|
FEDERICO:
la rosa de su aliento
TENGO MIEDO A PERDER LA MARAVILLA
Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua, y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.
Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas; y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
para el gusano de mi sufrimiento.
Si tú eres el tesoro oculto mío,
si eres mi cruz y mi dolor mojado,
si soy el perro de tu señorío,
no me dejes perder lo que he ganado
y decora las aguas de tu río
con hojas de mi otoño enajenado.
EL POETA PIDE A SU AMOR QUE LE ESCRIBA
Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mí quiero perderte.
El aire es inmortal. La piedra inerte
ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte.
Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas,
tigre y paloma, sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas.
Llena, pues, de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.
(de los Sonetos del Amor Oscuro)
CASIDA DEL LLANTO
He cerrado mi balcón
porque no quiero oír el llanto,
pero por detrás de los muros
no se oye otra cosa que el llanto.
Hay muy pocos ángeles que canten,
hay muy pocos perros que ladren,
mil violines caben en la palma de mi mano,
Pero el llanto es un perro inmenso,
el llanto es un ángel inmenso,
el llanto es un violín inmenso,
las lágrimas amordazadas al viento,
y no se oye otra cosa que el llanto.
(Diván del Tamarit.)
EN LA MUERTE DE JOSÉ DE CIRIA
Y ESCALANTE
¿Quién dirá que te vio, y en qué momento?
¡Qué dolor de penumbra iluminada!
Dos voces suenan: el reloj y el viento,
mientras flota sin ti la madrugada.
Un delirio de nardo ceniciento
invade tu cabeza delicada.
¡Hombre! ¡Pasión! ¡Dolor de luz! Memento.
Vuelve hecho luna y corazón de nada.
Vuelve hecho luna; con mi propia mano
lanzaré tu manzana sobre el río
turbio de rojos peces y verano.
Y tú, arriba, en lo alto, verde y frío,
¡olvídame! y olvida el mundo vano,
delicado Giocondo, amigo mío.
(Poemas sueltos)
Stéphane Mallarmé
Me enteré de la muerte de Mallarmé el 9 de septiembre de 1898, por un telegrama de su hija.
Fue para mí uno de esos mazazos que llegan a lo más hondo y anulan hasta la fuerza para hablarde ello. Dejan intacta nuestra apariencia; a los ojos de los demás, estamos vivos, pero el interior es un abismo.
No me atrevía a entrar en mí, en donde sabía que me esperaban algunas palabras insoportables.Hay algunos temas de reflexión que no he vuelto a considerar desde aquel día. Durante mucho tiempo había pensado tratarlos con Mallarmé; de algún modo, su brusca desaparición los ha convertido en sagrados, y se los ha prohibido para siempre a mi atención.
En aquel tiempo pensaba en él muy a menudo; nunca como en un mortal. Representaba para mí,tras los rasgos del hombre más digno de ser amado por su carácter y su gracia, la extrema pureza de la fe en materia de poesía. Tenía la impresión de que, a su lado, todos los demás escritoreshabían negado al único dios verdadero y se habían entregado a la idolatría.
* * *
El primer paso de su búsqueda se encaminó necesariamente a definir y producir la belleza más exquisita y más perfecta. Lo primero que hace es determinar y separar los elementos más preciosos. Estudia cómo encajarlos sin mezcla, y en ese proceso empieza a alejarse de los demás poetas, quienes, incluso los más ilustres, están contaminados con impurezas, mezclados deausencias, debilitados con alargamientos. Se aleja también de la inmensa mayoría, es decir, de la gloria inmediata y de las ganancias; y completamente solo se dirige hacia lo que ama y hacia lo que le mueve su voluntad. Desprecia y es despreciado. Encuentra su recompensa en el sentimiento de haber sustraído lo que compone con tanto cuidado a las variaciones de la moda y a los accidentes de la durabilidad. Los cuerpos de sus pensamientos son cuerpos gloriosos: son sutiles e incorruptibles.
En las raras obras de Mallarmé, no hay ninguna de esas negligencias que tranquilizan a tantoslectores y les hacen preciarse secretamente de estar familiarizados con el poeta; ninguna de esas apariencias de humanidad que emocionan tan fácilmente a todas esas personas para quienes lohumano apenas se distingue de lo común. Se ve en ellas, por el contrario, afirmarse el intento más audaz y más continuado que se haya visto jamás de superar lo que yo denominaría la intuición ingenua en literatura. Esto suponía romper con la mayoría de los mortales.
* * *
¿Cabría aquí poner en duda si un poeta puede legítimamente pedirle a un lector la aplicación sensible y sostenida de su inteligencia? ¿Se reduce el arte de escribir a la diversión de nuestrossemejantes y a la manipulación de sus almas sin que entre en juego su resistencia? La respuesta esfácil, no tiene la menor dificultad: cada inteligencia es dueña de sí. No hay el menor óbice en que rechace lo que le resulte duro. No tengan ustedes el menor miedo a cerrarnos. Déjennos caer delas manos.
Pero hay quien se queda molesto, quien se enfada, quien se queja y quien va un poco más allá de la queja. Y aunque no haya visto yo que nada medianamente bueno que haya pasado por sus irasno haya salido fortalecido del trance, no se me ocurre, por ello, anatematizarlos; entiendo sucorazón. Hay una impaciencia, hasta cierto punto respetable, que lleva a las gentes a despreciar, a prohibir, a motejar con burla cuanto no comprenden. Defienden, como pueden, su honor intelectual; salvan la cara de su inteligencia. Me parece digno de ser mencionado, casi hermoso, que quienes no puedan soportar el tenerse que imputar a sí mismos un especie de derrota de su inteligencia, ni sufrirla solos, apelen a sus semejantes, como si la abundancia de espejos...
* * *
Un hombre que renuncia al mundo se coloca en la condición de comprenderlo. Éste, a quien me estoy refiriendo, tendía a sus delicias absolutas por el ejercicio de una especie de ascetismo y, en la medida en que había renunciado a toda facilidad en su arte y a las felices consecuencias que de esa facilidad se derivaran, mereció cumplidamente percibirlo en toda su hondura. Pero esa hondura sólo depende de la nuestra, y la nuestra de nuestro orgullo.
El amor, el odio, la envidia son luces de la inteligencia, pero el orgullo es la más pura; siempre ha indicado a los hombres, iluminándolo, lo más difícil y lo más hermoso que tenían que hacer. Consume las naderías y simplifica a la persona misma; la aleja de las vanidades, porque el orgullo es a la vanidad lo que la fe es a la superstición. Cuanto más puro es el orgullo, más fuerte y único es en el alma, más meditadas son las obras, más negadas y arrojadas una y otra vez al fuego de un deseo que no muere. Cuando el alma grande aborda el objeto del arte, lo purifica. Poco a poco el artista se despoja de las ilusiones groseras y generales, obtiene de sus virtudes inmensos trabajos invisibles. La selección despiadada le devora los años y la palabra acabar pierde sentido, pues por sí mismo el espíritu no acaba nada.
Pero, distanciado de los atractivos que lo hacen utilizable a la mayoría de los hombres, el acto misterioso de la idea pierde sus motivos ordinarios y sus causas reconocidas.
Mallarmé se justificó ante sus pensamientos atreviéndose a jugarse todo su ser al más elevado y audaz de todos ellos. El paso del pensamiento al discurso ocupó esa vía infinitamente simple de todas las combinaciones de una inteligencia extranamente libre. Vivió para efectuar en sí transformaciones admirables. No veía en el universo otro destino concebible que ser finalmente expresado. Cabría decir que ponía al Verbo, no al principio, sino al final último de todas las cosas.
Nadie había confesado, con tal precisión, tal constancia y tal seguridad heroica, la inminente dignidad de la Poesía, fuera de la cual no veía más que el azar...
Gaulois, 17 de octubre de 1932. Variété II (1929) y Écrits divers sur Stéphane Mallarmé (1950).
Última visita a Mallarmé
Cuando empecé a tratar personalmente a Mallarmé, la literatura no significaba todavía gran cosa para mí. Se me hacía cuesta arriba leer y escribir, y debo confesar que aún me queda algo de ese fastidio. La conciencia de mí mismo, por sí misma, el esclarecimiento de tal atención y la preocupación de trazarme nítidamente mi existencia apenas me dejaban. Ese mal secreto aparta de las Letras, aunque en él resida el origen de las mismas.
Sea como fuere, Mallarmé era, en mi sistema íntimo, la personificación del artista sabio y delestado más alto de la ambición literaria más aquilatada. Había hecho de su genio una compañía enlo más hondo de mi alma y abrigaba la esperanza de que algún día, pese a la diferencia de nuestras edades y la distancia inmensa de nuestros méritos, perdería yo el miedo de confiarle mis dificultades y mis particulares puntos de vista. No se trataba en absoluto de que me intimidara, pues nunca hubo nadie más dulce ni más deliciosamente sencillo que él; se trataba de que meparecía ver a mí por entonces una suerte de contradicción entre el ejercicio de la literatura y la pretensión de algún rigor y sinceridad en el pensamiento. La cuestión es infinitamente delicada. ¿Podía implicar en ella a Mallarmé? Yo lo amaba y lo ponía por encima de todos; pero también había renunciado a adorar aquello que él había adorado toda su vida, aquello a lo que la había consagrado, y no tenía valor para hacérselo oír.
No me parecía, por otra parte, que pudiera rendirle homenaje más verdadero que el de confiarle mi pensamiento y mostrarle cómo sus búsquedas, y los análisis sutiles y exactos de los que aquéllas proceden, habían modificado mi modo de ver el problema literario y me habían llevado a abandonar la partida. Los esfuerzos de Mallarmé, diametralmente opuestos a las doctrinas y a los cuidados de sus contemporáneos, se dirigían a ordenar todo el dominio de las Letras mediante la consideración general de las formas. Es extraordinariamente notable que, careciendo de conocimientos científicos, mediante el estudio minucioso de su arte, haya llegado a una concepción tan abstracta y tan próxima a las especulaciones de mayor altura de algunas ciencias. Por otra parte, nunca hablaba de sus ideas si no era mediante figuras. La enseñanza explícita le producía una extraña repugnancia. Su oficio*, que odiaba, debió de tener algo que ver con esta aversión. Yo, por mi parte, tratando de resumirme sus tendencias, me permitía designarlas a mi modo. La literatura ordinaria me parecía comparable a una aritmética, es decir, a la búsqueda de unos resultados particulares, en los que no es fácil distinguir la regla del ejemplo; la suya, la que élconcebía me parecía análoga a un álgebra, pues suponía la voluntad de poner en evidencia, de conservar a través de los pensamientos y de desarrollar por ellos mismos, las formas del lenguaje.
«Pero una vez que uno reconoce y comprende un principio, es inútil perder el tiempo en sus aplicaciones», me decía entre mí...
Aquel día que yo esperaba no llegó nunca.
* * *
Vi por última vez a Stéphane Mallarmé el 14 de julio de 1898, en Valvins. Después de comer, me llevó a su «cuarto de trabajo». Cuatro pasos de largo por dos de ancho; la ventana al Sena y al bosque de espeso follaje desgarrado por la luz, con los mínimos centelleos del río resplandeciente cabrilleando tenuemente por las paredes.
Le preocupaban a Mallarmé detalles supremos de la fabricación del Coup de dés. El inventor consideraba y retocaba con su lápiz aquella máquina absolutamente nueva que la imprenta Lahure había aceptado construir.
Nadie había emprendido hasta entonces, ni soñado con emprender, la tarea de dar a la figura de un texto una significación y una acción comparables a las del propio texto. Del mismo modo que el uso cotidiano de nuestros miembros casi nos hace olvidar su existencia e ignorar la variedad de sus recursos, hasta que, en ocasiones, un artista del cuerpo nos hace ver todas sus destrezas ariesgo de su vida que consume en ejercicios y que expone a los peligros de su deseo, así, el uso habitual del habla, la práctica de la lectura corrida y de la expresión inmediata debilitan la conciencia de tales actos demasiado familiares y llegan a anular la idea de sus posibilidades y desus posibles perfecciones hasta que sobreviene alguna persona extrañamente desdeñosa de las facilidades de su ingenio, pero especialmente atenta a cuanto pueda producir de más inesperado y libre.
Yo estaba al lado de esa persona. Nada me decía que no la volvería a ver nunca más. No había, en el oro del día, ningún cuervo encargado de predecir.
Todo estaba en sosiego y seguro... Pero pese a que Mallarmé me hablaba, con el dedo puesto en la página, sucedióme que mi pensamiento se puso a pensar en aquel momento mismo. Le atribuía distraídamente un valor como absoluto. Junto a él, vivo, pensaba en su destino como algo cumplido. Nacido para hacer las delicias de unos, para escándalo de otros, y para maravillar a todos --a éstos por demencia y absurdidad; a los suyos, con maravilla de orgullo, de elegancia yde pudor intelectual--, le habían bastado unos pocos poemas para poner en cuestión el objeto mismo de la literatura. Su obra, difícil de entender, imposible de ignorar, dividía al pueblo letrado. Pobre y sin honores, la desnudez de su condición envilecía los provechos de los otros; se había asegurado, de todas formas, sin buscarlas, fidelidades extraordinarias. Y en cuanto a él, cuya sonrisa de sabio, de víctima superior, inundaba dulcemente el universo, sólo le había pedido al mundo lo que de más raro y de más precioso tiene. Lo encontraba en sí.
* * *
Salimos al campo. El poeta «artificial» recogía las flores más inocentes. Azulejos y amapolas llenaban nuestros brazos. El aire era de fuego; el esplendor, absoluto; el silencio estaba lleno de vértigos y de intercambios; la muerte era imposible o indiferente; todo, formidablemente bello, ardiente y durmiente; las imágenes del sol temblaban.
Imaginé al sol, en la inmensa forma del cielo puro, como un recinto incandescente donde nada distinto subsiste, donde nada dura, pero donde nada cesa; como si la destrucción misma se destruyese apenas cumplida. Se desvanecía en mí el sentimiento de la diferencia entre el ser y el no-ser. A veces la música nos impone tal impresión, que está más allá de cualquier otra. ¿Acaso no es absolutamente la poesía, pensaba yo, el juego supremo de la transmutación de las ideas?... Mallarmé me señaló la llanura que el estío precoz empezaba a dorar: «Mire, dijo, es el primer toque de címbalo del otoño sobre la tierra. »
Cuando llegó el otoño, él ya no estaba.
Paul Valéry
Tomado de Paul Valéry / Estudios literarios
Colección La Balsa de la Medusa, 64
España, 1995
* Mallarmé era profesor de inglés en la enseñanza secundaria. [N. del T.]
Gaulois, 17 de octubre de 1923. Publicaciones posteriores: Fragments sur Mallarmé (1924), Maîtres et Amis (1927), Poësie (1928), Variété II (1929), Écrits divers sur Stéphane Mallarmé (1950).
|