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Antonio Vera-León
Entrevista con Alejandro Cortina-Sommers
El 2 de diciembre de 1994 se cumplieron tres años de la muerte de Cortina-Sommers. Dos semanas después redacté una nota en la que celebraba al escritor y lamentaba la pérdida de un amigo. Hace cuatro meses murió su esposa, Oneida Mejías. Publico este fragmento de entrevista como homenaje a ambos. El texto que sigue es la transcripción parcial de una conversación sostenida con el escritor en su casa de Queens, Nueva York, el 19 de febrero de 1994.
A.V-L.
--He repasado varias de las entrevistas que le han hecho. En casi todos los casos, como es lógico, le preguntan sobre lo que usted ha escrito. Yo voy a proceder a la inversa. Me gustaría que me hablara de lo que no ha escrito. Muchos escritores han publicado sus bildungromans o sus autobiografías. Usted no. O tal vez las haya escrito pero no las ha publicado. ¿Qué me puede decir de eso?
--La pregunta es correcta. Porque además muchas de esas novelas son novelas que agradecemos, que han sido y son novelas necesarias. Lo de la autobiografía es otro asunto, porque ese es un género que a mí siempre me ha dado un poco como de pudor. Yo no he escrito un bildungromans directamente, pero no porque no me interese mi infancia o la infancia como asunto literario. Creo que la infancia es uno de los momentos literarios por excelencia, algo esencialmente literario. En muchos casos es un mundo posible. Mundo posible no tanto para el niño o la niña, como para los padres. La infancia es como una plazoleta cuyos límites difusos se van delineando por dos aproximaciones variantes y hasta inconexas. Por un lado se acerca el niño a su infancia, a la plazoleta que es su plazoleta, su vida. El niño o la niña va como una flecha, ciega, lanzada a fijar, como desde adentro, su propia vida. Va creando la plazoleta según la cruza. Desde el otro lado llega la mirada de los padres que es otro de los avances que dibujan la plazoleta de la niñez. Esta es la mirada que quiere crear un mundo, una vida posible, la infancia del niño, pero desde las carencias y las huellas que los padres tuvieron en la suya. Los padres se esmeran en darles a sus hijos no sólo lo que éstos quieren, sino también lo que ellos no tuvieron cuando niños. Entonces la infancia se va creando en esa especie de sobreabundancia de miradas. En ese sentido el niño es sujeto de su infancia y objeto de otras infancias, las de sus padres, que le son vedadas, que él no puede conocer hasta que haya abandonado la suya. El niño recibe lo que viene impulsado desde zonas desconocidas. Toda esa situación es muy apta para la literatura porque en cierto sentido el niño vive, al menos parcialmente, una ficción imaginada por los padres. Esa sería mi entrada a ese asunto.
Hay quien escribe su pasado, relatos autobiográficos o ficcionales que cuentan el pasado propio del autor pero desde un presente que, en gran medida, es orgánico con ese pasado. Es decir, una persona nace y crece en un país determinado, en un momento determinado. Esa trabazón de circunstancias le ofrece a esa persona, a pesar de las rupturas, que pueden ser muchas, una gama de posibilidades de comportamiento, de formas de ser, coherentes y orgánicas, más o menos, con el panorama total de posibilidades existentes en las formas de vida de ese momento en ese país. Cuando esa persona tiene que salir de su país y queda separado de todo ese conjunto, el futuro posible en aquel momento, aunque todavía desconocido, queda ahora sí, borrado casi absolutamente en el exilio. Quedan los recuerdos que uno tiene, y además los recuerdos que tienen los otros. Es decir, las formas de vida que esa persona va a adoptar no son ya orgánicas a las formas de ser que tenía disponibles antes de salir. El futuro posible queda tronchado.
Esa ruptura de una posible forma de ser más o menos orgánica, esa pérdida del futuro posible que se daba en la casa, es, para mí, la razón y el empuje de la memoria autobiográfica en el exilio. El pasado se cuenta para hacerlo llegar hasta el borde del acantilado de la salida. Ese pasado se cuenta no desde un yo futuro orgánico a ese pasado, sino para hacerlo llegar hasta el filo del futuro que fue posible antes del exilio, y que después de éste se convierte en un enigma muy firme: ¿quién hubiera sido yo si...? Esa es una historia a pedazos. Es como si ese niño se hubiera muerto, fuera un muerto para su futuro orgánico. Realmente, para quien se ha hecho adulto en el exilio, su niñez constituye un enigma porque ésta lo podía muy bien haber llevado a otra adultez que no se puede dar porque quedó colgante en el pasado. No se ha extrañado usted alguna vez ante su propia vida, ante el curso que han tomado sus cosas, lo distinto que pudiera haber sido todo. ¿Cómo y por qué soy el que soy? El otro, el niño que murió en el pasado, el que hubiera podido ser, es como una especie de sombra que alumbra un cuarto y hace posible el contorno de los objetos que uno ve allí. Tiene una existencia negativa, como si colgara en el borde de las cosas que son. Es como un hermano gemelo que murió, pero que persiste en su irrealidad, en su ser todo futuro, todo enigma. Eso yo lo veo relacionado a una quiebra de la necesidad y de lo necesario. Porque la adultez en el exilio hace añicos la necesidad o lo necesario; hace añicos la causalidad y lo orgánico. Lo que era necesario en el pasado se convierte en lo imposible, ya que la niñez no desembocó en la adultez necesaria u orgánica, sino en otra adultez. Nabokov citaba a un crítico de Proust que decía que En busca del tiempo perdido era una comparación extendida de las palabras "como si" (as if). Si eso es así, la autobiografía en el exilio gira en torno a las palabras "what if" (y si...). El tiempo gramatical profundo de ese tipo de autobiografía es el pluscuamperfecto del subjuntivo. Cuando al final de la obra de Proust, Marcel decide emprender la reconstrucción de su pasado, lo hace, se podría decir, desde la interioridad de un terreno un tanto protegido. Marcel está en la intemperie del tiempo, pero dentro de la casa de la lengua y de la cultura. Marcel está desamparado pero protegido también. Cuando el escritor exiliado se pone a buscar su tiempo tronchado de la infancia, está en la intemperie de la casa ajena y busca reconstruir la casa que fue propia y que está, y estuvo, en la intemperie del tiempo. Este impulso va movido por un deseo desaforado y que siempre lleva al borde del abismo. Desde el exilio uno descubre la fragilidad de toda casa, la intemperie que se agazapa en toda casa. Desde este punto de vista, las casas, para el exiliado, deben ser de techos muy altos para que esa distancia le recuerde que el techo no es más que un obstinado intento de ocultar el cielo, de disfrazar la intemperie, un intento de crear la realidad fugaz del interior. No es que la experiencia del exilio y esas intemperies le pertenezcan exclusivamente al exiliado, y que entonces la humanidad quede fácilmente dividida entre el exiliado y los que están en su tierra, cómodos y calenticos en el hogar. No se trata de eso. La pregunta sobre la extrañeza de nuestra propia vida le pertenece tanto al exiliado como a la viejita que nació y murió en la misma casa de la calle de Apodaca. Ya de viejo, Varona escribió un libro de fragmentos y en uno de ellos negaba la unidad de la persona. Decía que ni por dentro ni por fuera nadie es uno. Además, yo quiero decirle que para mí estar fuera de mi país ha sido un gran vuelo de libertad, y no uso esa palabra en su sentido político exclusivamente. La politiquería ha desgastado y rebajado esa palabra.
Lo que sí tal vez se pueda decir es que el exilio es una experiencia más descarnada y abrupta de la intemperie que todos llegamos a sentir en algún momento, estemos donde estemos. El exilio del país es una forma más afilada y adelantada del otro exilio, del exilio entre la realidad y el deseo, el espacio y el tiempo que separa la sucesión de seres que hemos sido. Todos hemos muerto a nosotros mismos, y más de una vez. Hay quien habla de la muerte del niño que todos fuimos.
De igual forma que en Paradiso de Lezama muere el padre de Cemí en los Estados Unidos. Para Lezama salir del país era exponerse a la intemperie de una muerte a destiempo, una muerte no orgánica, que no era el final de una larga y cumplida vida. Pero la muerte del padre de Cemí la viven todos los de la familia. Antes de morir, Cemí padre manda a buscar a Rialta, porque, dice, si mi destino es morirme, el de ella es ser testigo de mi muerte. Rialta no llega a tiempo, y ese destino de testigo que es tronchado para ella, recae sobre Oppiano Licario. El que funge de testigo es Licario, según Lezama, el que intenta lo imposible, volar al sol como Ícaro, pero también ocupar el lugar imposible destinado a la madre, a Rialta. Licario que estuvo fuera, no sólo en Estados Unidos, sino en Francia y en Europa Oriental, tiene su centro dramático y narrativo ligado a la lucha contra la muerte y a la búsqueda de sustitutos de la madre, el regreso al interior. En Licario se unen intemperie, estar fuera y muerte. Es una figura que reune como una falange esas flechas o líneas temáticas y dramáticas en la obra de Lezama.
Es curioso que Fronesis, en Oppiano Licario, sea también objeto de un intento de asesinato precisamente el día antes de salir para Francia. Lezama lo llama un fantasma ante los ojos de Palmiro, el que intenta asesinarlo, y el que se esconde en la palma, en la tierra. Palmiro había escapado a la muerte escondiéndose en el interior de una palma y por eso su nombre, Palmiro, porque se sabe, en cuanto a eso, las manías nominalistas que tenía Lezama. Pero fíjese qué curioso, ahí el que se esconde en la palma quiere ser un asesino. ¿Qué tipo de asesino y por qué? Esas son preguntas que Lezama nos regaló y que convendría meditar.
En el Quijote, creo que es Ginés de Pasamonte el que dice que va a escribir su vida. Alguien le dice que eso es un acto imposible porque cómo va a escribir una vida que aún no ha terminado. Tal vez el exiliado, por ese sentido de lo descarnado que le decía antes, sea el que pueda escribir su autobiografía cumpliendo con el rigor que reclamaba el crítico de Ginés de Pasamonte. Por eso es que la continuación de Paradiso tiene que ser Oppiano Licario, porque Licario se muere y vuelve. Es entonces que se puede contar la vida a cabalidad. Y es curioso también, mejor, es un enigma de la casualidad que Oppiano Licario haya quedado como novela inconclusa, por intervención de la muerte, que en rigor es quien termina la novela. En la forma misma de esa novela está la mano de la muerte. En literatura hay pocas cosas más desconcertantes que una novela que quede inconclusa. Esas son novelas realistas a cabalidad. Son novelas que de la manera más real posible nos hacen de nuevo la pregunta que nos hacíamos hace un rato: ¿qué hubiera pasado si ...? Son novelas y preguntas que nos llevan a la encrucijada vertiginosa que es cada instante. Frente a ese instante queda todo el futuro. Del otro lado se encuentra todo el pasado. Todo. ¿Usted se da cuenta de que para que nosotros dos nos sentáramos en esta habitación Mao tuvo que hacer la revolución china, Julio César tuvo que ser apuñaleado, fue necesario abrir el Canal de Suez, un invierno brutal tuvo que desolar muchas aldeas japonesas en el siglo XVI?
En relación a todo esto yo escribí un segundo final, que nunca publiqué, para mi novela El sitio de Mobile, Alabama. El primer final usted lo recuerda: todos los anexionistas cubanos mueren en el Golfo cuando un buque norteño cañonea la embarcación en que huían. En el segundo final también mueren los anexionistas, pero con el tiempo triunfa el anexionismo en Cuba, y también el gobierno de Estados Unidos se decide por la anexión de la isla. Esto provoca un gran revuelo en Cuba. Cuando salen los barcos para La Habana con los diplomáticos y representantes del gobierno para firmar los documentos de la anexión, no dan con la isla. Se había hundido, o algo había pasado porque ya la isla no estaba en su lugar. Los americanos se cansan de navegar por el Caribe, de un lado para otro, hasta que abandonan la búsqueda porque ya era una certeza que la isla había desaparecido en peso.
Todo lo que le dije de Lezama no creo que pueda tomarse con la certidumbre de una teoría. Porque hay casos que no son así. Hay en Lezama muchos personajes que salen de Cuba y no mueren. La asociación salida-muerte se mantiene en algunos personajes y en otros no. Por ejemplo, en Paradiso, el padre de Fronesis, o el pasaje tan simpático del médico cubano-danés que va a Jamaica. De todas formas me parece que en Lezama sí hay una zona en que se asocia salida y muerte, y los personajes que circulan por esa zona sí están bajo los efectos de esa asociación. Hay que ver en qué consiste esa zona, por qué esos personajes están dentro de ella y otros no. Es por eso que Oppiano Licario muere y regresa de la muerte. Es el puente entre vida y muerte. El testigo de la muerte que vuelve para contarla. Licario es Dante, el que va a la muerte y regresa con la poesía. Pero Licario puede también ser Orfeo. Hay una película brasileña que se llama "Orfeo negro". Lezama ya había descubierto esa posibilidad en Paradiso. Usted recuerda que Orfeo regresa del mundo de los muertos con una flor, la flor de la poesía. En el capítulo final de Paradiso, la hermana de Licario, Ynaca Eco, le entrega a Cemí un poema escrito por su hermano. El poema es la flor con que Licario regresaba de la muerte y del exterior. En el poema se menciona la muerte de Cemí padre, y se redondea la asociación Licario-Dante-Orfeo. Además el Orfeo-Licario queda transformado en el personaje negro que desayuna en el último párrafo. Mientras revuelve su café con leche ese hombre golpea el vaso con la cuchara y así resurgen en ese párrafo final los sonidos con que se había cerrado el capítulo anterior. Dante-Licario transformado en Orfeo negro. Podemos empezar.
Hay otro pasaje de Lezama que yo leo en relación a lo que le he dicho de la intemperie del exilio, de la cercanía a Cuba desde los Estados Unidos, y de las varias formas en que se tocan quienes están en Cuba y los que estamos fuera. Es el pasaje en que un árabe habla de un cuadro del Aduanero Rousseau en el que aparecen la gitana dormida y el león. Ese personaje habla de dos mundos inminentemente cercanos pero que no se tocan, y que él llama incomprensibles cercanías. Son dos mundos echados encima del otro y sin embargo distantes. La muerte y el sueño. El segmento de la gitana dormida es realmente una escena doméstica, porque la gitana duerme con la certeza del sueño en casa. En ese cuadro Lezama vio la fragilidad del interior de que yo hablaba, el interior amenazado por la muerte, lo externo en una de sus más terribles concreciones: el desierto y el león. La muerte acecha y la gitana duerme en su casa invisible porque es muy frágil. Esos dos mundos que no se tocan son muy parecidos. La semejanza entre el sueño y la muerte, tema barroco muy cercano a Lezama. En Paradiso, hay un crítico de música que dormía como muerto y fue expuesto en una urna. El que está llamado a servir de puente entre el león y la gitana es Oppiano Licario. Licario es una forma de la cultura, una forma de lo cubano que todavía estamos por crear. Lezama lo soñó hablando del Aduanero Rousseau, pero nos hace falta todavía el que salte entre los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos, y entregue un poema. Es posible que ese poema esté siendo escrito en estos momentos, pero todavía no ha sido entregado. Podemos empezar.
No es casual que entre la Florida y Cuba medie un cuerpo de agua. La forma visible de ese cuerpo es engañosa, porque no se trata de un estrecho al final de un golfo, sino que verdaderamente es una laguna. Los que la cruzan creyendo salvarse esparcen la muerte a ambos lados del agua. Los de este lado estamos como muertos para los de allá, y ellos están como muertos para nosotros. Los balseros que se ahogan, y quiero en esto evitar toda superficialidad o ironía impropia, son los que cumplen a cabalidad el significado de esa travesía. Por eso no es casual que algunos de los que estamos fuera, al llegar se conviertan en asesinos. Matando intentan taparle la boca a los susurros de la propia muerte que les habla desde adentro. Para acallarla o disfrazarla, matan a los otros, como si ellos estuvieran vivos, porque creen, torpemente, que quien mata tiene que estar vivo. Del otro lado pasa otro tanto. Lo que leemos en los periódicos, las golpeaduras entre ciudadanos, las denuncias entre vecinos, todo eso no es más que pataleos de alguien que se hunde. Esa forma de vida ha convertido a la ira en una virtud política y ciudadana. Pero realmente son formas de la muerte. Por todo lo que he hablado ahora recordando a Lezama, puede usted pensar que esto que está ocurriendo ahora en mi casa es una sesión de espiritismo. Puede usted decir que ha hablado con un muerto.
Todo este asunto ahora yo lo estoy pensando en relación a los balseros. Me interesa mucho eso. No sólo por lo trágico que es, y por eso hay que escribirlo, sino porque también estoy conectando eso con otro interés mío, que es trabajar con libros ya hechos, escritos por otros, unir esos fragmentos de procedencias muy distantes y lograr un efecto, digamos, nuevo. Porque creo que ya escribí todo lo que a mí me tocaba escribir. Estoy haciendo un cuento sobre un balsero que se ahoga en el cruce. El cuerpo no aparece, pero los guardacostas de Estados Unidos recogen algunos restos del naufragio. Entre ellos recogen un libro entregado al balsero por un amigo escritor para que lo sacara de Cuba. El libro es el siguiente: las tapas pertenecen a la colección de literatura fantástica que hicieron Bioy Casares y Borges; entre las tapas está el texto de las recetas del libro Cocina criolla de Nitza Villapol.
--Lo que ha dicho sobre Lezama me parece muy acertado. ¿Podría extenderse a otros autores cubanos?
No sé. En realidad nunca antes había hablado tanto de Lezama. Pero creo que es necesario recordarlo y agradecerlo, porque soñó como nadie una forma para nuestra cultura por venir, que es Oppiano Licario. Su pregunta sobre los autores cubanos me parece muy razonable y razonada. Sin embargo, se me ocurre que por ahora no la voy a contestar. Yo le propongo otra cosa, porque ya hemos hablado mucho de literatura. Esa pregunta la podemos retomar más adelante. Por ahora le quiero contar algo. Se lo cuento a usted porque lo aprecio y además porque yo conocí a su padre. En el Liceo de Guanabacoa. El año 1948. A su padre le gustaba mucho la literatura y por eso no escribió nada. También quería pintar. Era un buen dibujante que se encontró con una familia que aumentaba casi de año en año y se dedicó a quererlos a ustedes. Eran razones excelentes para no pintar, ni escribir. Además su padre era un hombre de amigos que lo querían mucho. Tanto, que ellos también contribuyeron a que no escribiera ni pintara. Sobre todo Osvaldo de la Guardia, quien prácticamente le regaló a su padre una oficina de contabilidad. Entre todos esos asuntos no escribió. Cuando yo ya estaba definitivamente en Estados Unidos su padre me mandó a Nueva Orleans un dibujo que todavía conservo y que después le daré. Se ve un cielo nublado, algunas nubes sugieren formas como de manos y dedos, como si fueran las manos de Dios, y de esas nubes caen gotas muy curiosas porque son números. Me propuse escribirle animándolo para que hiciera un cuadro con aquello, incluso quería regalarle el nombre del cuadro: "The Mathematics of Love". Pero no le hice la carta. Ahora usted, su hijo, se interesa en escribir.
Le digo lo que quería contarle. En las entrevistas o en algunos periódicos se ha hablado a veces de mis libros. Yo quiero hablarle de otra cosa. [Se levantó y de un gavetero sacó una revista vieja conservada en buen estado. Me mostró un texto de dos páginas publicado por un Brian Espinosa Mejías]. Esas páginas son mías. Es lo que yo más quiero de lo que he escrito. Las dos páginas ya no tienen el más mínimo valor porque son sobre un tema muy circunstancial del momento en que las escribí. Lo que me interesa es el nombre. Usted puede decir que yo, en rigor, he escrito sólo un nombre. Yo he terminado casi descorazonado con la literatura y por eso quiero reducir a un nombre lo que he escrito. Su padre tenía razón. Escribir lo mínimo. Ya estoy viejo y no es bueno que cuando uno se prepara para morir ande contando cosas que ya todos saben, o que uno deje de decir lo que de verdad importa. Y eso es ese nombre. Una vez un crítico me habló de la muerte del autor o algo así. Yo no entendía aquello muy bien. Lo que sí sé es que yo no podía creer en eso porque implicaba creer en mi muerte. Y yo no podía hacer eso. Ahora sí, y por eso le cuento esto. Además me pareció que la muerte del autor era una jugada de algunos críticos, cosas de profesores, para poder hablar de cualquier asunto casi sin tomar en cuenta el libro que tenían delante. Ahora yo creo que estaría de acuerdo con esa idea. Yo le diría que lo que importa es hablar, contar. Antes, cuando leía esas cosas, recuerdo haber leído teorías según las cuales el ser humano inventó el lenguaje por las necesidades del trabajo. Me parece una idea de alguien que nunca ha estado vivo. Hablamos porque tenemos miedo, señor. De ahí es que surge la cosa. ¿Miedo a qué? Esa es la pregunta, y hablamos para respondérnosla para convertir el miedo en otra cosa. Por eso hay que hablar, contar. El libro es una conveniencia y no debe ser nunca objeto de culto. Desde hace tiempo, e incluso ahora mismo al hablarle de esta forma, me doy cuenta que estoy haciendo el papel de viejo. Es algo que hasta cierto punto no tiene nada que ver con los años. Es una manera de hablar. Hay cosas que sólo se les permiten a los viejos. La gente espera que los viejos hablen de cierta forma, que digan cosas que los jóvenes no deben decir. Cuando yo era joven a veces me imaginaba ya viejo, y deseaba llegar a esa edad para poder hablar y decir y hacer las cosas que pueden hacer y decir los viejos. A veces la vejez, como la infancia, son las formas más íntimas y reales de la literatura. Mi novela El sitio de Mobile, Alabama (1961) es, como usted recuerda, una novela contada por un viejo a otro viejo. Cuando la escribí comprendí algo que me parece haber desconocido antes de ese libro: en la escritura, en la respiración del lenguaje que uno lleva a la página está un entendimiento de como vivir. El que cuenta se llama Brian y era oriundo de Baltimore, Maryland1. El odio a los demás es una pasión mezquina, fácil. Lo admirable es poder despreciar el destino propio sin que esa herida secreta redunde en el menosprecio de los demás. Brian, quien participó en la Guerra Civil norteamericana como soldado norteño, se había hecho soldado para huir de su casa, de su mal matrimonio. Oscuramente era uno de esos que generalizan el odio porque son incapaces de despreciarse a sí mismos, de contener esa furia en el minúsculo círculo de la vida propia. Yo puedo decirle que ese mismo Brian escribe después la nota que le he mostrado. Brian tuvo una actuación muy valerosa en el sitio de Mobile. Pero realmente buscaba hacerse matar y no lo consigue. Sólo combate feroz e inutilmente con los otros.
Desde esa novela yo vengo escribiendo mi propia vida entre velos de ficción. Y se reduce a ese dolor secreto. No pude escribir cuentos porque ésos se hubieran reducido estrictamente a los datos fundamentales de mi vida. Hubieran sido mi autobiografía directamente. Por eso escribí novelas, que no son económicas, es decir, reducidas. En ellas, en esa anti-economía me pude esconder. Por eso son novelas muy orales porque en Estados Unidos no tuve amigos con quienes franquearme. En esas novelas yo le contaba a mis amigos que se quedaron en otras partes, como su padre, lo que me pasaba. En ellas me imaginé viejo, para poder hablar como los viejos, y sobre todo, porque ellos, más que nadie, deben poder decir la verdad. Lo que en los niños es un estado natural, y por ello sin mérito, aunque admirable, en los viejos debe ser una actitud ética: decir, (esto debe subrayarlo cuando haga publicar esta entrevista), decir la verdad. Ahora que soy viejo y que adoro a los niños con una ternura de la que antes fui incapaz, pienso que un viejo es un niño pero sin inocencia. La vejez debe ser una reconquista moral de la niñez. ¿Por qué los niños, pensamos, son capaces de una felicidad que no podemos vivir los mayores? Es muy simple. La ocupación central del niño es el ser. Nada más. Los mayores perdemos el camino en la cuenta de cheques, en la política, en miles de cosas, en todas las cosas, en el miedo.
Todo se reduce a esto. Mi esposa y yo no nos divorciamos, pero prácticamente dejamos de hablarnos a comienzos de los años cincuenta. Los diálogos parcos y tensos en que algunos críticos vieron la influencia de Hemingway, son en realidad una copia de nuestra forma de hablar. Yo no sé por qué Hemingway escribía de esa forma. Pero yo escribí así por esa razón. A partir de ese momento creo que entre ella y yo ningún sentimiento fue tan fuerte como el rechazo. Mutuo, e incluso el resentimiento. Simplemente nos acostumbramos a vivir sin darnos cariño. Por eso el narrador de la novela La serie de cuentos del olvido (1968) es como es. Esa novela cuenta una serie de reconciliaciones amorosas que son posibles porque los personajes olvidan por un tiempo lo que no aparece en la novela, que son los períodos de dureza y rechazo. No es estrictamente, como se ha dicho, una novela de amor. Aunque sí. Pero más justo es decir que es una novela sobre la memoria tan peculiar que tiene una pareja. El olvido de los enamorados.
Usted recuerda que en esa novela hay una serie de reconciliaciones en inglés y otra serie en español. Eso fue idea de Oneida. Ella misma me dictó la trama de la primera historia en inglés. Traté de reproducir su vocabulario, sus inflexiones al hablar, su tono. Nos pusimos a analizar la trama y hablando de literatura se distendieron muchos de los problemas de aquella noche. En medio de la conversación, sin darnos cuenta, nos pusimos a hacer té, preparamos unos sándwiches y seguimos hablando de esa historia y de nosotros. Descubrimos que nos quedaban cosas que salvar y por un tiempo nos olvidamos del resto. Y así. Esa es la historia de esa novela, que en verdad es tan de ella como mía. Se me quedó sin escribir una novela, que hubiera sido el reverso de la que escribí.
En La serie de cuentos del olvido hay un personaje que se ha casado varias veces y divorciado otras tantas. Ese hombre le cuenta a un amigo cómo él ahora anda buscando una mujer frívola y juguetona que no tenga muchas preocupaciones. Después de tantos tropiezos, él había llegado a valorar esa forma de carácter que desdeñó cuando joven. Es un personaje que no sabe llevarse con las mujeres. Tal vez ese sea uno de los requisitos fundamentales para ser cubano. A los que se nacionalizan cubanos, si es que hay quien pueda desear esa ciudadanía, en los trámites legales habría que olvidar todo lo que se pregunta ahora y simplemente indagar: ¿y usted cómo se lleva con su esposa o con su novia? ¿Cuántas amigas tiene? ¿Sabe usted lo que es tener una amiga? La respuesta a esas preguntas determinaría la entrega del pasaporte.
Confío en que usted sabrá cuándo publicar lo que hemos conversado.
1 El sitio de Mobile, Alabama (Nueva Orleans, Editorial Saint-Romes/ Le Courrier, 1961), es una parodia de la novela antiesclavista cubana del siglo XIX. Relata la intervención de anexionistas cubanos en la Guerra Civil de los Estados Unidos. Los cubanos colaboran con los sureños en el sitio de esa ciudad tomada por tropas norteñas. Una vez derrotados los norteños, los cubanos ocupan parte de la ciudad. Refuerzos norteños los cercan, sitiando de nuevo la ciudad y haciendo morir de hambre a la mayoría de los soldados sureños y cubanos. Los cubanos que logran escapar mueren en el Golfo cuando su embarcación es cañoneada y hundida por barcos de la flota norteña. Sólo un crítico (Rodolfo Elías Leyva) ha señalado esta novela como precursora de La loma del ángel de Reinaldo Arenas. Nota de A. V-L.
Félix Lizárraga
EL BOSQUE DE YESO
(Ah, bear in mind this garden was enchanted!)
Edgar Allan Poe
A Mario Vargas Llosa, a Gustave Flaubert
Habían querido llegar al lugar del camping por el camino más corto y más difícil, porque era el más corto y porque era el más difícil. Irse de camping a un lugar ya acondicionado para eso les suponía, de cualquier manera, una concesión bastante amarga ya como para sumarle encima la vergúenza de llegar allí enlatados en un ómnibus rotuladito y todo. Si se va de camping, pensaban, bueno, que sea un camping, sin baños de caballeros y de damas, y sin televisores. Una grabadora, con algo de Pink Floyd y de Bach, quería ser su único lazo con la civilización electrodomesticada. Pero qué hacer, era apenas por un fin de semana, y este lugar quedaba cerca, con la ventaja al menos de no ser uno de los más manoseados, todavía. Llegar, entonces, por el lado del río, cruzando gimnásticamente sobre unas pocas piedras, buscando siouxs el rastro del camino, era una dicha más, posible, que que no tardó en malográrseles, sin embargo, cuando descubrieron que no habría que rastrear, que marcaba el camino una simple, vulgar, cotidiana y ni siquiera muy sigloveinte tubería.
--Mierda de desarrollo --dijo Isa, entornando los enormes ojos de un pardo entreverado de vetas grisverdosas (a ratos transparentes, a ratos, como ahora, oscurecidos más por las pestañas densas como cúmulo-nimbos de tormenta) hasta dejarlos del tamaño de unos ojos corrientes. Era físicamente algo teatral, demasiado monumental para ser linda; tan grande de ojos, tan bien hecha de labios, tan sólida de cuerpo, que casi era mejor mirarla desde lejos. (Enrique la llamaba, a veces, "la cariátide".) Era, además, más bien intelignte, y demasiado decidida para ser coqueta -- lo que la hubiese favorecido al empequeñecerla; ¿no es la coquetería femenina un fragilizarse, un hacerse cristal y copito de nieve?-- por lo que tenía siempre más amigos y admiradores desinteresados que verdaderos pretendientes. Llevaba unos jeans gastados y un suéter más bien ídem, con todo lo cual y el pelo, espesísimo y largo, enmoñado al descuido resultaba sin embargo impecable y a la vez no desentonaba en absoluto, secreto de la elegancia suprema. Al formular su lapidaria observación sobre la falta de encantos de la vida moderna, su voz resonó heráldicamente, un poco a lo Casandra; lo cual no tenía nada de particular, pues era su manera habitual.
--Desarrollo de mierda --dijo César, ceñudo y sañudo, con la mochila de Isa colgándole del hombro, con un cierto aire western en toda su postura. Desdichadamente para él, aunque tenía esa cintura estrecha, esos hombros macizos y esas piernas más bien arqueadas que hacen posible el aire western, su cara resultaba demasiado bonachona, a pesar de su ceño o, tal, vez, subrayada por éste, para que uno pudiera creérselo. Sin hablar de que el rictus displicente y férreo y henryfondiano resultaba, en boca demasiado carnosa para eso, pueril puchero. Su empeño sostenido en conseguir ese aire lograba sólo prestarle un algo de desamparo que de sus veintidós años cumplidos hacía siempre, en el parecer de la gente, unos embarazosos diecisiete. Claro que eso también propiciaba el éxito insensato, y en gran parte impensado, que tenía con las bellas de alguna edad, y que superados inciales azoros, había hecho de él un experimentado jardinero de otoños bien floridos, cuyos mimos habían fortalecido una ya natural indolencia de carácter, aunque paradojalmente ninguna vanidad y nada de esa pacífica insolencia --afín a la vanidad, pero distinta de ella-- que da esa clase de éxitos. Sin ser tímido, podía parecerlo, de puro indolente. Miraba la indignante tubería con un disgusto que, aunque real y sincero, tenía más de gesto que de sentimiento.
--Derma de miesarrollo --dijo Enrique--. Derma de mierdarrollo. Dierma...
--Ya está bueno, Joycito --dijo César, con su voz aguda y tranquila, algo nasal.
--De romellosda --terminó Enrique, implacable.
--Tírale una piedra --dijo Isa a César.
--Eso es perder la piedra --dijo Poncio.
--Toma la flor y deja la piedra -- dijo Enrique, con aquel tono suyo de buenosdías, de hacefresco y ojaláhoynollueva, que hacía más irritante todavía su manía de irritar (valga el reitero) mediante el empleo oficioso de ocurrencias deliberadamente plúmbeas, que dejadas caer como al acaso en los momentos más inesperados producía en quienes, conociéndolo, lo escuchaban, la contracción involuntaria, espasmódica e instantánea del plexo o el diafragma, luego de lo cual solía asumir un cuidado mutismo que prometía cosas peores de aquí a un rato, de modo que resultaba mejor política el provocarlo para que lo soltase todo de una vez. Su cara de ojos azules era de tal manera angelical que quien lo viese por vez primera no podría sospechar semejante perfidia. A pesar de la aparatosa prescindencia a la que servían de apoyatura las manos en los bolsillos, la voluntaria estolidez de la expresión, no conseguía evitar la coleriza fácil (bufaba entonces y agachaba la cabeza, maña toruna e hispana). La mayor parte de los seres muy bien parecidos son muy poco accesibles, y él no era una excepción; pero en su caso no dependía de su belleza, que él mismo apenas notaba, sino que, siendo de natural apasionado, era egocéntrico (aunque no egoísta) y poco dado a aceptar, en principio, las cosas como son. Como César, no traía mochila y, era evidente, mucho menos peine.
--Sería una buena idea tirarlo al río, ¿eh, César? --dijo Poncio.
--Ven tú a tirarme, puerca --dijo Enrique.
Poncio no contestó; contra su costumbre, había hablado poco en el camino, lo que se comprendía de ver que respiraba fatigosamente. Era el mayor de todos, alto y apingüinado; unos verdosos culosdebotella cabalgaban su mostacho de morsa centenaria. Al contrario de César, los cuarenta indiscutibles de Poncio a primera vista eran, allá en el fondo de su grasa, veinticuatro, lo cual a Poncio no le molestaba ni le daba alegría; simplemente (y a despecho de las reiteradas y nada benévolas observaciones al respecto de sus amistades) lo ignoraba, como se ignora el día de la propia muerte o si se tuvo una reencarnación pasada. La flaccidez de sus papadas y pechos de exnodriza, y sus nalgas, que emulaban con las ya casi demasiado suntuosas de Isa, eran el resultado de ingentes esfuerzos por deglutir apopléticas dosis de alimento y permanecer en posición sedente (cuando no decúbito) la mayor parte del tiempo; de ahí, triste es confesarlo, el sobrenombre de Culo de Ventosa que se contaba entre sus apodos mas populares. Claro que existían algunas razones para por lo menos lo segundo, como lo atestiguaban sus feos (¡Dios mío, qué feos pueden llegar a ser!) zapatos ortopédicos, pero no hubieran logrado por sí solas una inmovilidad tan piramidal. Su bufante presencia, mochila al hombro, camino de un camping, era considerada por quienes la conocieron acontecimiento asombroso y digno de figurar en los anales de la extravagancia humana, y sólo había sido lograda, tras un laborioso parto de dudas y reflexiones, porque allá lo esperaba (tentadora Tierra Prometida hasta para un Moisés gordinflón y con canas para él) una cierta muchacha de, para Poncio, magnética sonrisa aleonardada.
--¿Se fijaron en los árboles secos de ahorita? --dijo Enrique (quien, para alivio general sólo reflexionaba en voz alta).--Me recordaron los árboles de yeso de Solaris.
(Antes de cruzar el río, habían pasado por junto a un bosquecillo donde alguien había echado un par de toneladas de Dios sabe qué desechos, formando un barro repulsivo y gris del que emergían las momias de los árboles, hojas y todo vueltos ya del mismo gris vomitivo, amenazante.)
--¿Qué árboles de yeso? --dijo Isa.
--Así lucirá todo de aquí a unos años --dijo César.
--Tú y tu Pesimismo Ecológico --dijo Isa.
César se encogió plácidamente de hombros.
--Ustedes, los optimistas --dijo--, acabarán envenenados, con optimismo y todo, lo mismo que los otros. Digo, si es que antes el efecto de invernadero o/y la ruina definitiva de la capa de ozono no nos han convertido en chicharritas.
--¿Por qué no hablan de algo más edificante? --jadeó Poncio.
--Se nota que estudias arquitectura, lechoncete --dijo Enrique.
--Voy a acabar matando a uno de ustedes dos --dijo César--. Al uno por pujón y al otro por lechón.
--Y yo acabaré acordándome de las progenitoras de ambos --dijo Poncio.
--De la tuya, ¿quién va a acordarse, Golem?
--¿Ustedes siempre juegan así?--dijo Isa.
--Cuando está Poncio jugamos al pong-pong--dijo Enrique.
--Y si tuviera una pistola, te haría pang-pang --jadeó Poncio--. Es insoportable, venir por este cabrón camino, y de contra con esta bomba al lado.
--Ya está quejándose del camino --dijo César--. ¿Para qué viniste entonces, panzón?
--¿Yo? Por hacerles la media a ustedes, que me lo pidieron --dijo Poncio.
--¿La media? --dijo Enrique--. Mira, Tejedor, tú por hacerle la media a alguien eres incapaz de mover una nalga.
--Mucho menos por nosotros, que somos tus socios --dijo César--. Ese plantígrado gusta de rendirle a la gente que lo lleva a la patada.
--Sí, hombre. ¿Te acuerdas de todas las botellas de ron que le pagó al Johnny Motoneta, no se sabe si por miedo o por adoratio virum?
--Y la de pesetas que tiraba al mar cuando a Yolanda se le antojaba, después de haberla llevado a comer al Mesón de la Flota.
--A ver, ¿cuándo tú has invitado a alguno de nosotros a comer al mesón, Plantagenet?
--Ninguno de ustedes tiene lo que tiene Yolanda --jadeó Poncio.
--Y que tú ni siquiera le pudiste tocar, vieja lesbiana --dijo César.
--Tú tampoco pudiste -- jadeó Poncio.
--Sí, pero no le pagué tantas comidazas como tú, marsupio.
--De lo que se entera una --dijo Isa.
--A mí no me estés mirando atravesado --dijo César--. El que estuvo con ella fue Enrique.
--Pero un día se desnudó delante de él --dijo Poncio--. ¿Lo sabías, Isa?
--Ah --dijo Isa.
--Aunque no tendría importancia, por lo demás, te repito que no estuve con ella --dijo César--. Es verdad que un día la convencí de que viniera a mi cuarto, y allí la convencí de que se encuerara, pero no me dejó ponerle un dedo encima. No me pellizques.
--No creas que lo hago por celos --dijo Isa.
--A mí me hizo lo mismo --dijo Enrique.
--Me molesta que te hayas dejado mayorear por una mujer que, como los dinosaurios, tiene el encéfalo en el culo.
--Eso todas --dijo César--. Ay.
--Nos bañamos desnudos de madrugada en la playa, el fin de curso, y tampoco quería que la tocara.
--¿Y entonces?-- dijo César.
--Le puse una doblenelson --dijo Enrique.
--Y con aquellas nalgas --jadeó Poncio.
--Pero no tan suculentas como las tuyas --dijo César.
--Así y todo soy tu marido --dijo Poncio.
--¿Con qué cuentas, Pichulita Cuéllar?
--Con ésta --indicó Poncio.
--Éramos pocos y parió la puerca --dijo Enrique--. Miren quienes se acercan por allí.
--Si no nos vieran --dijo Isa.
--Ya nos vieron --dijo César.
--¿Quiénes son? No veo de lejos.
--Hay una sola cosa que tú ves a cualquier distancia, hermafrodonta, y la tenga entre las manos --dijo Enrique--. Son el nunca bien ponderado Víctor Saínz y esa poetisajoven con nombre de marca de radio.
--Poetajoven, querrás decir --dijo César--. Poetisa las ofende. Parece que no les basta con los pantalones.
--No hables sandeces --dijo Isa--. Tú sabes bien que eso no quiere decir eso.
--Tu intervención se me antoja un tanto críptica, pero suponiendo que logré entenderte me parece inútil.
--Hola, qué hay, juventud inconoclasta --dijo Víctor Saínz, rascándose la barba--. Parewce que llevamos the same way.
--Of course --dijo Enrique--. The long and winding road.
--¿También van ustedes al camping? Qué bueno, así no estaremos solos --suspiró Selena, mostrando el marfilino ibídem de sus dientes, más blanco aún por contraste con su piel. Era extremadamente delgada y se protegía del sol con una sombrilla de un naranja vivísimo, medida muy inteligente teniendo en cuenta la casi perfecta desnudez de su cráneo, expuesta a cualquier insolación, Dios mío. Al hablar (suspirar) movió los dedos como lentas lombrices, gesto de mediumnizada, por lo demás habitual en ella.
--Selena, pareces una flor con esa sombrilla --dijo Poncio.
--No te había visto, Ponci --suspiró Selena.
--Dile Ponchi, que así es como le dicen en su casa --dijo César--. Ponchito.
--¿Ponchito? Qué gracioso --suspiró Selena.
--Sí, es una pequeña prenda sudamericana --dijo Enrique.
--¿Es verdad eso de que te has puesto para la cienciaficción, Selena? --dijo Poncio.
--Me dijeron que habías dejado la universidad --dijo Víctor Saínz, rascándose la barba.
--Claro que no es una cienciaficción de aparatos y eso.
--Sí, la dejé --dijo César.
--Quiero trabajarle la cosa poética.
--¿Y eso? ¿Enfermedad, o algún problema?
--La cosa filosófica, la cosa del amor.
--La dejé porque quise.
--Un poco como Bradbury, no, un libro distinto.
--¿Y ahora qué vas a hacer?
--¿Un poco a lo Borges, no, Selena?
--¿Trabajar?
--Sí, pero sin ese pesimismo, no.
--Por ahora, no.
--Dime una cosa, Enrique --dijo Isa.
--Voy a estudiar idiomas.
--El hombre, claro, el humanismo, lo que le falta a Borges.
--Francés, en la Alianza. E inglés.
--Enrique, bípedo plúmbeo.
--A lo Saint-Exupery, vaya.
--Sí, porque esas máquinas frías.
--Tú dirás impluvio.
--¿Pero, por qué la dejaste?
--El hombre, en cambio, es infinito.
--¿Realmente sale en Solaris algún árbol de yeso?
--Siempre será el hombre, más allá de las máquinas.
--Porque me aburría.
--¿O es una de las tuyas?
--Y a mí me gusta divertirme.
--Y creo que puede haber amor, por ejemplo.
--¿Sale o no sale, bombus?
--Entre seres humanos.
--No hablarás en serio.
--Y extraterrestres.
--Se habla de ellos.
--Bueno, no se debe ser esquemático.
--Es la historia que Burton, el explorador, cuenta al principio.
--Pero uno debe terminar lo que empieza.
--Él divisó en el Océano una especie de jardín, pero era artificial, como de yeso. Es como un anticipo.
--Puede ser.
--¿De qué?
--Ese nihilismo de los jóvenes de hoy.
--De todo lo demás.
--Ese omnismo de los ya no tan jóvenes.
--¿He oído onanismo? --suspiró Selena, moviendo las lombrices con algo parecido al horror.
--No entiendo.
--Hablábamos de enanismo.
--Porque la gente, no sé. ¿Por qué no se habla de otra cosa que de sexo, sexo? Es horrible, la gente, sólo piensa en eso.
--Terrible --jadeó Poncio.
--¿No recuerdas? Todas las criaturas, las cosas que el Océano crea o duplica. Son como ese jardín.
--Ya huelo el mar --suspiró Selena--. Espero que estemos llegando.
--Pero parecen reales.
--Este camino ha resultado más largo que el otro --jadeó Poncio--. Si yo llego a saber.
--Ya empezó a morsificar.
--Y tú a petrificar. Eres más pesado que las pirámides.
--Mi último cuento es sobre las pirámides.
--Estás hecha una profanadora de tumbas, querida --dijo Poncio.
--Hablando como los locos, ha poco dieron por la televisión Tonina, de Giraudoux --dijo Víctor Saínz, rascándose la barba.
--¿No es Ondina? --dijo Isa frunciendo las cejas, mas de inmediato se echó a reir de tal modo que se le soltó el pelo todo por la espalda, para satisfacción visual de los allí presentes.
--Lo hubiera sido, pero con otra actriz --dijo Víctor Saínz, y pensó que el cielo estaba amueblado por los ojos de Isa.
--Son reales, pero no son vivas.
--UNa versión al cine sería tal vez peor --dijo Poncio--. Se llamaría Ponina, y seis guionistas harían la versión libre.
--Ay, qué gracioso, Ponci.
--¿Por qué dices que no son cosas vivas?
--Poncio, cabrón, así que quieres echarte a la Selena --dijo César sotto voce.
--¿Yo? Tú estás loco, primo.
--Esa costumbre tuya de lavarte las manos.
--No tienen vida propia, sino aquella que les presta quien los contempla --dijo Enrique, casi de mala gana--. Hari es casi una mujer viva para Kelvin, mas no para los otros. Sus lágrimas, su mismo amor, sólo repiten o reflejan las lágrimas y el amor de Kelvin.
--Pero ella se sacrifica por él.
--¿Y de qué parte venían ustedes? No sabía que hubiera otro camino.
--Él se había sacrificado antes por ella, renunciando al regreso.
--Vinimos por el río, y después de cruzarlo cogimos un atajo-- dijo Víctor Saínz.
--Era de imaginar --dijo César.
--Ella nunca es una mujer. Es su daena, su ánima junguiana, el vishnú hembra del bhakti. Desaparece incluso cuando su presencia corporal ya no hace falta.
--¿El qué?
--Lo del atajo. ¿Entonces vieron el bosque de yeso?
--Todo ese farramallo simbólico podrá ser cierto, pero ella llega a ser una mujer. Ella se lo dice, vive ya por su cuenta.
--¿Qué bosque de yeso?
--Pero no sueña. ¿Quieres mejor prueba de que es un sueño?
--Ah, ya, aquellos árboles muertos, como estatuas de árboles --dijo Víctor Saínz, rascándose la barba.
--El hombre es un sueño que sueña --suspiró Selena.
--¿De quién es eso? --dijo Enrique.
--¿Qué bobería andaban discutiendo ustedes, Gina Esteatopigia? --dijo César --. Ay.
--No sé, me vino a la cabeza.
--Hablábamos del bosque de yeso.
--Así lucirá todo de aquí a unos años --dijo César.
--Tengo un amigo que, en un poema, habla de un mar de estatuas --dijo Víctor Saínz, rascándose la barba que, eriza y entrecana, le daba a su figura larga y algo corvada un leve aire de escoba de deshollinar con mucho uso. Su voz profundizada quería ser sentenciosa, y tenía algo de corno; en todo caso, no se hubiese esperado oirla salir de una contextura flautina como la suya. Llevaba jeans gastados, camisa estilo silvio, la mochila violeta de su encantadora acompañante y, naturalmente, una pipa. Lo mismo que Selena, publicaba.
--Al fin, el mar --suspiró Selena.
Dejaron atrás las maletas, luego un pseudopinar de suelo crujiente de agujas, y desembocaron en la playa, fresca y crepusculada. Una nube de espléndidos naranjas se cernía vastamente sobre el mar.
--Miren, es como mi sombrilla --suspiró Selena, moviendo las lombrices con algo parecido al júbilo.
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