filológicas y Licenciado en Lengua
Española y Literatura Hispánica por la Universidad de La
Habana, además de poseer un Ph. D. en Español por la Florida
Internacional University. En la actualidad enseña Inglés
como Segunda Lengua en el Miami-Dade Community College, en el Wolfson
Campus.
Emilio de Armas es conocido por su biografía Casal (1981),
toda una contribución a los estudios sobre el poeta decimonónico
cubano, y a las letras insulares en general. Emilio ha publicado, entre
otros títulos importantes: Un deslinde necesario (1978),
La
extraña fiesta (1981, Premio de Poesía de la Universidad
de La Habana en 1979), Reclamos y presencias (1983),
El oro
de los árboles (1984), La frente bajo el sol (1988),
Junto al álamo de los sinsontes (1988 y 1989, Premio Casa
de las Américas de literatura infantil en 1988), Con la abrupta
esperanza del amor (1991), José Lezama Lima. Poesía
(1992), Blanco sobre blanco (1993) y Sólo ardiendo
(1995). Tiene inédito el poemario Sobre la brevedad de la ceniza,
ganador en el 2002 del I Premio de Poesía Eugenio Florit,
convocado en Miami.
La Habana Elegante agradece la cooperación y los desvelos
del poeta Germán Guerra que fue quien hizo posible esta página
dedicada a Emilio de Armas. También expresamos nuestra gratitud
a Emilio de Armas por haber accedido a la realización de este modesto
espacio dedicado a su obra, y por habernos permitido reproducir algunos
textos inéditos del libro con que ganara el I Premio de Poesía
Eugenio Florit, en Miami.
De:
Blanco
sobre Blanco
Al
tiempo en que me borro
Que
en algunos de mis poemas
las
palabras tengan el tenso brillo
de
este primer día de agosto,
y el esmalte
del
juguete perdido entre la hierba.
Que
en otros haya la medida
secreta,
el ritmo de mi propio pecho
al
respirar, recién amanecido.
Cuántos
habrá que sólo valgan
por
ofrecerles eco
a
los de oscura luz, a los de clara
sombra.
Un
tanto de belleza compartible,
un
poco de secreto para mi propio
regocijo,
y
el diezmo que reclama la noble
preceptiva
para
dar voz al tiempo en que me borro,
como un poeta.
Desde
el tenaz silencio
Siento
crecer junto a mi tiempo
el
tiempo estricto de los otros,
como
un manto sin augurios,
que cae
sobre
mis hombros.
Quienes
ganaron ya la sed del polvo
están
viviendo en mí.
Sus rostros
esparcidos
miran
desde mi rostro,
como
bestias oscuras que recuerdan
el
sitio de morir.
Con estos rotos signos
vengo
desde el tenaz silencio,
como
un extraño más que deja
sus palabras
en
un papel sin firma,
cuando el alba
es
una mancha pálida
en
los ojos del último paseante,
con
la certeza del poema
que
no sabré escribir.
Blanco
sobre blanco
He
escrito árboles, plantado hijos,
engendrado
libros:
¿por
qué no morir?
Y
antes aún: ¿por qué
no
estar sereno
de
este afán por descender
adónde?
Comencé a hablar
hace
ya tanto,
y
sé que en algún sitio
alguien
escucha
mi señal, la anota,
la
traduce a otro lenguaje
-¿el
verdadero?
Pero
no sé más, no veo
el
rostro, no escucho
la
respuesta.
¿Acaso
no es bastante
colmar
a la mujer,
dar
amparo al niño,
desear
la bondad
y
la belleza?
Mis
árboles, mis hijos
y
mis libros
no
responden:
el lenguaje
se
me quiebra
entre
los versos,
pero
sigo, bajo, ahondo,
escapo,
busco, adónde,
qué:
no hay mar ni cielo,
sino
un vacío blanco
sobre
blanco,
semejante
a la nada.
El
que se aleja
El
poeta, en el alba,
ha
vuelto a ser el que se aleja
confiándose
a los árboles
que
la luz humedece,
escuchando
las voces
que
le reclaman permanencia
para
seguir creciendo de su amor,
para
seguir hablándole al oído
este
lenguaje que él traduce
en
cantos o en silencio.
De
una noche
La
vida, ¿es este viaje?
La
intemperie, el lugar seguro,
la intemperie otra vez.
Tú
lo sabías ya cuando escogiste
el
húmedo silencio de los árboles
y
encontraste la voz que entre ellos
te esperaba
para
hacerse tu voz, la que ha llamado
en ti
sabiendo
que no habría respuesta,
sino
voces que esperan ser halladas
para
seguir llamando en soledad,
altivo coro
de
los que no regresan.
Pero la vida
es
este viaje,
y no hay llegada:
sólo
sitios seguros de una noche
borrándose
en el alba.
Sonata
La
puerta de mi casa está cerrada.
Adentro
están mis hijos y mi padre.
Mi
madre, mis amigos y mi perro.
Y
el cuerpo del amor: todas sus sombras.
Adentro
crecen árboles y ríos,
y
unos veloces potros ya sin dueño.
Y
se escuchan palabras, y alguien nace.
Y
todos están muertos, y la hierba
es
cada vez más verde.
Y todos cantan.
De
pie sobre las hojas amarillas,
los
estoy acechando desde un sueño.
Y
siento que me sueñan, y que hay alguien
que
viene a abrir la puerta:
Los dos sueños
se
encienden como el día entre los pinos,
cegando
a los de adentro y al de afuera
en
una sola muerte.
O un nuevo sueño.
Sobre
la blanca luz de una cuartilla
Amé
a los animales y a los árboles
y
a los hondos caminos de la tierra.
Estuve
en amistad con el silencio
y
conocí en la voz de la materia
el
reclamo de Dios, y de la nada.
Cuando
cerré los ojos de mis padres
sentí
lo que sentía al enterrar,
para
que dieran vida, unas semillas.
Los
mejores amigos fueron míos,
y
sé que una mujer va por el mundo
ya
para siempre niña en mis palabras.
Me
acompañó el amor en soledad
y
regresé a mi hogar en la intemperie.
Un
día me dijeron que jamás
podría
decir esto, la sencilla
plenitud
de vivir en la alegría.
Jamás,
hasta esta noche en que lo escribo
como
quien va a morir y permanece.
De:
Sobre
la brevedad de la ceniza
Una
sola palabra
No
creo en las palabras:
las
he visto borrarse
apenas
se agrupaban
como
guerreros solitarios
cercados
por las fauces de la nada:
herirse
unas a otras
como
hermanas henchidas de avaricia:
las
he visto afirmar,
negar,
mentir
al
pie de los altares y patíbulos.
Han
venido a mis manos
como
animales fieles
sedientos
de esperanza
-y
me han dejado solo,
como
fieras que vuelven a los bosques
saciadas
de su presa.
Cuando
la noche cae
y
la intemperie arrecia
en
torno, sin embargo,
les
ofrezco el silencio en que me ahondo
para
que aniden:
sierpes
listadas
de oro y negro:
hermosas
como frascos de veneno
entre
las manos del amor.
Sus
dislocadas sílabas regresan
como
sombras dementes,
pidiéndome
razón que las retenga unidas
mientras
la ronda gira y pasa:
voz
que
las devuelva al agua,
al
fuego, al aire y a la tierra:
verdad
donde apagarse
hasta
estallar de luz
y ser palabra sola:
una
sola palabra:
pura
como
el grito de Dios contra la nada.
Sobre
la brevedad de la ceniza
He
conocido el frío
del
fuego que se apaga
en
medio de la noche
y
siente las estrellas,
altas,
ardiendo
eternamente
sobre
la brevedad de la ceniza.
Y
he dado al fuego las palabras,
como
el ciego que ofrece su única
respuesta
al
severo reclamo de la luz.
Mientras
se rompen las palabras
Dejar
el último poema
frente
al mar de la tarde,
cuando ascienden
las
primeras estrellas sobre el Golfo,
y
no escuchar después sino el silencio
que
me acoge, por fin, como las olas:
vida
tras vida,
llamarada
abriéndose
en mi frente
mientras
se rompen las palabras.
De
un frío al otro
Tembloroso
y desnudo
como
un recién nacido
o
un condenado a muerte,
el
poema está ya sobre la hoja
-que
acogerá su desamparo
o
segará su cuello.
Temblorosa
y desnuda
entre
el muro y la espada,
está
la vida, el animal sangrante
que
se apresta a saltar
de
un frío al otro de la nada.
Muerte
y resurrección
¿Y
si acaso esta tarde
-Mientras
la melodía secreta del invierno
Transcurre
como el río de los siglos,
Y
el crujir de tus pasos en la hierba
Se
ahonda en soledad-
Dejara
de latir tu corazón?
Tan sólo eso, que dejara
De
contraerse y dilatarse en armonía
Con
las sístoles y diástoles del universo,
Y
un oscuro silencio sobreviniera entonces,
Y
te quedaras ciego, sordo y mudo
-Las
manos sobre el pecho, como fronteras ávidas
De
retener el aire que se escapa:
Ya
sólo cuerpo:
un cuerpo solo
Entre
la interrumpida música,
Entre
la interrumpida luz,
Entre
el interrumpido roce de tu ser
con las cosas
Que
sería -¿cómo decirlo de otro modo?-
Tu
caída en la muerte,
y no escucharas nada,
Y
no se dilataran tus pupilas
Al
golpe de otra luz,
Ni
tus manos asieran otra forma,
Y
pasaran -eternos y fugaces-
Los
siglos y crepúsculos y pájaros,
Y
la música toda que ya no aprenderás,
Y
las formas que ya nunca aprehenderás,
Y
los nombres que no te servirán
para llamar a nadie,
Y
el fulgurante río de universos
Como
barcas que mira alejarse un niño absorto,
Y
entonces -¿cómo decirlo de otro modo?-
Tu
detenido corazón se contrajera
Al
inundarlo la sangre de Dios,
Tu
detenido corazón se dilatara
Al
desbordarlo la sangre de Dios,
Y
latiera,
latiera en otro golpe
De
música, de luz, de tacto ávido y total
Como
late y se dilata un universo,
Sin
que nadie sintiera
Pasar,
como una sombra, la palabra,
Sin
que los siglos y crepúsculos y pájaros
Se
dieran cuenta alguna
De
que tu corazón se había detenido
Sobre
la abierta cuchilla de la nada,
Salvo
-tal vez- tu perro,
Que
tiraría de la cuerda,
jubiloso
De
seguir juntos el camino.
Encore
Terminado
el concierto
y
ardiendo los aplausos, el solista
en
medio de la luz se inclina,
las
manos en el pecho, y tensa
el arco:
aún
no
se ha apagado el canto,
aún
se
trenzará la voz con el silencio,
aún
la
vida se hará luz fluyendo en melodía,
aún:
seco, sobre las cuerdas,
el
golpe, el tajo, el pulso
vibra,
se extiende, asciende
en
un grito de entraña sofocada,
un
imposible agudo que no cesa
hasta
quebrar las pálidas sonrisas:
una
implacable disonancia
como
una cuchilla saja el aire
desde
la mano diestra en dispensar belleza:
aún,
aún,
aún
no
todo estaba dicho:
faltaba
la verdad,
y es ésta.
Para
cruzar las aguas
De
pronto vi a un anciano junto al río:
una figura breve,
erguida
como un junco en la otra orilla.
Y
me tendió la mano,
como
para apartar el agua
entre
ambas márgenes
-la
suya bajo el fuego del crepúsculo,
la
mía en sombra ya, apagándose.
Y
su mano tembló
como
una paloma entre la luz,
y
vino en vuelo hasta la mía.
Y
fue una mano niña
lo
que estrechó mi mano,
y
todo lo demás era silencio:
mi
propia mano asiéndome
para
cruzar las aguas.
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