La página Hojas al viento (título del primer poemario de Julián del Casal, editado en La Habana en 1890) está dedicada a la divulgación de la poesía y la prosa de Julián del Casal, así como a ensayos, artículos y textos en general sobre su obra y vida. 
A tono con el presente número (dedicado a la Calle del Obispo) ofrecemos a nuestros distinguidos lectores y a las damas cubanas un artículo de nuestro compañero Federico Villoch. En el mismo su autor nos lleva a uno de los lugares de Obispo más frecuentados por nuestros jóvenes literatos (Casal entre ellos, bien sur). Se trata del Café Europa. Alternando entre el chartreuse y el café con leche criollo, este sitio llegó a ser el espacio que conectaba los últimos libros llegados a la librería del señor Pozo con la vida intelectual habanera. Allí (en el Café Europa) Casal tenía su "taza chinesca" para el té. Allí retocaba algún que otro poema. Allí Obispo se volvía un jardín japonés, burlaba las murallas. 

LAS TARDES DE LA GALERÍA LITERARIA 
 

calle Obispo

     Nos referimos a la gran casona de la calle del Obispo, al lado de la esquina izquierda de Aguiar, donde se hallaba la librería de la señora viuda e hijos de Pozo; en aquel tiempo la casa estaba marcada con el número 55, hoy lo está con el 261 y la ocupa un establecimiento que podría llamarse <<de todo y para todos>>, por la variedad de artículos que le ofrece al público; y del que es dueño el señor Casal. Corrían los años 1889, 90, 91, etc. En vida de don José del Pozo, padre, se hallaba esta librería situada en la acera de enfrente de la propia calle, en una casa más reducida, de sólo dos puertas y en cuya vidriera aparecieron anunciados, por primera vez aquí en La Habana, los mamarrachos novelísticos de un cierto autor madrileño, imitando las geniales novelas de Emilio Zola, entonces en todo el esplendor de su fama y popularidad. Siempre había en la vidriera pegado un número del periódico taurino La Lidia, con una lámina en colores de toros, pintada por el célebre dibujante sordomudo madrileño Perea. Conocimos muchos aficionados a la tauromaquia que tenían su cuarto completamente tapizado con estas pintorescas láminas de Perea. Pozo era un hombre bajito, rechoncho cabezón, de ojos saltones, siempre sentado ante un pequeño pupitre que se levantaba sobre una tarima en medio de la librería y desde la cual recibía a los marchantes y dictaba órdenes a sus dependientes. 
     El Fígaro, el popular semanario de Pichardo, ponía en su portada, que la redacción y administración de dicho periódico se hallaban allí en la citada librería; pero era un decir: la  administración la llevaba siempre consigo, en una cartera, de la que nunca se separaba, un señor tan menudito como activo, siempre sonriente, que se llamaba Fernando Díaz; y la redacción, compuesta de Pichardo, Catalá y sus amigos, se reunía allí todos los días, de 2 a 5 de la tarde,  para hablar de literatura; leerse mutuamente sus versos y sus prosas; algunos de los que aparecerían en el citado periódico la próxima semana; y enterarse de las grandes obras que  acababan de llegar de Madrid, París, etc. Constituía para aquel grupo de jóvenes artistas asistir todas las tardes a la tertulia de la Galería, una necesidad ineludible. De aquellas reuniones  surgieron grandes iniciativas: la famosa velada literaria organizada por El Fígaro y La Habana Elegante, que tuvo lugar en el gran teatro Tacón en el año de 1890, y en la que leyó su autora, la  poetisa portorriqueña Lola Rodríguez de Tió, sus famosos versos <<Cuba y Puerto Rico son-- de  un pájaro las dos alas --, reciben flores o balas -- en el mismo corazón>>, que a poco da con los organizadores de la fiesta en la cárcel, pues como es natural los tomó a mala parte el capitán  general de la isla, Salamanca, que asistía a fiesta en calidad de invitado; y el banquete con que  obsequiamos en el restaurante París, de la calle de O'Reilly, a Rubén Darío, en su paso por La  Habana para dirigirse a Europa; y el almuerzo de despedida que le ofrecimos a Fray Candil cuando éste determinó trasladarse a España y alternar allí con los grandes críticos de la época. 

     Ninguno de nosotros pasaba de los veintiocho, veintiocho años. Todos con arreglo a la moda  reinante, usaban bigotes con las puntas engomadas, a excepción de algunos -- el postalista entre ellos -- que llevaban patillas a la madrileña terminadas en punta, Zerep, el doctor Aróztegui, Pancho Coronado, Héctor de Saavedra y, sobre todos, Ricardo de la Torriente, que la ostentaba  negra, retinta y abundante. Cuando llegaban a la Galería Literaria las grandes cajas de libros a ella consignada, y que acababa de traer el correo de España, las rodeábamos todos con creciente  curiosidad; y según Escoto, el primer dependiente de la librería iba sacando los ejemplares que contenían aquéllas, la admiración se retrataba en todos los rostros y en los ojos nos brillaba el apetito intelectual, despertado por los títulos y los nombres gloriosos de los autores entonces en  plena boga: Zola, Daudet, Bourget, Maupassant, Pérez Galdós, Armando Palacio Valdés, Pereda;  a Blasco Ibáñez no se le conocía aún como novelista, ocupado entonces en llenar cuartillas  revolucionarias para su periódico El Pueblo; y sus vigorosas narraciones, avanzadas pudieránseles llamar, de sus futuras novelas La Barraca, Cañas y barro, etc., etc. Era en los días de la Safo, de  Daudet; de Una vida, de Maupassant; de Cosmopolis, de Bourget; de El Ensueño, de Zola; de La Espuma, de Palacio Valdés; de La Pródiga, de Pedro Antonio de Alarcón; Pequeñeces, del  P. Coloma; aquel periódico literario que por desgracia para las letras universales no ha vuelto a  reproducirse; ni que, dadas las nuevas tendencias y las circunstancias, pueda resucitar en largo tiempo. 

     Escoto, que era un excelente lector, sentía especial agrado en leernos páginas y capítulos enteros de Castelar, Juan Montalvo, Francisco de Castro y Serrano, Pereda, reunidos todos en el cuartico que en el patio de la casa ocupaba Julián del Casal, por concesión generosa de los propietarios de la librería. Algunas veces amenizaba la reunión con sus visitas Manuel Sanguily, el doctor Aróstegui, Manuel de la Cruz y el villareño Antonio Berenguer, amigo y paisano de Pichardo, a  quien éste obsequiaba algunas veces con un billete de libre circulación de los Ferrocarriles Unidos, para ir a Santa Clara, su ciudad natal. Escoto fue recomendado por Pichardo al embajador español Dupuy de Lome, en Washington y resultó después, como se recordará, el protagonista de la  famosa historia de <<La carta sustraída>>, que precipitó la guerra hispanoyanqui... 

     Los que componían el grupo clásico de El Fígaro eran Pichardo, Catalá, Panchito Chacón, Cancio--¡qué nombre más bonito y sonoro el de este compañero: César Cancio Madrigal!--- Prieto, cronista pelotero, el Manolo de la Reguera de entonces, Ubago, Raúl Kay, Ezequiel García, Pancho Coronado, Wen Gálvez y el postalista. Siempre que llegaba a la Galería algunos de los escritores notables de entonces, nos agrupábamos a su alrededor, como los polluelos al calor de la madre gallina. Mediada la tarde, el grupo juvenil solía trasladarse al café Europa que se hallaba en la próxima esquina de Aguiar; y allí, en alegres rondas reanudaban sus conversaciones  Héctor de Saavedra, el atildado cronista de salones de La Habana Elegante, le contaba a Pichardo sus flirteos y lances mundanos; Raúl Kay nos refería el asunto del último cuento de Maupassant,  del que era lector fanático; Casal, retocaba alguna estrofa del poema que tenía entre manos -- en tanto sorbía lentamente su te, en una taza chinesca, que tenía preparada ex profeso --, el doctor Benjamín de Céspedes apurando su décimo chartreuse del día nos leía el último capítulo de su novela El Gorrión, que no llegó nunca a publicarse; Catalá hacía chistes, preparando sus Cris cris para El Fígaro de la próxima semana... 

     El café Europa de aquel tiempo era un real avispero, siempre bullicioso, animado, concurrido;   centro de periodistas; jóvenes sportmens y agentes de negocios pero no políticos, que entonces no existían, pues La Habana colonial se hallaba entonces a mil leguas de lo que es hoy la capital de la República: uno de los concurrentes más asiduos al café era el genial escritor portorriqueño, de pluma acerada, Luis Bonafoux, entonces desempeñando, bajo la protección de Cánovas del Castillo, un puesto en la burocracia colonial. De sus observaciones de aquel medio sacó Bonafoux su famoso folleto, especie de novela, titulado El Avispero, que se hizo tan popular y fue objeto de  enconadas y múltiples polémicas, estando a pique de batirse en duelo Bonafoux con Pancho Varona Murias, que lo vapuleaba de duro en el periódico La República Ibérica, de Niceto Solá:  años después, Varona y Bonafoux fueron íntimos amigos en París, y el periodista lo resolvió al duelista, a su favor un problema pasional, que le afectaba hondamente. La vida rueda... 

     Aquellas tardes de la Galería Litereria pudiéramos decir que encierran un período de nuestra  modesta vida literaria de aquellos tiempos, no muy abundante de Ateneos, Academias y cenáculos. Allí se leyeron muchos capítulos de los Cromitos Cubanos, de Manuel de la Cruz; fragmentos de algunas de las conferencias que para las veladas de la Caridad del Cerro preparaba  Enrique José Varona, entre ellos, los de su célebre trabajo sobre <<El Poeta Anónimo de Polonia, que leyó en dicha institución el 14 de mayo de 1887; pasajes y descripiciones de la novela cubana Lionela, de Nicolás Heredia y Mi tío el Empleado, de Ramón Meza; artículos y juicios críticos que Manuel Sanguily destinaba a ver la luz en sus muy leídas e interesantes Páginas Literarias; trabajos periodísticos de Gastón Mora, Alfredo Martín Morales, el doctor Gonzalo Aróstegui, etc., etc.; allí se leyó por Pichardo su oda a Santa Clara, su ciudad natal premiada después en un concurso artístico que se celebró en el Liceo de aquella villa, bajo los auspicios de la benefactora doña Marta Abreu de Estévez; allí, igualmente, otra tarde, obsequiamos con un refresco en el café Europa al magistrado don Eugenio Sánchez de Fuente, padre del futuro autor de la Habanera , por haber obtenido un premio de importancia en el concurso del centenario de Don Quijote con su Loa a Cervantes, en el que también fue premiado el maestro Pepito Mauri por su inspirada Serenata a Dulcinea, que después se ejecutó a gran orquesta en un concierto llevado a cabo en el gran teatro de Tacón; y allí, en fin, una tarde, en La Galería Literaria, se leyó nuestro poema del arroyo La Cama número 15, que entusiasmó al cónclave por cuyo motivo se nos rindió en el acto un cálido y simpático homenaje en el citado café Europa, a cuarenta centavos por cabaza: pasteles, láguer y café con leche. 

     Por aquellos días vino a La Habana y aquí vivió algunos meses el escritor venezolano Miguel Eduardo Pardo, que logró alcanzar íntima amistad con nosotros. Después se embarcó para Europa y en Madrid escribió una novela titulada Todo un Pueblo que alcanzó un éxito considerable. <<No te remontes, maese Pedro, y vuelve a tierra...>> Joaquín del Pozo, el hijo de Doña Concha, herido por la desgracia, enfermó de melancolía; vinieron otros días y surgieron otras preocupaciones; emprendimos un largo viaje. Murió doña Concha. A nuestra vuelta, ya había cerrado sus puertas el que fue uno de los establecimientos más concurridos de la calle del Obispo. Muchas veces hemos pasado frente a esta casa en que estuvo la Galería Literaria; y una vez, que por mera curiseidad entramos en ella, sin otro objeto que recordarlo, fuimos caminando, caminando en su amplia sala, como un ciego que se orienta tocando las paredes y los muebles que les eran conocidos el gran bufete notarial en que se sentaba doña Concha entregada a sus eternas labores de crochet; el pupitre en que Escoto escribía sus remisiones de libros al interior de la isla; el marco de la puerta del fondo que conducía a la celda del poeta... Y caminando, caminando, volvimos de nuevo a la calle; y nos alejamos de aquel sitio en que ya nada nos interesaba... 

     Así podríamos recorrer La Habana entera, recordando muchas cosas, como dice Maupassant en su cuento La Señorita Perla, paseando por ese jardín de la casa solariega donde se ha crecido y en  el que cada árbol, y cada sendero, y cada planta, hacen surgir un hecho de nuestra vida pasada, uno de esos hechos deliciosos que componen el fondo mismo, la trama de la existencia: para el viejo postalista descolorido, las encantadoras Tardes de La Galería Literaria

      Federico Villoch 

<<Carteles>>, 25 de marzo de 1945.