La página Hojas al viento (título del primer poemario de Julián del Casal, editado en La Habana en 1890) está dedicada a la divulgación de la poesía y la prosa de Julián del Casal, así como a ensayos, artículos y textos en general sobre su obra y vida. 
La entrega del presente número es excepcional.  No entregamos al lector un artículo ni un ensayo sobre Casal.  Tampoco se trata de ninguno de los textos en verso o en prosa del poeta.  Hemos seleccionado un cuento del poeta, narrador y dramaturgo Reinaldo Montero. Y esa selección está más que justificada, toda vez que en el relato encontrará el lector acucioso la erudición (Montero ha leído mucho y bien a Casal), y la sagacidad del ensayista unido a la imaginación y la sensibilidad del poeta. El cuento trasciende, por otra parte, lo anecdótico, de modo que las reflexiones en torno a Casal se inscriben en un ámbito más amplio: son también reflexiones acerca de la literatura, de los escritores cubanos.  Traspasado por una elegante, pero punzante ironía, Montero deja en libertad sus propios avisperos y sus (nuestros) gorriones.  La Habana Elegante espera que ésta no sea su última colaboración con nosotros. Y deja constancia aquí de su gratitud. 

Avispas Y Gorriones En La Pasión Y En La Muerte  De Julián Del Casal   

 Reinaldo Montero 

1 
     El café Europa, las mesas redondas, las sillas vienesas, la mucha gente, un avispero.  Es un avispero, decía el puertorriqueño Luis Bonafaux, el protegido del restaurador y jefe de conservadores don Cánovas del Castillo.  Y para corresponder a protección tan insigne, Bonafaux escribió a Cánovas una carta abierta. Señor, El Solitario Y Su Tiempo, ese cumplido fruto de sus ocios, es maravilla robusta e intelecta.  Y dicen que Pancho Varona se sentó en su sitio de costumbre, abrió La República Ibérica y leyó la carta.  Así que flores y más flores para ese ciego a la cuestión cubana, con facultades enflaquecidas por ser mucho lo que le pide al sesentón la mujer de treinta conque se ha casado, y que un periódico decente le haga el juego.  Y Pancho Varona dio con el puño sobre el mármol. Golpe sordo, de poco efecto.  ¿Qué se ha creído el gacetillero de Bon-à-faux, que puede ordenar las suertes como un Pedro Romero, y echar picapica en los capotes para que la res no embista, y tirar tachuelas en los chiqueros para que los cornudos adoloridos no igualen, y ser tan Judas de mellar el estoque del matador?, ¿qué se cree ese Bueno En Falsías?, necesito dos padrinos.  Y luego del desfile de cuadrilla no hubo corrida, y menos derribo del toro, muerte y arrastre, al contrario, hasta llegaron a ser íntimos amigos, no aquí, sino allende el mar, en el continente De la serie El sonido del cuerno en la espesura (Eduardo H. Santos)tocayo del café. 
     Y entre las avispas, Héctor de Saavedra, el atildado cronista de La Habana Elegante, hombre diestro en lances mundanos, en los que entra y sale con la finura de un neutral, dicen.  Y Héctor de Saavedra no evita una tenue sonrisa cuando escucha que Zeus se convirtió en toro por Europa, así que el amor le dio cuernos, y la sonrisa persiste al ver a Julián del Casal en la mesa de enfrente, sorbiendo té en el tazón chinesco que le reservan para su uso exclusivo.  Que en el Nuevo Mundo después de Poe, es su alma la que ha volado más, dijo Rubén Darío.  Y la rara avis de Julián del Casal cierra los ojos, bebe, y cuando los abre, el mundo sigue donde lo había dejado.  Y frente a sus ojos, habitando el mundo inevitable, Benjamín de Céspedes que empina la misma copa de chartreuse, aunque sea la décima.       
     «Ah, estos cartujos de Tarragona tienen una mano para macerar la canela, el tomillo y la raíz de angélica… Mmmm.» 
     Desde la primera copa, y entre elogios a las proporciones de menta y balsamina que mmmm, don Benjamín no ha cesado de insistir en leer al poeta un capítulo no tan extenso como apasionante de su novela El Gorrión.  «Quizás termine titulándola, La Bijirita, porque a los gorriones los trajeron de España, y la bijirita es criolla.»  Y Benjamín mira a un lado y a otro antes de decir, «¿va captando la intención, señor Casal?, porque para mí, gorrión viene a ser el tipo de persona atrevida y desvergonzada, que de ahí el refrán /écheme trigo / dime gorrión,/ ¿no?» 
     / Y encuéntrame muerto y hazme un entierro,/ pudiera murmurar Julián del Casal, como pudiera recordar la pompa con que fue enterrado el gorrión que encontraron tieso los Voluntarios del Batallón de Ligeros en el Castillo de La Fuerza, porque seguro había sido asesinado con tirapiedras por algún hijo de mambí.  Hasta los jesuitas de Belén compraron una lápida de mármol con la leyenda /E. P. D. /   Recuerdo que los Voluntarios de este colegio / Consagran al Gorrión que yace / Aquí./   Aquí la encarnación de la España bárbara.  Aquí Benjamín de Céspedes con chartreuse y una barbaridad de papeles, como para morirse.  Y Julián del Casal cierra los ojos, y aunque prefiere los mercados y la calle repleta de transeúntes, aunque la sombría soledad de los bosques no le da ni frío ni calor, en los ojos le saltan formas esbeltas de movimientos graciosos, alegres, bijiritas, son bijiritas con variadas libreas, posadas en una flexible guirnalda, en una sinfonía de flores, qué flores, nada de marpacíficos o adelfas, son crisantemos, amarilis, crolilopsis, y las bijiritas, a mezclar sus gorjeos en el aire süave de pausados giros, ¿aquella no es un macho de esos que cambian la color de la garganta por un tinte más vivo, cuando celan?, y a libar la miel de los nectáreos en la fresca margen del arroyo, para placer del señor Gundlach que lleva cincuenta años confundiendo los días con las noches, rompiendo monte, arrastrándose por las bejuqueras, durmiendo al raso para observar costumbres de bijiritas, qué gusto, y ahora el macho tiembla, ¿teme?, ¿qué teme?, la fuerza del viento, la ruda embestida del novillo que rompe plaza, la mirada del guapo de taberna algo flamenco, la brutalidad de los perros que acosan.  «A mi modesto juicio, la novela es reveladora.» «¿Reveladora de qué?», dice Julián del Casal con más cansancio que ironía. «Usted, que es poeta culto y sensible, lo va a comprender por sí mismo. Escuche.»  Y colocado el toro para la suerte de varas, el picador se encima, y Julián del Casal siente el rejón desde las primeras palabras, y no necesita cerrar los ojos para añorar con fervor modernista la comarca llamada, con eufemismo níveo, La Sublime Puerta, o el exótico país de La Cochinchina, o el sencillo bayú de La China, tan lupanar a ratos, tan palpable siempre al costado de los jesuitas, en el corazón del barrio de Belén.  Claro, / traspatio de la casona / umbral de la posada./ 
     Hieren demasiado los sonidos terribles que emite bajo aliento terrible Benjamín de Céspedes.  Qué envidiable virtud la del personaje azul en el teatro chino de Calle De La Zanja, ése que nadie ve, existente e inasible, Azul Habana, morfina azul para La Habana, y a escapar hacia la oculta región donde fallece la pena, donde se encuentra el astro cuya luz no se extingue bajo helada ceniza, país prometido para quien no retornará, y deleites como amar, y secretos como un mar, y sonidos policromos, y colores tan sonoros, y una calma como muerte.«…» 
     Y Julián del Casal observa los movimientos de la boca de Benjamín de Céspedes, y sonríe, ya lo logró, no escucha nada.  A seguir añorando parajes distantes, los más distantes entre los añorables, que colaboren los tenues sorbos de este té digno de Li Tai Po o de Matsuba Basho, porque lo menos que se puede hacer en esta Habana es exagerar.  Cosa comprobada, cualquier añoranza siempre termina recalando en la isla. /Si partiera / al instante yo quisiera / regresar./  Y Julián del Casal evita seguir pensando de manera exagerada mientras Benjamín lee gozoso.  Es su triunfo, porque en la tertulia de Las Tardes Literarias nadie le ha hecho ni finta. La cuenta que saca Benjamín es que si Manuel de la Cruz leyó sus Crónicas, que son un aburrimiento de principio a fin, y Enrique José Varona su conferencia El Poeta De Polonia, que a nadie interesa, y Nicolás Heredia su novela Leonela, que es una tontería, y Ramón Mesa su extraña cosa intitulada Mi Tío El Empleado, que es un disparate, ¿por qué él no va a tomar también la alternativa? /Pobre Benjamín, / tan menor / y cuán harta / devoción,/  Y Julián del Casal evita reír refugiándose en un movimiento de cabeza. «¿Desaprueba, señor Casal?» 
     No, es el toro que sufre el puyazo en el morrillo y quiere sacudirse al picador.  O peor, el puyazo fue casi en el lomo, y el toro flaquea, y el público percibe que se ha arruinado la suerte de varas con acto tan sórdido. Julián del Casal nota la sonrisa de Héctor de Saavedra.  «No, no hay nada reprobable.  De pronto se me ocurrió una rima ripiosa, señor Benjamín, usted comprende como es eso.» 
     Y el prosista Benjamín prosigue desprosando con su despropósito prosaico. Y Julián del Casal no lo evita, ahora sí ríe. 
     «Bien sabía que iba a captar la intención, señor Casal, pero verá que hay más. Escuche.» 
     La boca de Benjamín de Céspedes, la arborescencia que el herpe dibuja, que dibuja el pus manando como crema de ámbar, y el vaho cálido de la humedad viscosa de la piel en lepra, y al centro de la angosta boca, la negra silueta de una ínsula, como un poderoso castigo cayendo.  Siempre la isla.  ¿Y por qué Benjamín no hará esta suerte de pica con Manuel Sanguily, que está a unos pasos, en la mesa pegada a la columna? Sí, con Sanguily, que tiene tanto talento que no le cabe en la cabeza y tanta revista para él solo, además de andar en varias. Julián del Casal calcula cuántas páginas faltan, y el picador se baja del caballo, ataca al toro con un lanzón grueso, no, con una lanza ligera, no, con una espada pequeña, no, con una daga, porque el caballero se ha convertido en mesnada, la casta en furrumalla, o el picador se rodea de chulos que utilizan un paño en el antebrazo izquierdo, y a matar. Dios, faltan tantas páginas como segundos tiene el insomnio, como instantes el tiempo deforme, como siglos la muerte.Y ahí quedan Julián del Casal y Benjamín de Céspedes, mesa por medio, papeles por medio, té y chartreuse por medio. 
     Y detrás de estas avispas con gorrión, casi al centro del café, Pichardo y su fama que va faroleando de boca en boca gracias a La Oda A Santa Clara que tanto gustó a la pudiente señora Marta Abréu.  Y delante de Pichardo, Eugenio Sánchez de Fuentes, el que engendró hace bastantes años al compositor de la habanera Tú.  Por cierto, a don Eugenio no le cabe una pulgada más de gozo, acaba de ganar algo así como el Nobel habanero con su Loa A Cervantes, una verónica ceñida, pinturera, a pie juntos, de una lentitud inimaginable, perfecta, que parece transformar el percal en seda, que hace al lector ir a plenitud por los versos como si estuvieran hablando, según afirman en un mismo estilo modernista sus muchos amigos literatos.  Y se afirma también que ese triunfo ha dejado a Pepito Mauri con la vida en ascuas, porque Pepito llevaba un año dándole para arriba y para abajo a su Serenata A Dulcinea, que resultó ser un quite sin gracia.  Benjamín desespera por entrar en ese ruedo, y ahí sigue, acosando a Julián del Casal, moviendo la cabeza a un lado y a otro para apoyar los chillidos de su Bijirita o su Gorrión.  Julián del Casal no puede renunciar a observarlo, engorrionado, qué engorro.  Morir habemos, como dicen los jesuitas de Belén.  No, un jesuita jamás diría eso.  Y Julián del Casal sonríe, observa la cara de Benjamín de Céspedes iluminada por la satisfacción, y rompe a reír a carcajadas. 
     Y se escucha una resonante carcajada entre la columna de Manuel Sanguily y la mesa de Saavedra, y risas, y otras reboleras y chicuelinas.  Catalá acaba de probar uno de los chistes que aparecerá en sus Cris-cris de El Fígaro.  Y que aplomo en aquel costado, parece que andan dando pases estatuarios en homenaje a Federico Villoch, no por su zarzuela La Mulata María que estrenó el Irioja, ni por alguna de sus cuatrocientas obras bufas, sino por su poema La Cama N°15, /Que a cuarenticinco centavos por cabeza / habrá pasteles, café con leche, cerveza./ 
     Miras la mesa de Manuel Sanguily.  No hay nadie. Tampoco ves a Enrique José Varona, que ahora no se ocupa de poetas poloneses, sino de algo que Esteban Borrero sabe, que Enrique Piñeiro sabe, que Manuel de la Cruz sabe, que Aurelio Mitjáns sabe, que Julián del Casal no puede ignorar, así que discreción, porque no estamos en tiempos de la escopeta Lafousier, que los mambises llamaban la yegua o la bocúa, ni de la Foucheaux que usó Carlos Manuel de Céspedes, ni siquiera es el tiempo del Springfield, o del Winchester 44, es la época de la carabina Remington calibre 43, del Sharps, del Smith & Wesson, son los tiempos de otro Año Terrible, y aún no han empezado las grandes deserciones en el mambisado, ni se ha proclamado la Autonomía, ni ha muerto Maceo en el potrero de San Pedro, ni han asesinado a Cánovas del Castillo en el balneario guipuzcoano de Santa Águeda, ni siquiera ha terminado La Invasión, y mucho menos los días de Julián del Casal. 

2 
     La Galería Literaria con su cartel poblado de meandros sobre fondo Azul Habana, y en la vidriera, el anuncio de la corrida con 6ToroS6 pintado con elocuencia por el sordomudo Perea, y dentro, en medio del espacio, rodeado por estantes que trepan hasta el techo, sentado en pupitre pequeño sobre estrado minúsculo, un hombre gordo, bajo, de ojos saltones, cabezón.  Es don Pozo. 
     Alguien se le acerca.  Don Pozo alza la vista, observa el rostro que pregunta, rápido responde, más rápido ordena a un empleado. Al fondo se ve la puerta que da al patio, y más al fondo no se distingue, pero queda el cuarto, o la celda, de un poetastro amigo de su hijo, de ese Julián del Casal que se ha rodeado de horribles mayólicas, y retratos del Papa y Sarah Bernhardt, que entretiene sus ocios pegando recortes de periódicos en el Libro Mayor donde el padre registraba los nombres de sus esclavos, antes de acabar en la ruina, por supuesto.  Familia en quiebra de la que queda un espíritu quebradizo. 
     El empleado trae un libro delgado, sin gota de polvo, y lo deposita sobre el pupitre.  El cliente lo toma, lo abre, comprueba, afirma con la cabeza, sigue leyendo, sigue afirmando.  Don Pozo observa satisfecho, aunque no sonríe, no se le recuerda una sola sonrisa en el siglo. 
     Alguien sí ríe al fondo del patio.  Julián del Casal ríe.  Es una risa que don Pozo identifica.  Risa de avispa, ha comentado alguna vez.  Y el hijo de don Pozo también ríe por aquellos fondos.  Risa más identificable aún.  Los ocios empezaron temprano, pensará don Pozo, que no puede distraerse, rápido taza al cliente, no al libro, calcula el precio posible, dice una cifra.       
     Lástima que no se vea la cubierta, ni se asista al minuto en que entra un cajón recién desembarcado, para que salgan con premura Cruel Enigma de Paul Bourget, o La Loca De La Casa del canario Galdós, o El Origen Del Pensamiento de Armando Palacio Valdés, o El Niño De La Bola de Pedro Antonio de Alarcón y Ariza, o El Buey Suelto del diputado tradicionalista don Pereda, o La Bodega del valenciano Blasco Ibáñez, o cualquier otro éxito librero que a la vuelta de veinte años estará empolvado por el tiempo y por completo, pero en aquel tiempo, ahora, saltaría del cajón para correr su triunfante destino habanero bajo los auspicios de don Pozo y el visto bueno de Julián del Casal, que vuelve a reír con más gusto y eco.  Entonces ríe con la puerta de su celda, o cuarto, cerrada.  Don Pozo escucha con atención, y no logra discernir si su hijo también ríe. 
     Y lástima que no sean entre las dos y las cinco de la tarde, para presenciar el conciliábulo de los redactores de El Fígaro, con Pichardo, Catalá, Federico Villoch, Panchito Chacón, César Cancio Madrigal, el cronista de pelota don Prieto, que es tan fanático del Almendares como Raoul Cay de Maupassant, todos con sus bigotes de puntas engomadas, con sus patillas a la madrileña, y ver de paso cómo se caen a versos y a prosas hasta quedar exhaustos y de acuerdo, siempre de acuerdo, excepto cuando entra al ruedo Julián del Casal, que de nuevo ríe en su celda/cuarto, ahora muy quedo. Don Pozo atiende.  Esta vez tampoco escucha la risa de su hijo.  Al menos cuando ríe no se nota que es tartamudo. 

3 
     A Julián del Casal se le ha hecho poco menos que una costumbre viajar en tren a Puentes Grandes y caminar hasta el remanso que es la casa de los Borrero, a orillas del Almendares pestífero, tan alabado por articulistas mediocres y rimadores torpes.  En esa mansión modesta un loto de pistilos de oro puede transformarse en lirio, una Salomé danzante puede convertirse en hija de don Esteban, en Juana Borrero, que desde la primera vez que él visitó la casa, siempre lo está esperando. 
     «Un día, en el internado, discutí con el profesor sobre un artículo contra los masones que había aparecido en La Voz De Cuba, ese periódico oficialista.» 
     «No lo he leído nunca, Julián.» 
     «Tampoco has leído mi brazo. ¿Ves el triángulo masónico, los tres puntos?  Me lo hice con la punta de una pluma.  Fue doloroso.  Ahora la huella es el guardián de aquel dolor, como campana que se balancea por su propio peso y solo necesita una fuerza insignificante para hacer resonar su tañido.»  
     «Deja que lo bese.» 
     «No. Cuando acusé al profesor de ser más parcial que el artículo, perdí el postre. En venganza publiqué El Estudio, una hoja clandestina y manuscrita, solo saqué dos números, y los dos fueron encautados por la dirección.  Y ahí perdí la sopa.  Como estaba tan pero tan flaco, no podía darme el lujo de llegar a la inanición.  Prometí desde entonces renunciar a la tribuna política, y lo he cumplido.  El trono tiene la fragilidad del vidrio, es un incierto camino de ganancias donde un crimen lava a otro crimen.»            
     «¿Será verdad que nadie puede concentrarse en la idea del mal sin sentirse abrazado por el mal?» 
     «Como este es un mundo caído, corrupto, y como somos almas perdidas, tenemos que hacer cuanto mal podamos.» 
     «He matado a una mosca, señor.» 
     «Que la maldición caiga sobre ti, asesina, has dado muerte a mi corazón.»  
     «Era una mosca negra y deforme, se parecía al moro de la emperatriz.»       
     «Entonces haz hecho una acción caritativa.» 
«Y corté la cabellera de la mosca para hacerme una peluca rubia.» 
     «Muy bien, ve preparando esa bastarda insignia de la hermosura, y mientras voy a ultrajar el cadáver de la mosca, ahora que el reloj nos recuerda que hemos avanzado dos horas hacia la muerte.» 
     «Julián, qué años tan refinados, tan rarificados en este siglo que está por terminar.» 
     «Le pido a Dios piedad para esta época miserable, llena de aberraciones, de discordias.  Piedad para las lentas horas tristes que nos hacen mudar de un pensamiento a otro, de un sentimiento a otro hasta que nos convertimos en polvo.» 
     «Te adoro.» 
     «Abelardo adora a Eloisa, Lohengrin a Elsa, y yo a ti, porque tienes fragancias como las dalias y resplandores como las estrellas.  Pero te adoro como un hermano a una hermana.» 
     «¿Tiene que ser así?  Siento tu olor y ya estoy dispuesta a traspasar los límites, a perder la resignación de mi sexo.  ¿Qué tienes?  En cuanto hablamos de amor, eres otro.  El amor puede transformar las cosas bajas y viles en dignas y excelsas, pero en ti pasa lo contrario.  Quiero que sea tuyo el secreto de mi amor y de mis obsesiones.» 
     «Nada me dicen ni tu amor, ni tus hechizos, ni yo puedo ofrecerte lo que ansían tus obsesiones.» 
     «¿Por qué?» 
     «No voy a revelarlo, te helaría el alma.» 
     «No me importa.» 
     «Entonces escucha.  Ni tu voz de ángel, ni el lenguaje más obsceno si lo usaras, lograría en mí enardecer nada.  Te miro y siento mi sexo roído.  No es tu culpa, es tu condición de mujer que me horroriza.  Ustedes, en el huerto lascivo de la naturaleza, disponen de sustancias más vigorosas que la más repugnante tribu de mequetrefes.  Cuando tienen hambre, quieren comer.  Cuando tienen sed, quieren beber.  Ustedes son naturales, es decir, abominables.» 
     «Yo no, yo seré como tu quieras.  Puedes respetar mi virginidad.  Olvídate de mi sexo.» 
     «En la república de la naturaleza, la pérdida de la virginidad supone provecho para la nación.» 
     «¿Qué me quieres decir?» 
     «Además, la virginidad es una mercancía que decrece en valor mientras más se conserva.  Es dichosa la rosa cuya esencia se destila, y es infeliz la que se marchita en el tallo virginal.» 
     «Julián.» 
     «Desesperas por renunciar a tu virginidad, por abrazar las imposiciones más groseras, por gozar de la brutalidad en tu sexo.  La simple idea de la lujuria te acrecienta el deseo.» 
     «No.  Antes me quitaría la vida, lo juro por ti, que es mi juramento más solemne.» 
     «Inocente y nefasta, el amor es moderación, cuando se excede reina la insensatez, que ama no al amor, sino al amor que corre hacia el amor para alejarse del amor, que borra hasta el nombre del amor y engendra el odio.  Creo que vas a necesitar de esto.» 
     «¿Eso?  Brilla como una lengua de plata.» 
     «Cuidado, está convocando la sangre.  Observa qué filoso.  Es el mismo puñal de La Dolorosa, ¿recuerdas?.» 
     «Recuerdo muy bien el poema.  Déjame sin recuerdos.» 
     «¿Ahora?»  
     «Ahora mismo.  Mi alma me dice que se debe amar al sol que está tras el sol celeste que oculta el sol radiante.  Tú eres mi sol más elevado.» 
     «Tienes un cuello muy blanco.» 
     «Con qué derroche comienza el sol a abrirse paso cada mañana. Ábreme el cuello y que mi sangre se abra paso hasta tocarte.» 
     «El día palidece al ver el sol enfermo.» 
     «Eres un Dios enfermo.  Eres mi Dios.  ¿Por qué te vibra la mano?, hazlo.»  
     «No es el sentimiento del pecado, es una rara angustia, casi sexual, es la plena conciencia de que mi instinto hallará siempre satisfacción con lo que mi intelecto rechaza.  Toma, hazlo tú misma cuando quieras.»  «Guardaré esta daga bajo mi almohada, sé que voy a usarla, que voy a hacerlo.  Ayer por poco lo logro.  Fui a la orilla del río, recitaba rimas tuyas, empecé a caminar hacia el agua, las ondas frías me llamaban con insinuantes reclamos, estaba tan sola, tan triste, hubiera muerto, pero oí la voz de mamá.  Tuve que responder, vino a la orilla, De la serie El sonido del cuerno en la espesura (Eduardo H. Santos)comprendió en seguida, se sentó a llorar.  ¿Por qué te ríes?  Esa risa me hace daño, es horrible.  No te rías más.» 
     «Mi risa te va a perseguir como una tortura eterna.  Sé que no faltará mucho.  Lo comprendí ayer noche, frente a unos lánguidos y milagrosos ojos.  Estaba vestido con un espléndido traje de mandarín chino, y de pronto me sentí hecho un panal de dolor, un acerico de penas.  Noté algo de ultratumba en mis manos huesudas.  Lo supe, pronto desataré los lazos que me unen a las cosas de la vida.» 
     «Si me faltas, no cesaré de esconder el rostro entre las manos, de dar vueltas y más vueltas sin hablar, la vida quedará rota.» 

4 
     Julián del Casal ríe, no en el avispero del café Europa, no en la celda del fondo de La Galería Literaria, no en la casa de los Borrero a orillas del Almendares.  Julián del Casal ríe a mandíbula batiente durante una sobremesa, no importa dónde, y muere entre dos carcajadas.  No es metáfora, es muy simple, estaba sentado y se disponía a encender un tabaco, alguien comentó sobre cierta novelilla donde una bijirita lidiaba con una bestia regordeta llamada gorrión con fondo de avispas vagabundas, y Julián tuvo un acceso de risa, y la sangre no le permitió seguir riendo. 
     La noticia hace que el tiempo pesara como plomo en casa de los Borrero, causa un instante de silencio en el café Europa, convierte a La Galería Literaria en De Todo Y Para Todos. 

5 
     «Después de muerto ese poetastro de Julián del Casal, a mi hijo le comenzó a abundar la bilis negra», decía don Pozo. 
     «Que es humor muy maligno», aclaraba doña Concha de Pozo, mientras arrojaba las migas del almuerzo a los gorriones del patio. 
     El caso es que al amigo del poeta se le agudizó su perenne angustia, dicen, y ese angor anime, acompañada de gran inconstancia en los deseos, más otros síntomas tan variados como las lenguas de esta Habana, le debilitaron la carne y la mente, le hicieron progresar la calvicie y la tartamudez de siempre, y lo sumergieron en un delirio insomne lleno de temores, inquietudes y pesadumbres sin causa aparente. 
     Un día, luego de vérselas con un panal de avispas que pretendía prosperar en su patio, y mientras lavaba los escasos cabellos de su hijo con cocción de lechuga, doña Concha comentó, «válgame Dios, muchas pueden ser las causas de tu desgracia, hijo mío, y ninguna es aparente, si no hay más que respirar el aire que viene de esa calle, y como tú has sido siempre tan sensible, como el señorito Julián, aspira.»  Y doña Concha le puso ante la nariz un frasco con esencia de rosas, violetas y hojas de malva que le recomendó un médico francés.  «Y entre las muchas causas, hijo mío, está que cuando fuiste engendrado, vírate, tu padre andaba con el estómago lleno y yo con un dolor de cabeza insufrible, y es cosa sabida la importancia del trance para el futuro de la criatura, que te vires, a que si el señorito Julián estuviera vivo, acaba de virarte.»  Y doña Concha le untó el vientre con un almedor a base de vinagre, azogue, miel, menta, aguardiente, más las raíces de Amansa Guapo, Yo Puedo Más Que Tú y Jala Jala Pa Mí, que le recomendó Ma Mercé.  «Como es cosa comprobada que la humanidad sería dichosa si solo se casaran personas normales de cuerpo y espíritu, porque hasta para el saber hay límite, ay, si en eso el señorito Julián también era un exagerado, ahora quédate así hasta que te diga.»  Debía esperar unas treinta respiraciones antes del baño con flores de borraja.  «Porque, válgame Dios, de gente que conoce mucho, como tu padre, por fuerza descienden o locos o idiotas, a que el señorito Julián…» 
     Y el hijo murmuró, «mamá, dame una gardenia y acalla esos gorriones, zumban como avispas, haz que callen, que se callen, que callen.»  Y al séptimo día descansó. 
     De Todo Y Para Todos se transformará en solar yermo, en nidal de escombros, y al fondo permanecerá una pared a medio derruir donde alguna vez estuvieron juntos un papa y una actriz, y más arriba estará el cielo con nubes que parecerán gorriones blancos, pero ahora Don Pozo acaba de cerrar la venduta, para abrirle las puertas a una melancolía fría, seca, espesa y ácida, y a una flaquencia donde se le marcaban las venas y progresaban extrañas manchas por brazos, manos y uñas, que doña Concha medía cada mañana con sus instrumentos de corte y costura. 
     Después de la inspección matinal, al alzar la vista hasta los ojos de su marido, doña Concha lo comprobaba, comprobaba la extinción paulatina de aquel hombre.  «Para mí, se te está secando hasta el cerebro, si vives como un hechizado, válgame Dios, ni que fuera cosa de familia, ay, qué salación trajo a esta casa el señorito Julián, ¿o el maleficio vino por su disfrazadera de chino?» 
     Una clara mañana, don Pozo rompió el mutismo en que se había enclaustrado junto con su tedium vitae, y balbuceó unas cuartetas del poeta Julián del Casal, que dijo haber releído en secreto durante años por ser de una fantasía elegante y enamorada en medio de un pueblo servil y deforme, y dijo más, dijo que el amigo de su hijo tenía el alma como un cristal, como quien vive en niñez perpetua, y que sentía la especial angustia de no haber ahondado en el raro espíritu del divino poeta, y citó una frase en latín que le parecía de Cardano o de Paracelso o de Agripa o de Tritemio o de un perro llamado Mi Amo, ya no recordaba bien, y además murmuró un fragmento que estaba seguro de haber encontrado en la Epístola Decimosexta de San Crisóstomo donde la congoja arde más que el fuego, es lucha interior que nunca acaba, tormento del espíritu y germen ponzoñoso que consume el alma y roe el corazón cual verdugo en constante actividad bajo noches interminables de tinieblas profundas y tempestuosas.  Así que doña Concha le hizo ingerir un drástico, porque es el abundante humor bilioso el que atrae al demonio, y estuvo muy atenta, a ver si su marido expulsaba una anguila viva, o gran cantidad de bazofia de distintos colores, o pelotones malolientes, o trozos de madera, o estiércol, o pedazos de tela, o carbón, o mucha sangre impura, o piedras como nueces y con inscripciones, o todo ello junto y más en medio de accesos alternados de risa, llanto y estados de éxtasis. 
     «Válgame Dios, a ver si al fin purgas tus muchos pecados.» 
     Dicen que don Pozo murmuró, «mi incredulidad fue devastadora, mi recelo se convirtió en hábito, y si Heine pensaba en Günther, en Bürger, en Kleist, en Lenan, en Hölderlin y en sí mismo cuando dijo, un castigo cae sobre los escritores alemanes, yo pienso en Casal, en Martí, en Milanés, en Zequeira, en Heredia, y también en Wichi Nogueras y en Hernández Novás cuando digo que una maldición más cruel pesa sobre nosotros», y siguió vomitando. 
     «Válgame Dios, qué falta de fe.» 
     Dicen que don Pozo murmuró, «ahora envidio la decisión de las avispas para atacar, la despreocupación de los gorriones para vivir, y la elegancia suelta y concisa que tenía para expresarlo el poeta amigo de mi hijo, cuya gloria vivirá en el mundo, mientras que la vergüenza ha hecho morada en nosotros, porque en esta isla se puede ser poeta, pero no vivir como poeta, y si otro Julián del Casal llegara a alentar, también lo mataremos», y siguió vomitando. 
     Pero nada de lo esperado por doña Concha expulsó don Pozo.  «Válgame Dios, quizás los demonios de esta Tierra están más arraigados, o tienen por asiento otras vísceras, ¿o será que antes debe ocurrir la confesión, la penitencia, el acto eucarístico, y solo entonces recurrir a la medicina?»  
     Después de tres días de vómitos y retortijones, don Pozo, que no quería vivir y no sabía cómo acabar de morir, cerro los ojos sin haber sonreído jamás, y no volvió a abrirlos. 
     Doña Concha de Pozo, de cabeza pequeña y faz muy encendida, amando los gorriones, aborreciendo las avispas, rememorando los días en que el señorito Julián y su hijo reían encerrados en lo que llamaban celda, y contando ahorros y vueltas a crochet, esperó el descenso a la muerte, y la espera no fue en vano.