Homenaje de

   La Habana Elegante

     a Jorge Mañach 

 
Jorge Mañach (óleo de Jorge Arche) La sección Bustos y Rimas (título del último libro--y publicado póstumamente--de Julián del Casal) está dedicada a homenajes y conmemoraciones. Hemos querido iniciarla con un tributo especial a Jorge Mañach al conmemorarse este año el centenario de su nacimiento. Jorge Mañach nació en Sagua la Grande, Las Villas, el 14 de febrero de 1898. De 1908 a 1913 residió en España. Hacia 1920 obtiene en la prestigiosa Universidad de Harvard el título de Bachelor y trabaja un año como instructor del Departamento de Lenguas Romances en dicho centro. Posteriormente viaja a Francia y matricula Derecho en la Universidad de París. Es uno de los protagonistas de la histórica Protesta de los Trece que tuvo lugar en 1923 durante el gobierno de Alfredo Zayas.
 
 
Jorge Mañach integró también el Grupo Minorista. Obtuvo los doctorados en Derecho Civil (1924) y en Filosofía y Letras (1928) en la Universidad de la Habana. Fue uno de los fundadores de la Revista de Avance (1927-1930) y colaboró en la revista Social. Fundó en 1932 el programa de radio la Universidad del Aire, con el propósito de difundir la cultura. Estuvo entre los fundadores del ABC, organización política que combatió la dictadura de Gerardo Machado, y fue director del periódico Acción (vocero del ABC) de 1934 a 1935. Fungió como Secretario de Instrucción Pública en 1934 durante el gobierto de Mendieta. Vivió exiliado en los Estados Unidos desde 1935 hasta 1939. Durante esta etapa, Mañach trabaja en la Facultad de Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad de Columbia en Nueva York siendo nombrado director de Estudios Hispanoamericanos en el Instituto de las Españas de dicho centro docente, donde perteneció al consejo de redacción de la Revista Hispánica Moderna. De vuelta a Cuba se le nombra delegado a la Asamblea Constituyente (1940). Fue profesor titular de la cátedra de Historia de la Filosofía de la Universidad de la Habana y ministro de estado el período final del gobierno constitucional de Fulgencio Batista (1944). Es uno de los dirigentes del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). En 1957 marcha a España y regresa a Cuba en 1959. En 1960 sale de Cuba y da inicio a su último y definitivo exilio. Al morir, el 25 de junio de 1961 en Puerto Rico, era profesor de la Universidad de Río Piedra. Entre sus obras más importantes figuran: La crisis de la alta cultura en Cuba [Conferencia], publicada en la Habana por la imprenta La Universal en 1925, //Estampas de San Cristóbal [Ensayo], Editorial Minerva, La Habana, 1926.// La pintura en Cuba. Desde sus orígenes hasta nuestos días.La Habana, Sindicato de Artes Gráficas, 1926.// Indagación del choteo [Conferencia], Revista de Avance, 1928.y Martí, el apóstol. Madrid, Espasa-Calpe, 1933. Hemos tomado la información para este resumen de la vida y obra de Mañach, del tomo II del Diccionario de la literatura cubana, pág. 545-47,Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980. 
    Si algo caracterizó a Mañach fue su vocación de servicio. Ensayista agudo y conocedor como pocos del carácter y la naturaleza del cubano, su obra demanda, hoy más que nunca, una lectura atenta y cuidadosa. La Habana Elegante ha querido conmemorar modestamente el centenario de su natalicio y se complace en reproducir una selección de sus Estampas de San Cristóbal. Escogimos la tituladas La plazoleta de Albear, El cafetín y El Prado y lo fundamental, que recrean algunos de los espacios más entrañables de la Habana. Tomado de: Jorge Mañach//Obras II Estampas de San Cristóbal (I). Editorial Trópico. Biblioteca Hispanoamericana. Cuenca, España, 1995. 

LA PLAZOLETA DE ALVEAR      
 
CREO que el único ciudadano que se detiene a mirar los monumentos en La Habana es Luján. Esta tarde le sorprendí nada menos que en la muy franca plazoleta de Alvear, examinando el escudo municipal que ostenta al seno la garrida matrona del monumento. Como para justificarse, Luján dijo: 
     -- No sabes cuánto me gusta esta placita que se abre -- cáliz de luz y de blancura -- en el cogollo mismo de la ciudad... Me gusta su situación inopinada, que tiene tanto de grata sorpresa y de bienvenido desahogo al remate de esas arterias pletóricas, Obispo y 0'Reilly. Los parques muy peripuestos, de despejado acceso, no me placen como estos otros que San Cristóbal improvisa. El mismo Central, enfrente, me desgana un poco : tan hecho, tan obvio, tan democráticamente cómodo... En cambio, esta plazoletilla, con la cual me topo de manos a boca, invita al diálogo inútil con un amigo que no tenga prisa... 
     Le dí la razón a Luján, conmovido por su última frase capciosa. 
     -- Y sin embargo de parecer improvisado -- continuó --, da la sensación de cosa bien hecha, como los muebles antiguos. Hecha concienzudamente, honradamente, para que de verdad dure... Lo cual es ejemplar, porque en muchos de nuestros monumentos de confección republicana se da la ironía -- no: ¡el sarcasmo! -- de querer "perpetuar", una memoria prócer a base de pacotilla... Aquí, no. Aquí,se ve bien que todo el crédito, el presupuesto o lo que fuese se invirtió en monumento. 
     Estas consideraciones estéticoeconómicas de Luján me hicieron escudriñar yo también -- con grave riesgo de parecer un turista -- el monumento erigido por la ciudad colonial al benemérito ingeniero que la proveyó de acueducto, confiando a una distraída posteridad la misión de proveerla de agua. 
     Seis álamos de follaje espeso y redondo se apretaban en semicírculo, haciéndole escenario a la estatua blanquísima del ingeniero, con su grave ceño, su rostro perilludo e hidalgo, sus charreteras y su ademán técnico. Abajo, un pedestal elocuente, y junto a él, también en mármol, una apetecible matrona joven, de formas rotundas y con un brazo levantado en actitud de panegírico. 
     -- Es guapa la dama, Luján. 
     -- ¡Que sí es guapa!... Ha tenido sus enamorados. Hace ya muchos años yo conocí a un juez que había sido muy "parrandero" de mozo -- demasiado para que todos no le viésemos venir una cuarentena agotada --. Pues bien; aquel juez, ya viejo, solía venir aquí todas las tardes; se sentaba en un banco de esos, y se quedaba largas horas embobado, mirando a la Venus municipal. Si alguien se fijaba en él, sonreíase el pobre juez, y disimulaba. Pero ya todos le conocían. Llamábanle el Tenorio de Alvear... 
     Calló mi amigo unos momentos, malicioso; y añadió luego: 
     -- La verdad es que yo no me explico por qué, en un clima como el nuestro, se empeñan en poner a la vista estas vénuses tan exuberantes. Ellas serán de mármol ; ¡pero uno, no! 
     Y el dije se le quedó brincando sobre el vientre, con el regocijo de vejete pillín. 
 

EL CAFETÍN    
 
MÍRALO qué embotado y vacío en esta hora dura de la siesta!... Nadie diría que fuese el mismo  paraje solícito del amanecer, cuando los parroquianos legañosos bostezan, en huraño silencio de habladores trasnochados, sobre los pozos de café con leche cenizo. Ni el pícaro mentidero del mediodía, cuando el batir de los dados decide,- entre jaleos y disputas, qué compadre ha de pagar  la mañana. Ni menos aun el sórdito garito que es en las largas veladas de la noche, sonoras de tacos blasfemos y de tacos de billar, mientras el suelo se llena de saliva y los cigarros se apagan  mil veces, tostando los bordes de las mesas. 
     Esta es la hora inánime, la de la siesta espesa y trabajosa, durante la cual el cafetín parece que no  rompe un plato. Sobre la comparsa de las botellas y de sus etiquetas, las lunas manchadas de los espejos se nublan más, como pupilas adormiladas. El cantinero lucha con la languidez de la hora, arreglando esto y aquello, fiscalizando el hielo en la nevera, secándose innecesariamente las manos  nostálgicas de la humedad habitual, intentando estancar el chorrito de la curva cañería -- que no cesa de fluir y se sobresalta a veces con sustos incomprensibles -- hacia el fregadero oculto y misterioso en que todo se lava, desde el vaso en que bebemos hasta lo sucio inconfesable. Las moscas se persiguen unas a otras en el ambiente soterraño y cálido, dando grandes vuelos entre el techo bajuno y la andaluza pintada que anuncia una marca de coñac, y luego entre la andaluza y la  boquita de los azucareros higiénicos... El sol se cuela por debajo de los toldos ripiosos y almibara  la pegajosidad de las mesas exteriores.café habanero, ca. 1906 (Detroit Publishing Co.) 
     No hay ni un alma parroquiana en el cafetín. Un viscoso silencio lo oprime todo. A veces, a esta  hora, el perrillo vagabundo de la vecindad se aventura en el establecimiento, con la sarna enardecida por el sol inmisericorde. El cantinero se aíra y le arroja, para ahuyentarle, el paño de mostrador. 
     Así pasan las dos, las tres, las cuatro. A las cuatro y cuarto, rigurosamente, el amo se levanta de  su siesta, congestionado, con la camisa abierta sobre el rojo pecho velludo. Poco después, alguien  entra a pedir un vaso de agua por favor. Luego van viniendo los parroquianos, los transeúntes, acosados por el fuego de la tarde. El cafetín se despereza. A las cinco, ya todo él es un hervidero creciente de humanidad liberada. Vuelven a repicar los dados en sus cubiletes de cuero renegrido. Se van tendiendo las mesas con los manteles constelados de vino. La comida, la comensalía hambrienta en mangas de camisa. Y en seguida el holgón público nocturno de conversadores, de "mirones" y de jugadores empedernidos que se van a estar hasta la madrugada hendiendo con los tacos la humareda espesa, vociferando el éxito de cada carambola y suscitando una bronca a cada liquidación de partido. 

EL PRADO Y LO FUNDAMENTAL  
 
EL DOMINGO, a la suave hora del paseo vesperal, topéme, sin pensarlo, con mi viejo amigo, que venía caminando muy despacito -- ¿Prado arriba? ¿Prado abajo? -- hacia la retreta del Malecón. Según me dijo, acababa de abandonar una peña congestionada en el soportal de cierta sociedad adonde le invitara un su amigo "del tiempo de España". 
     -- Como San Antonio, hijo, traigo el espíritu. ¿Ves todas esas señoras guapas que circulan por ahí, en automóvil, solas, o bien con su perrito, o con su marido, dando vueltas y más vueltas?... Pues a todas he oído desnudarlas... 
     -- ¿ Eh, Luján?... 
     -- Sí, hijo; a cada vuelta las despojaban de una prenda... Parece que es el deporte de los domingos hoy día. ¿Vamos a la retreta? 
     Nos incorporamos a la heterogénea corriente humana que avanzaba con espesa lentitud, atraída por la melodía de la banda frente al mar. En abigarrada procesión, con cierto aire cansino de regustado ocio, discurrían junto a nosotros las gentes típicas del domingo habanero. Una señora muy gruesa -- los brazos como perniles al aire, mostrando la marca infantil de la vacuna, los polvos de arroz "cortados" en el rostro por el sudor, la obesidad rebosando del amplio cerco del corsé -- escoltaba a su hija, extrañamente flaca, de la cual pendía un vestido de encaje color crema y una banda azul celeste. A su lado, un galán se ahogaba locuazmente dentro de su camisa de seda  estentórea y su terno de dril encartonado. Más atrás, el esposo beatífico se complicaba la vida  comprándole globos al crío cetrinito. Ristras de jovencitas cogidas del brazo hacían arco iris con sus olanes y sus cintas multicolores. Seguíanlas, urdiendo chistes para hacerlas reír, otros tantos  adolescentes, más empolvados que ellas. Algunos dependientes del comercio -- saco azul, pantalón de franela -- pasaban altivamente, arrastrando el bastón, con un aire de interesados en la casa. A veces se dignaban mirar a las criadas en asueto, anchas, con los tobillos descomunales y el pelo pajizo, rondadas más solícitamente por mocetones de tez quemada, que se ciscaban  llevándose a la cara las toscas manos, honradamente fileteadas de negro. Algún bracero, recién  llegado de la manigua, paseaba azoradamente su "apéame-uno" de color azul violeta y sus zapatos  amarillo canario. El elemento llamado por antonomasia "de color" puntuaba adecuadamente la  muchedumbre. Y el chino manisero con su repique. Y algún "regular" de caqui, bajo de talla, no  obstante muy entallado, con el barboquejo del sombrero pelándole el cogote. Y pilluelos, que  atravesaban a destiempo la multitudinaria corriente, irritando a los que llevaban zapatos blancos "de  palas"... Aquí, una pareja de muchachas reidoras se desviaba, pisando el césped, y sonsacaba  melosamente al policía de "tráfico" para que le diese paso a la acera de enfrente, en cuyo soportal  se insinuaba un escaparate modernista de robes et chapeaux. Satisfecha su curiosidad, volvían las  dos muchachas a interrumpir el tránsito algo más abajo para incorporarse al paseo... 
     Luján lo iba mirando y comentando todo con su extraña disposición habitual, entre mordaz y  benévola. En llegando al extremo del Prado, allí donde se pasa de éste a la glorieta, como Luján perorase demasiado alto, algunos mocitos insolentes que estaban agrupados en un banco frente a la musa desnuda del monumento a Zenea, hicieron un ruido de trompetilla hacia Luján. Pero éste, que tiene una infinita capacidad de desprecio irónico, ni se inmutó. 
     -- ¿Ves, hijo?... Eso por desentonar. Aquí no se le perdona a nadie que se destaque. El uniformismo y el conformismo son las exigencias cardinales de nuestro espíritu. Pero oigamos la música y miremos al crepúsculo, que son cosas fundamentales. 
     Nos sentamos en sendas sillas de hierro, al borde de la glorieta. Junto a nosotros pasaban las "máquinas" cargadas de belleza y de perfumes. La voluptuosidad algo dolorosa de un danzón se fundía con el murmullo del gentío, con el zumbido de los motores y el estridor lejano del globero... Allá lejos se acababa de abrasar el cielo. Entre vendas de azul levísimo y algodones de nubes, la gran llaga luminosa del crepúsculo dejaba resbalar lentamente la gota de sangre del sol hacia el enjuague del mar. 
     Y Luján repetía : "Esto, hijo, esto es lo fundamental."